Colonia y República:
ensayos de aproximación
RAFAEL ARRAÍZ LUCCA
@rafaelarraiz

Prólogo

Recojo en este volumen varios ensayos que permanecían inéditos. Algunos de ellos trabajados en los seminarios del Doctorado en Historia de la Universidad Católica Andrés Bello, algunos sin propósito académico específico y de muy reciente data, como el que abre el libro: «Un mapa para el Bicentenario», y otros que tejí durante la Maestría en Historia de Venezuela que cursé en la misma casa de estudios.

Después de este trabajo introductorio sobre el tema de los bicentenarios de creación de las repúblicas americanas, organizo el libro en dos secciones temporales: textos que estudian aspectos del período colonial, y otros en los que me esmero en asuntos republicanos.

Del período colonial trabajé la figura fascinante de Fray Pedro de Aguado, nuestro primer historiador; el tema de la esclavitud, bajo el prisma de Miguel Acosta Saignes; me adentré en la historia de El Tocuyo, establecida por Ermila Troconis de Veracoechea y examiné la Real Cédula de creación de la Compañía Guipuzcoana. Trabajé la Relación pormenorizada del doctor Marón y el concepto de soberanía que desarrolló Roscio en su libro indispensable: El Triunfo de la libertad sobre el despotismo. Hice la pesquisa de todas las veces que Sir Robert Ker Porter se pronuncia sobre Páez en su diario. Incluyo un análisis sobre los hechos del 19 de abril de 1810, otros sobre la participación de Miranda en los asuntos que desembocan en el 5 de julio de 1811 y, finalmente, coloco la lámpara sobre la historiografía bolivariana reciente y antigua, intentando esclarecer las razones de esas aproximaciones.

Del período republicano el catálogo es diverso. Trabajos sobre la poesía venezolana y su relación con la ciudad y, además, la importancia del miedo en la obra de Pérez Bonalde. En el plano de la historia literaria, también, le tomó el pulso a la generación de 1928 y su significación polivalente. Luego, me adentro en temas de historia económica que me son cercanos y reflexiono sobre la Industrialización Sustitutiva de Importaciones (ISI) y la Cepal. Después, cuatro trabajos indagan sobre hechos de historia política contemporánea: uno sobre el llamado «trienio adeco», otros dos sobre aspectos de la vida y obra de Rómulo Betancourt, y un cuarto acerca del pacto de Puntofijo y sus implicaciones.

Los trabajos que siguen dan cuenta de un área que he estudiado con frecuencia: la cultura venezolana. Intento una mínima historia de ella en un ensayo dilatado y, también, caracterizo la participación del Estado en la vida cultural en los años de la democracia. Concluyo con un ensayo sobre el petróleo, ya sea en su faceta histórica como en aquella determinante del imaginario nacional.

Este es el libro. Escrito entre los años 2003 y 2009: tiempos en los que la historia de mi país me ha llamado con la fuerza de un imán y he tenido la oportunidad de estudiarla sistemáticamente. Aspiro a compartir con mis lectores mis perplejidades, algunos atisbos y la voluntad de organizar los hechos para intentar comprenderlos.

RAL

Un mapa para el bicentenario

La primera de las observaciones que se impone consignar es la siguiente: cuando escuchamos hablar genéricamente del Bicentenario, quienes lo hacen están aludiendo exclusivamente a la creación de las repúblicas americanas que fueron provincias de España, ya que el Bicentenario de los Estados Unidos de América se celebró en 1976 y el de Haití en 2004, cuando estas dos naciones cumplieron doscientos años de haberse independizado de potencias europeas y comenzaron a ejercer su soberanía.

El segundo apunte que salta a la vista es el relativo a dos procesos hermanos, pero con matices diferenciales. Me refiero a que son hechos distintos las declaraciones de fidelidad a Fernando VII, a través de las Juntas Defensoras de sus Derechos en América, y las actas fundacionales de las repúblicas nacientes. Con el sólo ánimo de contribuir a dibujar un mapa menos confuso en este sentido, intentaré organizar una mínima cronología de los hechos. Para muchos este mapa será noticia añeja; para otros, dadas las deficiencias de nuestra enseñanza de la historia, serán revelaciones; para ambos, conviene que intentemos la «composición de lugar» para después adentrarnos en otros laberintos.

Antes, conviene recordar que la formación de repúblicas independientes en América, como dijimos antes, se inició con Estados Unidos en 1776 y, al día de hoy, la última en declarar su independencia fue Saint Kitts and Nevis, en 1983. La anteceden Belize y Antigua and Barbuda, en 1981; Saint Lucia y Saint Vincent and the Granadines, en 1979; Dominica, 1978; Surinam, 1975; Grenada, 1974; Bahamas, 1973; Guyana y Barbados, 1966; Jamaica y Trinidad y Tobago, en 1962. Como vemos, los bicentenarios de estas repúblicas tendrán que esperar casi 150 años, en varios casos.

Volvamos a lo nuestro: la primera rebelión ante la corona española, con ánimo independentista la encabezó Pedro Domingo Murillo en Chuquisaca (Bolivia, en la actualidad), el 16 de julio de 1809, pero fue sofocada por los ejércitos fieles a España de Perú y Buenos Aires, y Murillo fue conducido a la horca. Este episodio, como no tuvo continuidad, injustamente suele relegarse al olvido, mientras se destacan otros posteriores que sí hallaron mayor aliento existencial. Aclaro que, para la fecha de esta sublevación, la invasión napoleónica a España era un hecho y que los ejércitos que ejecutaron a Murillo eran fieles a Fernando VII, por más que éste hubiese sido sustituido por José Bonaparte en el trono de España. Consigno el episodio, ya que lo pretendido por Murillo no era defender los derechos de un rey depuesto, sino independizarse de él y de cualquier otro.

