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Ética y ciudadanía
Los límites de la convivencia

Armando Millán y Odette Vélez (Compiladores)

César Escajadillo - Gisela Fernández - Gisela Hurtado - Mónica Jacobs
Alejandro León - Francisco Merino - Miryam Narváez - Ramón Ponce
Pilar Robledo - Nicolás Tarnawiecki - Gustavo Zambrano

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Lima, agosto de 2012

© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
Primera publicación: agosto de 2012
Impreso en el Perú - Printed in Peru

Cubierta:

Rhony Alhalel

Editor del proyecto editorial
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas S. A. C.
Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33, Perú.
Teléf. 313-3333
www.upc.edu.pe
Primera edición: agosto de 2012

Versión ebook 2015
Digitalizado y Distribuido por YoPublico S.A.C.

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Telf: 51-1-221 9998

Disponible en http://pe.upc.libri.mx

Esta obra se publicó por primera vez de manera impresa en agosto de 2010.

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) Centro de Información

Millán, Armando; Vélez, Odette. Ética y ciudadanía. Los límites de la convivencia

Lima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2010
ISBN: 978-612-4041-95-2 (formato e-book)

ÉTICA POLÍTICA, CIUDADANÍA, IDENTIDAD, MODERNIDAD, DERECHOS HUMANOS, ESTADO DE DERECHO

172.1 MILL

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

El contenido de este libro es responsabilidad de los autores y no refleja necesariamente la opinión de los editores.

Transire-Transer
Serie Rito de paso
1,20 x 2,35 m
Acrílico, tierra de color y grafito
2002

La Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
agradece a Rhony Alhalel la cesión de su cuadro
reproducido en la cubierta.

Índice

Introducción. ¿Por qué ética y ciudadanía en el Perú de hoy?
Armando Millán Falconí y Odette Vélez Valcárcel

Precisando el campo de la ética
Ramón Ponce Testino

Luchas por la identidad. La autoconservación y el reconocimiento como paradigmas éticos
Alejandro León Cannock

Racionalidad: génesis de las sociedades modernas
Mónica Jacobs Martínez y Miryam Narváez Rivero

Ambivalencias de la Modernidad: dos caras del individualismo ético contemporáneo
Nicolás Tarnawiecki Chávez

Algunas reflexiones en torno al debate contemporáneo de la universalidad de los derechos humanos
Gisela Hurtado Regalado

Mínimos éticos para una convivencia ciudadana en el Perú
Francisco Merino Amand

Reconocimiento, igualdad y participación: el continuo y complejo proceso de construcción de la ciudadanía
Pilar Robledo Ríos

El Estado de derecho en la construcción de la ciudadanía
Gisela Fernández Rivas Plata y Gustavo Zambrano Chávez

Persona, pluralismo y progreso moral
César Escajadillo Saldías

Glosario de términos sobre ética y ciudadanía

Introducción
¿Por qué ética y ciudadanía en el Perú de hoy?

Armando Millán Falconí*

Odette Vélez Valcárcel**

Iniciar un texto con una pregunta de este tipo puede parecer, para algunas personas, una suerte de ejercicio retórico. Los peruanos y peruanas del siglo XXI estamos familiarizados con una imagen de nuestro país que lo presenta como un lugar donde todo es posible, donde las leyes no se respetan, y donde reina el cinismo y la decadencia. Dicha imagen, surgida de nuestro sentido común como miembros de esta colectividad, suele reflejar la percepción de que, en el Perú, las cosas no funcionan. El lenguaje popular lo resume en una expresión: «Así es la vida». Esta afirmación, en apariencia objetiva y neutral, parece intentar únicamente dar cuenta de una situación, es decir, describirla, pero resulta, en verdad, subjetiva y lapidaria. Se puede traducir como «vivimos en un mundo miserable y no podemos hacer nada para cambiarlo». En consecuencia, solo nos correspondería aceptar las cosas como se presentan y resignarnos a sobrevivir en un escenario severamente complejo. ¿Por qué ética y ciudadanía en el Perú de hoy? Tal vez, deberíamos reformular la pregunta: ¿por qué son importantes la ética y la ciudadanía en el Perú de hoy? Una reflexión en torno a tres situaciones que se han producido a inicios del siglo XXI en nuestro país puede ayudar a responder esta pregunta inicial.

La primera situación se relaciona con la experiencia vivida en nuestro país de 1980 a 2000 y que constituye la peor hecatombe de nuestra historia republicana. Veinte años de violencia, destrucción, asesinatos, tortura, desapariciones forzadas, sufrimiento, impunidad e indiferencia en el escenario de un conflicto bélico interno. Dos décadas de sangrientos sucesos producidos por un enfrentamiento armado que dejó como saldo la muerte de más de 69 mil personas, hombres y mujeres, niños y adultos, que hoy ya no están con nosotros. En un contexto nacional de profundas carencias, desigualdades y exclusiones, Sendero Luminoso —y más adelante el MRTA— le declaró la guerra al Estado peruano, y, por tanto, a todos los peruanos y peruanas, con el objetivo de imponer, a través de acciones violentas, un nuevo orden político, social y económico. Este conflicto evidenció un país fragmentado y unas autoridades políticas incapaces de restablecer el orden y garantizar la seguridad de los ciudadanos y ciudadanas frente a las acciones destructivas de los subversivos.

