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El poder de educar

Una mirada al vínculo pedagógico

Daniel Dreifuss Escárate
Odette Vélez Valcárcel

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El poder de educar

Una mirada al vínculo pedagógico

Daniel Dreifuss Escárate
Odette Vélez Valcárcel

Lima, julio de 2011

Autores: Daniel Dreifuss Escárate y Odette Vélez Valcárcel ©
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
Primera edición: Lima, julio de 2011

Cubierta:Nora Sidoine
Corrección de estilo:Christian Estrada Ugarte
Diseño de cubierta y diagramación:Germán Ruiz Chiarella

© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas SAC
Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33, Perú
Telef. 313-3333
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Versión ebook 2015
Digitalizado y Distribuido por YoPublico S.A.C.
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Libro electrónico disponible en http://pe.upc.libri.mx/index.php

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
Centro de Información

Dreifuss Escárate, Daniel y Vélez Valcárcel, Odette. El poder de educar. Una mirada al vínculo pedagógico.

Lima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2011

ISBN 978-612-4041-61-7 (formato e-book)

EDUCACIÓN SUPERIOR, ENSEÑANZA, ÉTICA, APRENDIZAJE, RELACIONES MAESTRO ESTUDIANTE, ADOLESCENCIA, PSICOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN.

378.125 DREI

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

El contenido de este libro es responsabilidad de los autores y no refleja necesariamente la opinión de los editores.

Esta obra se publicó por primera vez en versión impresa, en marzo de 2010.

Haiku XIII
Técnica Mixta sobre tela
Serie Haikus
0.75 x 0.75 m
2005

La Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) agradece a
Nora Sidoine la cesión de su cuadro reproducido en la cubierta.

A aquellos y aquellas docentes que, con amor pedagógico, crean condiciones de aprendizaje donde los y las estudiantes encuentran y expresan su propia voz.

A Marcos Gheiler, fuente inspiradora de nuestras reflexiones.

Índice

Agradecimientos

Prólogo

Dr. Eduardo Zapata Saldaña

CAPÍTULO I
Vínculo afectivo al interior del aula en la educación superior. Un acercamiento a la realidad del profesor

Daniel Dreifuss Escárate

CAPÍTULO II
Huellas indelebles. La relación pedagógica como espacio de aprendizaje ético en la universidad

Odette Vélez Valcárcel

Acerca de los autores

Agradecimientos

Agradecemos a aquellas y aquellos profesores que, con sabiduría, paciencia y amor, nos acompañaron a aprender y nos trasmitieron su pasión por la docencia.

Asimismo, todo nuestro agradecimiento a nuestros alumnos y alumnas que, entre ilusiones y fracasos, alimentaron nuestra vocación pedagógica.

Agradecemos, de manera especial, a quienes tuvieron la paciencia de leer las primeras versiones de nuestros textos, y nos hicieron valiosos comentarios y sugerencias: Willy Nugent, Eliana Mory y Miquel Martínez.

Por último, nuestro afecto y gratitud a Eduardo Zapata, quien aceptó gustosamente escribir el prólogo de este libro; y a Christian Estrada, quien realizó acuciosamente el trabajo de corrección.

Prólogo

Creo que debería decir claramente —tal vez contrariando en algo las expectativas de los editores de este libro— que no estamos ante una publicación para todos; ni siquiera, diría yo, para la mayoría de lectores.

El viejo y siempre nuevo José Ortega y Gasset dijo hace mucho tiempo —en referencia a lo que él consideraba el principio básico de toda pedagogía— que solo es factible enseñar lo que el estudiante ha de menester.

E igual ocurre con un libro. Más con un libro como este. Donde tema y enfoque excluyen —sí, leyó bien, excluyen— a todos los que no sientan la necesidad de hacer docencia de veras.

Así las cosas, si para usted la enseñanza es, simplemente, un modo más de complementar ingresos; si el dictado de clases consiste en repetir mecánicamente autores ajenos o —peor aún— guiones llenos de objetivos pedagógicos y didácticos, pero carentes, finalmente, de docencia; si usted es de los que toma, en fin, su estancia en un centro de educación como un modo de hacer currículo; si —en suma— es de aquellos que entran y salen del aula sin preocuparse de lo que sienten, quieren y pueden sus estudiantes, no lea este libro.