I) Las juntas defensoras de los derechos de Fernando VII

Ecuador

En Quito, el 10 de agosto de 1809, una Junta Gubernativa declara cesantes en sus funciones a los funcionarios de entonces y elige a otros que «compondrán una Junta Suprema que gobernará interinamente a nombre y como representante de nuestro legítimo soberano el señor don Fernando VII y mientras su majestad recupera la Península o viene a imperar». Acto seguido, designan todo un gabinete de gobierno para ejercer funciones, mientras dure la emergencia con su rey. Esta fue la primera de las Juntas defensoras de los derechos del rey depuesto. La segunda, será la de Caracas.

Venezuela

El 19 de abril de 1810 tienen lugar los hechos conocidos. Bastante bien recogidos, por cierto, en la letra de la canción «Gloria al bravo pueblo», escrita por Andrés Bello, con música de Lino Gallardo, como dejó demostrado el investigador de la música Alberto Calzavara en su libro Historia de la música en Venezuela (Fundación Pampero, Caracas, 1987). En esta investigación, Calzavara reproduce la partitura que publicó el periódico El Americano, en París, el 16 de febrero de 1874, y que luego reprodujo aquí La opinión nacional, el 10 de marzo del mismo año. Allí, queda claramente establecido que el autor de la letra es Andrés Bello y el de la música Lino Gallardo.

Calzavara rastrea el origen de la confusión en cuanto a la música, y halla que el primero que, sin pruebas, se la atribuye a Juan José Landaeta fue Salvador Llamozas, en 1883, fecha en que Guzmán Blanco organizó la apoteosis bolivariana con motivo del centenario del nacimiento del héroe. Hasta ese momento, nadie dudaba de la autoría de Lino Gallardo, aunque el 25 de mayo de 1881, cuando Guzmán Blanco decreta que el «Gloria al bravo pueblo» sea el Himno Nacional, no se menciona a ningún autor. Quizás este desliz dio pie a que comenzara la especulación y la circulación de especies que le atribuían la música a Landaeta y no a Gallardo. No han bastado documentos, entrevistas de los descendientes de Gallardo en la primera mitad del siglo XX y demás pruebas para conferirle oficialmente la autoría al compositor. Esta la han avalado a lo largo de la historia Juan Vicente González, Julio Calcaño, Eloy G. González y José Antonio Calcaño, mientras que la de Landaeta cuenta con el respaldo de Llamozas, Ramón de la Plaza y Juan Bautista Plaza.

En cuanto a la autoría de la letra por parte de Andrés Bello, pues si no fuese suficiente la publicación parisina, consta que a lo largo de su vida el poeta acometió la escritura de diversos himnos. De modo que la especie según la cual un bardo de semejante magnitud no podía avenirse con la letra de esta canción es insostenible. De hecho, las letras de los himnos se adaptan en tal medida a la música que muchas veces se sacrifica el fulgor poético en aras del melódico. Por lo demás, si otra cosa demuestra Calzavara con documentos en su libro es que la canción fue escrita entre el 20 y el 30 de abril de 1810, según se desprende de los testimonios escritos por Vicente Basadre y por José Cortés de Madariaga. Por ello es perfectamente posible que la haya escrito Bello, que estaba entonces en Caracas con el verbo elocuente, ya que el mismo año escribe el texto «Resumen de la historia de Venezuela», que formó parte del primer libro que se publicó en Venezuela: Calendario manual, y guía universal de forasteros en Venezuela para el año de 1810.

Desde 1808, Bello y algunos mantuanos le oponían a José Bonaparte los derechos de Fernando VII y le juraban lealtad al rey en contra del usurpador francés. El mismo Bello lo dice: «pero las circunstancias reservaban a Venezuela la satisfacción de ser uno de los primeros países del nuevo mundo donde se oyó jurar espontánea y unánimemente odio eterno al Tirano que quiso romper tan estrechos vínculos». El tirano al que se refiere Bello es el mismo, por cierto, al que alude el «Gloria al Bravo pueblo» en su versión primera, no la que terminó de organizarse por instrucciones del hijo de Antonio Leocadio Guzmán. En aquella versión primera se lee: «Pensaba en su trono/Que el ardid ganó/Darnos duras leyes/ El usurpador». Y luego, dice: «Previó sus cautelas/ Nuestro corazón/ Y a su inicuo fraude/ Opuso el valor». El usurpador es Bonaparte, evidentemente, pero estas estrofas fueron eliminadas y sólo se dejaron aquellas que no aludían directamente a los sucesos peninsulares. Esta operación, según infiere Calzavara, le fue encomendada por el «Ilustre Americano» a Eduardo Calcaño. En todo caso, la versión original del himno no es la que se entona en la actualidad. Eso está claro. Más aún, en la versión actual hay estrofas que no estaban en la original, de modo que no sólo fueron suprimidas algunas, sino que también fueron escritas otras.

Lamentablemente, Alberto Calzavara murió en 1988, con lo que no pudo continuar la investigación en la que hubiesen podido surgir pruebas documentales todavía más contundentes. Hasta la fecha, contamos con más pruebas elocuentes a favor de la autoría de Gallardo que a favor de la de Landaeta, y lo mismo ocurre con la tesis a favor de Bello por sobre la de Salias. Por lo tanto, lo lógico es que se atribuya a ambos la autoría, ya que las pruebas a su favor son mayores que las que se tienen de los que desde hace un siglo vienen señalándose como autores. Consignado pues, este reclamo histórico, volvamos a nuestro río central.

Argentina

La tercera Junta formada fue la de Buenos Aires. Se llamó Junta Provisional Gubernativa de la Capital del Río de la Plata y se constituyó el 25 de mayo de 1810, presidida por Cornelio Saavedra. Afirman sobre sus propósitos:

«Un deseo eficaz, un celo activo, y una contracción viva y asidua a proveer, por todos los medios posibles, la conservación de nuestra religión santa, la observación de las leyes que nos rigen, la común prosperidad y el sostén de estas posesiones en la más constante fidelidad y adhesión a nuestro muy amado rey, el Sr. D. Fernando VII y sus legítimos sucesores en la corona de España.»