La segunda de las situaciones tiene que ver con las tragedias de la discoteca Utopía y del centro comercial Mesa Redonda. A mediados de 2002, el país entero se estremecía por la noticia de que veintinueve jóvenes habían fallecido asfixiados en el interior de una discoteca llamada Utopía, producto de un incendio. Era un establecimiento de carácter exclusivo, en uno de los centros comerciales más ostentosos de la ciudad de Lima. El local de la discoteca se encontraba lleno de jóvenes que sobrepasaban el aforo máximo, no se contaba con extinguidores para el fuego y las salidas de emergencia habían sido bloqueadas para colocar mobiliario que permitiera albergar más gente. Todas las víctimas murieron por asfixia. Unos meses antes, una tragedia incluso más impactante había tenido lugar en una zona menos «exclusiva», el centro comercial Mesa Redonda. En los alrededores del Mercado Central de Lima, en el populoso Barrios Altos, más de cuatrocientas personas fallecieron atrapadas en sus pequeños locales comerciales o en plena calle, como resultado de la explosión simultánea de fuegos artificiales que se vendían de manera informal y que derivaron en un terrible incendio. Dos tragedias en la ciudad de Lima, en sectores socioeconómicos de la capital muy distintos, pero con idéntico resultado a la fecha: los responsables últimos de ambos sucesos nunca fueron procesados y los familiares de las víctimas siguen esperando justicia.

La tercera situación ocurrió a mediados de 2009. Los noticieros televisivos de la capital abrieron sus titulares matutinos con la noticia de que se estaba produciendo un cruento enfrentamiento en la provincia amazónica de Bagua, en el norte del Perú. Hacía varios meses que las diversas asociaciones de nativos amazónicos requerían la atención del Gobierno debido a una política extractiva de hidrocarburos que ponía en riesgo las condiciones de vida de sus familias y sus derechos como pueblos indígenas. El Gobierno nunca respondió de manera abierta y clara. Las poblaciones indígenas decidieron aumentar la presión tomando la carretera Fernando Belaunde. La reacción del Gobierno continuó la beligerancia: un gran contingente de policías fue enviado a la zona para liberar la infraestructura secuestrada. Esa mañana de junio, las noticias se sucedían entre el desconcierto y la desinformación de la prensa radial y televisiva. Policías y nativos se habían enfrentado a balazos en medio de nubes de gases lacrimógenos. El resultado: veinticuatro policías y nueve indígenas asesinados.

Estos y otros innumerables hechos que han ocurrido y, lamentablemente, siguen ocurriendo en nuestro país son un claro y rotundo testimonio de las grandes dificultades que todavía tenemos como sociedad para lograr una convivencia mesurada en la que podamos encontrar una manera de entendernos. Estos dolorosos acontecimientos nos revelan, como afirma el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, el quiebre del ser humano, el lado siniestro en nuestro acercamiento al otro: la elección de la guerra, la opción del enfrentamiento hostil, la decisión del daño, avalados por un entumecimiento ético, igualmente perverso, que nos domina y nos hace incapaces de reaccionar y actuar1.

Los veinte años de violencia política sufridos en todo el Perú, los acontecimientos vividos en la discoteca Utopía y en el centro comercial Mesa Redonda, y los últimos sucesos desarrollados en Bagua constituyen expresiones vigentes de desmesura y de trasgresión de límites en la convivencia, acciones impunes en las que el abuso y la arbitrariedad fueron la norma por seguir, escenarios donde el otro fue considerado como enemigo a partir del cual satisfacer la necesidad de agresión, como objeto pasible de ser usado para el propio beneficio o como un desconocido o ajeno a nuestros afectos. Es decir, una demostración de total desconocimiento de la humanidad del otro y de sus derechos más elementales. Nada más lejos de la experiencia ética a la que aspiramos como individuos y como comunidad política, en la que la necesidad de encontrar una mejor forma de vivir y de establecer criterios para ello es fundamental.

Situaciones como estas nos recuerdan que estamos lejos de vivir en paz, pero también interpelan nuestra capacidad para orientar y regular la convivencia a partir de lo que consideramos mejor o peor, ponen en tela de juicio nuestro ejercicio de libertad y responsabilidad para evitar semejantes actos de barbarie, confrontan nuestra competencia para evaluar lo justo y lo injusto —lo correcto y lo incorrecto— de nuestro proceder y para establecer un orden de prioridades que permita una convivencia civilizada entre las personas. ¿Por qué deberíamos aceptar vivir en una sociedad con graves desigualdades, con niveles extremos de pobreza, de racismo, de discriminación de género, de centralismo, de corrupción? ¿Por qué tendríamos que permitir tantos autoritarismos, negligencias e injusticias por parte de las autoridades políticas, de las empresas, de los profesionales, o de la propia sociedad civil y sus organizaciones? ¿Cómo no ponerse en el lugar de las personas que perdieron la vida en estas circunstancias y de sus familiares que hasta el día de hoy sufren su ausencia? ¿Cómo no imaginar que pudimos ser nosotros quienes sufriéramos las consecuencias directas de estos sucesos? ¿Cómo no sentir que algo de esas personas habita en nosotros? ¿Cómo no exigir el derecho a que se les haga justicia y a que reciban las reparaciones que merecen? Estas preguntas son pertinentes si tomamos en cuenta que el tema central de la ética se vincula con la forma en que decidimos vivir y convivir con los otros, es decir, con lo que hacemos de nosotros mismos y de los otros a través de las consecuencias de nuestras acciones cotidianas.

Recuperando las palabras de Salomón Lerner en la entrega del informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en 2003, este tipo de hechos expone no solo el asesinato, la desaparición, la tortura, el atropello y la injusticia a gran escala, sino también la indiferencia, la insensibilidad y la desidia de quienes, pudiendo impedir estas desgracias, no lo hacemos2. Detenidos por el letargo, la inconsciencia y la complicidad, permitimos que la falta de consideración por el otro y por las normas acordadas gobierne, en gran medida, nuestra coexistencia. Porque, como sostiene Gonzalo Portocarrero, desde la lógica de la complicidad tendemos a inhibir la protesta contra el abuso, como consecuencia de un pacto social clandestino a partir del cual nos otorgamos una licencia social para rechazar, trasgredir u omitir la ley3. Es difícil aceptarlo, pero parece ser que solo la constatación de hechos como los mencionados nos permite tomar conciencia de que, en nuestro país, convivimos en una escandalosa precariedad ética que está instalada en nuestra vida pública, social y privada. Daños humanos de esta magnitud nos llevan a cuestionarnos hasta cuándo vamos a aceptar esta realidad como algo inevitable e inmutable, como parte de nuestra «naturaleza» como peruanos, hasta cuándo vamos a evitar creer en la justicia y la igualdad ante la ley, hasta cuándo vamos a consentir excesos.

