En el otoño de 1973, Martín, un joven de Sahelices del Cerro, en la provincia de Soria, llega a Barcelona gracias a una beca para estudiar Filosofía y Letras. Aunque su mayor motivación, más allá de cursar la carrera, consiste en escribir una novela. Como no dispone de ningún argumento con que enfrentarse a la página en blanco, decide adentrarse en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua y buscar allí los contenidos que le inspiren en su andadura; enseguida se hace amigo de la palabra memoria, quien le aconsejará y acompañará por la insólita geografía del Diccionario. Mientras tanto, en su vida cotidiana, Martín es requerido por un sargento de la Comisaría que le inquiere sobre la misteriosa desaparición de su profesora de Lingüística, Carmen Comas.

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Futuro imperfecto

David Fernández Villarroel

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Futuro imperfecto

© 2016, David Fernández Villarroel

© 2016, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-16627-37-0

ISBN edición papel: 978-84-16627-36-3

Primera edición: abril de 2016

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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A María Cruz

1

Siempre, desde que allá en la primera adolescencia probé el veneno saludable de los libros, quise ser escritor. Pero iban pasando los años y no se me ocurría nada que contar. Todas las noches las entretenía componiendo los primeros hilos de alguna trama, y me dormía contento porque pensaba que al fin había encontrado lo que buscaba, una historia original e interesante, que gustaría a los lectores y despertaría la envidia de mis futuros compañeros de profesión.

Pero se conoce que en esas horas de la noche los duendes del sueño nos trastocan un poco la mente, porque cuando despertaba a la mañana siguiente, me parecían todas sosas y aburridas, o disparatadas y sin sentido. Y las pocas, muy pocas, que sobrevivían a la criba del amanecer se marchitaban renglón a renglón en cuanto trataba de hacerlas reverdecer en el páramo inmisericorde de la hoja en blanco.

De manera que, al revés que Penélope, yo deshacía en un instante todas las mañanas lo que con tanto ánimo y tesón urdía por las noches.

Tampoco en la vida real (anodina como todas si se compara con las que se viven en los libros) me sucedía nada digno de ser contado y que pudiera interesar a los demás. Y si miraba a mi alrededor me pasaba lo mismo, que no encontraba ningún hecho relevante, ni ningún personaje que atrajera particularmente mi atención, ni ningún escenario que me cautivara para situar en él la historia que andaba buscando.

Y así hasta que, días atrás, recién estrenado el año, tomé la firme determinación de poner fin a esa situación de estériles tentativas y, sin saber cómo, por alguno de los invisibles caminos que recorren el mapa blanco de los sueños, llegué ante las puertas del diccionario.

2

Me recibió memoria.

Le dije quién era y lo que quería.

—O sea, que eres un escritor sin historias que contar.

—Exacto —reconocí, algo sonrojado.

—Les pasa a muchos —me consoló con tono afable—: se desesperan porque no encuentran el argumento.

Un ruido parecido al de un teléfono interrumpió sus palabras. Memoria me hizo un gesto de disculpa.

—Un académico, que quería saber entre qué palabras está arándano.

—¿Y tú lo sabes sin mirar?

—Sí, entre arandanedo y arandela. ¡Preguntan cada cosa estos académicos! El otro día me llamó otro que quería saber el número exacto que ocupaba, en el orden del diccionario, la palabra vericueto.

—¿Y también lo sabías?

—El setenta y nueve mil trescientos treinta y tres, le contesté enseguida, y ni me dio las gracias.

—¿Es que eres capaz de recordar el orden de todas las palabras?

—Sí, de las ochenta y pico mil (luego te digo el número exacto) de la decimonovena edición, desde a, que es la primera, hasta zuzón, que es la última.

—¿Y no se te olvida nunca ninguna?

Noté que su expresión se volvía grave y severa, y temí enseguida haber dicho algo inconveniente u ofensivo.

Ella advirtió sin duda mi desconcierto y se apresuró a recomponer la situación.

—Volviendo a lo de antes —dijo, sin asomo de resquemor—, ¿qué tipo de argumentos son los que andas buscando?

No supe, así de pronto, qué responderle, y me encogí de hombros.

—¿Te gustan los realistas o prefieres los fantásticos?

Tampoco ahora sabía muy bien qué contestar. Era una cuestión a la que había estado dándole vueltas algún tiempo, pero últimamente ya apenas me preocupaba. En comparación con el problema que me atenazaba, había pasado a ser un asunto menor.

—No sé, la verdad —balbuceé, y de nuevo sentí que los colores me subían a la cara, y el solo hecho de pensar que a mis años no hubiera sido aún capaz de erradicar semejante estigma (que delata a cada paso a los que no hemos venido al mundo a que nos escuchen) me los encendió todavía más.

—Aunque, no demasiada, tiene su importancia, a mi modesto entender —continuó memoria, como si hubiera leído en mis pensamientos—. ¿Quieres que tu historia sea una copia de la vida o que discurra más bien por los caminos de la imaginación?

—Lo que quiero —afirmé con rotundidad, en un inesperado arranque de aplomo y resolución del que yo mismo fui el primero en quedarme sorprendido— es una historia que parezca real, aunque sea inventada.

—¿Y qué te parecería al revés: que parezca inventada, aunque sea real?

—Sí —proseguí yo con la misma insólita audacia—, una historia tan real como las que solo ocurren en los libros y tan inventada como las que únicamente suceden en la vida.

Volví a sentirme perplejo: siempre había estado convencido de la escasa firmeza de mis convicciones literarias y ahora me veía allí, delante de una desconocida que a buen seguro podía darme más de una lección al respecto, perorando como uno de esos críticos sabihondos que escriben los artículos enrevesados con que luego los profesores de literatura atormentan en clase a los alumnos.

—O sea —concluyó memoria—, una historia real como la literatura misma.

—Sí, algo así.

3

Era ya muy tarde, pasada la medianoche. Había estado dando una vuelta por el barrio (lo hacía algunas veces, si me ponía a escribir y no me salía nada, para buscar la inspiración) y, de vuelta ya, me senté en un banco de la plaza de Orfila, enfrente de la iglesia de San Andrés de Palomar, cuyo contorno de porte catedralicio se destacaba apenas de las sombras. La plaza estaba desierta, lo mismo que las calles adyacentes; solo por el paseo de Torras y Bages circulaba algún coche. El banco recibía de lleno la luz amarillenta de una farola y saqué el libro que llevaba en el bolso del chaquetón, dispuesto a leer un rato, hasta que el relente me llamara la atención.

No había pasado mucho tiempo (el de la lectura nadie sabe cómo se mide, cada libro tiene su propio reloj) cuando me sobresaltó el ruido de un frenazo. Levanté la vista y los vi ya acercándose a mí, dos policías con las metralletas o lo que fuese en ristre. Detrás de ellos había un jeep subido en el bordillo de la plaza, y otro policía que se apeaba en aquel momento y miraba con cautela a un lado y a otro, este sin metralleta. En la penumbra del vehículo brilló un momento la llama de un mechero. También la metralleta y los correajes y la gorra de los policías destellaban a la luz de la farola.

Los dos primeros se me pusieron uno a cada lado sin dejar de encañonarme, y el otro con un gesto me conminó a que me pusiera de pie.

—Documentación —dijo, mirándome a los ojos con determinación fiera.

Me palpé los bolsillos del chaquetón primero y luego los del pantalón y el de la camisa.

—La tengo en casa —respondí, abriendo los brazos.

El policía no titubeó:

—Sube —y señaló con ademán de fastidio el jeep.

Me sentaron atrás entre los dos que me habían encañonado. En el jeep olía a respiración, a tabaco y a sudor.

—Tú, arranca —ordenó al que conducía—. Y echa el humo para otro lado, coño.

El jeep dio la vuelta completa a la plaza y enfiló por una calle estrecha y muy poco alumbrada.

—¿Adónde me llevan? —me atreví a preguntar.

—A comisaría, adónde va a ser.

Me acordé de las advertencias de mi padre (¿me ficharían?, y en un gesto instintivo tiré del cuello de la camisa: noté que la tenía pegada a la espalda, repentinamente humedecida por un sudor frío que empezaba a manar también en la frente y en las manos), de la beca (estar fichado por la policía podía ser un motivo para que la denegaran, había oído decir en el instituto), de las últimas palabras de mi madre al despedirse… Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Pero por qué? —dije con voz trémula.

El de adelante se volvió:

—Vas indocumentado, chaval, y eso es motivo suficiente para que pases la noche en el calabozo. ¿Tanto leer y no sabes eso?

—Oiga, yo…

—¿Yo qué?

—Que no he hecho nada. Salí a dar un paseo y se me olvidó coger la cartera.

El policía no contestó, y siguió el silencio hasta salir a una calle ancha con árboles a los dos lados.

—¿Eres de aquí? —preguntó sin volverse.

—No.

—¿De dónde entonces?

—De Soria.

—¿Del mismo Soria?

—No, de un pueblo, Sahelices del Cerro.

—¿Y qué haces tú en Barcelona?

—Estudio.

—¿Estudias qué?

—Filosofía y letras.

—O sea que encima filósofo. ¡Vamos bien! ¿Dónde estudias?

—En la universidad.
—Eso ya lo sé, ¿o me crees bobo? Quiero decir en qué sitio de la universidad, la facultad, o como se llame.

—En la zona universitaria de Pedralbes, las clases son todas en los barracones, excepto una que la damos en la Escuela de Estudios Empresariales. —Me parecía que cuantos más detalles le diese, más probabilidades tenía de que creyera que le decía la verdad: el tono de las preguntas era, además de seco, desafiante y suspicaz.

—¿En los barracones que hay debajo de la Diagonal, cerca del campo de fútbol del Barcelona?

—Sí, ahí.

—Otra cosa: ¿cuánto tiempo llevas aquí?

—Desde septiembre, estudio primero.

—¿Y dónde vives?

—En una pensión de la calle San Andrés.

—Dime la dirección.

Se la di, y la apuntó en una libreta.

—El nombre y los dos apellidos, dímelos.

Los apuntó también en la libreta.

La ficha, me iban a fichar, pensaba yo entretanto, y ya veía la cartulina verde —no sé por qué, la imaginaba de ese color— con mi nombre escrito a máquina en letras mayúsculas en la parte superior y debajo en minúsculas la dirección y todo lo que aquel policía quisiera añadir: ¿qué le iba a decir a mi padre y a mi madre?; ¿me quitarían la beca?; ¿tendría que volver al pueblo? Las piernas me temblaban y las contraje y me encogí en el asiento tratando de separarme lo más posible y no rozar siquiera el uniforme de los dos guardianes; tenía miedo, y no quería que me lo notaran.

—Para y da la vuelta —ordenó de repente, dirigiéndose al que iba a su lado pegado al volante. Sin duda alguna era el que mandaba; los dos que me escoltaban detrás no habían despegado los labios, ni siquiera me habían mirado, rígidos con la metralleta entre las rodillas y la cabeza erguida como si fueran estatuas—. Y apaga ya el dichoso cigarro —apercibió al conductor—, mecagüen el oro de Moscú.

Las ruedas chirriaron y el policía que iba a mi derecha se me vino momentáneamente encima y yo me incliné sobre el hombro del de la izquierda.

—Menudo Fittipaldi estás hecho tú —farfulló este último.

—Vamos a llevarte hasta tu casa, ¿qué te parece? —dijo el de delante, volviendo esta vez la cabeza para observarme.

No supe qué responder.

Cerré los ojos de puro contento, pero ¿y si subían conmigo hasta la pensión con las metralletas apuntándome? ¿Estarían ya dormidos Faustina y Tranquilino? ¿Despertarían a los demás, a los viajantes, al dependiente de la farmacia, al cobrador de autobús…? ¿Se enterarían los vecinos?

—Aquí es.

El jeep se detuvo justo enfrente de la puerta, ocupando toda la acera.

—Subid con él.

Los dos policías se bajaron de un salto, uno por cada lado. Llevaban la metralleta en la mano, pero caída y apuntando al suelo. Abrí la puerta y entraron conmigo. Iba a llamar al ascensor (pensé que así sería más fácil no llamar la atención de ningún vecino), pero uno de ellos me disuadió:

—Por la escalera.

Metí la llave en la cerradura con todo el cuidado que pude para no hacer ruido y abrí muy despacio. No se oía nada, ni había tampoco ninguna luz encendida.

—Entra, te esperamos aquí.

Fui a oscuras y andando de puntillas como si fuera un ladrón hasta mi habitación, cogí la cartera y salí.

Les mostré el carné.

—No, al sargento.

Oí, dos o tres pisos más arriba, el ruido de una puerta. Al llegar abajo vi que el ascensor no estaba allí, y respiré, porque eso significaba que alguien acababa de utilizarlo para subir. Pero habría visto el jeep allí aparcado en la acera, y dos policías dentro: ¿se asomaría ahora a la ventana?

El sargento examinó con interés el carné, apuntó algo en la libreta y me lo devolvió. Se me quedó mirando, y en sus ojos, aun sin atreverme a mirarlos, adiviné las señales de la desconfianza.

—Venga, subid —les dijo a los dos policías con un gesto enérgico de la barbilla.

Y luego a mí, sacando la cabeza por la ventanilla antes de que el jeep arrancara:

—Tendrías que darnos las gracias. Te hemos traído hasta tu casa. Para que luego habléis mal de la policía los melenudos.

4

No se me ocurrió otra cosa después de encerrarme en mi habitación —tal vez porque estaba asustado, muy asustado, y allí iba a sentirme más seguro— que volver de inmediato al diccionario.

Había adquirido la costumbre, o el vicio según se mire, de consultarlo continuamente, unas veces porque dudaba del empleo correcto de una palabra, otras por ajustar el vocablo o por dar con un sinónimo más expresivo o preciso. También porque me servía de coartada para distraerme un momento, y de disculpa para el renglón que no avanzaba, como un surco que no se terminara nunca de arar: horas y horas encallado en la misma página, varado igual que una embarcación sacudida por el oleaje entre las rocas.

Sonó otra vez, nada más entrar, el mismo timbre ruidoso parecido al de un teléfono que había oído la primera vez.

—Pues que esperen un poco —fueron las únicas palabras que pronunció memoria, y con las cuales me pareció que interrumpía bruscamente a su desconocido interlocutor.

Se levantó de la silla y buscó algo en el libro que tenía sobre la mesa. Vi que extraía de él una llave de hierro, una de esas llaves con que se abren en las películas las puertas de los castillos y las mazmorras de las cárceles antiguas.

—¿La guardas ahí? —me atreví a preguntarle.

—Sí.

—¿En un libro?

—No es un libro, es un diccionario.

—Ah.

—Y en el diccionario están todos los nombres, ¿no es verdad?

—Sí.

—Pues si están todos los nombres, están también todas las cosas.

—Incluido el propio diccionario…

El ademán de su mano fue contundente.

—Ahora no tengo tiempo de hablar de eso. He de irme. Los académicos me han nombrado guardapalabras del diccionario y debo atender a mis obligaciones.

5

Las palabras de memoria me trajeron al recuerdo a mi profesor de Lengua del instituto, que no se cansaba de alabar el diccionario y recomendarnos vivamente su uso y lectura.

—Si en algún momento os aburrís y no sabéis qué hacer —nos decía—, abrid el diccionario: está lleno de sorpresas y haréis en él grandes descubrimientos.

Llevaba siempre uno de bolsillo en la cartera, pero, para ilustrarnos con el ejemplo, mandaba siempre que le trajéramos el de la Real Academia que había en la biblioteca. Lo acariciaba, ponderaba su peso y grosor, y lo acercaba a la nariz.

—Lo primero que hay que hacer, no solo con el diccionario sino con cualquier libro, es olerlo —aseguraba—. Y los libros, casi todos, cuanto más viejos, mejor huelen —y hacía como si aspirara el aroma de las páginas por la nariz, y cerraba los ojos de embelesada fruición.

Luego lo abría al azar y, sin mirar, bajaba de golpe el dedo índice y lo clavaba en algún lugar de la página. Entonces, sin mover el dedo, agachaba la cabeza y leía.

—¿Veis? Pangolín, mi dedo se ha detenido en la palabra pangolín. ¿Alguien sabe lo que es un pangolín?

Todos negamos con la cabeza, y la cara se le iluminó de satisfacción.

—Un pangolín es un mamífero del orden de los desdentados, cubierto todo, desde la cabeza hasta los pies y la cola, de escamas duras y puntiagudas, que el animal puede erizar, sobre todo al arrollarse en bola, como lo hace para defenderse. Hay varias especies propias del centro de África y del sur de Asia… ¿Qué os parece, eh? ¿Y cómo lo hemos sabido? Muy sencillo: abriendo el diccionario.

Otro día el dedo atinó a caer encima de la palabra mequetrefe, que se puso de moda durante una temporada en el instituto; y otro, en gorgorito, y todos los ensayamos aquel día por los pasillos al salir de clase; y otro, en zascandil, y un compañero se quedó para siempre con ese apodo; y otro, en triquiñuela, y nos aprovechamos de ella para pasar un buen rato de la clase debatiendo si era lícito o no recurrir a ellas en un examen; y otra, en culo, que le sirvió al profesor de excusa para explayarse a sus anchas sobre la memez de casi todos los eufemismos y recordarnos la famosa definición cervantina de esa parte de la anatomía, allí donde la espalda pierde su honesto nombre; y otra, en meditabundo, que animó a algunos a coleccionar palabras con las cinco vocales.

—¿Os dais cuenta —solía concluir siempre— lo útil y provechoso y entretenido que es abrir y leer en el diccionario, la cantidad de cosas que podéis aprender?

Y lo alzaba y lo blandía ante nosotros como un trofeo.

—Con las palabras —acostumbraba a repetir— nombramos el mundo, y el mundo sería solo un misterio o un caos o un magma informe si no tuviésemos las palabras para descifrarlo y conocerlo y ordenarlo; las cosas —aseveraba con énfasis— no existen para aquel que desconoce su nombre —y ponía el ejemplo del pangolín, o del tílburi, o de la balalaica, o de la oropéndola, o del chupatintas—. Primero es el nombre y luego la realidad —concluía.

—Pero, profesor —le interrumpió alguien en una ocasión—, no lo entiendo: el pangolín o lo que sea existen y ya está, los conozcamos o no, para ponerle el nombre a una cosa antes tiene que existir; si no, no se lo pondríamos, luego primero es la cosa y después el nombre.

—Bueno, bueno —se impacientaba él—, esa es una vieja discusión de la que tendríais que hablar en clase de Filosofía, no aquí, volvamos a la materia, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, las funciones sintácticas de los pronombres personales —y los pronunciaba a toda velocidad y sin concederse ni un respiro—: yo, mí, me, conmigo; tú, ti, te, contigo; él, ella, ello, le, la, lo, sí, se, consigo…

El otro tema del que le gustaba hablar, aunque lo hacía pocas veces, era de las chicas, y siempre con la única y exclusiva intención de presumir del éxito que él había tenido de joven en ese terreno (a pesar, como él mismo reconocía, de ser más bien bajito, llevar gafas y no saber bailar).

—¡Las tenía así, como la lluvia! —y se frotaba en rapidísimo movimiento y con fruición la yema del pulgar de cada mano con las de los otros dedos como si tratara de contar las gotas infinitas de la lluvia—. ¡Juan entre ellas, así me llamaban los amigos, que se morían de envidia!

6

—¿Puedo acompañarte? —En el colmo de la inexplicable osadía que se había apoderado de mí, formulé la pregunta con total tranquilidad, y la mirada que me dirigió memoria volviendo la cabeza cuando ya se alejaba me convenció de que mi conducta estaba bordeando la desfachatez.

—Como quieras —me respondió, aplacando de raíz el incipiente rictus de resignado fastidio que asomó a sus ojos.

Una breve carrera me bastó para ponerme a su altura.

—Ya han llegado.

Esbocé un ademán de sorpresa.

—Hoy dan comienzo las jornadas que han organizado los académicos para celebrar la Semana de la Integración Lingüística, que en realidad dura todo el año, y acuden palabras de muchas lenguas. Algunas vienen porque tienen aquí parientes y allegadas, y otras simplemente por vanidad: creen que apuntarse a un viaje filológico otorga prestigio entre las amistades. Y luego están las que les han caído en gracia a los académicos.

No necesité pedirle detalles más precisos sobre esta última puntualización, pues ella misma se anticipó de nuevo:

—Lo que significa que tienen no solo permiso de residencia, sino también casa propia como cualquier nativa.

—¿Y qué han hecho de especial para obtener ese privilegio?

—Ellas, nada. La gente, que un buen día le da por usarlas, y pasa un académico por la calle, las oye, y hala, al diccionario de cabeza.

Observé que memoria ahogaba algún reproche en un ininteligible bisbiseo.

—¡Si es que ahora —se lamentó en voz apenas audible— cualquier recién pronunciada entra en el diccionario! ¡A este paso, dentro de poco ya no cabremos en dos tomos!

Pensé que era mi deber en ese momento enhebrar una de esas frases que llenan de orgullo al que las pronuncia y dejan completamente indiferente a aquel a quien se pretende reconfortar.

—¡Antes —se adelantó memoria— se las perseguía porque eran barbarismos, luego adquirieron la categoría de extranjerismos, y así provistas de esta nueva etiqueta merodeaban temerosas por los rincones, de ahí pasaron a ser préstamos lingüísticos, más tarde voces de otras lenguas y ahora dicen que son palabras incorporadas…!

Guardamos los dos un incómodo silencio.

—Una cosa es consultar el diccionario —prosiguió memoria—, que se puede hacer entrando por cualquier página y cuando a uno le dé la gana, y otra muy distinta quedarse a vivir en él.

—La verdad, no te entiendo…

—El diccionario es también el mundo, o sea, un espacio habitado.

—Ah, ya —dije por decir algo, porque la verdad es que no acababa de entender muy bien lo que memoria intentaba explicarme.

—Y hay en él amplísimas avenidas amuralladas de árboles: álamos, acacias, almendros, abetos, abedules, alisos, arces, alerces, acebos, avellanos…; y centenares de caminos y carreteras que cosen los campos y comunican y circundan las ciudades; y mares y montañas y miel y mágicos momentos y moscas y mirlos y milagros y misterios…

Sospeché que era capaz de seguir así todo el camino enumerando uno por uno los prodigios del diccionario, así que aproveché un respiro que se tomó para volver sobre algo de lo que antes me había hablado.

—Y otra cosa —la interrumpí con la mayor delicadeza—: los académicos, ¿a qué se dedican exactamente?

—Se reúnen una vez a la semana —me contestó con viveza— y hablan de nosotras: bautizan a las que acaban de nacer, recogen a las que andan por ahí sin permiso, amonestan a las que se extravían, investigan nuestros orígenes…

7

Nos sobresaltó la algarabía de una muchedumbre que se acercaba.

—Ahí están —murmuró memoria.

Subían en tropel, atropellándose como nerviosas colegialas porque ninguna quería ser la última.

Eran muchas —más de cincuenta, según pude calcular en una primera ojeada—, y vistas así desde lejos formaban un cuadro multicolor y divertido. Al aproximarnos, pude comprobar que eran también diferentes y variadas las lenguas en que hablaban. Reconocí el inglés, el francés, el italiano…

Un poco alteradas o tal vez cansadas por el largo viaje, emocionadas y expectantes como siempre he pensado que lo estaré yo el día que algún editor acepte publicar la primera novela que yo escriba —esta que ahora estoy empezando, mi opera prima—, hablaban todas a la vez y se interrumpían unas a otras sin el menor miramiento.

Por lo que pude oír entre aquel confuso griterío, eran mayoría las inglesas, que destacaban además tanto por el colorido de sus vestimentas como por la abundancia y diversidad de sombreros y viseras, de notable variedad en tonos y diseños. Distinguí algunas: hobby, match, spray, long-play, baffle, light, poster, jeep… Las demás, si bien un poco más discretas en el vestir, rivalizaban sin embargo con ellas en nerviosos ademanes y exigentes demandas de atención.

Memoria dio unas cuantas palmadas para poner un poco de orden, se desgañitó reclamando a voces silencio, pero como si no la oyeran. Entonces recurrió al truco de aparentar olímpica indiferencia hacia todo lo que la rodeaba; se lo había enseñado al parecer su vecina memo, y surtió efecto de inmediato. Sorprendidas por su gesto de desdén altivo, poco a poco, como el ruido de un tren que se aleja, fue cesando el bullicio.

Pero solo cuando se hizo un silencio de iglesia, tan espeso que hasta el zumbido de una mosca hubiera sonado a profanación, se dignó insinuar el gesto amable y atento que se le supone a un cargo como el que ella ocupaba, centinela y ángel guardián del diccionario. Las tuvo así un momento, pendientes de su actitud, intrigadas por escuchar alguna palabra de sus labios —porque las palabras, cuando hablan, lo hacen por medio de palabras, y en esto no se diferencian en nada de los árboles y los animales y los pájaros y las piedras y las nubes y el agua y los vientos—.

Finalmente, ya sumisas y con ese aire de desamparo que tienen los grupos de turistas al comparar la realidad con las postales y los folletos de la propaganda, se interesó por los motivos de su visita.

—Venimos —dijo hobby— a visitar el diccionario de la lengua española.

—Nos han dicho —la interrumpió clip, menuda y juguetona— que estamos admitidas en él.

—Y que tenemos una parcelita reservada para cada una. —La que habló esta vez fue kamikaze, una japonesa de gesto enfurruñado y complexión atlética.

—Una casita —corrigió casting— con mucho sol de España.

—Y con jardín, cuarto trastero y mayordomo —añadió light, y todas corroboraron sus palabras con visibles gestos de asentimiento.

Temí que si las dejaba hablar a todas se convertiría aquello otra vez en la algarabía y el alboroto de antes. Pero no ocurrió así, porque, después de apaciguarlas con gestos de calma y rápidas sonrisas de comprensión, memoria clamó con voz de trueno:

—¡Silencio!

Y luego:

—Si no he entendido mal, vienen ustedes a ver si las han admitido en el diccionario español o castellano.

—Sí —asintieron en un murmullo general.

—Pues bien —prosiguió memoria, procurando imitar la voz de estampido, que era, ella misma me lo aseguró luego, una de las voces más enérgicas que podían oírse en el diccionario—, permítanme que efectúe antes una consulta.

Y acto seguido sacó de algún sitio un teléfono de color negro y marcó un número con gesto ensimismado. Todas, instantáneamente, se arremolinaron en torno a ella como avispas.

—Que le llamo, señor presidente de la Real Academia, porque hay aquí un revuelo considerable de palabras de nacionalidades varias que dicen haber oído que las han admitido ustedes en el diccionario y vienen con la natural intención de comprobarlo. Conjeturo que si no las dejamos entrar son capaces de organizar una manifestación de protesta in situ, perdón, aquí mismo, y salir en los telediarios de todo el mundo. Me atrevo a sugerirle…

—Está bien. —Memoria me hizo un gesto para que me acercara y, con el oído pegado al teléfono, pudiera oír con ella la conversación; la voz al otro lado del hilo sonaba lejana, pausada y grave—: Déjelas usted pasar, señorita memoria. Recuerde que son nuestras invitadas a las jornadas de Integración Lingüística. No se alarme. Ah, y haga usted el favor de procurar que no alteren la paz en que viven todas sus compañeras. Vele en todo momento por el orden, limpieza, pulimento y esplendor de nuestro diccionario, señorita memoria.

—Pero, señor presidente —insistió memoria—, es que dicen que vienen a quedarse.

—Ya conoce usted las normas al respecto, señorita memoria: solo las que estén admitidas.

—¿Y las demás?

—A las demás, consuélelas usted. De momento, que admiren y vean. En caso de duda, llame usted a las filólogas de guardia. Y en caso de extrema necesidad, a los Comandos Castizos. Y si no fuera suficiente, a las Brigadas Puristas, que esas se las apañan solas.

—Entendido, señor don Dámaso.