Colombia

En Bogotá quedó constancia en un acta de los sucesos del 20 de julio de 1810. En ella se da fe de que el pueblo depuso al Virrey Antonio Amar y Bordón e instaló una Junta Suprema en la que «se deposite en toda la Junta el Supremo Gobierno de este Reino interinamente, mientras la misma Junta forma la Constitución que afiance la felicidad pública, contando con las nobles provincias, a las que en el instante se les pedirán sus diputados, formando este cuerpo el reglamento para las elecciones en dichas provincias». Más adelante señalan «que protesta no abdicar los derechos imprescriptibles de la soberanía del pueblo a otra persona que a la de su augusto y desgraciado monarca don Fernando VII, siempre que venga a reinar entre nosotros». Como vemos, con algunos matices que la lectura del acta puede dar, los bogotanos forman gobierno mientras se restituye el de su rey.

México

El quinto pronunciamiento es el famoso «Grito de Dolores», que es como se conoce lo ocurrido en el pueblo de Dolores, en la zona de Guanajuato, el 16 de septiembre de 1810. La proclama del sacerdote Miguel Hidalgo y Castilla, conocido como el cura Hidalgo, es meridiana en cuanto a sus propósitos. En este sentido, da un paso mucho más adelante que los ejecutados por las Junta Defensoras de los Derechos de Fernando VII. Dice Hidalgo en su proclama:

«Para la felicidad del reino, es necesario quitar el mando y el poder de las manos de los europeos; esto es todo el objeto de nuestra empresa, para la que estamos autorizados por la voz común de la nación y por los sentimientos que se abrigan en los corazones de todos los criollos, aunque no puedan explicarlo en aquellos lugares en donde están todavía bajo la dura servidumbre de un gobierno arbitrario y tirano, deseosos de que se acerquen nuestras tropas a desatarles las cadenas que los oprimen.»

Como vemos, no se «andaba por las ramas» el cura Hidalgo, pero recordemos que se trata de una proclama personal.

Chile

El sexto y último pronunciamiento, antes de la serie de actas de independencia que veremos luego, es el de Santiago de Chile, el 18 de septiembre de 1810. En el bando puede leerse: «en este estado, concluidas las expresadas elecciones fueron llamados los electos, y recibido el juramento que hicieron de usar bien y fielmente sus cargos, y en especial poner todos los medios de defensa del reino en nombre de nuestro rey el señor don Fernando VII, y reconociendo el Supremo Consejo de Regencia…» Como vemos, los santiagueños colocaron todo en su «santo lugar» y eligieron autoridades, además de reconocer al Supremo Consejo de Regencia.

Hasta aquí las declaraciones a favor de los derechos de Fernando VII y la extraña, única para entonces, proclama del padre Hidalgo en Guanajuato. Es cierto que muchos de los actuantes y firmantes de estas declaraciones de adhesión al rey de España tenían en mente que una vez que se le entrega la soberanía al pueblo, es difícil que éste la regrese al rey una vez restituido en su trono; pero no es cierto que estas fueron declaraciones de independencia ni fueron actos heroicos de un proceso revolucionario. Por aquí y hasta la fecha no hay héroes, salvo la valentía de Hidalgo, que decide decir lo que piensa abiertamente en una proclama personal. Es importante señalar esto, ya que suele confundirse el momento de declarar la fidelidad al rey con el de enarbolar la independencia absoluta y crear una república. Veamos ahora la secuencia de la fundación de las repúblicas americanas que antes fueron provincias de España.

II) Las actas de independencia

Venezuela

La primera acta de independencia como tal es la de Venezuela, el 5 de julio de 1811, redactada por Juan Germán Roscio y aprobada por los diputados electos de las siete provincias. Entre ellos, destacan el propio Roscio, Francisco Javier de Ustáriz, Luis Ignacio Mendoza, Fernando de Peñalver, Felipe Fermín Paúl, el Marqués del Toro, Francisco Javier Yánez, Martín Tovar Ponte, José Ángel Álamo, Lino de Clemente, Francisco Javier de Mayz, Francisco de Miranda, entre otros.

Después de una minuciosa explicación acerca de la posición de las provincias de la futura Venezuela en relación con los sucesos de Bayona (la deposición de Fernando VII), Roscio justifica el paso que se va a dar y, finalmente, expresa:

«Nosotros los representantes de las Provincias Unidas de Venezuela, poniendo por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones, implorando sus divinos y celestiales auxilios y ratificándole en el momento que nacemos a la dignidad, que su providencia nos restituye el deseo de vivir y morir libres creyendo y defendiendo la santa católica y apostólica religión de Jesucristo, como el primero de nuestros deberes.»

Una vez colocada la ofrenda ante Dios en el acta, Roscio, que fue casi un teólogo del cristianismo, procedió a declarar la independencia, afirmando:

«declaramos solemnemente al mundo que sus provincias unidas son y deben ser, de hoy más de hecho y de derecho, estados libres, soberanos e independientes, y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la corona de España, o de los que se dicen o dijeren sus apoderados o representantes, y que como tal Estado libre e independiente, tiene pleno poder para darse la forma de gobierno que sea conforme a la voluntad general de sus pueblos…»

Colombia

En Colombia suele tenerse por acta de independencia la levantada con motivo de los sucesos del 20 de julio de 1810, ya que no hubo una explícita, más allá de la decisión de Cundinamarca, el 16 de julio de 1813, de proclamarse independiente de España, al tiempo que el Colegio Electoral nombraba a Antonio Nariño Dictador Perpetuo.

México

El acta de independencia de México no puede ser más escueta. Comienza señalando que el Congreso de Anáhuac, instalado en la ciudad de Chilpancingo, invoca a Dios Todopoderoso y disuelve la dependencia con España, el 6 de noviembre de 1813. Luego, el Imperio Mexicano, el 28 de septiembre de 1821, ratifica la disolución de la dependencia con España, en otra acta tan breve como la primera. Es poco lo que puede atisbarse en ellas acerca de la forma de gobierno que se adoptará, pero en ambas la invocación al catolicismo es notoria.