Y no lo haga, simplemente, porque no le dirá nada, porque usted —en palabras de Ortega— no lo ha de menester; no siente la necesidad de aquello que, precisamente, aborda esta publicación.

Si usted, en cambio, es de los profesores que creen que enseñar no es solo expresarse, sino comunicarse; si tiene claro que las palabras que emite tienen el poder de hacer sufrir o gozar a los estudiantes; si, en suma, es un auténtico profesional de la docencia que sabe que educar es comunicar y que la comunicación presupone identificar y reconocer a los receptores, bienvenido sea a estas páginas. Le serán muy útiles.

Y lo declaran los propios autores: «(…) el presente ensayo es una invitación a que los docentes universitarios (los docentes todos, añadiría yo) reflexionemos sobre la relación que establecemos con los estudiantes en el contexto educativo como un valioso espacio de aprendizaje ético, en el que nuestra labor principal consiste en ponernos a su disposición para crear condiciones de aprendizaje en el que puedan encontrar su propia voz y hablar».

***

Todo acto de comunicación —verdad de Perogrullo— supone un yo que se dirige a un tú para hacer alusión a un algo distinto a ellos dos. La lingüística nos ha enseñado a hablar, entonces, de una función expresiva (yo), de una función apelativa (tú) y de una función representativa del lenguaje (ello). Las famosas primera, segunda y tercera persona gramaticales que todos conocemos.

Como lo demuestra la investigación diacrónica de los actos de habla, la llamada representación objetivada —que prescinde del yo y del tú— es tributaria de la escritura fonético-alfabética: a un sonido corresponde —se dice— una letra o grafía determinada. Un elemento, entonces, está objetivamente en vez del otro; lo representa.

Desde el 800 antes de Cristo, con la invención del alfabeto, pasando por la imprenta tipográfica de caracteres fijos, hasta los procesos alfabetizadores masivos de los siglos XVIII y, fundamentalmente, XIX —exigidos por la necesidad de la industrialización de formar consumidores homogéneos para consumir productos homogéneos—, hemos sido entrenados en el mundo del ello, de la tercera persona gramatical. Y se ha inhibido, entonces y como consecuencia, todo rasgo de expresión y apelación, limitando las voces propias e individuales, atentos únicamente a la reproducción de la voz de la autoridad deificada.

Y esto ha continuado hasta nuestros días en muchas instituciones. Estamos entrenados en una cultura del ello y en la prescindencia del yo y del tú. Estamos entrenados en la supresión de emociones y sentimientos. ¿Acaso no escuchamos que los hombres no lloran?; ¿acaso —y esto es muy sintomático— las evaluaciones de aprendizajes no ponen más énfasis en la medición de «lecturas» antes que de «escrituras»?; ¿acaso no es cierto que nuestras pruebas de los llamados razonamientos verbales y matemáticos —que tienen poco de razonamiento— condicionan «la respuesta» prevista por la voz de la autoridad que prescinde, entonces, del punto de vista del receptor?

Pues bien. Culturalmente, eso acabó. Los estudiantes que tenemos en aula —crecidos ya en el sistema cultural de la electronalidad y familiarizados, entonces, con los ordenadores— han depositado la tercera persona gramatical en un instrumento tecnológico que objetiva con mayor eficiencia que nosotros. Y sienten ya una gran necesidad de expresarse, apelar y asumir el mundo del ello desde la perspectiva de los intereses del yo y el tú.

Aires de libertad corren, entonces, en nuestras aulas. Nunca más la voz unilateral e indiscutible del profesor —aun cartesianamente impecable— colmará las expectativas de los estudiantes.

A decir de los autores de este libro: «Esta racionalidad disociadora del mundo —interesada en la separación sujeto / objeto, mente / cuerpo, intuición / razón, mitos / logos— ha gobernado durante el siglo XX y, si bien ha logrado avances enormes en los campos del conocimiento científico y tecnológico (…), también nos ha conducido a un alejamiento del ser humano de sí mismo, y a una desvalorización de la subjetividad y de la intuición como elementos fundamentales de las formas de ser y conocer».

Añadiendo: «Se trata (…) de una racionalización convencida de poseer la verdad, incapaz de reconocer los límites de la lógica, del determinismo y del mecanicismo».