Esta problemática pone seriamente en entredicho la consolidación de una vida ciudadana en nuestro país, ya que, si partimos de una definición elemental, la ciudadanía alude a un tipo de organización de la vida política que les reconoce a todos los miembros de una colectividad los mismos beneficios y prerrogativas que otorgan los derechos, y que, asimismo, espera que cada uno de ellos cumpla con las mismas exigencias u obligaciones que supone su pertenencia al grupo. Como sabemos, esta manera de vincularse políticamente es el resultado del largo proceso de Modernidad, que ha generado grandes transformaciones en el mundo occidental en los últimos cuatro siglos. La más importante de estas, vinculada con la ciudadanía, fue la eliminación de diferencias que se creían esenciales entre individuos —connaturales al ser humano—, a partir de las cuales se establecían jerarquías, y se otorgaban privilegios para algunas poblaciones y exclusiones para otras.

La ciudadanía moderna es un modelo de organización política que busca evitar esos privilegios. En su versión clásica, presume de universalismo: intenta homogeneizar a los miembros de una comunidad política en condiciones de igualdad. Una igualdad que, por cierto, no pretende erradicar las diferencias —que sí son naturales, ya que todos nacemos con características distintas—, sino solo evitar las prerrogativas que generan desigualdades y exclusiones sociales. Así, el bienestar colectivo se asegura a través del respeto por los derechos y los deberes de los ciudadanos, lo cual es consistente con una vida en común basada en la justicia. Esto supone, por ejemplo, asegurar el derecho de todos los ciudadanos a preservar su vida aun cuando no se esté de acuerdo con la tendencia ideológica de una agrupación fundamentalista. Igualmente, se espera que, en un tipo de sociedad de esta naturaleza, se ejerza plenamente el derecho a la justicia, en la que los culpables de delitos tan flagrantes como los vinculados con los casos de Utopía y Mesa Redonda reciban una sanción acorde con la ley. Y no se vive realmente en una condición de ciudadanía si las poblaciones indígenas parecen no tener influencia real sobre un territorio amparado por la legislación internacional, hecho que el Estado pretende desconocer.

Ocurre lo mismo si analizamos nuestra sociedad desde la perspectiva de los deberes. Y es que los deberes ciudadanos son la otra cara de los derechos ciudadanos. Así, el derecho a vivir con una calidad de vida que asegure la dignidad de la persona humana supone que el Estado asuma el deber de velar por las condiciones aceptables de salud, educación, vivienda y alimentación, entre otros, de los ciudadanos que lo componen. Igual sucede con el deber que tienen las empresas de brindar servicios que no pongan en riesgo la vida ni la integridad de sus clientes, o con el deber de cuidar la propiedad privada y pública aun en casos en que se proteste de manera masiva ante acciones que se consideran claramente dañinas o injustas. Si los deberes o los derechos, sobre los que se sustenta la vida en común, no se cumplen, no se vive, entonces, en plena ciudadanía.

Cabe preguntarnos, sin embargo, a quién le corresponde asegurar el cumplimiento de estos derechos y de estos deberes. Aquí se hacen imprescindibles dos elementos claves en una condición de vida ciudadana. El primero de ellos tiene que ver con los propios integrantes de la comunidad política. En efecto, varios de los derechos y deberes mencionados son, básicamente, de su entera responsabilidad. Es el caso del derecho a gozar de los servicios de un local público que cuente con las medidas de seguridad apropiadas para todos los clientes. Esta es tarea de los propietarios, accionistas o administradores de un negocio. Igualmente, el deber de los padres de cuidar de sus hijos y asegurar su desarrollo físico y mental se complementa con la responsabilidad de los propios jóvenes de identificar los riesgos que supone asistir a un local con muestras evidentes de inseguridad pública. Así, la responsabilidad recae en los propios ciudadanos. Ello, por supuesto, incluye el deber de exigir el cumplimiento de los derechos que nos corresponden, como cuando le reclamamos a un negociante inescrupuloso que se dedica a vender fuegos artificiales en un local que pone en riesgo la vida de sus vecinos. En estos casos, nos corresponde a nosotros, como ciudadanos, hacer frente a la falta de cumplimiento de derechos y deberes. Cuando esto ocurre, estamos ejerciendo nuestra participación ciudadana. La ciudadanía exige una pertenencia activa de sus miembros.

El segundo de los elementos tiene que ver con la constatación de que la existencia consciente de derechos no asegura la ciudadanía. Es decir, los miembros de una colectividad pueden conocer claramente cuáles son sus derechos y estar dispuestos a exigirlos, pero eso no quiere decir que se puedan ejercer. Por ejemplo, los miembros de comunidades nativas vinculados con el problema de Bagua conocían ciertamente que la resolución No. 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) —que el propio Gobierno había respaldado y firmado años antes— suponía que las políticas gubernamentales sobre el territorio en el que viven serían consultadas con ellos. Eso decían los documentos, pero, cuando ocurrieron los hechos, el convenio fue desconocido. Igual ocurre si una discoteca hace caso omiso a las especificaciones que señala Defensa Civil. En esas ocasiones, los pobladores indígenas o el ciudadano consumidor no podrán hacer cumplir sus derechos a menos que exista una autoridad que se comprometa a que se hagan valer los derechos y deberes de todos los miembros de la comunidad política. Este personaje no puede ser otro que el Estado: es a este a quien le corresponde hacer cumplir las leyes, los contratos, los compromisos y los deberes que aseguran la armonía social. Cuando el cumplimiento de los derechos y los deberes está garantizado —es decir, cuando el Estado cumple su función—, entonces vivimos en un Estado de derecho.