Argentina

La declaración de independencia argentina fue firmada en San Miguel de Tucumán el 9 de julio de 1816. Es breve y contundente. Se lee:

«Declaramos solemnemente a la faz de la tierra que, es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli; quedan en consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales circunstancias.»

Antes, se ha invocado al «Eterno que preside el universo», pero hay que señalar que es poca y sucinta la alusión y, de las que hemos leído, es la más laica; en este sentido, la más liberal.

Chile

El 1 de enero de 1818 firman el acta de independencia chilena Bernardo O’Higgins, Miguel Zañartu, Hipólito de Villegas y José Ignacio Zenteno. Invocan el voto de los pueblos y declaran

«solemnemente a nombre de ellos en presencia del Altísimo, y hacer saber a la gran confederación del género humano que el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes forman de hecho y por derecho un Estado libre, independiente y soberano, y quedan para siempre separados de la monarquía de España, con plena aptitud de adoptar la forma de gobierno que más convenga a sus intereses»

El acta es breve, sin preámbulos explicatorios de la decisión que se toma.

Perú

El Acta de la Jura de Independencia peruana es muy particular. Se aclara en ella que el Ayuntamiento que la sanciona lo hace por indicación del «excelentísimo señor general en jefe del ejército libertador don José de San Martín». Antes y de primero, se menciona la figura del arzobispo de «esta Santa Iglesia Metropolitana». Finalmente, afirman: «Que la voluntad general está decidida por la Independencia del Perú, de la dominación española y de cualquier otra extranjera, y que para que se proceda a su sanción por medio del correspondiente juramento, se conteste en copia certificada de esta acta al mismo señor excelentísimo…» No pasaron en vano los años virreinales: la formulación lingüística del acta es más cercana a una provincia colonial que a una nación que se proclama república. Por otra parte, es la primera que alude al Libertador San Martín.

Guatemala, Honduras y Costa Rica

Guatemala, Honduras y Costa Rica redactan sus actas de independencia en 1821. Guatemala el 15 de septiembre, al igual que Honduras, mientras Costa Rica el 29 de octubre. El caso de Guatemala es particular, ya que la Capitanía que llevaba su nombre comprendía cuatro intendencias, a saber: Chiapas, El Salvador, Honduras y Nicaragua, al tiempo que Costa Rica formaba gobierno en Cartago. Por esta razón las actas se tejen entre sí: la de Honduras alude a lo hecho por Guatemala, la de Costa Rica alude a la de México. En los tres casos son breves. Dos años después, estas entidades formarán las Provincias Unidas de Centroamérica, mediante Asamblea Nacional Constituyente. Esta decretará el 1 de octubre de 1823 la decisión de ser independientes. Este ensayo integracionista naufragó en 1839, cuando sus integrantes optaron por navegar por separado.

Bolivia

El acta de independencia del Alto Perú data del 6 de agosto de 1825, cuando la asamblea reunida en Chuquisaca declara su libertad. En el acta se hace una relación de la resistencia heroica del pueblo del Alto Perú en contra de «la ferocidad ibérica». A Fernando VII lo califican de «opresor y miserable» y se erigen en «Estado Soberano e Independiente». Será luego, con la Constitución de 1826, cuando el Alto Perú pase a denominarse Bolivia, en honor de su Libertador.

Uruguay

La Declaratoria de Independencia de Uruguay, curiosamente, no alude al rey de España, sino al de Portugal, ya que Brasil se ha posesionado del territorio uruguayo entre 1817 y 1825, año este último en que se firma la Declaración, el 25 de agosto, liderizada por José Gervasio Artigas. Es este el único caso, junto con Paraguay, en el que el documento independentista no alude a España sino a otro reino, en este caso Portugal, por conducto de su imperio americano: Brasil.

Paraguay

La situación de Paraguay es singular, ya que después de los hechos de 1810 y 1811 se formó una Junta Gobernadora, en la que descolló José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco, también conocido como el doctor Francia, que gobernó sin descanso hasta el momento de su muerte en 1840, con el título de «Dictador Perpetuo». Así fue como el 25 de noviembre de 1842, el Congreso paraguayo decide redactar un Acta de Independencia de la República del Paraguay, en respuesta a las pretensiones argentinas encabezadas por Juan Manuel de Rosas, quien no quería reconocer su independencia. Al igual que en el Acta de Uruguay, en esta se alude directamente a Argentina y no a España. Además, en los ordinales de la declaración hay uno que no se había visto antes. Dice: «Nunca jamás será el patrimonio de una persona o de una familia». ¿Aludían veladamente al doctor Francia y su larga dictadura? Es probable, pero no podemos asegurarlo.

República Dominicana

En la República Dominicana la independencia se dio en tres etapas, si se quiere. Una primera en la que, durante tres meses, José Núñez de Cáceres independiza al Haití español, en 1821; una segunda en la que el Haití francófono independiente domina el territorio, entre 1822 y 1844; y una tercera y vigente, en la que Juan Pablo Duarte y sus seguidores, el 27 de febrero de 1844, declaran la creación de la República Dominicana. No se cuenta con un acta de independencia, propiamente dicha.

El Salvador

Después del desmembramiento de la República de Centro América, El Salvador fue gobernado por Francisco Morazán y se declaró república independiente, pero no fue hasta el 25 de enero de 1859 cuando la Cámara de Diputados redactó un Acta de Independencia. En ella, por cierto, aluden a que lo hacen sin que por ello dejen de hacer esfuerzos por reconstituir la antigua República Centro Americana. Se advierte que esto fue un anhelo presente durante muchos años, y El Salvador uno de sus entusiastas.