Y anunciando: «Deseamos dejar constancia de que la misión de un profesor universitario es, en efecto, formar a un futuro profesional, pero creemos que no se puede hablar realmente de pedagogía si el profesor se vincula únicamente con los aspectos cognitivos de sus alumnos y con los propios sin considerar los aspectos más humanos y reales de la persona: los afectos».

Como lo señalan los autores: «Para aprender se requiere desear hacerlo». Ese deseo, hoy en día, solo puede ser satisfecho si se incorpora la categoría del afecto en el proceso educativo.

En este contexto, este libro nos pone en la pista de atender a las relaciones interpersonales —y, por eso, humanas— en los procesos educativos. Como lo señalan los autores: «(…) nos parece relevante empezar a estudiar el ámbito interpersonal de las relaciones humanas que suceden entre los miembros de la comunidad universitaria como vehículo de formación ética».

Haciendo una revisión de estériles propuestas pedagógicas basadas en la expropiación de la voz del estudiante —e intuyendo, creo, el cambio cultural propiciado por la electronalidad—, Odette Vélez Valcárcel y Daniel Dreifuss Escárate subrayan la importancia de recuperar el afecto en las aulas y aun fuera de ellas. Desde esta perspectiva, la recuperación de esta categoría resulta indispensable para atender —de veras— la alteridad, la diversidad, el ser del otro.

Predicatividad, gratificación y economía siguen siendo principios semióticos —extrapolables a la pedagogía— para asegurar la adquisición de los signos. Dicho simplemente: nuestras palabras deben ser percibidas como verdades comprobables (predicatividad); lo que decimos debe asegurar disfrute del conocimiento (gratificación); y, finalmente, el costo del aprendizaje debe guardar relación con los beneficios de lo aprendido (economía).

¿Seremos conscientes los docentes de algo tan simple como esto? ¿Estaremos dispuestos a admitir que nuestras verdades no son inmutables como las sagradas escrituras? ¿Tendremos el coraje de propiciar —dar y recibir— afecto como elemento garante del éxito de la comunicación educativa?

Lea usted por eso este libro. Si de veras cree que los estudiantes que tiene en aula no son más «libros abiertos por llenar con contenidos iluminados» por la soberbia de nuestros saberes, soberbia muy a menudo carente de base, lea usted este libro porque le devolverá sentido humano y ético a su quehacer en el aula.

***

Termino diciendo que, personalmente, no creo que la misión de la universidad sea formar «buenas personas» o «agentes para la transformación social». No creo tampoco que debamos enunciar lo anterior como una exigencia ética separada de lo que comprende la formación de un buen profesional. Ser uno de estos en los tiempos que corren —y esa sí me parece urgencia académica— subsume lo anterior. Y por eso no creo —y los autores del presente libro lo saben y lo dicen— en cursos de Ética conceptualizados como islas. Sé que los autores no lo llegan a expresar, tal vez, con la rotundidad que se requeriría, pero quisiera permitirme interpretar libremente sus preocupaciones: cada profesor que acceda a un espacio educativo no solo debe ser un académico sólido y de pensamiento autónomo, sino que, además, debe estar social y éticamente comprometido con la atención al otro, a los estudiantes. Es asunto entonces —y con prioridad— de seleccionar, mantener y estimular buenos profesores. Y un buen profesor sabe que la educación no es expresión, sino comunicación.

Tiene usted en sus manos un libro documentado y, sobre todo, propositivo. Léalo. Le puedo asegurar que sus alumnos serán otros si aplica lo que aquí se dice. Y le aseguro que usted mismo se sentirá un mejor profesional y un mejor ser humano.

Como dice Jacques Derrida: «La universidad debería (…) ser también el lugar en el que nada está a resguardo de ser cuestionado, ni siquiera la figura actual y determinada de la democracia; ni siquiera tampoco la idea tradicional de crítica (…) ni siquiera la autoridad (…) del pensamiento como cuestionamiento».

Dr. Eduardo Zapata Saldaña
Verano, 2010.

CAPÍTULO I

Vínculo afectivo al interior del aula en la educación superior. Un acercamiento a la realidad del profesor

Daniel Dreifuss Escárate*

Introducción

En este trabajo, haremos un recorrido en torno al significado y valor del profesor universitario a partir de unos breves apuntes vinculados con la noción de posmodernidad.

