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un placer ausente
apuntes de un profesor sobre la lectura escolar

JORGE ESLAVA

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© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Manuel Olguín 125, Urb. Los Granados, Lima 33

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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Versión ebook 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-327-4

Para mi hermana Marita,
en su lejana biblioteca.

Más tarde tuve la convicción de que los colegios del Perú…
debían trabajar de otra manera.

José María Arguedas

Presentación

Esta es una libreta de notas, un capricho de la fábula, no un trabajo de investigación convencional. Aunque todos los datos que empleo son resultado de un largo proceso de indagación, sobre todo en los últimos años, con el que he llevado mi oficio de maestro. Conversaciones con cientos de docentes y encuestas a miles de estudiantes, visitas a colegios y participación en muchos eventos académicos me han traído a este punto de convergencia entre el ensayo y la novela. La historia se ubica en Lima, en el 2008. El protagonista es un joven profesor de colegio, formado en una universidad estatal, donde paseó por diversas facultades y terminó Literatura. Ha concluido la Maestría en Educación y prepara una tesis sobre el Plan Lector, que avanza a duras penas. Ejerce la docencia desde que era estudiante universitario, al comienzo como profesor de secundaria y más tarde en primaria. La ficción muestra el espacio público del profesor, su desempeño laboral con colegas y alumnos, y de otro lado el mundo privado, en una resquebrajada relación con su pequeña hija y su exmujer.

Ojalá se advierta que la inquietud fundamental de este trabajo se sustenta en la formación del deseo de leer —edificar el amor y la voluntad de ese precioso acto humano—, mucho más que la práctica de la lectura o la enseñanza de la literatura. Y aunque quisiera estar lejos de cualquier actitud doctrinal, me siento seguro del valor formativo de los buenos libros: modela al ser humano, amplifica su espíritu, mejora su convivencia con el mundo. Cualquiera que haya ejercido con respeto la docencia comprobará que las observaciones y meditaciones que registro no son nada extraordinarias. Tampoco los diálogos de los personajes novelescos ni las entrevistas que sostengo con creadores y estudiosos reales. Todas las palabras de este libro constituyen simplemente un trozo de la realidad: el alimento diario que brindamos a nuestros alumnos, en las miles de horas que pasamos en las aulas, no siempre con el mejor ánimo, pero apasionados con lo que vamos a enseñar.

Jorge Eslava

Apertura

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Advertencias sobre el Plan Lector1

Han sido ustedes muy amables en invitarme a participar en este acontecimiento. Me honra alternar con creadores y críticos de jerarquía en literatura infantil y juvenil, aunque no dejo de sorprenderme. Soy un sencillo profesor primario, cuya relación con la lectura y la enseñanza es tan apasionada como escéptica. En medio de la epifanía que ha significado el Plan Lector en el Perú, para mis colegas encarno un aguafiestas. No me seducen los himnos ni las fanfarrias respecto a los programas de lectura en nuestro país, tengo claro que somos todavía un país gobernado por signos de barbarie, con una educación bastante desatendida y un concepto banalizado de la cultura. Por eso creo fervientemente en el compromiso del maestro, en su deber intelectual y vital, en su misión utópica de cambio.

Todo adulto sabe, o al menos sospecha, el grado de intervención que asume en el aprendizaje de las nuevas generaciones; la sociedad le ha conferido una autoridad educativa que por lo general le resulta ancha y ajena. En el caso de la escuela, nadie discute que los niños deben formarse a imagen y semejanza de lo que el maestro considera importante, aunque el cómo y el para qué no tengan respuestas convincentes. De este modo los niños no solo aprenden a leer el libro que el profesor provee, y la forma como lo provee, sino que aprenden a sumar números enteros, a maravillarse con la historia de las civilizaciones, a despertar una curiosidad por los insectos e incluso a correr detrás de una pelota en el patio de recreo. Estos primeros pasos constituyen un aprendizaje en el niño, quien busca integrar un conocimiento en su memoria para vincularlo luego a su propia vida. Y más tarde compartirlo con la vida de los demás, que es el sentido más elevado de nuestra realización. Esa es la experiencia del docente, porque «educar es educarse», según la venturosa frase del filósofo George Gadamer.

Pero qué ha pasado con nuestra educación. Si bien el Programa Nacional de Movilización por la Alfabetización (PRONAMA), adscrito al Ministerio de Educación, trabaja desde el 2006 en la disminución del analfabetismo en el Perú, no deja de ser intolerable que en una década de vanidad por nuestro desarrollo macroeconómico, alrededor de un millón y medio de peruanos mayores de quince años continúen segregados porque no saben leer ni escribir. Diversas fuentes ofrecen porcentajes de analfabetismo, a fin de informar en detalle índices de reducción en determinadas zonas del país o márgenes diferenciados entre hombres y mujeres —siempre las zonas rurales son las más golpeadas y las mujeres siguen siendo las principales marginadas—; no obstante, carecemos de indicadores referidos al «analfabetismo funcional», un problema que puede ser tan grave como la ignorancia, pues disimula el rostro social tras la máscara de la cultura escrita.