Un escenario como el que hemos analizado evidencia la necesidad de desarrollar una sensibilidad moral que nos permita construir una conciencia capaz de actuar frente a las dificultades de convivencia. Requerimos sentir indignación, culpa y vergüenza para rechazar y denunciar, con perseverancia, fenómenos colectivos que violan sistemáticamente los derechos humanos. Pero también precisamos sentir compasión, perdón, reconocimiento y solidaridad para no quedarnos impasibles, y exigir mínimas condiciones para el logro de una vida comunitaria digna. Además, necesitamos recordar. Acordarnos de diversos hechos como los mencionados para reconocer, entender y evitar, a través de nuestras acciones, que lo ocurrido se repita. Hace falta afinar la memoria de la sociedad y del Estado; registrar en nuestro imaginario colectivo el daño cometido por obra humana; apreciar y compadecernos del dolor sufrido para comprender desde dentro que, si bien la desmesura y la trasgresión habitan en cada uno de nosotros y en todas las sociedades, también es posible imaginar distintas maneras de estar con los otros en el mundo.

La ley sí existe y las matanzas y atropellos pueden frenarse. La lógica de la complicidad no ha llegado a penetrar todos los vínculos, el orden social no ha colapsado y todavía es posible la convivencia. Pensemos en cómo, luego de ocho años de la absurda muerte de veintinueve jóvenes en la discoteca Utopía, sus familiares todavía siguen en pie de lucha, no se cansan de exigir justicia y están convencidos de reabrir el caso. Asimismo, luego de un año de los asesinatos en Bagua y de múltiples protestas de diversos grupos sociales, se ha aprobado la ley de consulta a los pueblos indígenas. Tampoco podemos dejar de mencionar que, diez años después de finalizado el período de violencia política y a pesar de que la mayoría de recomendaciones y reparaciones sugeridas por el informe de la CVR no se han cumplido hasta el momento, es esperanzador el hecho de que Alberto Fujimori haya sido sentenciado a veinticinco años de prisión por las masacres cometidas en La Cantuta y Barrios Altos, así como el hecho de que se haya anunciado públicamente la construcción del Lugar de la Memoria con el fin de recordar a las víctimas del conflicto armado interno. Estos sucesos son un ejemplo contundente de que sí tiene sentido emprender la larga y crítica lucha por lograr un orden social más justo y solidario, es decir, una sociedad de ciudadanos y ciudadanas.

***

¿POR QUÉ UN LIBRO DE ÉTICA Y CIUDADANÍA PARA JÓVENES UNIVERSITARIOS?

Los diversos sucesos de la vida social y política de nuestro país nos recuerdan todos los días las dificultades que supone el hecho de convivir con otros. Ya sea en el espacio privado como en el público, la presencia de otros distintos a nosotros supone un reto permanente para armonizar la vida en común. Hace falta imaginar, desde una mirada amplia y crítica, cómo afrontar una serie de problemas que nos interpelan como ciudadanas y ciudadanos de la sociedad peruana actual. En este sentido, este libro aparece con la intención de crear un espacio de reflexión para estudiantes universitarios a partir de textos académicos e interdisciplinarios que abordan temas de relevancia ética y ciudadana.

La propuesta de esta publicación surge en el contexto de la experiencia pedagógica que se viene realizando en el Área de Humanidades de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) desde 1996 a través del curso Ética y Ciudadanía. La finalidad de este curso es sensibilizar a los estudiantes universitarios respecto de su entorno social, político y económico a través del análisis de situaciones y hechos que se relacionan directamente con los campos de la ética y de la ciudadanía. Este libro celebra, de alguna manera, quince años de una experiencia pedagógica semanal que ha llevado a un equipo de más de veinte profesionales de diversas disciplinas —filosofía, historia, psicología, derecho, comunicación, sociología, lingüística y antropología— y de distintas experiencias generacionales a intentar —entre fracasos e ilusiones— que más de dos mil jóvenes de diecisiete a veinte años se interesen, cada ciclo universitario, por la relevancia que la ética y la ciudadanía tienen en diversos ámbitos de sus vidas.

Parte de nuestro trabajo docente ha sido configurarnos como una comunidad de reflexión pedagógica en la que establecemos, permanentemente a través de una reunión semanal, un diálogo crítico y plural sobre los aspectos conceptuales, metodológicos y evaluadores del curso. Este espacio de discusión interdisciplinaria, desde la teoría y la praxis, ha sido —y sigue siendo— muy enriquecedor en nuestro entendimiento de los temas centrales del curso.

Justamente con el afán de brindar a los estudiantes nuevas posibilidades de comprensión y reflexión sobre estos temas, desde diversos enfoques y perspectivas, hemos preparado este libro que está compuesto de nueve ensayos cuyos autores son todos profesores del curso mencionado, que han tenido o tienen actualmente la oportunidad de trabajar pedagógicamente estos y otros temas con jóvenes estudiantes de los primeros ciclos de estudio.