Como parte de las reflexiones, haremos un acercamiento a lo que tradicionalmente se ha venido entendiendo por enseñanza universitaria: la trasmisión de determinado tipo de conocimientos sin ninguna preocupación por lo que ocurre con los alumnos y, menos aún, por la realidad psíquica del propio profesor, de manera que el énfasis se pone en la enseñanza y no en los procesos de aprendizaje. Esta concepción tradicional parte de la presunción de que todo profesor1 es un adulto maduro, emocionalmente hablando, que domina los recursos necesarios para trasmitir determinado tipo de mensajes de un modo adecuado, y de que todo estudiante universitario se halla en la mejor disponibilidad de asimilar los contenidos impartidos.

Expondremos algunas críticas a esa idea de enseñanza universitaria y postularemos que la única manera de cumplir cabalmente con esta tarea parte de la posibilidad de que el adulto, en su rol de profesor, esté en condiciones de tener un vínculo adecuado consigo mismo. Es decir, debe contar con la capacidad para escuchar sus propios afectos, conocer las motivaciones inconscientes por las que se dedica a la pedagogía a nivel superior y relacionarse con las personas a las que van dirigidos los contenidos de su materia, no solo desde la tarea que los reúne sino, sobre todo, desde la capacidad de crear vínculos empáticos que favorezcan procesos de identificación e induzcan, desde ahí, motivaciones más profundas.

1. Presentación del problema

1.1. Realidad actual

El estilo de vida enajenado del hombre contemporáneo tiene «mucho de todo menos de vida» y la propuesta social tiene mucho de perversa, puesto que fomenta el individualismo y el egocentrismo en vez de una adecuada independización a través del reconocimiento y respeto de las necesidades ajenas, así como a través del reconocimiento de los límites propios.

La sobreoferta que nos rodea, la sobre-estimulación presidida por los medios de difusión (principalmente, la televisión e Internet) y los medios de publicación masiva en general con sus mega-avisos publicitarios en todos los lugares públicos (como eficientes representantes de la cultura neoliberal o posmoderna) han generado un consumismo a ultranza, una exaltación de lo nuevo, lo moderno, lo de moda, lo veloz, lo inmediato, lo altamente gratificante, en paralelo a la denigración de lo antiguo, de lo lento, desaprovechando la sabiduría que brinda la contemplación, la reflexión y, especialmente, la experiencia. Esta situación genera que las personas mayores, apenas con un poco más de cincuenta años, salgan del mercado laboral, y que, en el polo opuesto, los niños y, en general, las nuevas generaciones estén en la mira del mercado de consumo, puesto que son, además, los que asimilan con mayor facilidad los cambios que les son inherentes al tratarse de sujetos en desarrollo.

Es impresionante observar que, en no pocos casos, se da una inversión de roles entre padres e hijos. Los padres están a merced de las demandas de sus hijos y sin recursos apropiados para establecer lazos de autoridad adecuados. Esta falla no se limita solo a lo que ocurre en el interior de las familias, sino que se observa también en toda institución social, de modo tal que, en la actualidad, ni siquiera tenemos líderes sociales con los que nos podamos sentir adecuadamente representados ni representantes de la ley: parece no haber modelos con los que podamos identificarnos saludablemente.

Hay una abierta tendencia a lo placentero, lo egocéntrico, lo perverso y, por lo tanto, una consecuente tendencia al desconocimiento de los derechos de las demás personas (posturas narcisísticas). Paradójicamente, hay también una tendencia a que, en nuestra clínica diaria, aparezcan constantemente personas aburridas, aplastadas por una realidad temida, temerosas de la vida —aun antes de haberla vivido—, con carencias afectivas muy profundas.

Vivimos, además, en una sociedad básicamente violenta. En este contexto, vemos, cada vez con mayor frecuencia, a niños y adolescentes criados por padres angustiados, desconcertados e, incluso, resentidos con sus hijos o hijas, ante quienes se sienten desarmados. No son infrecuentes los casos en los que los padres asumen una postura demandante ante los especialistas (profesores, psicólogos, etc.) ubicándose de facto al mismo nivel o en condiciones de inferioridad ante sus hijos. Hay, por otra parte, padres que exigen a sus hijos un comportamiento de adulto, no acorde con su edad cronológica, a través de una excesiva estimulación de los aspectos cognitivos. Es el caso del padre de una pequeña niña de cinco años que se debatía si regalarle un microscopio o un telescopio, y su conflicto se centraba en el hecho de si su regalo podría alentar la introversión o la extroversión.

