EL AIRE QUE RESPIRA

V.1.2: Mayo, 2016


Título original: The Air He Breathes

© Brittainy C. Cherry 2015

© de la traducción, Claudia Casanova, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados.


Los derechos de esta obra se han gestionado con Bookcase Literary Agency.


Diseño de cubierta: Staci Brillhart

Adaptación de cubierta: Taller de los Libros

Imagen: Love n Books

Modelo de cubierta: Franggy Yanez


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16223-50-3

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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EL AIRE QUE RESPIRA

Brittainy C. Cherry


Traducción de Claudia Casanova
Principal de los Libros

5

Capítulo 2

Elizabeth

4


—¿De verdad nos vamos a casa? —preguntó Emma, soñolienta, cuando la mañana asomaba por la ventana del salón, derramando luz sobre su dulce carita. La levanté de la cama y la coloqué en la silla más cercana, a ella y a Bubba, su osito y compañero favorito. Bubba no era un osito como los demás: era de verdad, disecado. Mi pequeña era un poco rara, hay que decirlo todo, y después de ver la película Hotel Transilvania, en la que aparecen zombies, vampiros y momias, decidió que ser rara y dar un poco de miedo era lo mejor del mundo.

—Así es —respondí, sonriéndole y recogiendo el sofá cama. La noche antes no había podido pegar ojo y me quedé despierta preparando las maletas. Emma sonrió como una payasa, con una expresión idéntica a la que había tenido su padre. Gritó:

—¡Biennnn! —Y procedió a contarle a Bubba que nos íbamos a casa.

Casa.

La palabra me dolió un poco, clavada en el corazón, pero seguí sonriendo. Había aprendido a mantener la sonrisa delante de Emma porque si se daba cuenta de que estaba triste, ella también se entristecería. Y aunque me daba sus besos de esquimal más cariñosos cuando yo estaba desanimada, no era justo que cargara con esa responsabilidad.

—Deberíamos volver a tiempo para ver los fuegos artificiales desde la terraza. ¿Te acuerdas de cuando los veíamos con papá? ¿Te acuerdas, cariño? —le pregunté.

Mi hija aguzó la mirada, como si estuviera rebuscando en lo más profundo de su memoria. Ojalá nuestras mentes fueran como armarios, con cajones que pudiéramos abrir siempre que quisiéramos recuperar nuestros recuerdos favoritos, extrayéndolos de un sistema ordenado, a voluntad.

—No me acuerdo —dijo, abrazando a Bubba.

Me rompe el corazón.

Sonrío de todos modos.

—Bueno, ¿qué te parece si de camino hacemos una parada en la tienda y compramos caramelos para comerlos cuando estemos en la terraza?

—¡Y Cheetos para Bubba!

—¡Claro!

Sonríe y vuelve a chillar, feliz. Y esta vez mi sonrisa es de verdad.

La quiero más de lo que jamás podrá imaginar. De no haber sido por ella, mi alma se habría quedado hundida en el dolor. Emma me salvó.


4


No me despedí de mi madre, porque nunca regresó de su cita con su Casanova de turno. Cuando me fui a vivir con ella y no volvía por las noches, solía llamarla incesantemente, loca de preocupación. Cuando se dignaba a coger mi llamada, me gritaba y me decía que era una mujer adulta con derecho a vivir una vida de mujer adulta. Así que cuando nos fuimos, le dejé una nota:


Vuelvo a casa.

Te quiero.

Nos veremos pronto.

E&E


Conduje durante horas en mi viejo cacharro, escuchando la banda sonora de Frozen tantas veces que llegué a pensar en arrancarme las pestañas una por una, con una cuchilla de afeitar. Emma escuchaba cada canción un millón de veces, pero se las arreglaba para inventarse una variación de la letra cada vez. Para ser sinceros, sus versiones me gustaban mucho más.

Cuando se quedó de dormida, Frozen se apagó con ella, y entonces el silencio me acompañó en el coche. Estiré la mano hacia el asiento del pasajero, con la palma hacia arriba, esperando que otra mano se entrelazara con la mía, pero el contacto no se produjo.

Estoy bien, me repetí una y otra vez. Estoy muy bien.

Un día sería verdad.

Un día, estaría bien de verdad.

Mientras nos internábamos en la autopista I-64, mi estómago se contrajo. Deseé poder circular por las carreteras secundarias para llegar a Meadows Creek, pero el único camino hacia el pueblo era este. Como eran fiestas, había mucho tráfico, pero el pavimento reciente y liso facilitaba mucho el tránsito por la que había sido una carretera con baches y descuidada. Las lágrimas acudieron a mis ojos mientras recordaba las noticias.

Accidente en la I-64, ¡caos, heridos, destrucción, muertos! Steven.

Una inspiración.

Seguí conduciendo mientras las lágrimas que trataban de huir fracasaban en su intento. Obligué a mi cuerpo a no sentir, porque de lo contrario, todo volvería y lo sentiría de nuevo. Y si eso sucedía, me vendría abajo. No podía permitirlo. El retrovisor me mostraba el pedazo de fuerzas que aún me quedaba: mi niña. Recorrimos la carretera y volví a inspirar profundamente. Cada día una inspiración, cada día un paso adelante. No podía pensar más allá de eso, o me ahogaría.

En un cartel de madera blanca y pulida se leía: «Bienvenidos a Meadows Creek».

Emma acababa de despertarse y miró por la ventanilla.

—¿Mamá?

—¿Sí, querida?

—¿Crees que papá sabrá que nos hemos mudado? ¿Para que no se pierda, cuando venga a dejar las plumas?

Cuando Steven murió y nos fuimos a vivir con mi madre, había plumas blancas en el patio delantero. Emma preguntó qué eran, y mi madre le dijo que eran señales de los ángeles, para que supiéramos que siempre estaban cerca, vigilándonos y protegiéndonos. A Emma le había encantado la idea, y siempre que encontraba una pluma, miraba hacia el cielo, sonreía y murmuraba: «Yo también te quiero, papá». Luego sacaba una foto con la pluma, para añadirla a su colección de fotografías de «papá y ella».