Cada ensayo está dedicado a diversos temas y problemáticas actualmente relevantes en la ética y la ciudadanía contemporáneas: la ética y la delimitación de su campo; las luchas por la autoconservación y por el reconocimiento como paradigmas éticos; el fundamento racional de las sociedades modernas; el individualismo ético y su rostro ambivalente en la sociedad contemporánea; el debate de la universalidad de los derechos humanos; los mínimos éticos y su construcción para lograr una convivencia ciudadana en el Perú; la ciudadanía y su construcción a partir de la igualdad y la participación; el Estado de derecho como condición imprescindible de la ciudadanía; y el carácter intersubjetivo y moral del concepto de persona, y su relación con el pluralismo y el progreso moral. Como una ayuda adicional, el libro cuenta con un glosario de términos especialmente elaborado para este texto, que clarifica aquellos conceptos claves que se trabajan en el curso y que un estudiante debería conocer.

Finalmente, nos parece importante señalar que apostar por un libro como este significa —como diría el filósofo argelino Jacques Derrida— profesar un compromiso ético y ciudadano que resulta arduo —aunque no imposible—, sobre todo, en un país como el Perú, en el que no hemos logrado todavía transformar el potencial de nuestra diversidad en una fuente de igualdad de oportunidades para el desarrollo de todos los ciudadanos.

Para terminar esta introducción, agradecemos a todo el equipo de profesores y profesoras que durante estos años han hecho crecer una propuesta pedagógica basada en la reflexión crítica de nuestra sociedad desde una perspectiva ética y ciudadana. Muchos miembros de este equipo han seguido otras rutas académicas y nuevos maestros han llegado al encuentro de los estudiantes universitarios. Queremos agradecer de manera especial al profesor César Escajadillo por el esfuerzo y el cuidado puestos en la coordinación general de la elaboración del glosario, así como la participación, en el mismo, del profesor Oscar Sánchez. Finalmente, deseamos expresar nuestro agradecimiento a los miles de estudiantes que durante estos años nos permitieron construir un espacio de encuentro, muchas veces generoso y dispuesto, y otras veces duro y difícil, como suelen ser las relaciones humanas. Por lo general, los aprendizajes más importantes no provienen —necesariamente— de libros como el que estamos a punto de empezar a leer, sino de ese vínculo constante en el que profesores y estudiantes se reconocen, al inicio, como simples desconocidos, pero en el que, con el paso del tiempo compartido en el aula, pueden llegar a encontrarse.

Precisando el campo de la ética

Ramón Ponce Testino*

La intención de este texto es dar una idea concisa de qué es la ética y de qué es lo que implica. En vista de que esta tarea supondrá el uso de términos poco frecuentes, es necesario explicar esos términos también. El problema es que esto último ya no es tan conciso, pues hay mucho que explicar. Para ordenar las cosas, en el desarrollo de aquella idea y de sus implicancias, se ha seguido como guía cuatro cuestiones básicas en cuatro secciones distintas del capítulo. Estas cuestiones plantean aspectos básicos para entender la ética: (i) las ambigüedades del uso del término, (ii) la definición del término que proponemos, (iii) el tipo de cosas sobre las que ella suele versar, y, por último, (iv) lo que ella demanda de nosotros como agentes humanos.

ÉTICA Y MORAL

«Ética» y «moral» tienen que ver con lo correcto e incorrecto, o con lo que nos parece que está bien o está mal. Su significado se asocia a lo que consideramos bueno y preferible, a lo que vemos como aceptable y permitido, y a lo que nos parece execrable o intolerable. Este es su terreno común. No obstante, se trata de términos distintos.

Una primera diferencia es que la raíz lingüística de «ética» tiene precedencia histórica sobre la de «moral». Ethos es el término griego y data de cerca de veinticinco siglos atrás; mores, en cambio, es el término latino y tiene una antigüedad bastante menor (cerca de mil y tantos años). En segundo lugar, la diferencia lingüística conllevaba también una variación semántica. El significado literal de ethos era ‘carácter’, mientras que mores significaba ‘costumbre’. Esta es una diferencia importante, pues carácter y costumbre dan a entender dos puntos de vista distintos sobre el comportamiento. Cuando hablamos de carácter, parece aludirse a un punto de vista interno (lo que nos mueve a actuar de cierta forma, una disposición psicológica característica), mientras que, cuando hablamos de costumbre, parece que aludiéramos a la conformidad con cierta expectativa externa: actuar de acuerdo con lo socialmente acostumbrado.

A pesar de los matices de significado y la diferencia histórica, podríamos decir que ambos términos mantenían una idea común. Con ethos, los antiguos griegos se referían a una disposición de carácter que informaba la conducta individual o colectiva. A esta característica se la llamaba «virtud», y demandaba sensibilidad intuitiva e inteligencia para saber elegir la acción correcta, pero también una disposición para actuar en consecuencia. La prudencia —la virtud por excelencia según Aristóteles— era «disposición práctica acompañada de regla verdadera concerniente a lo que es bueno y malo para el hombre» (Aubenque 1999: 44). Lo que está detrás de la cita cuando se alude a una «regla verdadera» —que no es más que tener un criterio informado— es la idea de una buena vida. La idea de una buena vida era, para los griegos, un ideal compartido. Aspiramos individualmente a objetivos generales a los que otros humanos también aspiran de forma natural: mayor experiencia vital, mayor felicidad, menor sufrimiento, mayor conocimiento y bienestar, etcétera. Estos, a su vez, expresan otras preferencias más específicas, como la salud física y mental, la autonomía personal, la sociabilidad, etcétera. No tenemos una lista de preferencias comunes o un mapa jerárquico para ordenar las coordenadas de la buena vida, pero podemos identificar que existe una pluralidad de preferencias a las que atribuimos un valor, si no universal, muy importante. Y, ya que vivimos con otros, esos valores se tornan también en criterios con una fuerza vinculante: están enraizados en nuestros lazos cooperativos y moldean nuestra sensibilidad a la hora de relacionarnos con otros.