Brasil

Como sabemos, la historia de Brasil es diferente. Una vez que los ejércitos napoleónicos invaden la península ibérica, se constituye un reino de Portugal, Brasil y Algarve, entre 1807 y 1821. Luego, el hijo del rey de Portugal, Don Pedro I, independizó su reino del de Portugal, creándose así el 7 de septiembre de 1822 el Imperio de Brasil, bajo la figura de una monarquía constitucional. Será muchos años después, el 15 de noviembre de 1889, cuando la monarquía sea derrotada y se constituya la República Federativa del Brasil, vigente hasta nuestros días.

Cuba y Panamá

Los casos de Cuba y Panamá forman parte del siglo XX. Cuba se establece como república el 20 de mayo de 1902, después de un siglo XIX bajo la égida de España y luego de los Estados Unidos de Norteamérica. La Asamblea Constituyente electa redactó la Constitución de 1901, mediante la cual los cubanos eligieron a su primer presidente, Tomás Estrada Palma. La historia de Panamá es muy particular, ya que el 4 de enero de 1822 firma un tratado de paz con las tropas españolas y se independiza, pero la precariedad de su situación conduce a sus dirigentes a unirse al proyecto grancolombiano de Simón Bolívar. No obstante, el 26 de septiembre de 1830, José Domingo Espinar decreta la separación del istmo del falleciente proyecto integracionista, pero Bolívar lo impide y regresan a casa, cuando ya el héroe estaba al borde de la muerte. Los ires y venires del siglo XIX panameño tomaría páginas relatarlos y no es el objeto de este ensayo. Concluyen el 3 de noviembre de 1903, cuando el Concejo Municipal de la ciudad de Panamá se separa de Colombia y decide formar la República de Panamá. Como vemos, Panamá es otro caso de independencia de un país distinto a España. Uruguay declara su independencia definitiva frente a Portugal y Brasil; Paraguay lo hace ante Argentina; República Dominicana ante Haití y Panamá ante Colombia.

De la América del Sur continental el único territorio que no es una república, sino un departamento de ultramar de Francia, es la Guayana Francesa. En el Caribe insular la situación es variopinta: desde la condición de las Antillas Neerlandesas, como integrantes del Reino de Holanda, hasta territorios norteamericanos como Puerto Rico y las Islas Vírgenes, o islas francesas como Martinica y Guadalupe. Las que son repúblicas las mencionamos al principio de estas páginas.

III) Observaciones

Suele atribuirse un carácter heroico a lo hecho por los cabildos provinciales al desconocer a José Bonaparte y disponer de la soberanía entregada a Fernando VII, el rey depuesto. En verdad, estos hechos no tienen mayor heroicidad: están fundamentados en el derecho vigente entonces y, más que un arrebato independentista, se trató de una reacción conservadora del orden establecido durante los trescientos años del período colonial.

Lo que sí reviste mayor carácter heroico es la decisión de defender con las armas las repúblicas que se han constituido, pero también conviene recordar que el Imperio Español que va a enfrentar las insurgencias es un imperio debilitado, con problemas severos en sus arcas y, para colmo, al que le han surgido enemigos europeos dispuestos a ayudar a los criollos americanos, como es el caso notorio de algunos súbditos británicos, quienes a título personal fungieron de financistas del Ejército Libertador comandado por Bolívar, así como otros cerraron filas en la Legión Británica como voluntarios.

También es cierto que una vez desembarcadas las tropas realistas en costas americanas, el enfrentamiento que tuvo lugar se dio entre un ejército profesional y otro con escasa experiencia, pertrechos espurios y ninguna experiencia militar, salvo en el caso del general Miranda, quien muy pronto salió de la escena, con motivo de la entrega que hizo de él a Monteverde el coronel Bolívar, entre otros, el 31 de julio de 1812.

Por otra parte, la lectura minuciosa de las actas de conformación de las Juntas Defensoras no deja margen de duda: se trataba de súbditos fieles de la corona que respaldaban a un rey en desgracia. No obstante, la lectura de las actas de independencia ya trasluce un pensamiento político liberal, en algunos casos con solidez republicana, como se revela en la de Venezuela, redactada por Roscio.

Por último, conviene recordar en estos tiempos de furor militar, que tanto las Juntas Defensoras como los congresos o asambleas constituyentes que produjeron las actas fueron hechos civiles, tejidos por abogados en la mayoría de los casos, y sólo excepcionalmente paridos por hombres de armas. De modo que la creación de las repúblicas americanas es un hecho exclusivamente civil. Lo que sí es un hecho militar es la defensa armada de esas repúblicas. Imaginemos por un segundo que el Imperio Español no hubiese querido o podido intentar recuperar los territorios perdidos; pues los militares no hubiesen jugado ningún papel en nuestra historia independentista.

Por último, es deber de conciencia llamar la atención sobre estas celebraciones bicentenarias, de manera tal que los caballos y los cañones no entren en los palacios donde se gestan arreglos civiles y donde se tejen comunidades políticas. Algún día pensaremos en Roscio al escuchar la palabra «República», y no en el paso presuroso de los generales, como ha sido costumbre hasta la fecha.

Colonia

Venezuela surge a la Historia espléndidamente adornada. Luce con los verdores y la fragancia primaverales de la huerta valenciana. Su descubridor sospecha que en ella está asentado el Paraíso Terrenal. En fin, lleva por nombre la Tierra de Gracia. Parecen los dones venturosos que aureolaban a los recién nacidos bienhadados de los cuentos. El Hada resentida, la que no fue invitada a la fiesta, hace también su ofrenda, mas no se sabe a ciencia cierta si es un augurio de dichas o de desventuras: la Tierra de Gracia será también la tierra del Dorado

Isaac J. Pardo

Fray Pedro de Aguado: nuestro primer historiador

Intentaré una lectura crítica del Libro Primero del Tomo I de la Recopilación historial de Venezuela de Fray Pedro de Aguado que, como se sabe, constituye el primer texto historiográfico que se redactó acerca de los territorios de la Provincia de Venezuela.