En su definición más simple, leer es «pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados» —diccionario de la academia—, pero en una segunda acepción es entender la orientación de un texto e incluso de cualquier otro tipo de representación gráfica. Y en un tercer significado, sobre el cual rara vez se detienen los maestros y mucho menos las autoridades educativas, significa potenciar el sentido profundo de un texto literario. Conviene preguntarse si el texto leído es el tejido que el lector descifra ante sus ojos o supone un proceso más complejo y superior. Creo que el texto es, sobre todo, el tramado que el lector va construyendo en su memoria y sensibilidad mientras lee e, incluso, mucho tiempo después. Esa capacidad recreadora convierte a todo libro en un valioso instrumento de saber e imaginación.

Si esta premisa resulta persuasiva, cómo conseguir verdaderos lectores, no esclavizados a la escuela y capaces de enriquecer con su experiencia lo que el texto propone, cuando respiramos un aire educativo y cultural descompuesto. Es una fantasía: con unos cuantos libros no podremos transformar la sociedad, mientras nuestros agentes políticos no luchen por renovar los programas de enseñanza, mejorar la situación de los docentes y erradicar el concepto de cultura como espectáculo. Necesitamos planes de lectura que llamen la atención sobre nuestras condiciones de vida, a fin de cuestionarlas y resquebrajarlas. Ojalá los maestros tomaran conciencia de que la lectura escolar no germina en tierra baldía, salvo que les complazca la literatura infantil como subgénero artístico y la lectura como actividad subordinada a la escuela.

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Como toda experiencia entrañable, un trabajo responsable de lectura consiste en desarrollar el vínculo activo del sujeto con el texto. La manera como enseñamos a leer es sumamente importante. Tratemos de que el estudiante asuma, desde el principio, la lectura como un acto de felicidad y comunicación. Sería absurdo negar la trascendencia del libro en la vida de un niño y un adolescente, porque llega en momentos en que está construyendo su personalidad. Recordemos la primordial conquista de la escuela, cuando maestros y padres celebran que el niño, al final de su primera infancia, haya aprendido por fin a leer. Es un motivo de fiesta, muy justo, porque todos tienen claro lo largo y espinoso de ese aprendizaje y para qué sirve desentrañar esa mescolanza de letras. Los garabatos del inicio escolar se han convertido en sílabas y palabras con sentido, en una fuente de descubrimiento y regocijo; y no ha sido de milagro, sino alentado por el esfuerzo y el deseo.

Pero qué ocurre en adelante, sobre todo en los primeros años de secundaria. ¿Implica la lectura esa misma necesidad educativa? ¿Saber leer responde a un ánimo de querer leer? ¿Está el profesor en capacidad de contestar a sus alumnos para qué sirve leer? Tengo la impresión de que en la edad preadolescente la lectura atraviesa su punto crítico, su verdadera prueba de fuego. Mucho más expuesta a las tentaciones del medio y apremiada por una turbia libertad, la lectura rara vez encuentra en el hogar y en la escuela una cómplice resistencia. Ya no sacia una urgente curiosidad, ya no es lo reveladora que fue. Con qué vocación va a dirigir un joven su mirada al libro, cómo va a insertar el acto noble de un héroe de la ficción en su alma desorientada o desesperada, para qué va a ampliar su horizonte de contemplación y tolerancia si el mundo que lo rodea parece reñido con las bondades de la cultura. Y sobre todo del espíritu rebelde de la literatura.

En este periodo de tormento escolar y bajo muchos pretextos, incluso muy razonables, los educadores hemos declinado del poder de leer. No solo se desestima la lectura de los modos culturales más cercanos del adolescente: el cine, la música, el deporte, la historieta; cuyos contenidos y formas de acercamiento deberían estar presentes en los programas educativos y en las preocupaciones pedagógicas de los maestros. Sino que además la escuela secundaria descuida la lectura en su expresión más llana: la lectura informativa, que se comporta en las aulas como una mera gestión burocrática de acopio de datos sin sopesarlos ni discutirlos.2

En esas circunstancias la lectura literaria difícilmente encuentra explicación y menos justificación. De qué manera defender el acto de leer, que si bien es un camino de evasión, es sobre todo una herramienta de socialización. Tal vez uno de los más elevados del ser humano, pues significa antes que nada una defensa de la libertad, que nos permite conocer y reconocer nuestro mundo, pensar en sus límites y aspirar sus mejoras. Recuerdo una frase certera del escritor norteamericano John Steinbeck, premio Nobel de literatura 1962: «Es casi imposible leer algo bello sin sentir deseos de hacer algo bello».