Ahora bien, si uno compara el uso de «ética» y «moral» en campos de estudio como la psicología, la filosofía o la economía, encontrará que no hay una o dos acepciones, sino muchas. La diversidad de acepciones es tal que, a pesar de la idea del núcleo común que he explicado, lo más sensato es asumir que no hay un acuerdo previo sobre cómo diferenciar esos dos conceptos. En lo que sigue, quiero dar una idea de en qué consiste esta variedad confusa y de cómo esto vuelve más compleja la comprensión de ambos términos.

Una primera acepción plantea que la ética es el estudio de la moral. Esta acepción viene de la filosofía y presupone no solo que una evalúa a la otra, sino significados muy diferentes para cada una. Desde esta perspectiva, la moral (o la moralidad) está conformada por las consideraciones sobre lo deseable, lo aceptable y lo intolerable para un individuo o una colectividad. Esas consideraciones sobre lo bueno y lo malo pueden tener la forma de respuestas emocionales, intuiciones automáticas, justificaciones a partir de razones, costumbres o formas esperadas de comportamiento social, etcétera. A menos que alguien tenga una personalidad psicopática, todos los seres humanos tienen consideraciones morales. Pero tener una moral no significa necesariamente reflexionar conscientemente sobre esta. La ética se pregunta conscientemente por el sentido, la racionalidad y la justificación de las consideraciones morales de las personas. Con ese intento explicativo en mente, la ética busca encontrar principios, reglas generales y teorías que expliquen y justifiquen esas reacciones morales.

En confluencia con la anterior, existe otra acepción que establece que la moral es una especie de subconjunto de la ética. Desde este punto de vista, la ética se refiere a la idea de una buena vida y a los objetivos humanos que la caracterizan. Ya que no tenemos una idea clara sobre cuáles son esos fines últimos o qué podemos discrepar sobre estos, la ética constituye, por definición, una noción amplia y vaga al mismo tiempo1. Puede abarcar consideraciones que varíen de persona a persona, de grupo a grupo o de tradición a tradición. Se puede referir a estándares de vida de una tradición o un grupo con rasgos particulares2. Por ejemplo, muchos protestantes calvinistas tenían la firme convicción de que una vida es valiosa en la medida en que esté ascéticamente dedicada a un ideal de perseverancia y sacrificio por encima de cualquier placer mundano. No obstante, si el lector ha visto la excelente película School of Rock (Linklater 2003), notará que esta convicción calvinista no caracteriza el modo de vida de su personaje principal, la del excéntrico guitarrista Dewey Finn (interpretado por el actor Jack Black). Es difícil establecer límites fijos que distingan grupos o personas, pero, al menos, se podría decir que algunas concepciones éticas y algunas aspiraciones de vida varían notablemente entre sí.

En esta segunda acepción, dentro de ese marco general, variable y plural de la ética, estaría la moral. A diferencia de aquella, esta abarcaría un rango de consideraciones más fáciles de identificar y definir. La moral es una preocupación ética centrada en la idea de obligación3. Empieza y acaba allí donde empieza y acaba algún tipo de obligación. Las obligaciones consisten en aquellos compromisos que contraemos con otros, sean estos individuos específicos o colectivos. Una obligación puede basarse en un compromiso voluntario o en uno involuntario. Establezco un compromiso del primer tipo cuando decido voluntariamente, por ejemplo, hacer una promesa. Si ofrezco ayudar a un niño con su trabajo final de matemáticas, he contraído voluntariamente una obligación con él. En cambio, existen muchas otras obligaciones que son igual de demandantes y que, sin embargo, no hemos contraído por propia voluntad. Pensemos en las obligaciones que asumimos al cumplir con un rol profesional o una función dentro de un trabajo cualquiera: estamos obligados a cumplir con una hora de entrada y salida, a desempeñar ciertas funciones lo mejor posible, a dar cuenta de lo avanzado, a mantener relaciones corteses con los demás trabajadores, a reconocer que puede existir una jerarquía de mando a la hora de tomar decisiones, etcétera. Estas obligaciones son involuntarias no porque no las queramos, sino porque han sido contraídas de forma indirecta4. Está claro que no todas las obligaciones son contraídas como quien contrae un listado de deberes discretos que lo comprometen. La mayoría de veces, esas obligaciones están constituidas por expectativas sociales que rigen la vida en común.

La moral es una consideración centrada en la expectativa social, particularmente en aquello sobre lo cual otros tienen razones para esperar que uno cumpla con hacer; tiene su origen en lo que les debemos a los demás por el hecho de ser seres sociales. La ética incluye también eso, pero se extiende a consideraciones más personales: una idea de felicidad, de desarrollo humano, deseos de bienestar subjetivos, los propios estándares de lo deseable, de lo que vale más o es mejor, etcétera, más allá de lo que piensen los demás. Esto último es algo que la idea de moral no incluiría, por rebasar el rango de expectativas que legítimamente la sociedad podría demandar del comportamiento individual5.

La última acepción que veremos plantea las cosas casi de manera inversa a la interpretación anterior. Plantea que la ética es un subconjunto de la moral. Así, la ética puede ser vista como un cuerpo especializado de normas para el cumplimiento de un rol particular: una ética castrense, una ética médica o una ética abogadil6. Cada una presupone el cumplimiento de ciertas restricciones de conducta. Por lo general, estos códigos confluyen con las normas de una comunidad humana mayor, pero, en algunos casos, divergen de las consideraciones morales usuales.