Los agentes educadores, consecuentemente, parecen estar desconcertados ante una niñez y una adolescencia que no responden a las propuestas adultas, como solía ocurrir hace unos años. Los modelos educativos tradicionales2, que incluso al presente se han mostrado tan eficientes, se han visto adicionalmente reforzados por los aportes de los funcionalistas estadounidenses con sus conocidas técnicas de control y manejo de la conducta. Sin embargo, en la actualidad, todo ello está siendo profundamente cuestionado, no porque se crea que son ineficaces (puesto que se siguen aplicando al interior del aula), sino porque se oponen a propuestas menos represivas, de tipo democrático, que se encuentran, por el momento, en franco conflicto, ya que el profesor teme reconocer la independencia y los derechos de sus alumnos, pese a que, teóricamente al menos, no puede menos que admitir su realidad.

El resultado es una contradicción sistemática entre lo que se afirma a nivel teórico y lo que ocurre en la práctica. Los padres parecen estar sucumbiendo ante niños y adolescentes demandantes a quienes no saben cómo apaciguar, presionados entre lo que entienden que se debería hacer y la sensación de evaluación por parte de un medio lleno de «expertos en crianza» que afirman saber lo que el niño y el adolescente necesitan para ser felices. Estos «expertos», muchas veces, no cuentan con fundamento teórico y, por lo general, angustian y tienden a movilizar sentimientos de culpa y vergüenza en los progenitores, y obstaculizan el uso del sentido común que se debe implementar en el vínculo con los hijos. A esto agregamos la presión de los medios de comunicación masiva con su sobreoferta de artículos de «felicidad instantánea», de «tenlos todos, colecciónalos», de las «cajitas felices» para niños, «garantizadoras» de la felicidad en los restaurantes de comida rápida.

Este multideterminado panorama está complementado, además, por los tipos de juventud que se observan en la actualidad. En un extremo, encontramos niños y adolescentes «hiperrealizados», chicos que conviven, durante su infancia, con Internet, computadoras, más de cien canales de cable, videos, «family games» y que, desde hace tiempo, empezaron a creer que ya saben y pueden todo. Suelen ser considerados como «pequeños monstruos» por sus padres y sus maestros, y parecen no generar cariño o ternura o, por lo menos, no ese cariño que guardábamos tradicionalmente para la infancia. No suscitan una necesidad de protección en los adultos3.

En el Perú, solo un grupo francamente minoritario goza de las facilidades de una educación de élite, y, gracias a ella, una buena parte termina realizando sus estudios superiores o de posgrado y ejerciendo su profesión en países del primer mundo.

Por otro lado, en el extremo opuesto, nos encontramos con un enorme grupo de niños y adolescentes «desrealizados». Se trata de una juventud «independiente», «autónoma», porque vive en la calle, porque trabaja a edad muy temprana. Son también los chicos y las chicas de la noche, que pudieron reconstruir una serie de códigos que les brindan cierta autonomía cultural, y les permiten realizarse o, mejor dicho, des-realizarse como juventud. Son jóvenes hacia los cuales se puede sentir temor y desconfianza, en vez de ternura y necesidad de protegerlos. Es una juventud no infantilizada, una niñez que no es obediente —porque no precisa obedecer en muchos casos—, una niñez que no es dependiente sino independiente en la negociación cotidiana para lograr su sustento, y, por lo tanto, una niñez que es autónoma y que, en la calle, construye sus propias categorías morales. Estos son los jóvenes del «terokal» y de la «pasta básica», peruanos que, aun antes de nacer, están en condiciones de desventaja, ya que ni siquiera van a gozar de los servicios básicos de salud, vivienda y educación, puesto que el Estado, con tan alto nivel de carencias y corrupción interna, no los proporciona a la totalidad de su población.