El trabajo de Aguado se divide en dos partes. Una primera que comprende la Historia de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada y una segunda, que es la que nos atañe. La segunda fue escrita en España, mientras la primera fue acometida en tierra americana. Ambas quedaron inéditas para el momento de su muerte y vinieron a publicarse muchos años después, específicamente en 1906 la de Santa Marta, mientras que en 1913 se publicó la de Venezuela. Sin embargo, algunos historiadores posteriores a Aguado tuvieron acceso al manuscrito, de modo que su texto no permaneció absolutamente desconocido durante los siglos que median entre su escritura y su edición.

En este Libro Primero, Aguado da cuenta de la peripecia inicial colombiana, así como de la de los primeros conquistadores y colonizadores, sobre todo en la etapa de enfrentamiento con los pobladores aborígenes y, también, en la etapa en que la Corona de España le entrega estos territorios a los banqueros alemanes Welser, como forma de pago de un crédito, y estos se dedican a buscar El Dorado. También, el historiador se detiene a examinar la aventura fundacional primera de las ciudades venezolanas, en particular la penetración que va haciendo el conquistador a partir de Coro hacia Maracaibo y El Tocuyo. Estos son, pues, los parámetros que nos establece la lectura que nos hemos propuesto.

Las noticias biográficas sobre Aguado nos las brinda el historiador Guillermo Morón en dos textos de disímil longitud. Uno de ellos es la extensa introducción a la edición venezolana de Recopilación historial de Venezuela, publicada por la Academia Nacional de la Historia de Venezuela en 1963, y la otra es la entrada correspondiente en el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar.

Sabemos que Fray Pedro de Aguado nació en Valdemoro (España) el 16 de febrero de 1538, gracias a la partida ubicada por el historiador Caracciolo Parra León en 1936, y la última noticia que se tuvo de él fue en 1589, cuando se supo que estaba en Cartagena de Indias. Por tal motivo es que ha sido hasta ahora imposible precisar la fecha de su muerte, aunque suele estimarse que ocurrió en algún momento de ese año. Según otro fraile, Pedro Simón, Aguado se desempeñó como teólogo, matemático e historiador. Su contacto con el nuevo mundo se inicia en 1560, cuando viaja con un grupo de misioneros a Nueva Granada. Allí permanece hasta 1575, cuando se traslada a Madrid y permanece en la capital del imperio hasta 1585, año en que regresa a América.

Señala Morón que Aguado estuvo motivado a escribir sus historias por el manuscrito del misionero franciscano Antonio Medrano, que se ha extraviado y que fue la piedra de toque que impulsó al fraile a continuar la tarea. Como se desconoce la obra de Medrano, no tenemos cómo saber hasta qué punto la de Aguado le es tributaria. Lo que sí sabemos es que sirvió de fuente para historiadores posteriores, como es el caso de las obras de Fray Pedro Simón, en el siglo XVII, José de Oviedo y Baños, en el XVIII, Rafael María Baralt, en el XIX, y José Gil Fortoul en el XX.

Como vemos, no es mucho lo que puede saberse de su peripecia vital, pero no se descarta que nuevas investigaciones arrojen más luz sobre los hechos de su vida. Por lo pronto, su aporte es fundamental, ya que su trabajo constituye la piedra fundacional de la historiografía venezolana, y es sobre él que fue levantándose, como ya señalamos, el edificio de la historiografía clásica nacional.

La significación histórica de este libro es tal que casi se hace innecesario argumentar a su favor y, en cierto sentido, ya lo hemos hecho antes. Sin embargo, detengámonos a recapitular sobre su importancia. Lo primero que se impone señalar es que los textos fundacionales de cualquier área de la tarea humana devienen, en cierto sentido, textos canónicos. En el caso de la historiografía más aún, ya que hasta tanto se hallen suficientes fuentes documentales directas, la primera historia sirve de base para las investigaciones. Tanto es así que hemos visto cómo historiadores posteriores a Aguado se basan en su obra de manera inevitable. Por supuesto, a la luz de la moderna ciencia histórica, que le formula preguntas a fuentes documentales bajo nuevos parámetros, es mucho lo que puede esclarecerse acerca del mismo período historiado por Aguado. Pero, incluso en ese caso, los nuevos hallazgos servirán también para negar o corroborar lo señalado por el texto fundacional de Aguado.

Así como es una verdadera lástima que el texto de Medrano se haya extraviado, no sabemos si para siempre, también lo fue la permanencia inédita de los de Aguado durante tantos años. Esto, evidentemente, limitó el texto al uso de los poquísimos historiadores que tuvieron acceso al manuscrito, y fue sólo a partir de comienzos del siglo XX cuando pudo accederse a él con la libertad necesaria. Pero ello no fue óbice para que las relaciones de Aguado sirvieran de base a los que le siguieron en la tarea, como ya hemos visto.

Queda claro, pues, que la importancia histórica de estas historias de Aguado son las propias de los textos fundacionales, que por sí mismas contienen un valor señaladísimo para la historiografía y para muchas otras disciplinas científicas y, también, para la literatura y otras artes que requieran detenerse en la reconstrucción del pasado. Por último, para quienes admiramos la orden franciscana, es motivo de orgullo que el primer historiador con el que contaron estas comarcas haya pertenecido a la orden, y que haya llegado hasta estas costas, precisamente, en trabajo pastoral.

El Libro Primero comienza con una dedicatoria al Rey. En ella Aguado ofrece algunos datos de singular importancia. Dice: «porque en el discurso de quince años, los mejores de mi vida, que me empleé en la predicación y conversión de idólatras, que como bestias vivían en el Nuevo Reino de aquellas indias en servicio del demonio» y luego prosigue aclarándole al monarca que vino a América en funciones católicas y, a su vez, aprovechó el tiempo escribiendo su historia, con lo que lisonjea el espíritu católico del Rey y señala el suyo, y ya con esto quedan claros los límites dentro de los cuales redactó su obra magna, a la que le dedicó los mejores años de su vida. Como vemos, esta dedicatoria, más que un saludo a la bandera, era necesarísima en su momento: suerte de solicitud de licencia, venia y ofrenda ante el Rey, pero también mínima explicación de sus circunstancias. Luego, Aguado se dirige directamente a los lectores.

