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© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
Primera publicación: diciembre de 2013
Impreso en el Perú - Printed in Peru

Corrección de estilo:
Diseño de cubierta:
Diagramación:
Christian Estrada
Germán Ruiz Ch.
Diana Patrón

Editor del proyecto editorial
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas S. A. C.
Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33 (Perú).
Teléf. 313-3333
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Primera edición: diciembre de 2013

Versión ebook 2015
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Esta obra se publicó por primera vez de manera impresa en abril de 2012.

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) Centro de Información

Torres Arancivia, Eduardo. La voz de nuestra historia. El poder de la oratoria civil y religiosa en el Perú (siglos XVI-XIX)

Lima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2012
ISBN: 978-612-4191-15-2
ISBN: XXXXXXXX (formato e-book)

SERMONES, ORATORIA POLÍTICA, HISTORIA POLÍTICA, CULTURA POLÍTICA, ANÁLISIS DEL DISCURSO, COLONIA, SIGLO XIX, PERÚ

985.00141 TORR

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

El contenido de este libro es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente la opinión de los editores.

Contenido

Prólogo de José Agustín de la Puente Candamo

Introducción

Primera parte. En el principio era el verbo

Capítulo 1. La potencia del decir

1.1. El poder de la palabra

1.2. El sermón o Dios verbalizado

1.3. El discurso o la potencia del verbo cívico

Capítulo 2: Dios hecho palabra

2.1. El sermón: el arte de verbalizar a Dios

2.2. De estilos y formas

2.3. Religión y política

Capítulo 3: La política y el púlpito

3.1. La oratoria sagrada en el Perú barroco

3.2. La oratoria sagrada republicana

Segunda parte. Después, la voz del pueblo

Capítulo 4: Palabra y potencia social

4.1. El discurso cívico

4.2. El orador político según un testimonio del siglo XIX

4.3. Estilos y formas de la oratoria cívica

Capítulo 5: Discurso e incendio

5.1. La oratoria cívica barroca

5.2. La oratoria cívica independentista

5.3. La oratoria cívica republicana

Tercera parte. Clamando desde el abismo

Capítulo 6: El abismo de la guerra

6.1. La Guerra del Pacífico

6.2. La oratoria guerrera

Capítulo 7: La luz en la oscuridad

7.1. La intercesión de los santos peruanos

7.2. Pecados, culpas y consuelo

7.3. La vivencia de la guerra

Capítulo 8: La voz en las ruinas

8.1. Discursos, sermones y política tras la guerra

8.2. El porvenir según González Prada

8.3. La idea de patria

Conclusiones

Apéndice documental

Fuentes y bibliografía

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Eduardo Torres Arancivia es historiador por la Pontificia Universidad Católica del Perú, magíster en Historia Latinoamericana por la Escuela de Graduados y candidato a doctor en el Programa de Estudios Andinos de esa casa de estudios. Sus investigaciones se han concentrado en la cultura política virreinal del siglo XVI al XVIII, y en la historia del autoritarismo en el Perú. Ha ofrecido conferencias en universidades y prestigiosas instituciones culturales de su país. En 2004, obtuvo el Premio Franklin Pease G. Y.; y en 2007 y 2009, el Premio Nacional PUCP (categoría ensayo). Actualmente, es docente en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad San Ignacio de Loyola. Ha publicado Corte de virreyes. El entorno del poder en el Perú del siglo XVII (2006), Buscando un rey. El autoritarismo en la historia del Perú, siglos XVI-XXI (2007), y El acorde perdido. Ensayos sobre la experiencia musical desde el Perú (2010).

A Celia y a Santiago

Muchas palabras que ahora yacen muertas, volverán a nacer.
Quinto Horacio Flaco, Ars Poetica

Un buen orador es una potencia social. Juan Espinosa, Diccionario para el pueblo, 1855

Prólogo

Este libro, de esquema original e interesante, presenta una sugerente visión de la historia del Perú a partir de discursos y sermones, y nos muestra la importancia del poder de la palabra en nuestro pasado. Esta obra es una confirmación de la vocación de Eduardo Torres Arancivia por los estudios históricos, que demostró desde sus tiempos de estudiante en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

En las tres partes que componen el libro, aparecen entretejidos los sucesos históricos y políticos a partir de su expresión verbal. La primera parte está específicamente dedicada a la oratoria sagrada. En ella, Eduardo Torres nos explica las características formales de los sermones y hace un balance de la gran importancia que estos tuvieron tanto en la etapa virreinal de nuestra historia como en la republicana. Con ello, además, se ve muy claramente la íntima vinculación entre lo religioso y lo político en la andadura histórica del país. La segunda parte del libro, en cambio, se centra en el estudio de los discursos políticos, en el contexto de la denominada oratoria cívica.

Quiero referirme de modo especial a la tercera parte, «Clamando desde el abismo», que se orienta al tiempo de la guerra con Chile, y al significado social y espiritual de ese conflicto. El autor estudia con propiedad los textos principales de notables eclesiásticos como Obín y Charún, Roca y Boloña, y Tovar, y a través de ellos ofrece un «retrato» de las vivencias humanas de esos días de tantos sufrimientos. Leyendo estas páginas, brota la reflexión sobre el mundo de hechos y de ideas que influyeron en el espíritu y en los fundamentos de los sermones más representativos. Interesa pensar, asimismo, en los hombres y mujeres que vivieron las esperanzas y las angustias de esos años tan difíciles, y que en cierto modo fueron los personajes escondidos o secretos de los textos famosos. Sin embargo, antes y al lado del sermón, está presente un espíritu del cual la oratoria sagrada es testimonio. Ese espíritu aparece en la memoria de los hombres, en el conocimiento de hechos y sucesos, en la vivencia del dolor.