Lo importante es señalar el hecho de que tanto los «hiperrealizados» como los «desrealizados» terminan generando en los adultos sentimientos de temor ante sus actitudes pseudo-independientes, autosuficientes, desafiantes de la ley. Se trata de chicos y chicas que queman etapas, ya sea debido a la exposición precoz a una sobre-estimulación de todo tipo (que descoloca a padres y profesores tradicionalmente ubicados en el lugar del monopolio del conocimiento) o debido a que, por la necesidad de sobrevivir, deben aprender a defenderse de un medio hostil, altamente persecutorio. En última instancia, estamos hablando de la facilitación para que los niños y adolescentes entronicen códigos perversos4, no sean capaces de reconocer sus fallas y déficits, y tomen en cuenta a las demás personas en tanto les sean útiles para algo.

1.2. El profesor universitario

En este contexto, ¿qué importancia puede tener ser un buen maestro en la universidad? ¿Qué tan importante debe ser la calidad del vínculo que deba establecer un profesor universitario con alumnos a quienes, por lo general, solo ve unas cuantas semanas en su vida (la duración de un semestre académico) y con quienes solo en algunas situaciones muy excepcionales se vuelve a topar en algún otro curso posterior?

Es más, en la educación superior tradicional, hablar del vínculo profesor-alumno puede ser interpretado como una tendencia a la infantilización de los estudiantes. En el sistema tradicional, se entiende que la labor del docente es brindar un entrenamiento específico para que el estudiante se transforme en un profesional adecuado, en una persona que tendrá conocimientos profesionales y que podrá, así, desempeñarse eficientemente dentro de su especialidad o campo de entrenamiento. Además, esta profesionalidad le permitirá desenvolverse como adulto independiente, ya que implica una retribución pecuniaria por la labor realizada. El profesor universitario, en tanto persona, no es relevante; lo importante son sus conocimientos y cómo los trasmite a sus alumnos. Después de todo, el profesor universitario, desde esta concepción, no hace vínculos con sus alumnos.

Abordar un tema de este tipo puede ser concebido como ocioso e innecesario, o, en todo caso, como un tema que desvirtúa el rol del profesor universitario, entendido como: «profesor, ra. (Del lat. professor, -ōris). m. y f. Persona que ejerce o enseña una ciencia o arte»5, definición que destaca de un modo claro y preciso el aspecto cognitivo del rol. Opinamos, sin embargo, que, en esta definición, hay algunas cuestiones que se silencian: el modo en que se logra dicha enseñanza, la manera de ejercer la docencia y la seguridad que tenemos sobre lo que aprenden los alumnos.

Generalmente, se centra el trabajo en los aspectos cognitivos del alumno (estilos y canales de aprendizaje por ejemplo) y en los aspectos metodológicos de la enseñanza (técnicas para un adecuado dictado de clase) sobre la base de dos supuestos básicos: el profesor es un adulto adecuado que está perfectamente capacitado para cumplir la tarea y el alumno es una persona (niño, adolescente o adulto) que está perfectamente capacitada para recibir el mensaje. Se tiene así un proceso de enseñanza-aprendizaje técnicamente garantizado.

Cuando ello no es así, se buscan sus causas en los problemas del alumno, basadas, normalmente, en aspectos cognitivos: dificultades en el desarrollo por problemas nutricionales, falla en los recursos intelectuales, malos hábitos de estudio, y, en el caso de la educación superior, falta de vocación, vocación equivocada o carencia de condiciones para seguir estudios académicos de carácter teórico-abstracto.

Cuando todo esto falla, los especialistas indagan, entonces, en cuestiones vinculadas con la familia del estudiante para establecer, así, el grado de funcionalidad o disfuncionalidad que ella pueda tener. No obstante, esto último ni siquiera es un motivo de preocupación resaltante en la educación superior. En la universidad, luego de no poder superar los fracasos académicos que el reglamento le permite tener a un estudiante, este es dado de baja y ahí termina la historia.

Deseamos dejar constancia de que la misión de un profesor universitario es, en efecto, formar a un futuro profesional, pero creemos que no se puede hablar realmente de pedagogía si el profesor se vincula únicamente con los aspectos cognitivos de sus alumnos y con los propios sin considerar los aspectos más humanos y reales de la persona: los afectos.

Partimos desde una concepción holística de la persona, desde una perspectiva biopsicosocial, es decir, integrando todos los aspectos de su bienestar y de su salud física y psíquica. Esta concepción implica incorporar los aspectos socio-históricos, biológicos y psicológicos, y, dentro de estos últimos, tener muy claro que debe existir una armonía entre los afectos y las cogniciones.