—Seguro que sabrá dónde estamos, cariño.

—Sí, tienes razón —convino—. Sabrá encontrarnos.

Los árboles eran más verdes de lo que recordaba, y las tiendecitas del centro estaban decoradas con banderas y luces de color rojo, blanco y azul por las fiestas. Me resultaba muy familiar y, al mismo tiempo, ajeno. La bandera ondeaba en casa de la señora Fredrick mientras arreglaba las rosas, patrióticamente teñidas, en su maceta. Exudaba orgullo por toda su existencia, contemplando su hogar.

Nos quedamos paradas en un semáforo en medio del pueblo durante diez minutos. No tenía ninguna lógica, no había tanto tráfico, pero me dio tiempo a mirar a mi alrededor, reconocer todo lo que me recordaba a Steven. Cuando la luz cambió, apreté el acelerador, porque solamente tenía ganas de llegar a casa y olvidar las sombras del pasado. Cuando el coche arrancó, por el rabillo del ojo vi a un perro abalanzarse sobre nosotras. Frené rápidamente, pero mi viejo coche soltó un hipo inquietante y tardó una fracción de segundo en detenerse. Para cuando lo hizo, oí un fuerte ladrido de dolor.

El corazón me subió a la garganta y allí se quedó, impidiéndome respirar. Paré el motor mientras Emma preguntaba qué había pasado, pero no tuve tiempo de responder. Abrí la puerta y vi al pobre animal justo cuando un hombre corría hacia nosotras. Su mirada asombrada se clavó en la mía, casi obligándome a bajar la vista para evitar la intensidad de sus tormentosos ojos azul grisáceos. La mayor parte de ojos azules van de la mano de una cierta calidez, pero los suyos no. Eran intensos, del mismo modo que su actitud era gélida y reservada. En el borde de sus iris había pinceladas de azul profundo, pero también hebras plateadas y negras que se entrelazaban y conferían un aire encubierto a su mirada. Sus ojos eran del color de las sombras del cielo justo antes de una tormenta de relámpagos. Me resultaban familiares. ¿Le conocía? Habría jurado que había visto su mirada en algún lugar. Parecía entre aterrorizado y lívido mientras contemplaba al que supuse sería su perro, que yacía inmóvil en el suelo. Alrededor del cuello del hombre colgaban unos cascos conectados con un objeto que guardaba en su bolsillo trasero. Llevaba ropa de deporte. La camiseta blanca de manga larga marcaba sus brazos musculosos, los shorts negros revelaban piernas fornidas, y tenía gotas de sudor en la frente. Imaginé que había salido a correr con su perro, y que quizá se le había soltado la correa, pero no llevaba zapatillas.

¿Por qué iba descalzo?

Eso ahora no importaba. ¿Cómo estaba el perro?

Debería haber ido con más cuidado.

—Lo siento mucho, no vi… —empecé a disculparme, pero el hombre gruñó desagradablemente al oír mis palabras, como si le hubiera ofendido.

—¿Qué demonios…? Joder, ¿qué maldita…? —gritó, y su voz me sobresaltó un poco. Cogió al perro en brazos, acunándolo como si fuera su propio hijo. Me levanté con él, y cuando miró a su alrededor, hice lo mismo.

—Déjeme acompañarlo al veterinario —propuse, temblando al ver al pobre animal también tembloroso entre sus brazos. El tono con el que se había dirigido a mí debería haberme molestado, pero cuando alguien está alterado, no se les puede exigir según qué. No respondió, pero vi que dudaba. Su rostro estaba cubierto de una espesa barba, oscura y descuidada. Su boca permanecía oculta tras el pelo salvaje que cubría su cara, así que solamente podía fiarme de lo que decían sus ojos.

—Por favor, déjeme ayudarle. Está demasiado lejos como para ir andando —insistí.

Asintió una sola vez. Cuando abrió la puerta del pasajero, él y su perro se instalaron dentro y cerraron la portezuela tras ellos.

Me metí en el coche y empecé a conducir.

—¿Qué pasa? —preguntó Emma.

—Vamos a llevar al perrito a que lo vea el médico, cariño. Todo va bien —dije, y esperé que no fuera una mentira.

Tardamos unos veinte minutos en llegar al hospital veterinario más cercano que abría 24 horas al día, y el viaje no fue exactamente como yo esperaba.

—Gire por la calle Cobbler —ordenó.

—Es mejor ir por la avenida Harper —corregí yo.

Gruñó de nuevo, dejando entrever lo enojado que estaba.

—No tiene ni idea de lo que dice, ¡vaya por Cobbler!

Inspiré profundamente.

—Sé conducir.

—¿Ah, sí? Porque su manera de conducir es el único motivo por el cual estoy metido en este coche con mi perro.

Estaba a cinco segundos de echar al maleducado de mi coche, y el único motivo por el cual no lo hice era su perro, que gimoteaba dolorido.

—Ya me he disculpado.

—Eso no le servirá de nada a mi perro.

Imbécil.

—Cobbler es la siguiente a la derecha —dijo.

—Harper es la siguiente después de la siguiente, a la derecha.

—No vaya por Harper.

Pienso ir por Harper solamente para llevarle la contraria. ¿Quién se cree que es?

Giré por Harper.

—No puedo creer que haya ido por esa jodida calle —se lamentó. Su enfado me hizo sonreír, hasta que llegué al cartel que decía «Calle cortada por obras»—. ¿Siempre es tan ignorante?

—¿Y usted es siempre tan… tan, tan…?

Empecé a tartamudear, porque a diferencia de algunos, no se me daba nada bien discutir con la gente. De hecho, era un desastre y generalmente terminaba llorando como una niña, porque las palabras no acudían a mi cerebro con la velocidad que las discusiones suelen requerir. Era la típica torpe a la que se le ocurrían las mejores réplicas tres días después de la pelea.

—¿Siempre tan qué? ¡Vamos, suéltelo ya! ¡Hable de una vez!

Giré el volante completamente y me dirigí a la calle Cobbler.

—¿Siempre es tan…?

—Vamos, Sherlock, usted puede —dijo, burlón.