Los hechos capitales que viven en la conciencia de los oradores estudiados son la fidelidad al tratado de 1873, el deseo profundo y auténtico de evitar una guerra, la sincerísima búsqueda de una conciliación, y los problemas de la preparación militar y naval. En definitiva, es evidente que el Perú entró en una guerra que no quería y en la cual, por tanto, estaba ausente cualquier afán de agresión. En ese sentido, no se puede olvidar que, en el espíritu de esos años, se quiso limitar la guerra a las escuadras navales y a los ejércitos, y que el Perú siempre buscó que en los encuentros bélicos no sufriera la población civil.

Pero hay otra imagen presente en la intimidad de las personas y de las familias. Al lado del dolor y de la aflicción, estaba vivo y oculto un propósito, reflejado en la voluntad de seguir siendo peruanos, en la decisión de trabajar por la reconstrucción del país, en la soledad de la derrota pero con la certeza de que el renacimiento del país iba a producirse. El Perú, en efecto, renació en el trabajo diario de cada peruano. La derrota fue cierta, y cierta fue también la postración del país; sin embargo, la reconstrucción fue testimonio de un espíritu vivo, que pudo estar por momentos oculto, pero que era consecuencia de siglos de historia.

Además de los famosos sermones mencionados, la oratoria de esa época presentó otros planos, como el de los debates parlamentarios, especialmente intensos en lo referido al contrato Grace y a otras circunstancias derivadas de la guerra. Igualmente, se manifestó la oratoria sencilla, pedagógica y cotidiana en uno y otro rincón del país.

El libro concluye con un apéndice documental que recoge algunos de los más importantes sermones y discursos del siglo XIX, en cuyos textos completos el lector podrá apreciar el dramatismo de muchos de los episodios de ese siglo, al igual que las esperanzas de prosperidad que muchos de los oradores de esa centuria abrigaron. En suma, este libro de Eduardo Torres Arancivia nos incorpora a vivencias muy íntimas de la memoria peruana.

José A. de la Puente Candamo

Introducción

¿Será importante este libro para alguien? ¿Por qué algún lector debería leer las páginas que vienen a continuación y que tienen por tema específico los sermones y discursos políticos en la historia del Perú? Me planteé estas dos preguntas al momento de embarcarme en esta aventura que hoy presento culminada. Y esas interrogantes aún me siguen asaltando, sobre todo hoy, en tiempos en que los hechos parecen más trascendentes que las palabras, en que los muchachos economizan al máximo su lenguaje, en que la mayoría parece rehuirle a la lectura, y en que nuestros políticos son criticados por su pésima forma de hablar o de hacerse entender. En este panorama, el poder de la palabra parece estar debilitado; podría decirse, incluso, que casi nadie quiere escuchar de él.

Frente a estas circunstancias, podría sostener que el valor de un libro sobre sermones y discursos peruanos radicaría,tal vez, en un posible interés del eventual lector por ingresar en un mundo histórico en el que las personas se preocupaban muchísimo por lo que iban a decirle al otro. En ese tiempo —estoy haciendo referencia al largo periodo que va del siglo XVI al XIX—, el sacerdote y el político se enfrentaban a su pueblo a través del escrito o del discurso. Los escritos quedaron y todo interesado puede acceder a los textos de toda época y de todo tiempo; no así las palabras que, literalmente, se las llevó el viento.

Es por esta última circunstancia que me interesó la oratoria, por su sabor a palabra efímera. Como comprenderá el lector, es obvio que los discursos que aquí utilizamos sobrevivieron por haber sido publicados (recuérdese que tratamos de una época sin grabadoras de ningún tipo), pero también resulta obvio que esos discursos publicados son tan solo un pálido rastro de lo que fue su pronunciación. Por eso, también me interesa la persona del orador, ya que su acción de enfrentarse a una multitud —pequeña o conformada por miles de hombres, mujeres y niños— es algo que hasta hoy puede llamar la atención. El orador es como un médium, cuyos gestos y voz canalizan una fuerza que mueve a quien lo escucha.

Por otro lado, soy un firme convencido de lo que sostenía un filósofo de nuestra era: todos nosotros somos prolongación del lenguaje. Todo cuanto conocemos y sabemos es una creación de la palabra enunciada. El lenguaje crea mundos y la palabra los moldea. Incluso, puede hacer que los sueños se materialicen. ¿No es acaso eso lo que hacen las ideologías y las religiones? ¿No necesitan ambas de la palabra hablada para que los mundos que prometen tengan una existencia tangible para los seres humanos? Este es el aspecto que quise analizar para el Perú en el largo periodo que les he propuesto.

En ese sentido, este libro también nos puede servir para comparar la forma que tenían nuestros antepasados de entender y hacer política con la forma que predomina hoy en nuestro país. Lo sorprendente es que descubriremos que muchas formas de comprender el poder sobreviven casi inalteradas desde el siglo XVI. No obstante, en esa supervivencia, lo que se ha visto agotado es el lenguaje: quienes gobiernan y quienes se rebelan contra ellos no pueden decirnos con claridad lo que quieren hacer, y creo no exagerar cuando digo que estamos ante una severa crisis del arte de hablar y argumentar.

Pero este ensayo tampoco es un clásico libro de Historia del Perú. Quienes somos historiadores sabemos que nuestra ciencia puede ser enfocada de muy distintas maneras. La más común suele ser la de profundizar en hechos y personajes con fechas claves y acciones que se desenvuelven entre lo heroico y lo trágico. Otras vertientes del análisis solo ven lo triste y lo corrupto. Y algunas se deleitan en el dato económico y en las cifras, no menos que en la descripción absoluta que no parece llevarnos a ningún lado.Este libro hará algo diferente, algo que hasta ahora no se ha hecho en nuestro país: una historia de la palabra hablada en el Perú.