Insistimos: la psique y el soma deben estar en armonía con un entorno al que deben poder adaptarse y con el que deben poder, además, interactuar creativamente. Este es el proceso que se debe llevar a cabo para que un ser humano alcance el estatus de persona, se convierta en un individuo y adquiera su singularidad.

Para aprender se requiere desear hacerlo. Ello surge a partir de una carencia que se convierte en necesidad: «No sé, pero quiero remediar esta situación». Esta concepción de sujeto «deseante» implica un cambio respecto de la concepción del alumno pasivo y poco cooperador. Por el contrario, se busca promover a un aprendiz que busca resolver activamente sus inquietudes personales. Ello requiere de un maestro con una actitud adecuada de apertura y convocatoria, que sea capaz de despertar en su pupilo esta necesidad de preguntar, cuestionar, crear una pasión por la investigación, y establecer y desarrollar una curiosidad insaciable y la necesidad de que esta actitud lo acompañe a lo largo de su vida. Requiere de un formador que sea un modelo cuya misión sea generar un impulso inicial para que, luego, el alumno realice su propio recorrido, volando más alto y mejor que el propio instructor6.

Sin embargo, ello requiere un paso previo: el adolescente debe reconocer esta falta y tener esa necesidad de aprender. El profesor, por su parte, debe conocer a los adolescentes, ya que el momento existencial en el que se encuentran, especialmente al inicio de su educación superior, participará directamente en el proceso.

Si un profesor universitario no conoce la psicología del adolescente, no podrá explicarse las razones por las que sus mejores intenciones son tan profundamente cuestionadas ni el motivo por el cual requiere esforzarse más de lo normal para dictar una clase adecuada.

2. El adolescente al inicio de la educación superior

En el Perú, los jóvenes universitarios, en sus primeros años de estudios, están ubicados en una etapa intermedia de la adolescencia. Por lo tanto, estimamos conveniente, antes de continuar, realizar una breve descripción de algunos aspectos básicos de las etapas por las que atraviesan los adolescentes.

2.1. Etapas de la adolescencia

2.1.1. Adolescencia temprana

Su inicio se identifica con los cambios físicos de la pubertad. Se observa que esto está ocurriendo en edades cada vez más tempranas. En esta etapa, el joven debe enfrentar tres dilemas.

Jean-François Lyotard lo explica en su libro titulado La condición postmoderna. Allí, el autor afirma que el profesor requiere entrenar a un aprendiz y hacerlo su igual para, luego, poder dialogar con él en torno al conocimiento y poder generar más conocimiento.

a. Los cambios físicos (trastornos de acomodación)

El ingreso a la madurez sexual, que aparece con el desarrollo de las características sexuales secundarias, es una breve etapa en la que se producen múltiples cambios físicos y psíquicos desconcertantes para los jóvenes adolescentes. No solo crecen físicamente sino que adquieren nuevos recursos mentales, como la capacidad de abstracción7. Estos cambios son más rápidos que la capacidad psíquica de asimilarlos, por lo que el joven adolescente se ve abrumado por sensaciones que lo desconciertan y por un cuerpo que es más grande que el que tiene internalizado —y que genera esa torpeza característica que tanto lo frustra—. Estos cambios responden a mandatos genéticos propios y, por ende, se presentan en un determinado ritmo en cada adolescente, de modo que, en un grupo de chicos y chicas de trece años, sus integrantes tienen tamaños y aspectos diferentes. Esta situación crea mucha inseguridad tanto en los que se desarrollan primero como en aquellos de desarrollo tardío.

b. Duelo por la infancia

Dejar de ser niño es también doloroso. No hay duda de que los jóvenes adolescentes están llenos de ilusiones y expectativas por el crecimiento mismo, pero este crecimiento está asociado con nuevas exigencias de cuidado y responsabilidad. La apariencia infantil se pierde, y —en especial las mujeres— deben acostumbrarse a ser «vistos» o «vistas» de un modo diferente y asimilar una actitud demandante por parte de un medio social con una serie de convenciones en torno a los roles de género, que conllevan, en muchos casos, estrés.

Por otro lado, a partir de este momento, se tiene una visión más real de los padres. A diferencia de esos padres idealizados de la infancia, estos son simples seres humanos, reales e imperfectos.