En «Proemio al Lector» se detiene a hacer un breve recuento de las tareas del historiador, y para ello se remonta a la Grecia clásica y a Roma. Luego entra a formular consideraciones sobre su propia persona y circunstancia, haciendo gala de una humildad que suena un tanto más formularia que real, para explicar que además de ser acusado de «relajación y tibieza», empleó sus días en la redacción de la historia que entrega a los lectores. Entonces aclara lo de su antecesor en la tarea: fray Antonio Medrano, diciendo: «parte porque un religioso de mi orden que se llamaba fray Antonio Medrano tenía comenzado el trabajo, por cuya muerte se quedará por salir a luz, el cual murió en la jornada que el adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada hizo desde el Nuevo Reino al Dorado». Más adelante indica que las tareas en las que andaba Medrano con Jiménez de Quesada eran las propias de un franciscano que hacía su trabajo pastoral, y que en ellas perdió la vida.

En párrafos posteriores establece las partes de su trabajo y los libros que comprende, y se detiene a discernir sobre un dilema central: la búsqueda de riquezas minerales a la que se entregaron con furia los conquistadores y, por otra parte, su tarea de conversión de infieles al catolicismo, faena a la que afirma haberse entregado sin denuedo.

En páginas siguientes hallamos la autorización del Rey. En ella se licencia al autor a imprimir su libro, por tiempo de diez años, sobre la base de la misma solicitud del propio Aguado. Antes de extender la licencia, el Rey enumera los propósitos y las razones que llevaron al fraile a acometer su empresa. Por cierto, aunque la autorización es evidente, ignoramos las causas que dejaron la obra inédita, una vez que había sido autorizada. Suponemos que privaron sobre ello razones económicas, aunque no descartamos otras de orden operativo.

En la lectura hallaremos un Prólogo al Lector, distinto del Proemio al Lector ya visto, en el que el autor se refiere a la parte que ahora entrega. Recuérdese que entre la primera entrega y la segunda median varios años. Me refiero a la Historia de Santa Marta y a la Recopilación historial de Venezuela, y es precisamente acerca de esta última que versa el Prólogo al Lector al que hacemos referencia. Allí se lee: «Trátase del primer descubrimiento de Venezuela y su primer fundación, con todo lo en ella sucedido hasta la muerte del traidor Lope de Aguirre, que en la ciudad de Barquisimeto fue muerto y desbaratado».

El propio Aguado se encarga de explicarnos en una suerte de pórtico a qué va a referirse en el Libro Primero. Señala: «se cuenta y da noticia del principio y origen que españoles tuvieron en la gobernación de Venezuela, y cuál fue la primera ciudad de españoles que en ella hubo, y quién la fundó y de qué suerte, y cómo los Belzares hubieron aquella gobernación del emperador, y quién fue el primer gobernador que a ella enviaron», y ya en el Capítulo Primero entra en materia.

Aguado relata el encuentro entre Juan de Ampíes y un cacique caquetío que gobierna en tierras de Coro. Alude al primer desembarco de Ampíes en el cabo San Román y describe las buenas relaciones que se traban entre éste y el cacique, al punto que Ampíes decide formar ranchería en lo que luego sería considerada la ciudad de Coro. En las notas a pie de página Morón aclara que Ampíes estuvo formando ranchería en Coro a finales de 1528 y que fue la Bula del Papa Clemente VII la que reconoció el conjunto urbano como ciudad, con fecha 21 de julio de 1531. En este capítulo de singular valor queda establecido el origen de la ciudad de Coro, y cómo ello fue posible en buena medida dada la amabilidad de los caquetíos para con los forasteros que llegaban y, también hay que decirlo, dada la buena disposición de Ampíes a entenderse con los aborígenes. Otro, menos inteligente y más violento, habría forzado las situaciones hasta puntos insostenibles, probablemente. De modo que es justo reconocer que en ese primer asentamiento occidental de los españoles en Venezuela la buena disposición de Ampíes, y la de los aborígenes, fueron decisivas.

En el Capítulo Segundo el autor se detiene a explicar las causas que condujeron al Rey a concordar un préstamo con los banqueros alemanes Welser, y cómo por causa de esa capitulación llegan los gobernadores alemanes a Coro y Juan de Ampíes es desalojado y le es entregada la isla de Curazao, como contraprestación a sus servicios, no sin cierto desagrado por parte de Ampíes, pues había puesto mucho en la conquista de esta región y su Rey le pagaba entregándole el territorio a otros. También da cuenta Aguado de las buenas relaciones que supo mantener Ampíes con los pobladores originarios, al punto que con vivía en paz con ellos. En las notas a pie de página, es agregada la capitulación que firma el Rey el 27 de marzo de 1528 con los Welser, quedando establecidos allí los términos y condiciones de la misma.

El gobierno de los Welser va a durar desde esta fecha y hasta 1545, cuando mueren Felipe de Hutten y Bartolomé Welser. Sin embargo, hasta 1557 los alemanes trabarán litigio contra la corona española por los territorios de la capitulación venezolana, aunque lo cierto es que su presencia en América tiene vigencia hasta este año de 1545.

En el Capítulo Tres, el autor refiere que los Welser embarcaron cerca de trescientos hombres en cuatro navíos y que los alistaron en Andalucía, con pertrechos de guerra, y que navegaron hasta Coro, adonde llegaron con bien y nombraron gobernador a Ambrosio Delfín. En las notas a pie de página, Morón se encarga de aclarar que se trata de Ambrosio Alfínger, y también esclarece el origen de su apellido alemán, Eynguer, el cual fue naturalmente castellanizado por Alfínger. Este Ambrosio era pariente cercanísimo de Enrique Eynguer, el que firmó la Capitulación con el Rey, y a quien en rigor pertenecían las tierras venezolanas.