Pensemos en los abogados. La ética del abogado establece como una obligación profesional el mantener bajo estricta confidencialidad la información brindada por el cliente, incluso si esta lo incrimina. El defensor de oficio, asignado por el Estado a un delincuente común o a un criminal, debe cumplir con representar judicialmente a su defendido, incluso si el acto realizado por este le parece repudiable; puede guardarse sus valores morales para cuando esté fuera de la corte, pero, dentro de ella, debe ceñirse al compromiso ético de su profesión. Y esto no es inexplicable: la razón es que el sistema de justicia, para funcionar de manera imparcial y legítima, debe tutelar por que todos los involucrados (el Estado o la posible víctima, pero también el acusado) estén debidamente representados. Así, no es solo una extraña obligación impuesta por el oficio, sino una legítima obligación ética: el sistema de justicia depende de que todos los abogados cumplan con esta máxima y su cumplimiento es el que hace posible el ideal de justicia que queremos ver realizado. La «moral» aquí haría las veces de lo que la segunda concepción sobre el significado de ambos términos concebía como «ética».

En resumen, de un lado, la ética se refiere a consideraciones reflexivas sobre los fines últimos o ideales de vida humana, pero también puede referirse a consideraciones de conducta muy específicas que son tributarias de un cargo o función profesional. De otro lado, la moral tendría que ver con consideraciones que debemos a los demás en tanto obligaciones y que, en esa calidad, se convierten en expectativas sociales que intuitivamente todos reconocemos. Se puede ver que no es fácil proponer una distinción tajante entre una y otra, pues los significados se traslapan. Por esa razón, en este texto, se usarán ambos términos de forma indistinta. Si en adelante se dice que algo tiene «carácter ético», el texto también podría haber optado por «carácter moral» y el sentido no variaría.

Hasta aquí, nos hemos ocupado de mostrar algunas discrepancias terminológicas sobre la ética y la moral, y hemos planteado que los términos se usarán como sinónimos. Es fundamental, ahora, que propongamos una definición de qué es la ética. A esto dedicaremos la siguiente sección.

UNA DEFINICIÓN DE ÉTICA

La ética es la consideración normativa sobre lo que es moralmente correcto7. En lo que sigue, me propongo explicar los términos de esta definición: explicar qué es una consideración, en qué sentido esta es normativa y a qué nos referimos cuando decimos que el contenido de dicha consideración trata sobre lo moralmente correcto.

La ética es una consideración en la medida en que involucra una evaluación sobre algo, es decir, en la medida en que hace uso de cierta información para estimar o emitir un juicio sobre algo. Por ahora, aquello sobre lo cual la ética hace un juicio no es materia de nuestra discusión8; sí lo es el que ella juzgue algo de cierta manera o el que evalúe algo según cierto criterio. Esta es una idea discutible para muchos, pues parece implicar que la ética consiste en un tipo de conocimiento aplicable a la manera en que uno aplica un criterio de medición. Usamos criterios de medición cuando aplicamos carbono 14 para estimar la antigüedad de un resto arqueológico o cuando utilizamos métodos experimentales para evaluar si una persona tiene rasgos psicopáticos. No obstante, sería inadecuado afirmar que la ética consista, a la manera de las anteriores, en evaluar nuestra experiencia sobre la base de criterios preestablecidos. La ética no consiste (no siempre) en aplicar criterios preestablecidos.

Sin embargo, eso no significa que la ética no siga criterio alguno. ¿Es posible pensar o actuar éticamente sin que dicho pensamiento o acción esté informado por algún criterio? Muchos consideran que sí y arguyen, por ejemplo, que alguien puede rechazar el genocidio de forma automática e intuitiva sin tener que detenerse a hacer un análisis previo. Solemos mantener posiciones morales sobre asuntos diversos y eso no implica que podamos enunciar en qué tipo de fundamento nos basamos para apoyarlas; incluso, muchas de esas posiciones presuponen criterios de los que ni siquiera nos percatamos. Si bien esto es cierto, no constituye un contraejemplo a la idea de que la ética involucre un tipo de consideración. Que cualquiera de nosotros pueda responder cuánto es 2 + 2 de forma automática no significa que, detrás de nuestra respuesta, no haya un criterio que la informe9. Está muy claro que la ética es problemática y que no es aritmética. A veces, no sabemos de dónde salen nuestros propios criterios morales, o bien creemos tenerlos cuando en realidad no los tenemos o estos son inadecuados —o rotundamente malos—; y es cierto, también, que resulta poco factible que podamos ponernos todos de acuerdo respecto de cuáles de estos son los mejores (lo que no significa que, en dicha discrepancia, algunos tengan más razón que otros). Sin embargo, estos problemas no contradicen la idea de que la ética involucre cierto tipo de conocimiento aprendido (a menos que uno crea que estos criterios morales se originen en nosotros por la voluntad de un ser sobrenatural omnisciente). Si la ética tiene que ver con lo bueno y lo malo, o con los intereses humanos que más valoramos, entonces debería responder a criterios que nos parezcan justificados, que podamos revisar y sobre los cuales podamos discutir racionalmente. Una toma de actitud inmediata, un punto de vista o una convicción muy fuertemente arraigada, por más naturales que nos parezcan, están —de una u otra forma— informados por algún tipo de criterio que los explica. La modalidad que esta tome —consciente o inconsciente— no es lo que importa, sino que algún tipo de criterio esté de hecho presente. No es posible hacer una evaluación sin seguir algún criterio, y la consideración ética no es una excepción a esta regla.

En segundo lugar, la ética supone un tipo de consideración normativa. La característica normativa consiste en que el criterio evaluativo al que apela la ética es una razón sobre lo que debería ser y no una sobre lo que es. Para explicar esto, resulta útil distinguir entre razones explicativas y razones normativas. Una «razón explicativa» (RE) es una que nos permite explicar un suceso, es decir, aquella con la que damos cuenta de por qué algo ha sucedido. Imaginemos10 que ha habido una caída en la tenencia de empleos en el sector privado y queremos explicar por qué muchos trabajadores no están manteniendo sus empleos. Imaginemos también que, para promover la seguridad laboral, ha entrado en vigencia una nueva ley que dice que todo empleador debe reconocerles ciertos beneficios a los empleados que tengan dos años en el puesto. Así, podríamos encontrar una RE en la posible reacción de los empleadores a dicha legislación:

RE: Para evitar el pago de beneficios laborales, los empleadores despiden a muchos de sus trabajadores antes de que estos cumplan los dos años.