El asombro me dictó de inmediato la pregunta:

—¿Don Dámaso es Dámaso Alonso?

—Quién va a ser si no: él es el presidente de la Real Academia, el mandamás entre los académicos.

Memoria comunicó al expectante auditorio la decisión de sus superiores, y el asomo de inquietud y recelo que había advertido yo en ellas durante la conversación telefónica dio paso entonces a una atronadora ovación y gritos de entusiasmo.

Y en cuanto la llave rechinó en la vieja cancela y descorrió con agrio ruido la cerradura mohosa, entraron todas en tropel por la puerta del diccionario.

8

Apenas presté atención aquella mañana en las clases. Ni siquiera en la de Filosofía de Isabel Usán, una profesora guapa y sencilla, con mirada triste y ojos negros de esos que invitan a bajar por ellos y perderse en algún sitio oscuro. No peroraba en clase, leía con naturalidad y a veces hasta con un poco de emoción fragmentos de las obras que figuraban en el programa de la asignatura, pedía nuestra opinión, la de los alumnos, aunque lo normal fuera que todos guardáramos entonces un incómodo silencio, que ella clausuraba con una tímida sonrisa de comprensión. Tampoco en la de Historia Universal, que el profesor impartió con su acostumbrada parsimonia, mímica y verbal, sin desasirse un instante de la pipa: la medían sus dedos, la sostenían las páginas del libro abierto encima de la mesa, la paseaban sus labios, la mordían sus dientes, la acariciaba su frente cuando la desplazaba por ella urgido por la necesidad de corregir el deslizamiento de las gafas… Las mismas gafas de concha ancha con que aparecía en la contraportada del libro que yo había corrido a comprar el primer día de clase: que un profesor tuviera libros publicados era suficiente para ponerle en un altar y admirarle y seguir con interés lo que explicara, aunque fuera con aquella voz cansina y aquellos gestos de hombre frágil, tan frágil que parecía que fuera a descomponerse al descender de la tarima. Y mucho menos en la de Geografía, que dictaba con voz engolada y semblante agrio una profesora seca, autoritaria, distante y engreída, empeñada en salir al campo. Lo anunciaba al término de cada clase, y, desde la primera vez que lo oí, di por sentado que el día en que el anuncio o promesa (así se desprendía del tono de sus palabras) se concretara, estaría enfermo o tendría algún pretexto lo suficientemente grave como para excusar y justificar la ausencia en caso de que esta incidiese negativamente en la nota: qué me va a enseñar esta a mí del campo, discurría yo, y me acordaba del cuento de Julio Cortázar y no dudaba en incluirla a ella entre los que piensan que el campo es ese lugar en el que los pollos andan crudos.

A cuarta hora tocaba Introducción a la lingüística, pero no vino la profesora. Llevaba ya dos semanas sin asistir, y nadie nos había comunicado los motivos. En las clases que habíamos tenido con ella, muy pocas, apenas media docena, se había limitado a comentar con aire ausente la bibliografía recomendada que figuraba en el folleto de la asignatura y a desvelarnos (no tanto en el sentido de revelar algo desconocido como en el de hacer perder el sueño) los rudimentos de la gramática generativa. Había tenido además la ocurrencia, que a muchos les pareció extravagancia, de encargarnos, el primer día, una redacción con este título: Así es mi vida. Yo me esmeré todo lo que pude por ver si con ella atenuaba los más que previsibles fracasos a tenor de los contenidos del programa, que solo con echarles una ojeada me resultaron verdaderamente aterradores. Tuve tiempo de llenar un par de folios por las dos caras, lo que causó asombro y desconsuelo entre mis vecinos de pupitre, que a duras penas llegaron a las treinta líneas exigidas como límite mínimo de extensión. La sorpresa saltó también al día siguiente cuando fue nombrándonos a todos sirviéndose de la redacción, que miraba y repasaba igual que si la volviera a leer al tiempo que levantaba la vista y nos escrutaba como si quisiera quedarse con la cara y asociarla así para todo el curso a aquel nombre y aquel escrito.

Era febrero, y martes, desapacibles los dos, y por las ventanas se pintaba un cielo encapotado.

Salí al pasillo y me acobardó el bullicio. No sabía con quién hablar, o mejor dicho, no tenía con quién hablar; los había que recibían palmadas en la espalda, y exclamaciones de sorpresa, y saludos con la mano o la barbilla adelantada o alzadas las cejas. Se reconocían, se llamaban, se despedían.

No te preocupes, es normal, llevas solo cuatro semanas de clase, me consolaba mi misma compasión.

Recurrí a la carpeta en la que guardaba los apuntes para fingir indiferencia y llegar desapercibido hasta la puerta. Sabía bien que nadie iba a reparar en mí, pero era la única manera de salvar el orgullo, cuesta mucho resignarse a ser un perfecto desconocido.

Franqueé la puerta y consulté el reloj y ladeé la cabeza a un lado y a otro con el gesto grave del que está esperando a alguien que no llega. Permanecí así hasta que aminoró el trasiego.