Aguado se distrae en este Capítulo Tres con la explicación del origen del nombre de Venezuela, y refiere el conocido episodio de los palafitos de los pobladores de la laguna de Maracaibo y el recuerdo que trajo de Venecia a los españoles. También refiere que la denominación Maracaibo para el lago tiene su fuente en el nombre del cacique que señoreaba en aquella comarca y que se hizo nombre común vinculando al señor con sus territorios.

Retoma el hilo Aguado y relata la llegada de Alfínger a Coro con sus documentos en la mano, y la aceptación de Ampíes de su nueva situación. Este relato, por cierto, es puesto en duda con fundamento por Morón en las notas a pie de página, ya que parece poco probable que Ampíes estuviese en Coro para el momento de la llegada de Alfínger. En todo caso, a los efectos de nuestro seguimiento, lo que sí es cierto es que Ampíes sale de escena y, al parecer, se retira a Curazao y la aventura pobladora la retoma Alfínger bajo otros métodos y otros procedimientos, como veremos en lo sucesivo.

En el Capítulo Cuarto, Aguado da cuenta de la salida de Alfínger de Coro, dejando a poca gente en la ciudad, motivado por la fama de riquezas que se decía había en la laguna de Maracaibo. También refiere Aguado que la salida de Coro se debió, la parecer, al poco sustento que halló allí Alfínger, haciendo necesario salir al mando de un navío y dos bergantines con rumbo a la laguna de Maracaibo. Así fue como Alfínger y su gente penetraron por el mar hacia el lago, con la idea de descubrir y establecerse en sus inmediaciones.

Aguado no evade referir el conflicto que se presentaba entre los españoles que iban con Alfínger y el propio alemán, ya que los primeros trabajaban con desagrado, pensando que lo que hacían por conquistar y establecerse lo hacían para gente extranjera. De este conflicto hay otras pruebas documentales que no cita Aguado, ya que fueron hallados posteriormente, pero que dan fe del mismo.

Alfínger establece una ranchería desde donde salir a explorar las tierras, y esa ranchería va a dar lugar, años después, al pueblo y luego a la ciudad de Maracaibo. Todo indica que esta ranchería fue fundada durante la primera jornada de Alfínger, lo que debe haber ocurrido entre septiembre de 1529 y junio de 1530, de acuerdo con el lapso de la primera jornada de Alfínger.

El Capítulo Cinco lo dedica el autor a las exploraciones de Alfínger y su gente por los alrededores del lago; se detiene un tanto en la explicación de la naturaleza de las canoas y luego se solaza en el episodio del Obispo de Santa Marta, Juan de Calatayud, quien habiendo entrado en la laguna en son de paz con su séquito, fue desbaratado por los indígenas, no quedando español vivo después de la refriega.

Luego refiere que Alfínger dedicó un año a explorar el lago, y que después de ello no fue mucho el oro que halló, y sí algunas cuantas bajas de sus hombres en guazabaras con los indígenas, hasta que decide regresar a Coro, con su gente y los indígenas que pudo someter a esclavitud, con el objeto de llevarlos consigo como asistentes laborales, en contra de su voluntad.

En el Capítulo Seis, el autor incurre en un error que prueban sus exegetas a pie de página. Me refiero al hecho de no discriminar entre las dos jornadas de Alfinger. Lo probado estriba en que el gobernador abandona Maracaibo y regresa a Coro; incluso navega hasta Santo Domingo, y luego regresa a Coro y Maracaibo, y es entonces cuando emprende su segunda jornada, que es la que relata Aguado sin advertir estos intervalos. Corregido Aguado, pues, refiere el autor en su reláfica que Alfínger deja gente en la ranchería de Maracaibo y se adentra por la serranía hacia el valle de Upar, o Valledupar como se le conoce hoy, y allí sigue Aguado el curso de lo que Alfínger va conociendo. También se detiene a dar cuenta del oro que llevaban encima los indígenas, motivo por el que los hombres de Alfínger les enfrentaron hasta someterles o darles muerte. El gobernador logra hacer preso al cacique Tamalameque y exige rescate por él.

En el Capítulo siguiente (el Siete), continúa el autor con el relato de la peripecia de Alfínger en las inmediaciones de Valledupar. Refiere que envió a noventa hombres a explorar las tierras adyacentes, y cerca de diez mil indígenas aprovecharon el momento para irrumpir en su ranchería para recuperar a su cacique, pero el miedo los detuvo y se rindieron, dejaron las armas, y el propio Alfínger les dijo que trajeran oro y él les devolvía a su cacique, cosa que hicieron en lo sucesivo. El gobernador recogió setenta mil pesos de oro y entregó a Tamalameque; con este monto envió al capitán Vasconia con veinticinco soldados a Coro, con el objeto de convencer a sus pobladores de que valía la pena seguirlo en su aventura descubridora. Salió Vasconia con su gente hacia Coro, y lo que sigue lo relata Aguado en el capítulo contiguo.

En este Capítulo Ocho, Aguado narra cómo Vasconia y su gente toman un atajo para llegar a Coro y se pierden. Una vez perdidos, deciden esconder el oro enterrándolo al pie de una ceiba, mientras los víveres comenzaban a escasear. Ya sin nada que comer, optaron por matar a los indígenas que iban con ellos y luego devorarlos, cosa que enciende la ira de Fray Pedro, quien entonces blande lanzas en contra de estos actos «irracionales». Refiere que una vez al borde de la inanición, deciden dividirse en grupos con el objeto de buscar suerte por partes, hasta que la mayoría muere, entre ellos el propio Vasconia, al tanto que cuatro que se separan en grupo tuvieron suerte distinta, como relatará Aguado en el próximo capítulo.