—¡CAPULLO! —grité, girando por Cobbler.

El coche se quedó en absoluto silencio. Tenía las mejillas rojas y las manos agarraban con fuerza el volante. Cuando entré en la callecita de la clínica, abrió la puerta y sin decirme una palabra, levantó al perro y se metió en urgencias. Pensé que hasta allí habíamos llegado y era hora de dejarlo atrás, pero sabía que no me quedaría tranquila hasta asegurarme de cómo estaba el perro.

—¿Mamá? —dijo Emma.

—Sí, cariño.

—¿Qué es un capullo?

Error de educación número quinientos ochenta y dos del día de hoy.

—Nada, cariño. He dicho… Bueno, es un nombre de mariposa, ¿sabes?

—¿Así que le has llamado mariposa?

—Ajá. Una mariposa gigante.

—¿Se va a morir el perrito? —preguntó entonces.

Espero que no, de veras espero que no.

Le quité el cinturón de seguridad a Emma y entramos en el hospital. El extraño estaba aporreando el mostrador de la recepcionista. Decía algo, aunque no alcanzaba a oírlo. La expresión de ella era cada vez más incómoda.

—Señor, lo único que digo es que necesito que rellene este formulario y que nos proporcione una tarjeta de crédito, o no podremos atender a su perro. Además, no puede entrar aquí sin zapatos. Y francamente, su actitud deja mucho que desear.

El extraño descargó sus puños una vez más contra la mesa antes de ponerse a dar vueltas arriba y abajo, pasando su mano por su largo pelo negro hasta llegar al cuello. Respiraba pesadamente, estaba alterado, su pecho subía y bajaba con fuerza.

—¿Tengo aspecto de ir por ahí con mis tarjetas de crédito? Estaba corriendo, ¡idiota! Y si no piensa mover un dedo, quiero hablar con su superior.

La mujer parpadeó ante la violencia de sus palabras, igual que yo.

—Están conmigo —dije, acercándome. Emma se agarró a mi brazo y Bubba colgaba del suyo. Metí la mano en el bolso, saqué mi monedero y le tendí mi tarjeta de crédito a la mujer. Me miró desconfiadamente e insegura.

—¿Está usted con él? —preguntó, casi insultante, como si el extraño fuera alguien que se mereciera estar solo.

Pero nadie se merece eso.

Lo miré y vi la perplejidad en sus ojos, y también la furia. Traté de apartar la mirada, pero la tristeza que flotaba en sus iris era demasiado familiar como para alejarme.

—Sí, estoy con él —asentí. Como seguía vacilando, me enderecé y pregunté—: ¿Algún problema?

—No, no. Simplemente necesito que rellene este formulario.

Tomé el papel y me dirigí a la zona de los asientos. La televisión estaba puesta en el canal Animal Planet, y había un tren de madera justo al lado, que Emma y Bubba cogieron rápidamente. El extraño seguía mirándome con actitud fiera y distante.

—Necesito algunos datos —dije.

Se acercó lentamente, se sentó a mi lado y puso las manos en el regazo.

—¿Cuál es el nombre del perro? —pregunté.

Abrió los labios e hizo una pausa antes de responder:

—Zeus.

Sonreí al escuchar el nombre. Era perfecto para un golden retriever.

—¿Y usted?

—Tristan Cole.

Después de terminar con el papeleo, se lo entregué a la recepcionista.

—Todo lo que Zeus necesite, cárguelo a mi tarjeta.

—¿Está segura?

—Por supuesto.

—Es posible que la cantidad ascienda rápidamente —me advirtió.

—Pues cárguelo rápidamente.

Volví a sentarme con Tristan. Golpeaba sus nudillos contra sus shorts y observé que los nervios se habían adueñado de su cuerpo. Cuando lo miré, comprobé que tenía la misma expresión confusa que cuando nos habíamos cruzado por primera vez. Sus labios empezaron a murmurar algo mientras se frotaba los dedos rápidamente, antes de volver a ponerse los cascos y apretar el botón de play de su cinta.

Emma se acercaba a mí de vez en cuando, preguntando cuándo volveríamos a casa, y yo le decía que teníamos que esperar un poco más. Antes de volver a jugar con el tren, se quedó mirando a Tristan, observándole detalladamente.

—Señor.

Él la ignoró, pero la niña se puso con los brazos en jarras e insistió:

—¡Señor! —dijo, levantando un poco la voz. Un año con mi madre, y mi miniyó era un pequeño y adorable monstruo lleno de desparpajo—. ¡Señor, hablo con usted! —dijo, golpeando el suelo con sus piececitos impacientes. El extraño la miró, y Emma añadió—: ¡Es usted una enorme mariposa!

Dios.

No deberían permitirme educar a una niña. Se me da fatal.

Me acerqué a reñirla inmediatamente, pero logré entrever la sombra de una sonrisa tras la espesa barba de Tristan. Fue casi como si no hubiera existido, pero juraría haber visto su labio inferior temblar. Emma era capaz de arrancar una sonrisa hasta a las almas más oscuras: yo era la prueba viviente de eso.

Pasaron otros treinta minutos hasta que por fin salió el veterinario y nos dijo que Zeus estaba bien, simplemente se había llevado un golpe y se había fracturado la pata delantera. Le di las gracias y mientras se alejaba, las manos de Tristan se relajaron y se quedó inmóvil. Cada centímetro de su cuerpo empezó a temblar. Con una profunda inspiración, el bruto maleducado desapareció, y la desesperación se apoderó de él. Se perdió en sus emociones y cuando por fin exhaló un suspiro, empezó a sollozar sin control. Gemía y sus lágrimas eran duras, estaba en carne viva; verlo así era doloroso. Las lágrimas también acudieron a mis ojos, y juro que una parte de mi corazón se partió con el suyo.

—¡Eh, mariposa! ¡No llore, por favor! —dijo Emma, tirando de la camiseta de Tristan—. Todo irá bien.

—Todo irá bien —repetí las palabras de mi dulce niña. Posé una mano en su hombro, para reconfortarle—. Zeus está bien. Todo está bien, usted está bien.

Giró la cabeza hacia mí y asintió como si me creyera. Inspiró profundamente varias veces y se apretó el puente de la nariz, sacudiendo la cabeza lentamente. Trató de ocultar lo mejor que supo lo avergonzado que se sentía del espectáculo que había dado. Carraspeó y se alejó de mí. Nos quedamos separados hasta que salió el veterinario con Zeus en sus brazos. Tristan abrazó a su perro, que parecía cansado pero se las arregló para mover la cola al ver a su dueño, lamiéndole y consolándole con su cariño. Tristan sonrió, era imposible no verlo esta vez. Era una enorme sonrisa de alivio. Si el amor fuera un momento, habría existido entonces.

Los dejé solos, sin invadir su espacio. Emma me tomó de la mano y los seguimos a poca distancia mientras Tristan y Zeus salían de la clínica veterinaria.

Tristan empezó a alejarse con Zeus entre sus brazos, sin dar señales de querer que le llevara de vuelta al pueblo en el coche. Quería preguntárselo, pero en realidad no tenía ningún motivo para hacerlo. Puse a Emma en su asiento y le abroché el cinturón. Justo cuando cerraba la puerta, di un salto al ver a Tristan observándome, a pocos centímetros de mí. Clavó su mirada en la mía. No pude apartar los míos, y mi respiración empezó a agitarse. Traté de recordar cuál había sido la última vez que había tenido a un hombre tan cerca.

Se acercó todavía más.

Me quedé inmóvil.

Respiró hondo y yo hice lo mismo.

Una sola inspiración.

No pude hacer nada más.

Mi estómago dio un vuelco; estábamos muy cerca, y me disponía a responder rápidamente «de nada» al agradecimiento que imaginé que iba a darme.

—Aprenda a conducir su jodido coche —siseó antes de alejarse.

No dijo «gracias por pagar la factura del veterinario», ni «gracias por acercarme a la clínica», sino que dijo eso.

Bueno.

Con un susurro, repliqué al viento que golpeaba mi piel helada.

—De nada, capullo.

Capítulo 3

Elizabeth

4


—Bueno, ¡habéis tardado bastante en llegar! —sonrió Kathy mientras salía al porche delantero de la casa. No tenía ni idea de que ella y Lincoln nos estarían esperando en la casa, pero tenía toda la lógica, porque no nos habían visto en mucho tiempo y vivían a solo cinco minutos de distancia.

—¡Abuela! —gritó Emma mientras le desabrochaba el cinturón de seguridad de su asiento. Saltó del coche y se abalanzó sobre su abuela, más feliz que nunca. Kathy la acogió entre sus brazos y la levantó para que todos pudiéramos fundirnos en ese abrazo.

—¡Hemos vuelto a casa, abuela!

—¡Lo sé! Y estamos muy contentos de oírlo —dijo Kathy, cubriendo de besos la carita de Emma.

—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Emma, refiriéndose a Lincoln.

—¿Alguien me está buscando? —dijo él, que apareció en la entrada de la casa. Parecía mucho más joven que los sesenta y cinco años que en realidad tenía. Kathy y Lincoln probablemente nunca se harían viejos de verdad: poseían corazones jóvenes y llevaban una vida más activa que mucha gente de mi edad. Una vez salí a correr con Kathy y al cabo de media hora yo ya no podía más. Luego me contó que solamente habíamos recorrido un cuarto del camino que habitualmente hacían.

Lincoln agarró a Emma de los brazos de su esposa y la arrojó al aire.

—Bueno, bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí?

—Soy yo, abuelo, ¡Emma! —dijo riéndose ella.

—¿Emma? ¡Imposible! Eres demasiado grandota como para ser mi pequeña Emma.

Y ella sacudía la cabeza de lado a lado, vigorosamente:

—¡Soy yo, abuelo, de verdad!

—A ver, si eres Emma, demuéstramelo. Mi pequeña siempre me da besos especiales. ¿Sabes cómo son?

Emma se inclinó y frotó su naricita contra las mejillas de Lincoln, antes de darle un beso de esquimal. Su abuelo exclamó, fingiendo sorpresa:

—¡Vaya por Dios! Pues es verdad, ¡eres tú! Bueno, ¿a qué esperamos? Tengo piruletas rojas, blancas y azules que te están llamando. ¡Vamos dentro!

Lincoln se giró hacia mí y me dedicó un guiño de bienvenida. Los dos se apresuraron hacia el interior de la casa y yo aproveché para mirar a mi alrededor.

El césped había crecido y había malas hierbas y dientes de león, o «deseos con alas», como a Emma le gustaba llamarlos. La tapia de madera que habíamos empezado a colocar estaba a medias, porque Steven no tuvo tiempo de terminarla. Siempre quisimos rodear el terreno con una tapia para que Emma no tuviera la calle tan cerca, o se perdiera en el enorme bosque que había en la parte de atrás de la casa. Los tablones de madera blanca que sobraban estaban apilados a un lado de la casa, esperando a que alguien los utilizara para terminar la valla. Miré hacia el patio trasero rápidamente. Más allá de la tapia a medio construir estaban los árboles y luego kilómetros de bosques a nuestras espaldas. Y una parte de mí estaba deseando huir, correr hasta perderme en esos bosques, y quedarme allí durante horas.

Kathy se acercó y me abrazó con fuerza. Me dejé caer contra ella, exhausta, y le devolví el abrazo.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Aguantando.

—¿Por Emma?

—Por Emma.

Kathy volvió a abrazarme con fuerza antes de separarnos.

—El patio trasero está hecho un desastre. Nadie ha estado aquí desde… —Su voz se apagó junto con su sonrisa—. Lincoln dijo que se ocuparía de arreglarlo.

—Oh, no. Por favor. Ya me las arreglaré, de veras.

—Liz…

—De verdad, Kathy. Quiero hacerlo, además. Me apetece reconstruir las cosas.

—Si es lo que quieres… Al menos la tuya no es la casa más descuidada de la manzana —bromeó, indicando la del vecino.

—¿Vive alguien ahí? —pregunté—. Después de los rumores de fantasmas, es increíble que hayan comprado la casa del señor Rakes.

—Pues sí, así es. Bueno, ya sabes que no soy de chismes, pero el tipo que vive ahí es un poco raro. Dicen que está huyendo de algo feo de su pasado.

—¿Cómo? ¿No querrás decir que estuvo en la cárcel o algo así?

Kathy se encogió de hombros.

—Marybeth dijo que alguien le había mencionado que había apuñalado a alguien. Y según Gary mató a un gato porque no le gustaba como maullaba.

—¿Qué? Será broma, supongo. ¿Voy a vivir al lado de un psicópata?

—No te preocupes, seguro que no son más que habladurías. Ya sabes, es un pueblo pequeño y la gente no tiene nada mejor que hacer. Dudo que haya el menor ápice de verdad en los rumores. Pero trabaja con Henson, así que no puede estar muy bien de la cabeza. Sobre todo, cierra bien puertas y ventanas por la noche.

El señor Henson era el dueño de la tienda Cosas Prácticas en el centro de Meadows Creek, y era uno de los tipos más raros que nunca había conocido. Aunque, literalmente, no lo conocía: sabía que era raro únicamente por lo que contaba la gente. Los vecinos del pueblo eran unas hachas con los rumores, uno de los pilares tradicionales de la vida en la pequeña ciudad. Y todo el mundo iba de un lado para otro, pero nadie se movía.

Miré al otro lado de la calle y vi a tres personas charlando frente a una casa mientras se llevaban el correo de los buzones. Dos mujeres pasaron andando enérgicamente frente a mi casa y escuché que comentaban mi propio regreso al pueblo. No me saludaron ni me dijeron nada, pero estaban hablando de mí. En la otra esquina apareció un padre que enseñaba a su hijita a ir en bicicleta, al parecer por primera vez, sin las ruedecitas de apoyo. Una sonrisa se dibujó en mi rostro. Todo era un cliché, la plácida vida de un pueblecito. Todo el mundo lo sabía todo de los demás, y las noticias corrían como la pólvora.

—Bueno —dijo Kathy, sonriendo también, y devolviéndome a la realidad—. Te hemos traído un poco de carne de barbacoa y algo para cenar. También hemos llenado la nevera, para que no tengas que preocuparte por ir de compras durante al menos un par de semanas. Y tienes mantas en la terraza por si queréis ver los fuegos artificiales, que deberían estar empezando… —El cielo se iluminó de color rojo y azul, encendiendo el mundo y pintándolo de colores—… ¡ahora!

Miré hacia arriba y vi a Lincoln con Emma entre sus brazos, poniéndose cómodos con sus exclamaciones de admiración cada vez que la noche se iluminaba con los fuegos.

—¡Ven, mamá! —gritó Emma, sin apartar la vista del despliegue de colores.

Kathy me abrazó por la cintura y caminamos juntas hacia la casa.

—Después de que Emma se vaya a la cama, verás que tienes unas cuantas botellas de vino con tu nombre.

—¿Para mí? —pregunté.

—Para ti. Bienvenida a casa, Liz —sonrió.

A casa.

Me pregunté cuánto tiempo tardaría en desaparecer la punzada de dolor que sentía al oír esa palabra.


4


Lincoln quiso arropar a Emma, y cuando me di cuenta de que tardaban mucho, fui a ver qué pasaba. Emma siempre me lo ponía difícil cuando se acercaba la hora de ir a dormir y seguro que hoy no sería distinto. Me acerqué de puntillas por el pasillo y seguía sin escuchar ningún grito, ni lloros, lo cual era buena señal. Asomé la cabeza por la puerta y vi que los dos estaban echados y durmiendo a pierna suelta en la enorme cama, con los pies de Lincoln colgando por encima del borde.

Kathy soltó un bufido, divertida, detrás de mí al verlos.

—No sé quién está más contento de que hayáis vuelto, si Lincoln o Emma.

Volvimos juntas al salón, donde nos sentamos frente a dos de las botellas de vino más grandes que había visto jamás.

—¿Estás tratando de emborracharme? —pregunté entre risas.

Sonrió, divertida.

—Si te hace sentir mejor, igual tendré que hacerlo.

Kathy y yo siempre habíamos estado muy unidas. Después de crecer con una madre que no era la más estable del mundo, cuando Steven y yo empezamos a salir, conocer a Kathy fue como un soplo de aire fresco para mí. Me dio la bienvenida con los brazos abiertos, y nunca me falló. Cuando se enteró de que estaba embarazada de Emma, lloró incluso más que yo.

—Me siento fatal por haber tardado tanto en volver. Os he separado, sin querer —dije, sorbiendo un poco de vino y mirando hacia la habitación de Emma.

—Querida, tu vida había dado un vuelco tremendo. Cuando sucede algo así, y hay niños de por medio, uno no piensa. Se limita a actuar. Haces lo que crees que es mejor, te pones en modo de supervivencia. Y no puedes echarte la culpa por eso.

—Lo sé, pero siento que estaba huyendo de mí misma, y que lo hice por eso y no por Emma. Todo era demasiado…Probablemente Emma habría estado mejor si nos hubiéramos quedado aquí. Sé que lo ha echado de menos. —Mis ojos se llenaron de lágrimas—. Y debería haber venido de visita más a menudo, o llamar más. Lo siento mucho, Kathy.

Se inclinó hacia mí con los codos apoyados en las rodillas.

—Escúchame, cariño. Son las 10.42 de la noche y ahora mismo, en este instante, vas a dejar de echarte la culpa de todo. Ahora es cuando te perdonas a ti misma. Lincoln y yo lo entendimos perfectamente. Sabíamos que necesitabas tu propio espacio. Así que no pienses que nos debes una disculpa, porque no es así.

Me limpié las lágrimas que brotaban de mis ojos.

—Estúpidas lágrimas —dije, riéndome avergonzada.

—¿Sabes cómo se paran? —me preguntó.

—¿Cómo?

Me sirvió otra copa de vino. Qué mujer tan inteligente.

Nos quedamos despiertas charlando durante horas, y cuanto más bebíamos, más nos reíamos. Me había olvidado de lo reconfortante que es reír. Me preguntó por mi madre y no pude evitar fruncir el ceño.

—Sigue perdida, como si caminara en círculos, cometiendo los mismos errores con los mismos tipos de persona. Me pregunto si se llega a un punto en el que ya no puedes encontrarte… Creo que actuará así el resto de su vida.

—¿La quieres?

—Siempre, incluso aunque no me guste.

—Entonces no te rindas. Tal vez necesites un poco de espacio durante un tiempo. Sigue queriéndola, y ten fe en que volverá, de alguna manera.

—¿Cómo llegaste a ser una mujer tan sabia? —pregunté. Sonrió con expresión casi de lobo, levantó su copa hacia mí y luego se volvió a servir vino. ¡Una mujer muy inteligente!—. Oye, ¿podrías cuidar de Emma mañana? Iré al pueblo, tengo que encontrar trabajo. Tal vez Matty necesite una camarera para la cafetería.

—¿Y si nos la quedamos durante todo el fin de semana? Te irá bien tener tiempo para ti. Hasta podríamos volver a recuperar los viernes en casa de los abuelos durante un tiempo. De todos modos, no creo que Lincoln pueda separarse de ella así como así.

—¿De verdad haríais eso?

—Por ti, lo que haga falta. Y además, cada vez que entro en la cafetería, Faye me pregunta por «su mejor amiga», que cuándo «va a volver su mejor amiga»… Así que supongo que querrá charlar un buen rato contigo.

No había vuelto a ver a Faye desde la muerte de Steven. Aunque hablábamos casi cada día, comprendía que necesitaba estar sola. Esperaba que ahora entendiera también que la necesitaba de vuelta en mi vida, para volver a empezar de nuevo.

—Sé que quizá no es el momento, pero ¿has pensado en volver a activar tu negocio? —preguntó Kathy.

Steven y yo habíamos montado In & Out Design tres años antes. Él se ocupaba de las reformas exteriores de las casas y yo diseñaba la decoración del interior para clientes y empresas. Teníamos una tienda en el centro de Meadows Creek, y allí habíamos pasado algunos de nuestros mejores momentos, pero lo cierto es que lo que más dinero nos daba eran los trabajos de jardinería de Steven, y además él era quien se ocupaba de llevar la parte financiera de la empresa. Yo no era capaz de hacerlo sola. Con un diploma de diseño, en Meadows Creek podía optar por vender muebles caros en la tienda del pueblo, o volver a mis raíces universitarias y dedicarme al ramo de la hostelería, limpiando mesas.

—No lo sé. No creo. Sin Steven no me parece posible, ¿sabes? Creo que lo más práctico es encontrar un trabajo estable y olvidarme de esos sueños.

—Lo entiendo, pero no tengas miedo de volver a empezar a soñar, tal vez cosas distintas. Eras muy buena en tu trabajo, Liz, y te hacía muy feliz. Uno siempre debe aferrarse a las cosas que le hacen feliz.

Cuando Kathy y Lincoln se fueron, puse los cerrojos en la puerta delantera, que Steven y yo debíamos haber cambiado meses antes. Bostezando, me dirigí al dormitorio y me quedé de pie en el umbral. La cama estaba hecha y aún no había tenido el valor de entrar hasta ahora. Parecía casi una traición, meterme en esa cama y cerrar los ojos sin que él estuviera a mi lado.

Respira.

Un paso adelante.

Vamos.

Entré y me dirigí al armario, que abrí de par en par. La ropa de Steven seguía allí colgada y deslicé los dedos por sus camisas antes de empezar a temblar violentamente. Saqué las perchas y arrojé la ropa al suelo, con las lágrimas quemándome los ojos. Abrí los cajones y lo saqué todo. Tejanos, camisetas, ropa de deporte, calcetines. Todo. Cada pieza de ropa que Steven había comprado durante su vida, que se había puesto y estaba allí, terminó amontonada en el suelo. Me sumergí en la pila, aspirando el ligero aroma de su piel, que fingí que permanecía impregnado en la tela. Susurré su nombre como si pudiera oírme, y abracé la idea de que volvía a besarme y a rodearme en sus brazos. Las lágrimas de mi corazón herido cayeron en la manga de la camiseta favorita de Steven, y yo me hundí más profundamente en mi dolor. Lloré con rabia, gemía y sollozaba tratando de apagar la pena espesa, salvaje e indescriptible, como un animal. Todo me dolía. Todo estaba roto. A medida que pasaban los minutos, mis propios sentimientos me agotaban más y más. La tranquilidad de mi terrible prisión de recuerdos me sumergió en un profundo sueño.


4


Cuando abrí los ojos todavía era de noche. Tenía una preciosa niña con su peluche favorito durmiendo a mi lado. Una pequeña parte de su mantita la cubría, pero el resto de la tela estaba tapándome a mí. Cada vez que pasaba algo así, me sentía como mi madre. Recordaba cómo había cuidado de ella cuando debería haber disfrutado de mi infancia. No era justo para Emma. Ella me necesita a mí. Me acerqué y la abracé sin despertarla, le di un beso en la frente y me prometí que no volvería a derrumbarme nunca más.

Capítulo 4

Elizabeth


4


A la mañana siguiente, Kathy y Lincoln aparecieron temprano y muy animados para llevarse a Emma y salir de fin de semana juntos. Cuando estaba a punto de salir de casa, oí que alguien llamaba a la puerta. La abrí y adopté mi mejor sonrisa falsa al ver a las tres mujeres de mi vecindario y a las que no había echado de menos ni un ápice.

—Marybeth, Susan, Erica. Hola.

Debería haber adivinado que las tres mujeres más intrigantes y metomentodo del pueblo no tardarían en aparecer por mi porche.

—Oh, Liz —empezó Marybeth, agarrándome y obligándome a aceptar un abrazo forzado—. ¿Cómo estás, cariño? Oímos por ahí que habías vuelto, pero ya sabes cómo somos, no soportamos los rumores así que preferimos venir a cerciorarnos en persona.

—¡Te he preparado pastel de carne! —exclamó Erica—. Después de la muerte de Steven, te fuiste tan rápido que ni siquiera pude cocinarte nada para ayudarte en esos momentos tan terribles, así que estoy encantada de que hayas vuelto. La comida es muy importante cuando uno está pasando un duelo.

—Gracias, chicas. De hecho, estaba a punto de salir…

—¿Cómo está Emma? Pobre niña, ¿lo está superando? —me interrumpió Susan—. Mi hija Rachel me preguntaba por ella, y si quieres podríamos organizar encuentros para que jueguen juntas otra vez, si te parece bien. —Hizo una pausa y se inclinó hacia mí—. Pero, bueno y discúlpame, ¿Emma no estará sufriendo una depresión, verdad? He oído que se puede contagiar a los demás niños, ya sabes, estados de ánimo… Son tan frágiles…

Te odio, te odio, te odio.

Sonreí y dije:

—Oh, no. Emma está perfectamente. Las dos lo estamos. Todo está bien.

—Entonces, ¿vas a volver por el club de lectura? Cada miércoles, en casa de Marybeth. Los niños se quedan jugando en el sótano, mientras nosotras charlamos tranquilamente sobre una novela. Esta semana toca Orgullo y prejuicio.

—Yo… —No tengo las menores ganas de ir. Tenía las palabras en la punta de la lengua. Clavaron sus ojos en mí, y supe que si me negaba a ir, me crearía más problemas que si aceptaba. Además, a Emma no le iría mal estar con niñas de su edad—. Claro que sí, allí estaré.

—¡Perfecto! —Los ojos de Marybeth recorrieron mi jardín—. Tu casa tiene personalidad.

Lo dijo sonriendo, pero lo que en realidad quería decir era: «¿Cuándo piensas cortar el césped y arreglar este jardín desastroso? Estás haciendo quedar mal a todo el barrio».

—Estoy en ello —respondí, aceptando el pastel de carne de Erica. Lo guardé dentro y cerré la puerta detrás de mí, tratando de comunicar por todos los medios que estaba saliendo de casa—. Bueno, queridas: gracias por pasar a saludar. Más vale que vaya tirando.

—¿Vas al pueblo? ¿Qué vas a hacer allí? —preguntó Marybeth.

—Voy a ver si Matty necesita ayuda en Savory & Sweet.

—Me parece que acaban de coger a alguien… No creo que puedan permitirse contratarte —apuntó Erica, solícita.

—Así que es verdad lo que se dice, que no piensas abrir de nuevo el negocio. Bueno, te entiendo: sin Steven, no tendría sentido —dijo Marybeth.

Susan asintió.

—Era todo un hombre de negocios. Y tú solamente sabes de diseño… Debe ser triste, pasar de unos planes tan maravillosos a algo tan cotidiano como ser una camarera. Vaya, yo no podría. Menudo paso atrás.

Que te den, que te den, que te den. Sonreí.

—Bueno, ya veremos. Chicas, qué bien que hayamos hablado. Seguro que nos iremos viendo por ahí.

—¡El miércoles a las siete! —exclamó Susan, irónica.

Me abrí paso y crucé mi porche. No pude evitar poner los ojos en blanco mientras las oía sisear a mis espaldas que parecía haberme engordado un poco, y menudas ojeras que tenía.

Seguí andando en dirección al Savory & Sweet Café, y traté de calmarme lo mejor que pude. ¿Y si era cierto y no necesitaban más camareras en la cafetería? ¿Cómo me ganaría la vida? Los padres de Steven ya me habían dicho que no me preocupara por eso, y que nos ayudarían durante el tiempo que fuera necesario, pero no podía evitar pensar en ello. Tenía que volver a valerme por mí misma. Empujé la puerta de la cafetería y sonreí al escuchar un grito de alegría procedente del mostrador.

—¡Dime que no estoy soñando y que mi mejor amiga ha vuelto! —gritó Faye, saltando ágilmente por encima de la barra y dándome un abrazo de oso. No me soltó y se giró hacia Matty, el dueño de la cafetería—. Matty, ¿tú también la ves, verdad? ¿No son visiones, después de todo lo que me he metido antes de convertirme en una persona respetable?

—Sí que está aquí, locuela —dijo Matty con una sonrisa. Era un hombre mayor, y solía lidiar con la arrolladora y vibrante personalidad de Faye con bufidos, resoplidos y poniendo los ojos en blanco. Me miró con sus ojos marrones e inclinó la cabeza—: Me alegro de verte, Liz.

Faye dejó caer la cabeza contra mis pechos, como si fueran su cojín, y dijo:

—Ahora que estás de vuelta, no te vayas nunca, nunca, nunca más.

Faye era guapísima, de todas las maneras únicas y perfectas. Llevaba el pelo teñido de color plata, algo insólito para una mujer de veintisiete años, con mechas rosas y púrpura. Siempre llevaba las uñas pintadas de colores vibrantes y se ponía vestidos que le sentaban de maravilla, realzando sus curvas. Pero lo que más belleza le confería era su confianza. Faye sabía que era deslumbrante, y también que no tenía nada que ver con su aspecto físico. Por dentro se sentía orgullosa de ser quien era. No necesitaba la aprobación de los demás pa-ra-na-da.

La envidiaba por ello.

—Pues la verdad, he venido a ver si necesitabais a alguien…Ya sabes, para una temporada. Sé que no he trabajado con vosotros desde la universidad, pero me iría bien ganar algo de dinero.

—¡Claro que te necesitamos! ¡Eh, Sam! —dijo Faye, dirigiéndose a un camarero que no me resultaba familiar—. Estás despedido.

—¡Faye! —exclamé.

—¿Qué?

—No puedes ir despidiendo a la gente así como así —la reñí, viendo el miedo en los ojos del pobre Sam—. No estás despedido.

—Vaya si lo estás.

—Cállate, Faye. No, no estás despedido. Pero ¿quién eres tú para despedir a nadie?

Se irguió y señaló su cargo, prendido en la camisa, que decía «Encargada», y comentó:

—Alguien tenía que hacerlo, amiga.