***

En este momento, el lector estará pensando que este es un libro de análisis literario o de aspectos meramente lingüísticos y formales. Habrá algo de eso, pero no es ese el objetivo. Lo que me interesa sobremanera es develar un aspecto del mundo de la cultura política y de la historia del poder, trabajo aún por hacerse en nuestro país. La palabra oral expresa y quiere dejar prueba palpable de un poder, y tal facultad llamó mi atención debido a que el orador, ya sea el político desde su tribuna o el sacerdote desde el púlpito, hablaban de política y les hacían entender a sus compatriotas lo que les iba a suceder ya sea en este mundo, en la vida práctica, o ya sea en el otro, allí donde van —para quien asume las verdades de la fe religiosa— los que mueren. La palabra que aquí analizo se desenvuelve entre esos dos ámbitos: entre la vida (la sociedad) y lo que hay más allá de ella (la religión).

El objetivo de La voz de nuestra historia es dar a conocer el potencial político tanto de los sermones como de los discursos cívicos en la historia del Perú, desde que llegaron los conquistadores hispanos en el siglo XVI hasta que la Guerra del Pacífico (1879-1883), esa contienda horrible que sostuvimos con Chile, replanteó —como ningún otro suceso en el siglo XIX— la viabilidad de nuestro país como proyecto de nación. En ese sentido, descubriremos varios asuntos que no han merecido un análisis profundo por parte de los investigadores.

En primer término, descubriremos que el discurso y el sermón tenían, cada uno en su ámbito, un contenido de carácter político, y que auspiciaban conductas de cultura política que permitían que grandes sectores de la población participaran de la vida del país en un tiempo en el que aún no se constituía algo parecido a lo que hoy llamamos «opinión pública». De la misma manera, también descubriremos un hecho que hasta el presente parece estar muy vigente a pesar de que estamos en un nuevo milenio: en el Perú, política y religión han estado muy ligadas. Durante cientos de años, la ideología y la fe fueron de la mano, y casi hasta podría decirse que eran las dos caras de una misma moneda. Esto ahora casi se vuelve impensable puesto que, justamente, los Estados intentan que la religión interfiera lo menos posible en las acciones gubernamentales; no ocurría así en el Perú de hace algo más de cien años, en el que los sacerdotes podían ser activos agentes de la vida política nacional y los gobernantes podían citar a la Providencia para justificar sus acciones. Recuérdese siempre que el Estado laico estaba muy lejos de ser una materialización concreta.

Asimismo, en segundo término, este ensayo mostrará cómo la oratoria sagrada y la civil constituían un medio poderoso para alimentar tanto la indignación como la resignación de la población ante los diferentes sucesos históricos por los que pasó el Perú en su periodo colonial, en su proceso de independencia y en su etapa republicana. En ese sentido, el sermón fue, durante la Colonia, la herramienta ideal para evangelizar a los indios; el medio por el cual se les explicaba a las personas las verdades de la fe; y el instrumento para hacerles entender a todos los sectores de la sociedad los entramados del poder, y por qué había un rey y había que serle leal.

No obstante, el sermón también fue la herramienta de la queja y la sanción en un mundo como el virreinal, donde determinados temas no podían tratarse en voz alta. A pesar de ello, existieron sacerdotes que, sintiéndose inspirados por la divinidad, atacaron lo que creían que debía atacarse, incluyendo el mismo accionar del rey de España y de sus funcionarios en América. Así, muchos de ellos asumieron verdaderos riesgos con el fin de salvar a los indios del maltrato y abuso de españoles crueles.

En general, el lector descubrirá una fuerza inusitada en el sermón, como canal por el cual el peruano virreinal entendió la obra de Dios en este mundo, por qué unos debían mandar y otros obedecer, por qué unos sufrían y otros parecían señorear soberbios. Pero, lo más importante, la oratoria de los sacerdotes explicaba al común del pueblo lo que venía después de la muerte, de ahí que el poder de su decir no lo haya tenido, en ese tiempo, ninguna otra expresión del saber humano.

Pero quien crea que el mundo virreinal peruano solo tenía tiempo para escuchar sermones de curas fanáticos o rebeldes se equivoca. También había otras formas de expresión política que se materializaban a través de una tímida oratoria civil. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, no existía una opinión pública o partidos políticos que pudieran compartir el poder con un monarca que se entendía absoluto por gracia de Dios. El virrey y su corte gobernaban el extenso territorio peruano desde Lima; la capital era el centro del poder. No obstante, en ese núcleo, las élites peruanas (criollas o nativas) podían encontrar la forma de expresar su bienestar o malestar respecto de la monarquía a través de la palabra hablada.

La otra gran prueba del Perú la constituyó la larga guerra por su independencia. El peruano de 1821 se preguntaba sobre la conveniencia de separarse de la monarquía hispana para vivir como un país libre y soberano. El reto se presentó como gigantesco y la guerra, por ese desafío, fue dura y terrible. ¿Cómo respondieron los sacerdotes y sus sermones a ese acontecimiento? ¿Cómo explicaron los clérigos a sus feligreses que ya había llegado el momento de romper con la metrópoli? Las respuestas las encontrará el lector en las siguientes páginas; por ahora, solo adelantaré que, en el discurso de los sacerdotes, se trató de establecer una secuencia natural entre monarquía, catolicismo y nacionalismo. Los políticos, por su parte, se centraron en la justificación de la ruptura con la monarquía, para lo cual emplearon con insistencia la palabra «libertad», que sonó por estas tierras como nunca antes lo había hecho.

Ya en la República, podemos encontrar que las dos formas de oratoria, la sagrada y la civil, tienen su propio campo de acción, pero ambas tratan de explicar el Perú y sus esfuerzos por constituir una república seria y ordenada capaz de vivir bajo preceptos de la ciudadanía. En el presente estudio, analizaremos qué discursos se leían en los congresos de esa época, qué decían los presidentes, y cómo intentaban ordenar y salvar al país del caos y del desorden auspiciado por caudillos ambiciosos. También veremos al sacerdote sancionando la anarquía en la que había caído el Perú, y señalando las culpas y los pecados que permitieron, a su entender, que la guerra civil y la ambición de dictadores devorasen a la nación.

Pero, tal vez, el momento más emocionante y doloroso de este ensayo tiene que ver con el análisis de la oratoria que surgió durante el complejo trance de la guerra con Chile (1879-1883). En esas alocuciones, tanto en el púlpito como en la tribuna, la palabra de los clérigos y de los políticos, exacerbada e irresponsable, prometieron el triunfo y la ayuda de Dios en el conflicto. En esta parte, nos daremos cuenta de cómo a veces la osadía de quienes mandan puede ser tan dañina. Los ánimos se caldearon y se excitaron: tanto clérigos como presidentes y diputados hablaban de una segunda guerra de independencia frente a un pueblo enardecido que los escuchaba expectantes. Después vino la debacle y la derrota, y la oratoria hubo de explicar el porqué del desastre. Los sacerdotes hablaron de pecados nacionales que debían ser expiados con tamaño castigo. Los políticos, por su parte, fueron duros y pusieron el dedo en la llaga para que salte el pus en un afán por acusarlo todo y responsabilizar a la poca unión entre los peruanos como la culpable de la derrota más grande conocida hasta ese momento.

***

He organizado este libro en tres partes y a cada una le he puesto un título más o menos poético acorde con la materia que tratan. En «En el principio era el verbo», tras un capítulo dedicado a poner en contexto los temas que se desarrollarán en el libro, paso a estudiar en detalle qué es un sermón dentro de lo que los estudios clásicos han denominado «oratoria sagrada».Esta parte presenta, digamos, las formalidades básicas de lo que es un discurso de tinte religioso. Más allá de lo formal, esta sección sirve para dilucidar un aspecto central que aparecerá de forma transversal en todo el libro: la unión que, en el transcurso de la historia del Perú, se ha dado entre la esfera política y la religiosa.

Esta sección termina analizando la oratoria sagrada durante el barroco virreinal y el periodo republicano peruano, y así se descubrirá una continuidad en el discurso entre una y otra época. No olvidemos un hecho esencial: en la historia del Perú, las etapas históricas, lejos de superarse, se mezclan de una manera bastante peculiar; de hecho, lo viejo (estructuras sociales y económicas que pueden tener su origen en el siglo XVII) puede convivir con lo nuevo (la modernidad propia del mundo contemporáneo) en un determinado presente.

La segunda parte se llama «Después, la voz del pueblo», título que quiere dar a entender que esas páginas estarán dedicadas a los discursos de contenido político que se pronunciaban lejos del púlpito de una iglesia. El tema central de esta parte es la «oratoria cívica», dictada en las festividades de carácter estatal o que, ya en la República, pronunciaban los presidentes y los diputados frente al peligro o enalteciendo la gloria de una nación en formación, como lo era nuestro país en ese entonces. Ya que es la voz del pueblo la que aquí se estudia, se encontrará en ella pasión y desenfreno. Es la voz contenida de agentes que se enfrentan a lo que ellos creen que está mal en la sociedad. Como ese decir no tiene por objeto escrutar los juicios de Dios, se arriesga a la opinión y a la sentencia no menos que al ímpetu. De ahí que esa palabra sea peligrosa para los que ostentan el poder y quienes la pronunciaban solían tener serios problemas.

En el Salmo 129, que a la letra dice: «De profundis clamo ad te Domine», encontré la inspiración para titular a la tercera y última parte de este ensayo: «Clamando desde el abismo». En este caso, el abismo es la Guerra del Pacífico, que puso a prueba la viabilidad del Perú como proyecto de nación. Sé que de esta sección podría salir otro libro (y ojalá que alguien se anime a hacerlo). El material que encontré me sobrecogió. Por un lado, los sermones de los curas le aseguraban al peruano de ese entonces que Dios intervendría en el conflicto a favor de la causa nacional puesto que esta era justa frente a Chile. Lo mismo pasaba con los discursos de presidentes y congresistas, que azuzaban a la masa y la envalentonaban frente al enemigo cuando nuestros líderes sabían que la guerra ya estaba perdida de antemano. Pero esa oratoria sacra y civil, tras la derrota, hubo de hacer el mea culpa y decirles a las madres, a los padres, a los hijos y a las viudas de los muertos por qué Dios había permitido tal catástrofe. Son páginas vibrantes que parecen clamar desde las profundidades de un abismo para pedir la explicación, la redención e, incluso, la venganza.

***

Es importante anotar que se ha tratado de mantener la redacción y el formato originales en los fragmentos de los discursos citados en el presente ensayo. Sin embargo, en algunos casos, se han hecho algunos ajustes menores para facilitar su comprensión. Hay que tener en cuenta que estos documentos fueron hechos, originalmente, para la oralidad, y su trascripción, muchas veces, fue azarosa. Además, su redacción obedece a patrones de escritura de la época. Por ese motivo, consideramos necesario realizar algunos ajustes cuando lo creíamos conveniente para su lectura. En todo caso, al final del libro, aparece un apéndice con algunos de los discursos completos y originales, de manera que el lector pueda consultarlos cuando lo considere pertinente.

***

Felizmente, es rara la aventura intelectual en la que uno esté realmente solo. La culminación de este escrito me lo ha comprobado y, por ello, se me hace de imperiosa necesidad agradecer a todos aquellos —personas e instituciones— que, de alguna manera, se ligaron a mi afán por descubrir la potencia de la palabra hablada en la historia del Perú.

Mi agradecimiento, en primer lugar, a la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), en donde he encontrado un ambiente estimulante para el trabajo intelectual. La Convocatoria de Publicaciones 2012, auspiciada por el Fondo Editorial —que se animó a seleccionar este libro—, me ha demostrado el gran interés que esta casa de estudios muestra por el desarrollo de la investigación tanto científica como humanista, tal como lo requiere una universidad globalizada. En ese sentido, también debo agradecer al anónimo jurado que se pronunció a favor de la publicación de este ensayo.

En la UPC, también encontré personas dispuestas a animar iniciativas como la que hoy tienen en sus manos. Así, le agradezco infinitamente el apoyo, las gestiones y el estímulo, no menos que la confianza y el consejo sincero, que me brindó María Luisa Palacios McBride cuando le presenté este manuscrito. Lo mismo a Eliana Mory, Directora del Área de Humanidades, quien presentó esta propuesta al concurso, siempre con disposición y apertura. Un gentil apoyo también encontré en el excelente equipo de docentes del curso Temas de Historia del Perú; espero que este libro les sea útil a todos ellos y, en especial, a sus alumnos. Asimismo, no puedo pasar por alto el siempre enriquecedor espíritu crítico de mis alumnos en el curso mencionado, sobre todo de la sección TU5D del ciclo 2011-2, fuente de estímulo constante para la escritura.

La voz de nuestra historia ha sido un trabajo de largo aliento. Comenzó como una árida monografía hace ya más de una década, se amplió luego como tesis de maestría, se transformó y enriqueció como ensayo histórico, y, finalmente, con algunos aportes más, se convirtió en el libro que es hoy. En todo ese proceso, han intervenido maestros, colegas y amigos, siempre con la crítica aguda y el aporte preciso en aras del enriquecimiento del texto.

Sería realmente un malagradecido si no mencionara en esta introducción la insuperable impronta intelectual que dejó en mí el Dr. José Agustín de la Puente Candamo. Hace ya más de una década, en uno de sus magistrales seminarios de investigación en la Pontificia Universidad Católica del Perú, me movió a que guiara mi interés por la oratoria sacra y política en la historia de nuestro país. Por eso, me alegra mucho devolverle la monografía que una vez le presenté, hoy convertida en ensayo histórico y libro. Asimismo, Jeffrey Klaiber, Juan Luis Orrego, Iván Hinojosa, Margarita Guerra, José de la Puente Brunke, José Gálvez Montero, Margarita Suárez, Oswaldo Holguín, Gonzalo Villamonte y Jorge Lossio me brindaron sabias sugerencias que han sido recogidas en la investigación y posterior redacción, de ahí que solo tenga sentimientos de amistad y sincera gratitud hacia todos ellos.

El Fondo Editorial de la UPC ha mostrado una eficiencia y una prontitud digna de encomio en la edición de este libro, cualidades que cabe resaltar. Particularmente, debo agradecer a Magda Simons, quien amablemente ha estado muy atenta a cada detalle en el difícil proceso de edición. Christian Estrada, por su parte, mostró una alta eficiencia y dedicación en la corrección de estilo, lo mismo que Germán Ruiz y Lía Castillo en la conceptualización de la cubierta y Diana Patrón en la diagramación. Gracias a todos ellos.

Lima, enero de 2012

PRIMERA PARTE

En el principio era el verbo

 

Capítulo 1. La potencia del decir

 

1.1. EL PODER DE LA PALABRA

A través de las siguientes páginas, un arte olvidado volverá a cobrar vida. Como ocurre con la música, podría decirse de la oratoria que es un género efímero. Es imposible, de no mediar un soporte técnico —inexistente para la época de la cual se versará—, recrear las sensaciones, sonidos y gestos que el discurso de un orador produjo en su respectivo auditorio. Existe, no obstante, el consuelo del doble poder del que se reviste la palabra. Por un lado, el poder de su expresión oral —única e irrepetible— y, por el otro, la fuerza de quedar perennizada en la escritura.

En la oratoria, la palabra cobra esas dos dimensiones. Podemos tener ante los ojos el texto de un discurso, pero, si no estuvimos en su pronunciación, se habrá perdido, tal vez, su cualidad más significativa. ¿Cuál habrá sido la reacción de todos aquellos que, desde las galerías del teatro Politeama, escucharon el discurso preparado por Manuel González Prada aquel día de 1888, que señalaba que los verdaderos vencedores de la Guerra del Pacífico,«las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia y nuestro espíritu de servidumbre» (González Prada 1956: 23)? ¿Qué gestos habrá utilizado el elocuente historiador Raúl Porras Barrenechea cuando apoyó el libre destino de la Cuba revolucionaria citando para ello un pasaje del evangelio de San Lucas1? ¿Alguien podría recordar acaso al contradictorio Francisco Vigil gritar en el seno del Congreso un vivo «Yo acuso» cuando el Perú era devorado por la anarquía caudillista del siglo XIX? ¿Habrá gritado en realidad?2.

Quienes escucharon a Víctor Raúl Haya de la Torre, ya en el siglo XX, vibraron con su verbo y brillante inteligencia. La palabra de ese hombre movió multitudes y muchos coinciden en señalar que escucharlo era un acto que adquiría ribetes de misticismo, casi de religión. La palabra con él hizo que la adormitada masa de ese entonces buscara su sitial en el devenir del Perú, como nunca antes había ocurrido en la historia nacional3.

Podía ocurrir que el discurso se recitara ante un pequeño grupo de privilegiados. Era lo que ocurría, por ejemplo, con el brillante intelectual que fue José de la Riva-Agüero o con el no menos preclaro Víctor Andrés Belaunde. Sobre el primero, aún se pueden encontrar personas mayores que lo escucharon. Dicen que sus discursos, verdaderas piezas magistrales, podían durar horas. El dedicado al escritor alemán Goethe, pronunciado en marzo de 1932, ha quedado grabado, hasta hoy, en la memoria de algunos sobrevivientes que lo escucharon en una vieja casona del centro de Lima4. Por su parte, los de Belaunde eran vehementes y sonoros. Tan sonoro fue uno de sus discursos que llegó a decir en 1914, en la apertura del año académico de la Universidad de San Marcos5 y hablando sobre la crisis nacional, que «el presidente de la República es un virrey sin monarca, sin Consejo de Indias, sin oidores y sin juicio de residencia» (Belaunde 1940: 27). Muchos de sus contemporáneos creían que improvisaba. Lo cierto es que quienes trabajaban con él sabían que preparaba con mucha antelación y cuidado sus discursos, que luego solía memorizar6.

También existieron oradores áridos mas no por ello menos valiosos; no necesariamente lo aburrido carece de valor estilístico o de potencia de contenido. Era el caso del padre Rubén Vargas Ugarte, de quien se recuerda su discurso de incorporación a la Academia Peruana de la Lengua en 1942, que versó sobre la elocuencia sagrada en el barroco peruano7. En esos ya lejanos días, era costumbre que los discursos duraran horas y el de Vargas Ugarte no fue una excepción. En cierta forma, el auditorio esperaba esa exhibición de retórica y erudición.

El poder de la palabra y su historia pueden conducir a los interesados por los aún escasamente explorados caminos de la historia de las mentalidades en el Perú. El contenido de las siguientes páginas se ha propuesto el gran reto de adentrarse en las sonoridades expresivas y en los contenidos del discurso que tanto la oratoria religiosa como la civil han ofrecido a los peruanos durante su larga vida histórica.

Así, este ensayo es un recuento por el camino de la palabra proferida. En él, el grito contundente, la lisonja, el consuelo, la acusación y hasta el torcedor quebranto se hicieron materia, y, en no pocos casos, fueron acicate de verbo y acción transformadora. Oyendo la oratoria sacra y la civil, los letrados y los iletrados podían conformar una comunidad a través de la palabra del orador, quien, cual médium, podía mover espíritus y achacar culpas. Esos discursos han quedado escritos para las siguientes generaciones y en su escritura nos revelan su potencia: aunque las palabras partieran al empíreo durante su pronunciación, la fuerza de sus mensajes se resistió a decaer.

1.2. EL SERMÓN O DIOS VERBALIZADO

En tiempos como los actuales en los que parece que el laicismo o la actitud indiferente hacia la religión parecen predominar, es útil saber que tales posturas no eran, ni mínimamente, la regla común en los siglos XVI-XIX. Esto es particularmente claro en el Perú, donde las estructuras tradicionales aún perviven al lado de la modernidad en una especie de híbrido complejo, tema que sigue siendo un reto para las ciencias sociales.

Desde los tiempos prehispánicos, la religión fue inseparable de la política. Los antiguos pueblos de lo que cientos de años después sería el Perú fueron gobernados por reyes-sacerdotes: Caral, Chavín y Moche así lo demuestran. Por su parte, la síntesis que resultó ser la civilización inca también hizo de la religión una parte fundamental de su vida. El Inca era huaca, ser sagrado y puente con las divinidades8. Y, en la sociedad de los quechuas, hasta la acción más cotidiana se encontraba inmersa en un ritual: los antepasados se volvían dioses y se les rendía culto, a la vez que los oráculos ponían en contacto a los grandes señores del imperio y a los comunes del pueblo con sus dioses.

La llegada de los europeos, en el siglo XVI, significó la desestructuración del mundo andino y el plano religioso fue el primero en ser socavado. Los conquistadores venían con la idea de realizar una santa cruzada en el Nuevo Mundo, de ganar más almas para el imperio de Dios9. En esos años, los sacerdotes, junto con las huestes militares, comenzaron a destruir creencias para construir otras. La evangelización fue un proceso contradictorio. Por una parte, las poblaciones andinas, acostumbradas al ritualismo y a la creencia en múltiples divinidades, no vieron como algo extraño la imposición de un nuevo credo. Por otra, el monoteísmo propuesto por el catolicismo más los misterios de la nueva fe hicieron que el choque de mentalidades, a veces violento, fuera insalvable por cientos de años. De ahí en adelante, un cristianismo mestizo, con su impronta medieval occidental y su nuevo componente andino, lograron que la fe católica, ontológicamente pura —por así decirlo—, fuera patrimonio solo de unos pocos.

Las campañas de extirpación de idolatrías, aquellas acciones tomadas por el arzobispado limeño en las primeras décadas del siglo XVII para erradicar de una vez por todas los antiguos cultos indígenas, fueron bastante efectivas. En ellas, los sacerdotes comprendieron que el poder de la palabra debía ejercerse con toda la fuerza de la inspiración y la convicción. Así, temas como la inmortalidad del alma, el juicio final, la presencia perniciosa del demonio, la muerte, el arrepentimiento, y la bondad y el amor infinito de Jesucristo fueron remarcados con énfasis y retórica enérgica por los predicadores10. El poder de los sermones empezó a ser notorio y decisivo.

Pero estas piezas de oratoria no estaban reservadas solo para los indígenas —que eran, tal vez, quienes más urgentemente las necesitaban—. Toda la población hispano-peruana accedía a la palabra de Dios a través de estos discursos, desde el virrey hasta el más humilde negro esclavo. Desde hacía siglos, se entendía en Europa que los sermones debían cumplir varias funciones, entre las cuales estaban la de predicar el evangelio, enseñar las verdades de la fe, explicarlas si eran muy oscuras para el iletrado y, quizás lo más importante, convencer al receptor de estos mensajes acerca de lo que se le está diciendo, de modo que pueda mover su voluntad para cambiar o reafirmar su conducta.

El mundo de esos siglos era, qué duda cabe, diferente al actual. Ahí el Estado era sinónimo de religión. Como también había ocurrido en el mundo andino hacía miles de años, no había separación entre una y otra esfera. Los reyes hispanos se habían encumbrado por aquel entonces como los guardianes de la fe católica o, incluso, como los delegados de Dios en la tierra. La misión que estos monarcas tenían era la de ejercer el poder terrenal para alcanzar entre los hombres el buen gobierno a través del recto ejercicio de la justicia, tal como lo había dejado instaurado Jesucristo cuando pasó como hombre por este mundo11. Por ello, la palabra que se emitía desde un púlpito también decía y sustentaba todo lo mencionado. En ese sentido, los sermones también son una forma de expresión ideológica, cultural y política. No son, como creen muchos, inofensivas piezas con tufo a catedral.

La palabra del sacerdote ensalzaba a los reyes, sostenía teóricamente a sus monarquías, prometía dicha y felicidad, fustigaba al tirano, advertía sobre el diablo y su accionar, sancionaba costumbres, creaba héroes, enaltecía mártires, y recordaba en todo momento que la única felicidad, tanto para reyes como para esclavos, solo podía estar en la fe en Jesucristo. Asimismo, los sermones daban tranquilidad y consuelo. El verbo de los sacerdotes intentaba explicar los insondables juicios de Dios. ¿Por qué había ocurrido tal o cual catástrofe? ¿Era moral la situación de los indígenas en el Nuevo Mundo? ¿Era noble y justo el proceder del rey? ¿Qué venía luego de la muerte? ¿Cómo era la gloria del cielo? ¿Qué le pasaba al malvado tras su partida de este mundo? La oratoria sacra daba respuestas a cada una de estas preguntas y así alejaba los miedos sociales. Téngase en cuenta que, desde los orígenes de la humanidad, no hay mayor temor que el producido por lo que no se conoce. Y, en esos siglos, la Iglesia y sus hombres ya sabían lo que iba a ocurrir.

Desde los púlpitos se reiteraba que Dios era quien determinaba la historia a través de un accionar que la misma Biblia proclamaba. Los reinos surgían y decaían porque así la Providencia lo había determinado en un plan misterioso del cual solo se sabía el final: la resurrección de todos los muertos para vivir la vida eterna en la gloria del Altísimo. Por ello, los sermonarios también servían para preparar a la gente para ese plan maravilloso del cual estarán privados todos aquellos que se alejaron del recto camino.Y así transcurrió la vida por casi 150 años hasta que el advenimiento del siglo XVIII trajo una impronta que puso al virreinato del Perú en una verdadera encrucijada. La monarquía española, dirigida por los reyes borbones, había caído en el burdo juego del autoritarismo y esto generó malestar en esta parte del mundo, a tal punto que la centuria fue testigo de más de ciento cuarenta rebeliones que pusieron en jaque la autoridad del rey distante12. No obstante, el clero —como buena parte de los que aquí vivían —vio a estos movimientos como profanos, sediciosos y pecadores, pues habían cometido la mayor de las faltas: la traición de lesa majestad. Finalmente, se impuso esa creencia y el Perú volvió a garantizar su sagrado pacto que lo unía a la monarquía hispana. La violencia que había generado la gran rebelión de Túpac Amaru (1780-1781) hizo que los peruanos de ese entonces se orientaran a la reacción conservadora.

El siglo XIX trajo consigo la crisis y el descrédito de la monarquía hispana, y los sermones también recogieron esa preocupación. La gente no lo podía creer: la católica España había caído bajo la bota de Napoleón (1808), ese «monstruo» hijo del otro «gran monstruo»: la Revolución francesa de 1789. El reino estaba acéfalo y los americanos comenzaron a pensar en el autogobierno. En el Perú, esto no ocurrió; más bien, los sermones que han sobrevivido de esa época proclaman que lo correcto era respetar la ley de Dios y defender los derechos naturales del rey, prisionero de los franceses.

No obstante, los acontecimientos se sucedieron sin que pudieran evitarse: Fernando VII, tras su liberación, mostró como monarca ser un déspota y así reveló a los peruanos su más vulgar humanidad. Ese rey ya no era garantía del buen gobierno ni mucho menos de la justicia que Dios hubiera querido para su pueblo. Los prolegómenos de las luchas independentistas se abrían como las páginas de un libro extraño. Con la oratoria de los curas ocurrió algo parecido. ¿Cuál debía ser, pues, la posición de la Iglesia peruana?

La posición de la Iglesia virreinal fue ambigua. Había curas que estaban a favor de la independencia; en sus alocuciones sentenciaban que ya la Providencia había determinado el tiempo de la emancipación de un pueblo que había alcanzado luces propias y que estaba seguro de su catolicismo. Por otro lado, el clero reaccionario seguía sosteniendo que la lealtad al monarca era lo natural, y que cualquier otra postura era un delito y, por tanto, un pecado. Esta posición, la del clero reaccionario, expresada en varios sermones, es probable que recogiera lo ordenado por el papa Pío VII en la encíclica Etsi Longissimo Terrarum, de 1816. En este documento, se pedía al clero americano mantenerse firme en la defensa de los derechos y soberanía del monarca español, y se le requería que fomentara la lealtad al rey y el desprecio a la rebelión13. No obstante, las tropas de José de San Martín primero y las de Bolívar después movieron a la élite criolla para que optara, aunque con reticencias, por la independencia, y así fue, en 1821 y en 1824, respectivamente.

Aunque empobrecida y, en cierta forma, malquistada con el republicanismo, la Iglesia supo encontrar su lugar en el nuevo orden14. En parte, la transición no había resultado tan traumática debido a que la nueva república jamás cuestionó la autoridad del catolicismo, que se constituyó como la religión del Estado15. Los clérigos, desde entonces, pasaron a ser parte de la organización estatal y así participaban activamente en política. Se les consideró curas liberales, lo cual era un exceso semántico. Más bien, se trataba de sacerdotes que no eran tan reaccionarios o ultramontanos como varios de sus pares, sino que buscaban defender, dentro del republicanismo, los fueros de la Iglesia.

Desde ahí, el rol tutelar del catolicismo adquirió una fuerza inusitada y la palabra de esos sacerdotes así lo dejó entender. La oratoria sagrada de esa época se mezclaba con el discurso cívico. Ser patriota era ser buen cristiano; en esencia, ese fue el mensaje que se intentó resaltar. De la misma manera, la libertad fue un don de Dios y el pueblo no podía responder con ingratitud a ese obsequio de los cielos. Desgraciadamente, a la república le fue muy mal: la anarquía devoró al país, los caudillos militares se impusieron frente a inoperantes civiles, la pobreza material abrumó a la hacienda pública y la ciudadanía, como concepto, pareció restringirse a una élite. Era contradicción tras contradicción.

Entonces, los clérigos comenzaron a fustigar esta situación de anomia.«Es por los pecados de los peruanos que no han sabido utilizar su libertad»,decían unos. «Se ha perdido el respeto a Dios y la autoridad», afirmaban otros. «La paz y la libertad solo pueden pasar por el respeto a la religión», sentenciaban los primeros. «Dios salvará al Perú de todas sus desgracias», profetizaban los segundos. Cada 28 de julio servía para que el cura ilustrado suba al púlpito, y, frente al Presidente de la República y demás autoridades, se expongan, con fuerza y sin temor, críticas sonoras o alabanzas santificadas sobre la política nacional16. Luego, esos sermones salían publicados casi de inmediato y se repartían como folletillos a todo público interesado. Una eficaz forma, sin duda, de activación de culturas políticas y hasta de propaganda.

Se suele olvidar que en estos sermones también se encuentra el germen del nacionalismo peruano. Hay un intento de formar la imagen de un país, de decirle a la gente que se vive en una nación, con un mismo presente, un mismo ideario y un mismo futuro. Tal vez —y es arriesgado decirlo—, el primer discurso nacionalista sea obra de curas, y no de políticos, historiadores o escritores. Una comunidad imaginada, entonces, se iba perfilando en cada alocución religiosa junto a una idea de patria unificada17. Así, el Perú es cristiano, mestizo, unido en la fe, rico por designio de la Providencia, libre y soberano por la misma razón. Y como suele ocurrir, las guerras azuzan estos discursos, y durante esa centuria las hubo y muy graves, por cierto.

En todas las guerras por las que pasó el Perú, los sacerdotes inflamaban los ánimos de la población. Para ello, extraían del Antiguo Testamento la figura del «Dios de los Ejércitos» y a él encomendaban el Perú. De la misma manera, cada acción bélica de la patria debía ser bendecida y sustentada moralmente por la Iglesia, puesto que la Providencia solo podía auspiciar causas justas. Asimismo, la oratoria sagrada en tiempos de guerra perfila al héroe moral y cívico, y da respuestas —a quien sufre por la pérdida de alguien— de qué es lo que ocurrió con el alma de todos quienes murieron en el combate defendiendo a la patria.

Durante la Guerra del Pacífico (1879-1883), que enfrentó a Chile contra el Perú y Bolivia, la oratoria sagrada tuvo mucho que explicarle al peruano que ya no podía creer que el siglo XIX se despidiera con una hecatombe que superaba con creces cualquier otro desorden propiciado por caudillos ambiciosos. Tal conflicto había puesto en jaque la viabilidad del Perú como nación y los clérigos debieron interpretar tamaño conflicto. ¿De qué lado estaría esta vez el Dios de los Ejércitos? ¿Qué pecado estaba expiando la nación para caer tan hondo en el abismo? La derrota sobrevino y su golpe fue certero y cruel. Como muchas veces lo había hecho, el clero del Perú volvía a clamar desde las profundidades el perdón de Dios y la salvación de la patria, tal como se analizará en los siguientes capítulos.

1.3. EL DISCURSO O LA POTENCIA DEL VERBO CÍVICO

Quien crea que el Antiguo Régimen peruano18 solo puede ofrecer piezas de oratoria sacra tiene una visión parcial de un mundo rico aún poco explorado. En un universo mental en el que la religión y la política son las dos caras de una misma moneda, puede asumirse que una alocución es siempre un sermón. No obstante, también puede hallarse un carácter particularmente cívico en muchas piezas de oratoria que han pasado desapercibidas por ser consideradas pomposas, áulicas, impregnadas de un barroquismo inescrutable y sin sentido. Nada más alejado de la realidad. Ese barroco recargado no es sino la forma de expresión política más común de la época: a través de la palabra rebuscada, de la cita histórica aleccionadora, de los latinajos y los acertijos, el consejero de Estado de ese entonces da la pauta de cómo debe ser la res publica, de cómo se debe engrandecer la gloria de la monarchia, de cómo un príncipe recto puede alcanzar el buen gobierno y la justicia para la felicidad de sus súbditos.

En ese sentido, dos géneros olvidados de la oratoria durante el Antiguo Régimen peruano cobran un valor inusitado: el elogio y la arenga. El elogio es el discurso que un miembro de la élite criolla culta peruana leía para alabar las virtudes políticas del virrey que recién arribaba a Lima. Tal alocución cobraba relevancia si se considera que en ella la voz de una república (la criolla en este caso) se expresa ante el gobernante de turno de tal forma que sus anhelos son escuchados como en ningún otro momento19