Este tipo de razones explica hechos. La RE brinda la explicación de por qué en las empresas privadas muchos trabajadores no mantienen sus empleos. La ética, en cambio, no explica cómo se dan las cosas, y, menos aun, intenta reportar o describir hechos o eventos. La ética es una expresión de cómo es que las cosas deberían ser, para lo cual apela a otro tipo de razones: las normativas. Una «razón normativa» (RN) es aquella consideración que tenemos en cuenta para justificar una creencia. En la mayoría de dilemas morales, el conflicto consiste en no poder aclararnos cuál debería ser esa razón normativa, pues esta no es necesariamente evidente. Y, por tanto, en no saber qué creer. Que les pongamos un nombre a estas razones no significa que preexistan en un listado platónico, a la manera de «No robes» o «No hagas daño». La mayoría de veces, tenemos que pensar muy arduamente qué es lo que debemos hacer en una situación particular o en un tipo específico de casos, y solo entonces podemos llegar a esa RN como lo que justifica nuestra creencia y la posible acción resultante11. Daniel Hausman y Michael McPherson proponen un ejemplo útil para entender esto12. Si María, una mujer universitaria joven, queda embarazada y se enfrenta a la cuestión moral de decidir si debe abortar o no, la razón sobre lo que debe hacer no es una que apele a consideraciones como las siguientes:

i. El hecho jurídico de que la práctica del aborto sea ilegal en su país.

ii. El hecho social de que, en una encuesta reciente, el 62,37% de sus conciudadanos considere moralmente permisible el abortar en las condiciones en que ella se encuentra.

iii. El hecho emocional de que identifique, en ella, sentimientos involucrados en la toma de su decisión.

Como Hausman y McPherson explican, ninguno de estos hechos constituye para ella una razón normativa para decidir si debe o no debe tener al bebé. Si bien el aborto está legalmente penado, María podría estar moralmente en desacuerdo con que la ley de su país proscriba dicha práctica (el hecho i). De la misma forma, lo que piense la mayoría de la gente respecto de si es aceptable o no el aborto tampoco le brinda ayuda para decidir qué es lo que ella debería hacer (el hecho ii). Por último, que reconozca en su fuero interno distintas emociones no la ayuda, de por sí, a resolver la situación moral (el hecho iii): sus propios sentimientos pueden ser el reflejo de lo que ella piensa u opina sobre el asunto, pero, precisamente, su conflicto consiste en aclararse a sí misma qué es lo que ella debería creer13.

María busca un criterio que le permita evaluar si debe o no abortar. Las RN son consideraciones para prescribir qué conducta se debería tomar14. Si no somos arbitrarios al demandar un tipo de comportamiento, entonces debería haber un criterio que indique por qué las cosas deberían hacerse así y no de otra forma. María podría pensar, por ejemplo, que un cigoto es un ser con un potencial futuro humano, ser que, de existir más adelante, valoraría el hecho de estar vivo. En tal sentido, ya que ese cigoto será luego humano y valorará su existencia, ella podría considerar que la sola posibilidad de dicha experiencia humana tiene un valor inherente y que esta es suficiente razón para considerar el aborto como una práctica condenable. De pensar así, María, quizás, apelaría a la justificación siguiente:

RN1: La sola posibilidad de un futuro humano en el cigoto es algo que convierte a cualquier cigoto en un sujeto de derechos (o, si no derechos propiamente dichos, en algo que se le parece y que merece un respeto especial).

Que quede claro que no es necesario que lo formule proposicionalmente de esta forma; basta con que piense algo que, de tener que ser expresado, se parezca a RN1. A decir verdad, el hecho es que María no quisiera tener el bebé pues su llegada arruinaría planes y deseos personales importantes. Pero, a la vez, es un hecho que no puede evitar pensar que ese embrión es un ser humano potencial y esa posibilidad no solo la pone en un conflicto profundo, sino que, además, la lleva a considerar razones para actuar que hubiesen sido probadamente irrelevantes en el pasado.

Ahora bien, María podría reconsiderar el asunto. Esta vez, podría pensar que es un error en los términos afirmar que la vida de ese cigoto es el tipo de vida que es moralmente relevante cuando le reconocemos derechos a un ser. Si bien este tiene altísimas probabilidades de convertirse en un ser humano y de preferir estar vivo a estar muerto, ese ser aún no es un organismo desarrollado como sí lo es un ser humano, un perro o, incluso, un pulpo; carece de sentidos, de la capacidad de experimentar y de tener intereses propios —y podría considerar también que solo a un ser con algunas de estas características podría legítimamente reconocérsele derechos—. Si bien las implicancias vitales de la mera posibilidad que supone ese cigoto calan profundamente en sus emociones, podría concluir que esa mera posibilidad no se equipara a los intereses de un ser humano desarrollado. Al evaluar el sentido de estar vivo y revisar por qué esto es tan valioso para nosotros, María podría concluir que ese valor solo es importante para aquellos que son capaces de experimentarlo; podría ahora, quizás, interpretar que sus propios sentimientos encontrados se debían, entre otras cosas, a una falsa atribución: a atribuirle un interés a algo que aún no es capaz de tener interés alguno. Podría reconocer que puede ser malo para alguien que está vivo el no existir en el futuro, pero no que pueda ser malo no existir para alguien que nunca tuvo esa experiencia. En tal sentido, podría reformular su razón normativa de la siguiente manera:

RN2: