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Historia mínima de España

© Juan Pablo Fusi Aizpurua, 2012

© Turner Publicaciones S. L., 2012

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com
Primera edición: octubre de 2012

Camino al Ajusco 20

Pedregal de Santa Teresa

10740 México, D. F.

www.colmex.mx

Diseño de la colección:

Sánchez / Laciasta

Corrección de pruebas:

Victoria Serrano

Mapas:

Javier Belloso

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com

ÍNDICE

Prólogo

I La formación de Hispania

II La España medieval

III La España imperial

IV El XVIII español: el fin del Antiguo Régimen

V España 1808-1939: la debilidad del estado nacional

VI De la dictadura a la democracia

Cronología

Bibliografía

Índice onomástico

PRÓLOGO

España se explica y se entiende únicamente a través de la historia. En palabras de Max Weber: solo se puede saber lo que somos si se determina cómo hemos llegado a ser lo que somos.

Ello confiere a la historia un estatus intelectual verdaderamente relevante. La historia actual no se atribuye, con todo, misiones retóricamente ejemplarizantes. La historia como quehacer no es otra cosa que un ejercicio de revisionismo crítico: aspira a analizar críticamente el pasado, a sustituir mitos, leyendas, relatos fraudulentos e interpretaciones deshonestas por conocimiento sustantivo, verdadero y útil.

Este libro, esta Historia mínima de España, no tiene tras de sí, por eso, sino unas pocas convicciones insobornables: 1) que la historia de España muestra ante todo la complejidad y diversidad de la experiencia histórica española; 2) que la historia española es un proceso abierto, evolución no lineal, continuidad y cambio en el tiempo; 3) que la historia de España no estuvo nunca predeterminada, y nada de lo que sucedió en ella tuvo que ocurrir necesaria e inevitablemente.

La historia, y también la de España, es siempre –por usar una expresión sartreana– un teatro de situaciones. Esta Historia mínima de España pretende, lógicamente, explicar por qué hubo esta historia de España y no otra. Pretende así, en su brevedad, dar razón histórica de España.

Desde mi perspectiva, sin embargo, la razón histórica es casi por definición una razón parcial, fragmentada, y a menudo perplejizante. En otras palabras, veo la historia como el título del relato de Borges: como un jardín de senderos que se bifurcan (perpetuamente). Detrás, pues, de la narración de los hechos –del drama de los acontecimientos– en este libro alienta (o eso espero) una convicción ulterior, que cabría resumir en una tesis clara: España, muchas historias posibles.

Aunque cabría remontar la tradición historiográfica española hasta el siglo XIII, la historiografía moderna nació a finales del XIX y principios del XX, con Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal. En efecto, Menéndez Pelayo, un prodigio de erudición histórica (y de historiografía torrencial y desordenada); Menéndez Pidal, un hombre sereno, mesurado, con aportaciones monográficas espléndidas, únicas (sobre los orígenes del español, el romancero, el reino de León, el Cid y los orígenes de Castilla); y con ellos, algunos ensayistas de la generación del 98 (Unamuno, Ganivet) y enseguida Ortega y Gasset, Marañón y los historiadores Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro escribieron –obsesivamente– sobre España y su historia. El resultado fue en muchos sentidos admirable. Como escribió en 1996 Julián Marías –en España ante la historia y ante sí misma 1898-1936–, España tomó, como consecuencia, posesión de sí.

De alguna forma, todo ello compuso, sin embargo, una suerte de reflexión metafísica sobre el ser y la significación de España. Una visión, si se quiere, esencialista de esta y de su historia: continuidad de un hipotético espíritu nacional español desde la romanización y los visigodos; Castilla, origen de la nacionalidad española; España como problema, como preocupación; España, enigma histórico (Sánchez Albornoz); España, “vivir desviviéndose” (A. Castro); la historia de España, la historia de una larga decadencia (la tesis de Ortega y Gasset en España invertebrada, 1921).

La reflexión sobre el ser de España pudo ser extraordinariamente fecunda. Pero el desarrollo que las ciencias sociales –y la historia con ellas– experimentaron en todas partes desde mediados de los años cincuenta del siglo XX, y el “giro historiográfico” que como consecuencia se produjo desde entonces –asociado en España a la labor de historiadores como Carande, Vicens Vives, Caro Baroja, Maravall, Jover Zamora, Díez del Corral y otros, y a la renovación del hispanismo (Sarrailh, Bataillon, Braudel, Vilar, Raymond Carr, John H. Elliott y un muy largo etcétera)–, provocaron un profundo cambio conceptual en la forma y estructuración del análisis y la explicación históricos: un cambio –en pocas palabras– hacia una historia construida sobre numerosas claves y perspectivas interpretativas y entendida como una narración compleja de problemas y situaciones múltiples y distintas.

Esta Historia mínima de España sigue un orden cronológico riguroso, con una periodización clásica: desde la prehistoria, la entrada de la península Ibérica en la historia, la Hispania romana y visigótica, la conquista árabe y la complejísima formación de España en la Edad Media, hasta, primero, el despliegue de la España imperial y luego, la problemática creación del país como estado nacional enlos siglos XIX y XX. Aspira precisamente a eso: a sintetizar la nueva forma de interpretar, explicar y entender la historia que impulsó desde 1950-1960 la historiografía española (varias generaciones; diferentes escuelas y enfoques historiográficos).

La historiografía de mi generación, nacida en torno a 1945, no tiene ya, probablemente, la elocuencia de los “grandes relatos” que en su día compusieron la historia de España; pero tampoco su inverosimilitud.

Juan Pablo Fusi,
abril de 2012.

I
LA FORMACIÓN DE HISPANIA

Sin conocer sus orígenes, el hombre no se entiende a sí mismo. Como se verá de inmediato, la prehistoria de la península Ibérica –un millón de años desde Atapuerca hasta los pueblos prerromanos de la Edad del Hierro– ofrece para ello hechos, restos, evidencias, extraordinariamente valiosos. Un millón de años es, sin duda, un ciclo inmenso, que tal vez nunca llegue a ser plenamente conocido. La prehistoria, no solo la peninsular, es ante todo complejidad: orígenes inciertos, cambios lentos, evolución discontinua, caminos mil veces bifurcados. Lo que se sabe, por el extraordinario desarrollo de la prehistoria como ciencia, tiene con todo interés superlativo: es materia necesaria para toda aproximación inteligente a la comprensión de la vida histórica de la Península.

PREHISTORIA

La prehistoria ibérica es, en cualquier caso, inseparable de la prehistoria europea. Según los conocimientos de la primera década del siglo XXI, los restos del llamado Homo antecessor hallados en Atapuerca, Burgos, en 1997 (780.000 a. de C.) podrían ser en efecto los restos humanos más antiguos de Europa. Los yacimientos del Paleolítico inferior (700.000 a 200.000 a. de C.), asociados a variedades de homínidos anteriores al Homo sapiens, con utensilios como hachas de mano, raederas, raspadores y similares, serían ya apreciables y su distribución, significativa: terrazas y cuencas sedimentarias de ríos (Manzanares, Jarama, el valle del Ambrona en Soria…), lugares costeros, cuevas (como El Castillo en Cantabria). Restos del hombre del Neandertal, que se extendió por Europa, Oriente medio y Asia central entre 100.000 y 35.000 a. de C., se hallaron en Gibraltar, Bañolas (una mandíbula completa), Valdegoba, Zafarraya, Carihuela (Granada) y otros puntos; y yacimientos con aquella misma datación –yacimientos, pues, musterienses: puntas, lascas, denticulados, cuchillos de dorso…– se encuentran en prácticamente todas las regiones peninsulares.

Esos serían, por tanto, los primeros pobladores, las primeras culturas humanas de la Península: preneandertales y neandertales, sapiens primitivos, –¿unos 10.000 individuos hacia 100.000 a. de C.?– que vivían de la caza, la recolección y el carroñeo, coexistían con mamíferos (incluidos grandes animales y depredadores), habitaban en cuevas y abrigos naturales, y que podrían tener ya –caso del hombre del Neandertal– algún tipo de lenguaje y de creencia (enterramientos).

El hombre actual, el Homo sapiens sapiens–la variedad más conocida: el hombre de Cro-Magnon– apareció en la Península, como en el continente, tras la extinción del neandertal, esto es, a partir del 40.000-30.000 a. de C. (Paleolítico superior), a favor de determinados cambios climáticos y geomorfológicos, y en posesión de una mayor capacitación “industrial” –nuevas formas de tallar la piedra, nuevos útiles como buriles, arpones, punzones, espátulas, cuchillos, anzuelos o azagayas fabricados también ya en hueso, asta y marfil–, factores que le permitieron una mejor explotación del entorno natural y el desarrollo de formas de hábitat y horizontes vitales más amplios. Los yacimientos más importantes, no los únicos, del Paleolítico superior aparecieron –y se hallan, por tanto– en la cornisa cantábrica (Morín, Altamira, Tito Bustillo… hasta un total de ciento treinta sitios) y en el área mediterránea (Parpalló, Mallaetes, L’Arbreda, etcétera), con la “industria” citada –de objetos cada vez más elaborados y perfeccionados–, arte mueble (bastones, colgantes, huesos y placas grabadas) y, lo más deslumbrante, arte rupestre o parietal: representaciones de gran perfección de animales (caballos, bisontes, venados, bóvidos…) grabados con buriles en las paredes de las cuevas –si bien en la meseta (en Siega Verde y Domingo García) se hallarían al aire libre– y policromados con colorantes naturales, como los espléndidos conjuntos de pinturas de Altamira, descubiertos en 1879, Tito Bustillo, La Pasiega, El Castillo, Ekain o Santimamiñe. Probablemente no se trataba, como pudo pensarse en su día, ni de arte, ni de santuarios simbólico-religiosos, ni de manifestaciones de magia propiciatoria, sino de formas de señalización y por tanto de apropiación del territorio.

Aun así, el avance hacia tipos de vida más sedentarios y estables, hacia una mayor complejización de la organización territorial –en una economía todavía basada en la caza o, según la geografía, en la pesca y el marisqueo–resultaba evidente. El “arte” pospaleolítico peninsular (10.000-8.000 a. de C.), llamado “arte levantino” por hallarse localizado en cuevas y abrigos de la región levantino-mediterránea (Albarracín en Teruel, Cogull en Lérida, Alpera en Albacete, Valltorta en Castellón…) plasmaría ya, en formas estilizadas y monocromas, la figura humana, animales posiblemente domesticados y escenas de caza y recolección.

El gran cambio –el cambio, con un clima ya semejante al actual, hacia una economía productora, la domesticación de animales, los primeros poblados y las preocupaciones simbólico-religiosas– se produjo en la Península, como en otras áreas continentales, a lo largo del Neolítico (9.000-4.000 a. de C.) o, puesto que la neolitización peninsular fue algo más tardía, a partir de 6.000-5.500 a. de C. Fue más intenso en la franja mediterránea, Andalucía y el centro y sur de Portugal que en las restantes regiones, y constituyó una variable del proceso de neolitización general (uno de cuyos principales epicentros era Oriente próximo, el “creciente fértil” de Mesopotamia e Israel a Egipto): utensilios pulimentados y tallados, cerámica, agricultura de trigo, cebada y leguminosas, ganado bovino, vacuno, caprino y de cerda, pequeños poblados (pero todavía uso de cuevas), pinturas antropomórficas y zoomórficas y, muy característicamente, megalitos, esto es, construcciones monumentales de piedra (dólmenes, menhires, cuevas, galerías, excavaciones en roca y similares) de carácter en general funerario, muy numerosos en la Península y con sitios como el dolmen de Alberite en Cádiz o la cueva de Menga en Antequera, de dimensiones extraordinarias.

Las sociedades complejas, “sociedades de jefaturas” y con cierta jerarquización social, apoyadas ya en economías agrícolas y ganaderas notablemente intensificadas, aparecieron algo después: a partir del tercer milenio, en la Edad de los Metales (3.000-200 a. de C.) –cobre, bronce, hierro–, iniciada en Anatolia, Oriente medio y los Balcanes. Más concretamente, a partir del Calcolítico (Edad del Cobre), un periodo de transición pero con notables novedades socioculturales –primeros objetos metálicos, poblados protourbanos, cerámica campaniforme (vasos acampanados con decoración)–, que en la Península se extendió de forma irregular y no uniforme por el sureste, Andalucía, el sur de Portugal, Extremadura, enclaves de la meseta central y de la cuenca del Duero, alrededores de Madrid, franja cantábrica, Cataluña y País Valenciano. El poblado de Los Millares en Almería (2.900-2.200 a. de C.), descubierto en 1891, resultó espectacular: poblado fortificado en zona elevada, muralla exterior con bastiones circulares y cuadrangulares, casas circulares (el poblado tendría en torno a 1.500 habitantes), varios fortines, acequia, cisterna, necrópolis con sepulcros colectivos tipo tholos (de planta circular y cubierta cónica) y material arqueológico abundante y de todo tipo (vasos, peines, ídolos, puntas, puñales).

El proceso se completó a lo largo de la Edad del Bronce (2.000-800 a. de C.) –edad coetánea de las grandes civilizaciones egipcia, sumeria, asiria y babilónica, y aun de las civilizaciones minoica y micénica en el Egeo–, a lo largo pues del Bronce ibérico, un periodo laberíntico y diversificado (como también lo fue el Calcolítico), lo que obligó a los especialistas a precisar y distinguir etapas y variedades territoriales, pero que supuso en todo caso una progresión decidida: poblados fortificados, estructuras protoestatales, viviendas ahora rectangulares, enterramientos individuales, uso generalizado de cobre y bronce para utensilios, armas y adornos personales, y nuevas ampliaciones de la producción agrícola, ganadera y artesanal (cerámica, tejidos). El conjunto de El Argar (2.100-1.350 a. de C.), en Antas (Almería), resultó ser también una de las mejores muestras de todo el Bronce europeo: poblado fortificado en un cerro de una hectárea de extensión, casas rectangulares de cuatro a cinco metros de largo con paredes de piedra y cubiertas de barro y ramaje, enterramientos individuales con ajuar, cerámica bruñida, puñales, alabardas, diademas, copas y espadas de metal. El Argar –situado en el área privilegiada del Bronce peninsular: Murcia, Almería, Jaén, Granada y sur de Alicante– era un poblado con evidente grado de especialización agrícola, minería, metalurgia y relaciones comerciales con otros poblados de la región; un poblado ya, por ello, de relativa complejidad social.

LA ENTRADA EN LA HISTORIA

La cultura argárica era, en otras palabras, una cultura situada ya –como las grandes civilizaciones coetáneas antes citadas– en el umbral mismo de la historia. De hecho, la Península “entró” en la historia –esto es, apareció en fuentes escritas– hacia el siglo IX a. de C. La Tarsis del Libro de los Reyes bíblico, fechado en torno a 961-922 a. de C., podría ser Tartessos, la ciudad-estado o región ubicada en el bajo Guadalquivir (Huelva, Sevilla) –que por la arqueología se sabe que existió entre el 900 y el 550 a. de C.–, aludida también en leyendas y mitos griegos; como los mitos de Gerión, de los trabajos de Hércules, de Gárgoris y Habis, de la Atlántida, y en relatos y comentarios históricos (Anacreonte, Herodoto, Estrabón) que hicieron referencia, por ejemplo, a Argantonio, el longevo rey de Tartessos, y a la abundancia de plata y a la riqueza general del territorio. Fuentes griegas y romanas, de exactitud sin duda problemática, dieron igualmente noticia de hechos o tradiciones ya claramente históricos, como la fundación de Gadir (Cádiz) por los fenicios hacia el 1.100 a. de C. –ochenta años después de la caída de Troya–, o el establecimiento, trescientos o cuatrocientos años después, de varias colonias griegas (Rosas, Ampurias) en la costa mediterránea. Los griegos (Polibio, Estrabón…) llamaron a la Península Iberia y los romanos, desde aproximadamente el año 200 a. de C., Hispania, nombres que se usarán en adelante casi indistintamente.

La Iberia o Hispania prerromana se configuró, en efecto, a lo largo de la Edad del Bronce final (1.500-800 a. de C.) y de la Edad del Hierro (800-200 a. de C.), un largo pero continuado proceso de cambios y transformaciones culturales, demográficas, tecnológicas, sociales y económicas –consecuencia bien del desarrollo interno de las culturas protohistóricas peninsulares, bien de influencias exteriores– de intensidad y complejidad comparativamente superiores.

El Bronce final supuso, cuando menos, movimientos de población indoeuropea hacia la Península, pleno desarrollo metalúrgico (para vajillas, hoces, armas, instrumentos de trabajo y artesanía), nuevos rituales funerarios (cremación), creciente peso de la agricultura cerealista, ganadería progresivamente más diversificada, inicios de vida urbana, nuevas formas de cerámica (como la de Las Cogotas, en Ávila, presente en muchos lugares de la Península), poblados más complejos, viviendas menos simples, y estructuras sociales y formas de poder jerarquizadas (acumulación de riqueza, elites guerreras…). La Edad del Hierro, subdividida en los periodos de Hallstatt y La Tène, trajo nuevos aumentos de población, las primeras colonizaciones fenicias y griegas, los celtas, el policultivo mediterráneo (olivo, vid, cereales), la alfarería, la metalurgia del hierro, las primeras ciudades y castros, el inicio de la escritura y las primeras monedas.

DE LA PREHISTORIA A LA HISTORIA

La secuencia cronológica de hechos y culturas parecería ahora, aun con interpretaciones cuestionables y debatidas, suficientemente establecida:

— hacia 1.200 a. de C., primeros grupos indoeuropeos en la Península y cultura de campos de urnas.

— 1.100 a. de C., la supuesta fundación de Gadir (Cádiz) por los fenicios;

— 1.300-650 a. de C., cultura talayótica balear, definida por los talayot, torres fortificadas de piedra;

— 900-550 a. de C., Tartessos;

— siglo VIII a. de C., inicio de la Edad del Hierro en la Península;

— 800-600 a. de C., migraciones célticas;

— siglos VIII-VI a. de C., asentamientos fenicios;

— 575 a. de C., fundación de Emporion (Ampurias, Girona), por griegos de Marsella;

— siglos VII-III a. de C., colonización cartaginesa (con fundación de Ebyssus, Ibiza, en el 654 a. de C.);

— siglos VI-V, plenitud de las sociedades y pueblos preromanos;

— 228 a. de C., fundación de Cartago Nova;

— 218 a. de C., desembarco de tropas romanas en Emporion.

Los “campos de urnas” (incineración y enterramiento de cenizas en recipientes), localizados en Cataluña, el valle del Ebro y el norte del País Valenciano, probaban, de forma muy característica, la penetración de los pueblos indoeuropeos por el Pirineo oriental a partir de 1.200-1.000 a. de C., penetración que fue haciéndose sucesivamente más intensa y que se tradujo en poblados estables y fortificados en cerros o lugares estratégicos, de casas rectangulares y abundante cultura material (urnas, cerámicas, armas, broches, utensilios y objetos, ya de hierro desde el siglo VIII), esto es, en los poblados que con el tiempo entrarían en contacto con las colonizaciones fenicia y griega y que serían así el sustrato inmediato de la cultura ibérica.

Tartessos (siglo IX a 550 a. de C.), seguramente una región (no una ciudad) extendida por zonas de Huelva y Sevilla originada a partir de enclaves del Bronce final, de economía agrícola y ganadera y minería de cobre y plata (situada además en la ruta del estaño), conoció etapas de desarrollo y prosperidad, como revelan los tesoros allí encontrados (Carambolo, Aliseda). Tartessos, así, estableció relaciones privilegiadas con las colonias fenicias de la Península (como Gadir), razón de su paulatina transformación en un estado o reino, el “primer” estado ibérico, de base urbana y estructura social aristocrática y guerrera cuya influencia económica y comercial se extendió por todo el sureste peninsular. Solo el agotamiento de las minas y el auge de Cartago, que desplazó el foco de la economía del sur peninsular hacia Levante, provocaron, ya hacia el siglo VI a. de C., su eclipsamiento definitivo).

Las colonizaciones mediterráneas, esto es, la colonización fenicia de los siglos VIII a VI a. de C. (Gadir, Malaka, Sexi, Abdera, Mainaké…), la griega de los siglos VII a V (Rosas, Ampurias) y la cartaginesa o púnica de los siglos VII a III a. de C. (Ibiza, Cartago Nova o Cartagena, Baria en Almería…), todas ellas de carácter o comercial-económico (casos de fenicios y griegos) o económico-estratégico (la colonización cartaginesa), incorporaron el área de la costa mediterránea y del sur peninsular al mundo fenicio y griego, un mundo orientalizante (especialmente así en el caso fenicio, colonización mucho más intensa que la griega): los cartagineses hicieron de la región, ya en el siglo III a. de C., una pieza militar importante en su pugna con Roma por el control del Mediterráneo.

Hacia los siglos V-IV a. de C., la Península prerromana estaba, así, definitivamente formada: dos grandes áreas lingüísticas –ibérica y céltica (o indoeuropea)– y varias subáreas étnico-culturales; etnias, pueblos y comunidades –en total, en torno a tres millones de habitantes– conocidos por fuentes romanas muy posteriores.

El área céltica, resultado de las migraciones lentas y discontinuas a lo largo de siglos (a partir del siglo VIII a. de C.) de los celtas, pueblos indo-europeos, incluía: a) los pueblos del norte peninsular (galaicos, astures, cántabros, várdulos, caristios y vascones: pequeñas comunidades asentadas en poblados y zonas montañosas); y b) los celtíberos, tal vez “celtas de Iberia”, en torno al valle del Ebro y el sistema ibérico, los vacceos en Castilla-León, vetones (Ávila-Salamanca), carpetanos (La Mancha) y lusitanos (fachada atlántica), todo lo cual integraba una amplia región en el centro de la Península, no muy poblada (en torno a 300.000 habitantes) y con economías agrícola y ganadera –por eso, la presencia de esculturas zoomorfas o “verracos”, como los toros de Guisando en Ávila, del 400 a. de C.–, con abundancia de castros o poblados fortificados (por ejemplo, en el noroeste y en Soria) y algunas ciudades u oppida también fortificadas en las áreas celtibéricas (Numancia, por ejemplo), con aristocracias guerreras y jefaturas militares.

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MAPA 1. La Península en los siglos V-IV a. de C.: el área céltica y el área ibérica.

El área ibérica, la región costera mediterránea y suroriental andaluza, con penetraciones hacia el interior, la región que coexistía con las colonizaciones fenicia, griega y cartaginesa, incluía a su vez:

1) pueblos como los laietanos, ilergetes, jacetanos o sedetanos en la zona septentrional (Cataluña, norte de Aragón);

2) ilercavones, edetanos y contestanos (región valenciana);

y 3) oretanos, bástulos, turdetanos y otros, en la zona meridional andaluza (por iberización de lo que había sido Tartessos).

En total, unos 2,5 millones de habitantes, unas sociedades, una civilización ibérica –si se quiere– en proceso de urbanización (Ullastret, Ampurias, Sagunto, Baza, Cástulo y Porcuna en Jaén…), con economías basadas en la agricultura, la minería, la ganadería y el comercio, y estructuras sociales jerarquizadas (con aristocracias guerreras) y regidas por reguli o reyezuelos locales. Una civilización cuya expresión más llamativa fueron las esculturas femeninas sedentes o damas (de Elche, Baza, cerro de los Santos…), lujosamente ataviadas, fechadas en torno a 480-400 a. de C., que serían divinidades o sacerdotisas, o simplemente, damas oferentes.

LA ROMANIZACIÓN

El mundo ibérico –lo acabamos de ver– era una civilización instalada en la dinámica del mundo mediterráneo. Este fue un hecho capital. La pugna por la hegemonía del Mediterráneo entre las dos potencias de la región, Cartago y Roma –Cartago, ciudad fenicia en el norte de África y poder comercial con colonias en Sicilia, Cerdeña, Baleares y la costa ibérica; Roma, la república que desde el siglo V a. de C. dominaba la península italiana–, cambió la historia peninsular. Concretamente, la segunda de las tres guerras que Roma y Cartago libraron entre los años 264 y 146 a. de C. –que concluyeron con la destrucción total de Cartago–, metió de lleno la Península en el conflicto. La guerra, en efecto, fue provocada por la expansión cartaginesa por la península Ibérica, que Cartago vio como clave de su recuperación colonial y militar tras su derrota en la guerra anterior (264-241 a. de C.) y fue desencadenada por el ataque cartaginés contra la ciudad edetana de Sagunto, aliada de Roma. La Península fue escenario fundamental de la guerra.

Aníbal, el general cartaginés, hizo de aquella la gran plataforma de sus ejércitos y la base de su espectacular, pero finalmente fallida, marcha sobre Italia por los Alpes, que llegó a amenazar Roma misma. Roma respondió con el envío de tropas a Ampurias (218 a. de C.), una operación contra las bases peninsulares del poder cartaginés (cuya liquidación llevó a los ejércitos romanos varios años, hasta el 205 a. de C.).

Esto es lo que importa: sin Roma no habría habido España. La presencia romana en Hispania, un territorio que los romanos conocían mal y sobre el que en principio no tenían proyecto alguno, surgió, pues, como una mera intervención militar. Derivó enseguida en conquista (197-19 a. de C.), y esta, en la romanización de la Península, en la plena integración de España en el sistema romano, hasta el final de este ya en el siglo V de la era cristiana.

La conquista, que incluyó las Baleares, respondió básicamente a tres tipos de razones: 1) estratégicas: controlar y estabilizar la Península, y por tanto, el extremo occidental del Mediterráneo: 2) económicas: explotación de los recursos mineros de Hispania (plata, oro, cobre, piritas, plomo) e incorporación de la economía agrícola hispana –cereales, aceite, vino…– a la economía romana; 3) políticas: extensión a Hispania de las guerras civiles romanas, carrera militar en Hispania como factor de prestigio en la propia Roma.

La romanización conllevó, como ya se ha apuntado, cambios radicales para la historia peninsular: latinización, creación de estructuras político-administrativas (provincias, gobernadores, ciudades, municipios), principios de derecho, red viaria, grandes infraestructuras, toponimia y onomástica nuevas, idea de ciudadanía, nuevo orden social, cultura romana, nuevos sistemas religiosos (incluido, ya muy tardíamente, siglo III de nuestra era, el cristianismo).

La conquista –operaciones militares inconexas, no el despliegue de una estrategia planificada– no fue fácil y exigió a Roma un considerable esfuerzo. De hecho, la Península no quedó pacificada hasta el año 19 a. de C. La ocupación tropezó con focos de rebelión locales endistintos puntos de la Península –objeto de campañas militares romanas de carácter puntual y temporal– y con la resistencia generalizada de los lusitanos, bajo el mando de Viriato, y de los celtíberos (segedanos, arévacos). Dos largas guerras (149-139 a. de C. y 154-133 a. de C., respectivamente) que obligaron a las autoridades romanas al empleo de ejércitos de 30.000-40.000 hombres y conocieron momentos de considerable violencia, como la destrucción de Numancia en el año 134 a. de C. por Escipión Emiliano, tras ocho meses de sitio.

La conquista se solapó además, como se indicaba, con las guerras civiles romanas. Primero con la guerra de Sertorio (83-73 a. de C.), el general y político romano que, enfrentado a Sila, construyó en Hispania, tras atraerse el apoyo de distintos pueblos hispanos, la base militar y territorial de un posible camino independiente de Roma (y que venció a las legiones romanas en numerosas ocasiones, hasta su asesinato en Osca, Huesca, y la posterior derrota de sus tropas por Pompeyo); y enseguida, con la guerra civil entre Pompeyo y Julio César (49-44 a. de C.), que César extendió a Hispania a la vista de los importantes apoyos militares que Pompeyo tenía en la Península, y que concluyó con la victoria de César sobre los pompeyanos en Munda, cerca de Córdoba, en el año 44 a. de C. La conquista concluyó, finalmente, con la pacificación del noroeste peninsular por el ya emperador Augusto (26-16 a. de C.), tras una guerra complicada y dura por la belicosidad de los cántabros.

La romanización, un proceso gradual de transformación de intensidad regional muy distinta, comenzó muy pronto. Roma creó el primer orden institucional para la Península en la historia, un sistema político-administrativo totalmente latinizado. Por un lado, Roma procedió a la estructuración del territorio en provincias regidas por gobernadores (pretores, cónsules, procónsules, propretores, legados imperiales, según su función específica y las estructuras administrativas romanas):

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MAPA 2. Provincias de la Península bajo la dominación romana.

– dos en el 197 a. de C. (Hispania Citerior al norte e Hispania Ulterior al sur).

– tres en el 15 a. de C., tras la reforma provincial de Augusto (Bética con capital en Corduba, Córdoba; Lusitania, capital Emérita Augusta, Mérida; y Citerior, capital Tarraco, Tarragona), subdivididas en conventos judiciales.

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MAPA 3. Ciudades fundadas por los romanos entre 206 a. de C. y el siglo I a. de C.

– y seis en el año 288 de nuestra era, tras la reforma del imperio por Diocleciano: Tarraconense, Cartaginense, Gallecia, Lusitania, Bética y Mauritania Tingitana (norte de África), incluidas en la diócesis Hispaniarum (nueva división imperial de rango superior regida por un vicario y dependiente de la prefectura de las Galias).

Por otro lado, Roma implantó un complejo sistema de administración local sobre la base de colonias y municipios romanos –con plenos derechos de ciudadanía romana–, municipios de derecho “latino” (escalón previo a la ciudadanía romana), civitates o ciudades indígenas sin derechos especiales (pero o federadas o libres o estipendiarias de Roma) y, por último, poblados o pueblos (populi) y vicus o pagus, esto es, aldeas, todos ellos regulados por las leyes, el derecho y las ordenanzas municipales romanas, y regidos también por magistrados y cargos propios (duunviros, ediles, cuestores).

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MAPA 4. Calzadas romanas en la península Ibérica.

Roma impulsó la urbanización de la Península. Itálica (Santiponce, 206 a. de C.), asentamiento de veteranos de la guerra púnica, Carteia (en Algeciras, 171 a. de C.), colonia “latina”, Valentia, Corduba, Palma, fueron fundadas en época republicana; Tarraco, Barcino (Barcelona), Cartago Nova (Cartagena), Hispalis (Sevilla), Emérita Augusta, Olisipo (Lisboa), Cesaraugusta (Zaragoza), bajo César y Augusto; Clunia, Complutum (Alcalá), Toletum, Asturica (Astorga), Ira Flavia (Padrón) y muchas otras, ya en el siglo I de nuestra era. Las ciudades –unas cuatrocientas, de ellas un centenar, y sin duda Emérita, Tarraco y Corduba, las mayores de todas, con verdadera entidad urbana (entre 14.000 y 40.000 habitantes)– se configuraron según el modelo de la propia Roma e incorporaron por ello construcciones características de la vida urbana romana: termas y baños, alcantarillado, teatros (Mérida, Itálica, Sagunto), anfiteatros, templos, basílicas, acueductos (Segovia, Mérida), foros, arcos de triunfo (Bará, Medinaceli), circos, murallas (Lugo, Coria). La amplia red viaria de calzadas construida (Vía Augusta, Vía de la Plata…) y las obras de infraestructura complementarias (puentes, como los de Córdoba y Alcántara, puertos) vertebraron la Península; y con el tiempo, diversos ramales y redes interiores tejieron una especie de gran retícula de comunicaciones interpeninsulares.

Roma creó una sociedad nueva en la Península. La incorporación al sistema económico romano –explotación de recursos naturales, exacciones fiscales, moneda romana– reguló y potenció la economía peninsular que, al margen de las economías locales y aisladas de subsistencia, pareció incluso configurarse como un modelo –obviamente, no planificado– de economía regional especializada. Con tres pilares básicos: explotación masiva de minas (cobre de Riotinto, en Huelva; oro en el norte y el noroeste, como en Las Médulas, León; plata y plomo en los enclaves mineros de Jaén, Almería y Cartagena); amplia producción agropecuaria (cereal y sobre todo trigo, aceite, vino, productos hortofrutícolas, cría de caballos, lana, esparto, salazón como el garum o caballa de Cartagena…) sobre el sistema de villae trabajadas por colonos y siervos; exportaciones de aceite y también vino a Roma y otros puntos del imperio mediante comercio marítimo (Hispania importaba productos manufacturados, tejidos, productos de alimentación, metales, cerámica, mármoles, etcétera).

Aun coexistiendo con las formas organizativas prerromanas, la compleja estructura jurídico-social romana se extendió igualmente al mundo social hispano-romano: órdenes jerárquicos (senatorial, ecuestre, decurional), estatus jurídicos (ciudadano romano, ciudadano latino, peregrini o extranjeros, libertos, siervos o esclavos, colonos), propiedad privada, sistema familiar (pater familias, esposa, hijos y clientelas familiares). Riqueza y estatus jurídico determinaron la estructura de la sociedad y las mismas relaciones sociales. A nivel social: por un lado, la oligarquía imperial hispana (miembros del orden senatorial y del orden ecuestre romanos) y las elites urbanas y familias poderosas que detentaban las magistraturas y la burocracia de las ciudades peninsulares; por otro, la plebe (urbana y rústica), los peregrini o extranjeros, los libertos y los esclavos. A nivel jurídico: ciudadanos y no ciudadanos –pero todos ellos hombres libres– y, frente a ellos, los esclavos o siervos (públicos o privados, que trabajaban en el servicio doméstico o en la minería y la agricultura, o como gladiadores o en oficios diversos) y los libertos, esclavos manumitidos (que podían llegar a tener buena posición económica pero que solo excepcionalmente alcanzaban la ciudadanía y, por tanto los cargos públicos). Los romanos no impusieron sus cultos (Diana, Júpiter, Juno, Minerva, Hércules, Ceres, Marte, y a partir de Augusto, el culto al emperador) a la Península: sencillamente, estos se extendieron por ella, y coexistieron con los cultos prerromanos autóctonos de carácter por lo general local, y con los cultos orientales que en su día habían introducido los fenicios, cartagineses y griegos (Astarté, Melqart, Esculapio…).

En cualquier caso, aunque la romanización no fuera ni uniforme ni completa ni simultánea en todas las regiones –fue intensa en la Bética y en las regiones del Mediterráneo, parcial en Lusitania, en las mesetas centrales y el noroeste, y débil en el norte–, Hispania terminó por ser una de las provincias más romanizadas del imperio. Como mostraría la aparición de importantes personalidades romanas originarias de Hispania –escritores (Séneca, Marcial, Pomponio Mela, Columela, Quintiliano), senadores, gobernadores provinciales, altos funcionarios, tribunos militares, emperadores (Trajano, Adriano, Teodosio)–, las elites hispanas se integraron pronto en el sistema romano. El emperador Vespasiano concedió el ius latii, la ciudadanía latina, a Hispania en el año 74 de nuestra era (aunque según ciertas interpretaciones, limitada a las zonas y ciudades más latinizadas), y Caracalla, la plena ciudadanía en el año 212.

Séneca (4 a. de C.-65 d. de C.), nacido en Córdoba pero educado en Roma y hombre de posición económica muy acomodada, fue sobre todo un filósofo –si bien con una notable y agitada vida pública: cuestor y senador con Calígula, desterrado por Claudio, preceptor de Nerón, implicado luego en una conspiración contra este que le costó la vida–, un moralista, cuya obra (De tranquillitate animi y muchas otras, junto a una docena de tragedias: Medea, Fedra …), impregnada de preocupaciones próximas a la doctrina estoica, giró en torno a la idea de virtud: era, en suma, una meditación moral sobre la vida –sobre la brevedad de la vida, el bien, la actitud ante el dolor y la muerte, la felicidad– que incitaba al hombre a obrar virtuosamente (vida austera, indiferencia ante placeres y éxito, desprendimiento personal…) y a vivir en conformidad con la realidad y la naturaleza, un pensamiento que revelaba ya las preocupaciones morales que empezaban (siglo I de nuestra era) a agitarse en la conciencia del mundo romano. Lucano (39-65) escribió La Farsalia, un gran poema épico sobre Pompeyo. Pomponio Mela y Columela (De re rustica, doce volúmenes), nacidos en la Bética, fueron geógrafos. Marcial (40-103 de nuestra era), nacido en la Tarraconense, en Bilbilis (Calatayud) y autor de los Epigramas, fue sobre todo un escritor satírico, y Quintiliano, su contemporáneo, nacido en Calagurris (Calahorra), un retórico, un pedagogo, cuyas ideas ensalzaban las viejas virtudes morales romanas.

El nombramiento de hispanos como emperadores fue, lógicamente, expresión del alto grado de romanización que había alcanzado la Península, y también del peso que en algunos momentos tuvieron en Roma los círculos de poder hispanos. Trajano (53-117), oriundo de Itálica, emperador entre los años 98 y 117, fue el primer emperador nacido en las provincias del imperio. Nombrado por el senado en razón de su prestigio militar –tras una carrera labrada en las fronteras germano-danubianas–, Trajano fue ante todo un emperador militarista (pero cuya política interna mostró una gran preocupación social por el problema de la pobreza urbana), que entre 100 y 106 conquistó la Dacia –más o menos, Rumanía– y extendióel imperio hacia oriente (Mesopotamia, Armenia, Arabia). Adriano (76-138), un hombre culto fascinado por la cultura griega y por la arquitectura, pariente de Trajano, al que sucedió, y miembro como él de una poderosa familia de Itálica, estabilizó el imperio: visitó muchas de sus provincias y ciudades, fijó y reforzó las fronteras –el ejemplo más conocido: la muralla de Adriano, de 118 kilómetros, en el norte de Inglaterra–, construyó en todas partes templos, monumentos y edificios oficiales como símbolo del poder imperial, y liquidó definitivamente la resistencia judía en lo que pasó a ser la nueva provincia imperial de Palestina. Teodosio, el tercero de los emperadores hispanos (379-395), natural de Cauca (Coca, en Segovia) y miembro también de una influyente familia de la aristocracia hispana, tuvo ya que hacer frente a la crisis del imperio: la desintegración territorial (Teodosio optaría al final por la división entre sus hijos: occidente para Honorio, oriente para Arcadio); el grave problema del asentamiento de los pueblos “bárbaros” en las fronteras, puesto de relieve por la tremenda derrota de Roma ante los godos en Adrianópolis, en los Balcanes, en el año 378; la cuestión de la oficialización o no del cristianismo (que Teodosio, en efecto, oficializó, prohibiendo además, en 391, todos los cultos paganos).

Entre los siglos I y V, por tanto, la historia de Hispania fue parte de la historia de Roma. Aunque la realidad de los pueblos prerromanos no desapareciera totalmente –el caso de la lengua vasca, por ejemplo–, la romanización dio a la Península su primera identidad en la historia: una identidad estrictamente romana, ni siquiera hispano-romana. Terminada la conquista en el año 19 a. de C., Hispania no planteó problemas especiales al imperio. Hispania fue así una parte del universo romano occidental. Los hechos de Roma repercutieron en Hispania, y no al revés.

La cristianización de la Península, por ejemplo, una cristianización, lenta, tardía y no evidente hasta el siglo III de nuestra era –y en las zonas menos romanizadas hasta bien entrada la Edad Media–, arraigó sobre todo en comunidades de comerciantes y artesanos de los núcleos urbanos más urbanizados y abiertos, como las ciudades portuarias de la Bética y del Mediterráneo (nada que ver, pues, con leyendas piadosas como el viaje del apóstol Santiago o la visita de san Pablo a la Península): los mártires de la persecución de Decio (año 250), por ejemplo, se localizaron sobre todo en Tarragona y Zaragoza. El curso del cristianismo peninsular fue paralelo al curso del occidental. A la luz de la evidencia (desaparición de restos arqueológicos de otras religiones y profusión de restos cristianos), la cristianización, favorecida por la legalización del culto por el emperador Constantino en el año 313, se generalizó en Hispania en el siglo iv. Las persecuciones de Diocleciano a principios de ese siglo golpearon ya a numerosas ciudades hispanas: Complutum, Córdoba, Hispalis, Barcelona, Emérita… Los obispos hispanos reunieron su primer concilio peninsular entre los años 303 y 314, en Iliberris (Elvira, Granada). Osio (258-357), el obispo de Córdoba, fue uno de los principales colaboradores de Constantino en la cuestión religiosa, y como tal presidió el concilio de Nicea (325), el primer gran concilio del mundo cristiano. La iglesia hispana tuvo ya sus primeras crisis de crecimiento: disidencias internas, luchas de poder, desviaciones doctrinales. El priscilianismo, un movimiento de tipo profético, ascético y monástico surgido en torno a Prisciliano, obispo de Ávila a partir del año 381, contó con apoyos importantes en distintas sedes episcopales de Hispania y Aquitania, y también con la fuerte oposición de otros obispos hispanos, que lograron la condena por herejía y ejecución de Prisciliano en el año 385.

Aun comparativamente estable, Hispania se vio arrastrada por la crisis final del imperio romano, un proceso largo, no una “caída” súbita, que se inició con la anarquía militar de los años 235-270 y con el propio ascenso del cristianismo a partir del siglo III –un serio desafío al culto imperial romano–, y que en los siglos iv y V escaló hasta una verdadera desestructuración del sistema que llevó a la desaparición institucional del imperio romano de occidente en el año 476 entre problemas ya incontrolables: desintegración administrativa, deslegitimación del poder (autoritarismo imperial, usurpaciones, continuas crisis sucesorias, permanente intervencionismo militar, eclipse de las viejas instituciones romanas), tensiones fronterizas y presión de los pueblos germánicos, guerras y revueltas sociales, crisis económica y social, decadencia de la vida urbana, ruralización.

El detonante de la crisis en Hispania fue la penetración desde la Galia, en el año 409, de varios pueblos germánicos: vándalos, alanos y suevos. La respuesta imperial contra la amenaza, el recurso a los visigodos (pueblo también germánico, romanizado y cristianizado) “federados” al servicio del imperio desde finales del siglo iv e implantados desde principios del siglo V en el sur de la Galia, donde crearon el