Me giré hacia Matty, medio sorprendida.

—¿Has nombrado a Faye encargada?

—Creo que me puso algo en la bebida —dijo, riendo—. Pero si necesitas trabajo, aquí siempre hay un sitio para ti. Podrías empezar a media jornada.

—Eso sería genial. Vaya, cualquier cosa. —Sonreí a Matty y le di las gracias.

—También podríamos despedir a Sam igualmente —insistió Faye—. Ya tiene otro trabajo a media jornada en otro sitio. Y además es rarito.

—Puedo oírte —dijo Sam, tímidamente.

—No me importa. Sigues despedido.

—No vamos a despedir a Sam —confirmó Matty.

—No eres nada divertido. Pero ¿sabes qué? —Se quitó el delantal y gritó—: ¡Es la hora de comer y eso sí es divertido!

—Son las nueve y media de la mañana —apuntó Matty.

—¡La pausa del desayuno! —corrigió Faye, tomándome del brazo—. Volvemos en una hora.

—Las pausas no duran más de veinte o treinta minutos.

—Seguro que Sam se encargará de mis mesas. Sam, ya no estás despedido.

—Nunca lo estuviste, Sam —dijo Matty, sonriendo—. Una hora, Faye. Liz, asegúrate de que vuelve en punto o será ella quien termine en la calle.

—¿Así que esas tenemos? —replicó Faye, poniéndose las manos en las caderas, casi con un gesto de… ¿flirteo? Matty esbozó una sonrisa irónica y paseó sus ojos por todo su cuerpo casi… ¿sexualmente?

¿Qué demonios…?

Cuando salimos del edificio, con Faye aún abrazándome, seguía confusa acerca de la extraña interacción que había detectado entre ella y Matty.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté, enarcando una ceja en dirección a Faye.

—¿El qué?

Eso —dije, señalando hacia atrás, donde habíamos dejado a Matty—. Ese pequeño tango sexualmente intenso que os habéis marcado los dos ahí dentro. —No respondió, pero empezó a mordisquearse el labio inferior—. Dios mío, Faye, ¿te has acostado con Matty?

—¡Cállate! ¿Quieres que se entere todo el pueblo? —dijo, enrojeciendo y mirando a su alrededor—. Fue un accidente.

—¿Ah, sí? ¿Un accidente, eh? ¿Qué pasó, ibas andando por la calle y Matty caminaba hacia ti y accidentalmente su pene se le salió del pantalón? ¿Y un fuerte golpe de viento empujó al mencionado pene dentro de tu vagina? ¿Te refieres a ese tipo de accidente? —repliqué, burlona.

—No exactamente. —Se pasó la lengua por el interior de la mejilla, y dijo—: El tipo de accidente en el que su pene entró primero en mi boca.

—¡POR EL AMOR DE DIOS, FAYE!

—¡Lo sé, lo sé! Por eso la gente no debería salir los días de viento. Los penes van que vuelan, ¡son un peligro!

—No puedo creerlo. ¡Por lo menos te dobla la edad!

—¿Qué quieres que te diga? Siempre me han gustado los hombres maduros. Y además, tengo problemas con la figura paterna.

—¿De qué estás hablando? Tu padre es fantástico —dije.

—Exacto. Ningún hombre puede estar a su altura. Pero Matty… —suspiró—. Creo que me gusta.

Era alucinante. Faye nunca empleaba la palabra «gustar» cuando se trataba de un hombre. Era un putón verbenero, de pies a cabeza.

—¿Qué quieres decir con eso? —Mi voz dejaba entrever que tenía la esperanza de que mi amiga por fin sentara la cabeza.

—Eh, eh. Calma, Nicholas Sparks. Lo que quiero decir es que me gusta su pene, ¿está claro? Hasta le he puesto un apodo. ¿Quieres saber cuál es?

—Por el amor de Dios y lo más sagrado, no.

—Oh, no te preocupes, voy a decírtelo, quieras o no.

—Faye —suspiré.

—Matty el Gordito —dijo, con una amplia sonrisa socarrona.

—Es el tipo de cosa que nunca, jamás, tienes que compartir conmigo, ¿lo sabes, no?

—Me refiero a que «el gordito» es como si dos bratwursts se combinaran. Como si el dios de las salchichas hubiera escuchado mis plegarias. ¿Te acuerdas de Peter el Rosadito, y de Nick el Sin, el que no estaba circuncidado? Pues es cien veces mejor. Matty el Gordito es la tierra prometida de las salchichas.

—Creo que voy a vomitar. Así que si no te importa, ¿puedes dejar de hablar?

Se puso a reír y me abrazó.

—Dios, te he echado de menos. Bueno, ¿qué dices? ¿Vamos a nuestro sitio de siempre?

—Oh, por supuesto que sí.

Mientras seguimos andando durante un par de bloques más, Faye me hizo reír a cada segundo, lo que me llevó a preguntarme por qué había tardado tanto en volver al pueblo. Quizá una parte de mí se sentía culpable, porque sabía que si me quedaba allí empezaría a sentirme mejor, y esa idea me aterrorizaba. Pero en ese momento, las risas con Faye parecían justo lo que necesitaba. Cuando me reía no tenía tiempo de llorar, y estaba cansada de mis propias lágrimas.

—Es un poco raro estar aquí sin Emma —dijo Faye, sentada en el balancín del parque infantil. Estábamos rodeadas de niños acompañados de padres y niñeras, corriendo y jugando a nuestro alrededor, mientras nosotras nos balanceábamos. Uno de los niños nos miró como si estuviéramos locas, pero Faye le gritó rápidamente:

—¡No crezcas nunca, muchacho! Es una trampa mortal.

Era una payasa.

—Bueno, ¿cuánto tiempo llevas tonteando con Matty? —pregunté.

Se puso roja y replicó:

—No lo sé. Un mes. O dos.

—Dos meses.

—O quizá siete, u ocho.

—¿Cómo? ¿Ocho meses? Pero si hablamos cada día, ¿cómo es que no se te había ocurrido mencionarlo?