Miré entonces por última vez con estudiado desasosiego el reloj y arranqué a buen paso: ya casi todos se habían marchado, pero nunca se sabe por dónde van y vuelven las miradas, el bar estaba allí enfrente y desde las mesas arrimadas a los amplios ventanales, las más concurridas, acechaban siempre ojos que juzgaban; un paso apresurado es signo seguro de tener una ocupación que aguarda, y atender esa ocupación exime del ejercicio de la camaradería y disculpa el retraimiento y disfraza la timidez y confiere acaso algún misterio o singularidad…

No lo abandoné, el buen paso, hasta que dejé atrás los barracones (grises, de cemento, aplanados y llenos de rejas, albergaban los dos cursos de comunes de Filosofía y Letras) y llegué al sendero que comunicaba con la estación de metro de San Ramón. Era un sendero de tierra, estrecho, casi angosto en algunos tramos, que tenía la particularidad y el aliciente de bordear los campos de entrenamiento del equipo de fútbol del Barcelona. Pegados a la valla metálica que los delimitaba había siempre un buen número de aficionados, y esa mañana me detuve un rato, como tantas otras, atraído por la curiosidad de observar de cerca a los jugadores. Allí estaban todos, titulares y reservas (Sadurní, Migueli, Marcial, Rexach, Cruyff…), ensayando extrañas contorsiones con hombros y cintura, moviendo los brazos como molinos, dando brincos de contento y simulando pelearse por el balón. Y Rinus Michels, el entrenador, con cara hosca de boxeador y un silbato en la boca, aparentando que los vigilaba desde una esquina del campo. Algunos de los espectadores, los que parecían más asiduos, llamaban por sus nombres a los jugadores y les daban gritos de ánimo cuando se acercaban a la valla —los había incluso que se atrevían a increparlos—, pero el interpelado jamás se daba por aludido, ni siquiera levantaba la vista: recogía el balón, exhibía un momento sus destrezas y enseguida, inmune al agasajo lo mismo que al improperio, se diluía en el grupo, ajeno por completo a todo lo que sucediera a su alrededor.

En el quiosco de la entrada al metro compré el periódico: Los príncipes de España, en Barcelona, rezaba el titular del Tele/eXpres, que abrí, como hacía siempre, por las páginas dedicadas a la crítica de libros, cine, teatro y espectáculos en general. Por ellas andaba aún cuando el tren se detuvo en la estación de Sagrera, la duodécima, según sabía muy bien desde el primer día que las había contado, y ojeando las otras subí las escaleras en las que se comprimía la muchedumbre de viajeros que, como yo, efectuaba el transbordo de la línea V a la línea I.

En el largo pasillo que comunicaba las dos líneas, y en uno de los escasos momentos en que el flujo de viajeros no obligaba a desfilar al ritmo cansino de un ejército derrotado, me sobrevino el presentimiento. Alguien me estaba siguiendo, y al instante percibí la llamarada de unos ojos fijos en mi nuca; esa clase de miradas no pasan nunca desapercibidas, basta con mirar fijamente y de forma prolongada a otra persona para que esta lo advierta de inmediato, aunque esté de espaldas, las mujeres lo saben muy bien. No me atreví a volver la cabeza, temeroso de encontrármelos, ni fui capaz tampoco de apresurar el paso, y mucho menos de retardarlo. Ni siquiera se me ocurrió abrir de nuevo el periódico y entretener en él la atención el tiempo que fuera necesario: para hacer algún acopio de valor, para que el otro se viera obligado a detenerse a su vez, o a adelantarme si no quería ser desenmascarado y que el acechado le reconociese como acechador.

Bajé las escaleras y esperé de pie en el andén, y al llegar el tren, antes de que las puertas se abrieran y la gente se amontonara fuera para tratar de impedir que salieran los de dentro, me dio tiempo a torcer un momento con disimulo la vista. Lo justo para atrapar el último aleteo de una mirada que aún se afanaba en huir a toda prisa de la mía.

Yo había visto antes esa mirada, si es que no la había incluso sostenido. También de los rasgos de la cara de su dueño tan fugazmente entrevistos creía guardar algún borroso recuerdo, que no acerté a precisar.

Lo intenté con ahínco en las tres estaciones que todavía me quedaban: reviví primero la escena de la noche en la plaza de Orfila y en el jeep, y esta, inexplicablemente, me llevó a la valla del campo de entrenamiento del Barcelona, pero allí volvía la neblina y se iba apagando aquel ligero resplandor que, sin embargo, se resistía a desaparecer.

En el trayecto del metro hasta la pensión me detuve una vez a ojear un escaparate y mirar de refilón, pero no vi nada ni a nadie que me resultara sospechoso.

9

—¿Qué miras tanto por la ventana?

—Nada, nada —y me tranquilizó ver que Faustina, la dueña de la pensión, afanada en poner la mesa, no mostraba ningún interés por lo que yo pudiera contestarle.

—¿Ya llamaste a tu madre? —preguntó, sin levantar la vista ni interrumpir su trajín.

—No.

—Pues llamó anoche otra vez. ¿Dónde estabas?

—Por ahí. Esta tarde la llamo.

Me acordé entonces del día en que llegué a Barcelona, y de mi madre asomada a la misma ventana que tenía yo ahora delante mirando con asombro y recelo la calle: no he pegado ojo en toda la noche, con todo abierto y ni una brizna de aire, y qué ruido de coches sin parar a todas horas y ya desde la madrugada, se quejaba. No se quedaba tranquila si no veía dónde iba a vivir y no se fiaba de que yo solo sin ayuda de nadie fuera capaz de sacar las cosas y dejarlas todas dispuestas y ordenadas, y se había empeñado por eso en acompañarme. Fuimos en el coche de línea hasta Soria, con el baúl y dos maletas, y allí cogimos un autocar. El viaje duró casi ocho horas, y hacía mucho calor porque era a primeros de septiembre. Ella no paraba de enjugarse la frente con el pañuelo, y de quejarse de los zapatos, y de mirar el reloj. No había hecho nunca un viaje tan largo —solo una vez había estado en Zaragoza, para conocer la basílica del Pilar, y en un par de ocasiones en Soria capital— y llegó exhausta. Fue ella también la que más insistió para que yo viniera a estudiar a Barcelona: allí tienes posada segura y estarás bien atendido, decía. En marzo, cuando rellené el impreso de solicitud de la beca, ya me había convencido para que pusiera Barcelona, y antes de que acabara en junio el COU ya había hablado por teléfono con los dueños de la pensión, que son del pueblo y parientes lejanos, y apalabrado el precio y convenido todos los pormenores. Llegamos a la Estación del Norte casi al oscurecer y dormimos los dos en la pensión. Ella venía con la intención de quedarse en Barcelona el resto de la semana, pero a la mañana siguiente, en cuanto dejó toda mi ropa en su sitio y arreglada la habitación a su gusto, fuimos a cambiar el billete. El único día que pasó entero en Barcelona lo dedicamos, acompañados de Faustina, que se avino a servirnos de guía, a visitar la Sagrada Familia (que mi madre contempló extasiada), las Ramblas (la aturdió el gentío, pero se quedó admirada de la variedad de tipos y razas, esta fue la expresión que ella empleó: no había visto nunca de cerca una persona de raza negra, confesó, ni amarilla, ni cobriza) y el puerto. Virgen santísima, el mar, exclamó al tiempo que se llevaba las manos a la frente y se hacía la señal de la cruz, como si fuese a rezar: era la primera vez que lo veía, y también yo, que desde aquella tarde me aficioné a verlo, sobre todo desde lo alto de la montaña de Montjuic y desde el Tibidabo. ¿Te ha gustado?, le preguntaba Faustina luego en la pensión, y ella decía que sí, que mucho, pero en la estación, después de despedirse y subir al autocar, se apeó un momento, volvió a abrazarme y me dijo llorando que no estaba segura de haber hecho una buena elección, y que a ver si por su culpa me iba a pasar algo malo en una ciudad tan grandísima y con tanto ruido y llena de gente y de coches por todas partes. En realidad, creo que mi madre se marchó asustada de Barcelona.

—¿Pero por qué corres del todo la cortina, si no hace sol? —se soliviantó momentáneamente Faustina.

En ese mismo momento llamaron a la puerta. Antes de que abrieran, me fui a mi habitación.

Era el cartero, que traía un certificado.

Comí yo solo.

—¡Mira que comer leyendo un libro, a quién se le ocurre! —rezongó Faustina—. ¿Por qué no pones la televisión? Pronto darán el parte ya. —El parte lo seguía llamando también mi padre.

La televisión presidía el comedor desde una repisa de madera colocada en un ángulo de la pared, y a una altura tal, que obligaba a mantener la barbilla alzada hacia el techo para mirarla. De la repisa, adornada con un tejido de ganchillo, colgaba una planta de hojas oscuras, y encima del televisor había un plato de cerámica de colorines.

Era normal que a la hora de comer faltara siempre alguno de los pensionistas, en particular los dos viajantes de comercio y el dependiente aprendiz de farmacia —se enfadó mucho el día que le dije que los de su oficio, según el diccionario, se llamaban mancebos—, pero solo en otra ocasión había sido yo el único comensal. Por lo visto, según me informó Faustina cuando me sirvió el primer plato, que era indefectiblemente una sopa de fideos, el camarero había tenido turno de noche y no se había levantado todavía, el cobrador de autobús tenía el día libre y andaba de recados, y de Amador, estudiante como yo, no sabía nada ni le había dejado ningún aviso de que no fuera a venir.

—¿Me puedes ayudar?

Era Julia, la hija de Faustina. Iba a cumplir catorce años y estudiaba octavo de EGB. Se sentó enfrente de mí y me señaló el libro de Lengua.

—Julia, que no has recogido la mesa —le advirtió su madre desde la cocina.

—Es que tengo deberes.

—Siempre la misma disculpa.

Julia hizo un gesto de displicencia y fastidio.

—¿Lo has entendido? —le pregunté cuando acabé de trazar la intrincada red de rayas y flechas que exigía, según las directrices del maestro, el análisis sintáctico de una frase.

—No.

—¿Entonces?

—Da igual.

—¿Cómo que da igual?

—Ni yo ni ninguno de mis compañeros lo entendemos. A una amiga mía se los hace su padre, que es profesor, y los demás los copiamos de ella.

—¿Y si os lo pregunta el maestro?

—Nunca pregunta, solo mira el cuaderno.

Julia se me quedó mirando y en su rostro asomó el mohín travieso que anticipaba una petición.

—También tengo que hacer un resumen para mañana.

—¿Un resumen de qué?

—Del primer capítulo del libro que tenemos que leer este segundo trimestre.

—¿Qué libro?

—No sé, ahora no me acuerdo —y se puso a rebuscar en la carpeta—. Mira, aquí lo tengo apuntado, Cartas marruecas, de José Cadalso. Seguro que lo has leído.

—¿Ese libro os hacen leer? —exclamé sin poder contener el asombro.

—¿Qué le pasa, es que no tenemos edad? ¿De qué trata, de amor y esas cosas? Ah, mira, y para el tercer trimestre tenemos una obra de teatro, La vida es sueño.

—¿De Calderón de la Barca?

—Sí, de ese. ¿Por qué pones esa cara? Del que leímos en el primer trimestre no dijiste nada y no entendió nadie ni pío, La familia de Pascual Duarte, qué tostón de libro, a quién le va a gustar, como si esas historias tan raras pudieran ocurrir, y tan brutas, un hombre que mata de un tiro a su perra, y un cerdo arrancándole las dos orejas de un mordisco a un niño en la cuna…

—¡Julia, que vas a llegar tarde al colegio! —alertó la madre desde el pasillo.

—¡Qué pesada, ya voy!

Recogió el cuaderno, cerró la carpeta y se puso de pie. Con una mano se estiró la falda como queriendo taparse hasta las rodillas y, sosteniendo por un momento la carpeta contra el pecho, acercó la otra a los labios para amortiguar el tono:

—¿Me lo harás, el resumen?

Y bajando aún más la voz:

—Pero no les digas nada a mis padres, ¿eh?