Como si esto no fuese suficiente, los adolescentes deben aprender a convivir con la incertidumbre de no saber qué les deparará el futuro en una sociedad que es cada vez más competitiva y que no brinda ninguna seguridad, que alienta una competitividad muy destructiva, y que propone ideales donde la inmediatez y el facilismo son lo prevalente.

c. Actitudes contradictorias en el vínculo con las figuras parentales

Se observa, entonces, una conducta que alterna entre actitudes de autosuficiencia y de aparente independencia, especialmente ante el grupo de pares, y una tendencia a aislarse, a la «murria» y a demandas tan primitivas como querer dormir con la mamá luego de haber sostenido amargas disputas con ella a lo largo de todo el día. Se alterna puesentre una visión de una madre castrante ante la cual hay que defenderse y oponerse, y la culpa que ello les genera, ya que, después de todo, lo que más temen es que ella deje de protegerlos.

2.1.2. Adolescencia intermedia

Sin tener edades muy definidas, esta etapa suele empezar alrededor de los últimos años de educación secundaria y se prolonga hasta los últimos años de educación superior.

a. La influencia del grupo en la estructuración de la autoestima

El grupo se transforma en un referente esencial durante el proceso de construcción de una identidad para el adolescente intermedio. Es en la universidad cuando los adolescentes se pueden encontrar mejor en ambientes heterosexuales con una libertad nunca antes vivida, que puede confundir a algunos de ellos, quienes, embriagados por esta libertad, pierden el rumbo.

Lamentablemente, esta libertad los convierte en un grupo de mucho riesgo ya que puede ponerlos frente a tres peligros: adicciones y trastornos de alimentación, embarazos prematuros, y accidentes fatales (los más frecuentes son los accidentes de tránsito). Sin embargo, cabe destacar que, de acuerdo con nuestras observaciones, los adolescentes que están más expuestos a estos extremos son, por lo general, aquellos que gozan de una «libertad extrema» y de un exceso de «confianza» por parte de su entorno familiar, si es que lo tuvieran, ya que no es infrecuente observar que, detrás de casos de adolescentes con problemas, hay mucha soledad o negligencia por parte de una familia que tiende a desentenderse de ellos. Los trastornos que presentan terminan siendo un medio para convocar, de alguna manera, a estos padres, pero, en no pocos lamentables casos, la suerte del adolescente no estuvo de su parte y la consecuencia es de una fatalidad irremediable.

El grupo de pares es el acompañante en este momento de gran libertad. El grupo es el referente que le proporciona al adolescente el modelo por seguir. El profesor universitario se encuentra ante este grupo, con el que debe establecer un diálogo y cuyas características particulares debe saber reconocer.

b. Preocupación en torno a la identidad

En este momento, se observa que los adolescentes se sienten «dueños del mundo». Prevalece una imagen omnipotente de sí mismos y, por lo tanto, se sienten capaces de hacer cualquier cosa. Se embarcan en proyectos sin evaluar los procesos y se ubican de inmediato en el supuesto de que ya saben todo lo que necesitan saber y, cuando se encuentran con las dificultades inherentes a cualquier entrenamiento, pueden desalentarse y abandonar el objetivo.

No son pocos los que tienen la creencia de que una profesión es «hacer lo que me gusta», por lo que tienden a rechazar cualquier actividad que implique esfuerzo y genere frustración debido a fracasos iniciales. El modelo posmoderno alienta, además, una propuesta inmediatista que va a contrapelo de cualquier propuesta formativa a largo plazo.

Los adolescentes de esta etapa están, pues, intentando definir quiénes son y qué van a llegar a ser, y requieren, por ende, reconocerse en una dimensión más real, y adaptarse y tolerar más adecuadamente las exigencias y limitaciones que el entorno les impone. Ello implica, por curioso que parezca, dejar de ser tan autoexigente. Manejan ideales maniqueos y son fundamentalistas, por lo que tienden a no tolerar sus propias imperfecciones hasta el punto de que algunos prefieren no hacer nada, abandonar, encerrarse en sí mismos, con el fin de seguir sosteniendo esa imagen ideal antes que enfrentarse con una realidad dolorosa.

c. La confrontación generacional

Este es el momento de mayor dificultad entre hijos y padres. En el proceso de independización de los adolescentes, estos asumen una actitud confrontadora frente a sus padres y, por extensión, a toda figura de autoridad8