Los padres de los adolescentes, sin embargo, se desentienden del ejercicio de la lectura. Ellos no leen —aunque aseguran haber leído bastante—, olvidaron por completo sus angustias juveniles y desvanecieron la alegría de aquellos papás orgullosos que fueron cuando sus hijos aprendieron a descifrar el alfabeto, apenas unos años atrás. Ahora, sin recuerdos y sin razones para comprar libros y compartirlos, los padres se refugian en la trinchera del enemigo. Mientras los maestros de escuela se empeñan en coger el rábano por las hojas: más atentos a la pronunciación y a la velocidad de la lectura, obsesionados por el bendito mensaje y machacones de los consabidos cuestionarios que buscan respuestas previsibles. La suma de tantos desatinos se expresa en las evaluaciones de lectura, cada vez más pragmáticas y uniformes, apremiadas por la masificación estudiantil y la ligereza social. Todos nosotros vivimos en carne propia una larga crisis de nuestra sociedad, en medio del desarrollo tumultuoso de los medios de comunicación y de un desquiciado sistema educativo.

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Nuestro sistema educativo ha demostrado irresponsabilidad para denunciar los graves problemas culturales que soporta y advertir las deficiencias de comprensión lectora en nuestros estudiantes. Es un tramado cuyas fibras comprometen al Estado. No quisiera extenderme en asuntos vinculados a las altas esferas del poder, porque me obligaría a explicar que fueron las casas editoriales extranjeras las que iniciaron las campañas en favor de la lectura de niños y jóvenes y no el Estado peruano; que son estas empresas multinacionales que, con indudable experiencia en ese campo y grandes expectativas comerciales, difunden lo mejor de la producción literaria; que su poder mediático y económico es inalcanzable para los niveles de nuestras editoriales y de la capacidad del Estado y que sin embargo trabajan independientemente del Ministerio de Educación, salvo para las licitaciones. Una autonomía discutible que concuerda con los postulados neoliberales, pero que debería reconsiderarse en el campo de la educación. Lo que importa ahora es insistir en la necesidad de que los docentes, a pesar del maltrato social y económico, comprendan que leer no es solo un ejercicio para incrementar el vocabulario y exhibir una mayor cultura general, sino un arma de resistencia contra la animalidad y una auténtica conquista humana.

Maestros y maestras entréguense a la lectura. Estudien y batallen en sus aulas. La lectura es una de nuestras actividades que menos admite ideologías banales y que más justifica la materialidad de lo imaginario. No se lee a partir de la nada. El libro es un objeto tangible pleno de fantasía y cuestionamiento. Tan concreto, filosófico y político que en Argentina y Chile, hace algunas décadas, la dictadura militar incineró libros infantiles con la misma intensidad que ahora se leen con provecho. Ocurrió también en el Perú, donde se quemó la primera novela de Mario Vargas Llosa. En el patio del Colegio Militar Leoncio Prado, hacia mediados del sesenta, varios rimeros de La ciudad y los perros fueron convertidos en cenizas por órdenes castrenses. Con estos y muchos otros ejemplos, ¿podemos hablar acaso de la inocencia de los libros infantiles y juveniles?

A pesar de las cicatrices y algunos desalientos, es justo decir que en nuestro país vivimos ráfagas de esperanza: la vuelta a la democracia, una importante producción cultural de iniciativa privada, un proceso de consolidación de la industria editorial, una inquietud por la lectura escolar. Rachas de esperanza que requieren del concurso decisivo del magisterio. No perdamos de vista que la institución escolar recién inicia este trayecto del Plan Lector. La mayoría de docentes desconoce la extensión y profundidad del campo de la literatura infantil y juvenil; para muchos es todavía un género sin la envergadura de la llamada «gran literatura», para otros es un instrumento ancilar de la enseñanza y para casi todos es una posibilidad abordada con timidez, sin la pasión ni el riesgo que debe animar toda tarea educativa.

Todavía la literatura infantil suele verse como una actividad ingenua y despreocupada —algunos de nuestros autores son responsables—; reducida a una historia sencilla, que no toca temas controversiales y donde solo importa la moraleja. Si no es, en otros casos, solo la mirada enternecida que se posa en el diseño del libro o en los álbumes ilustrados. ¿Por qué va a ser fácil escribir o ilustrar un libro para niños? ¿Alguien cree, a estas alturas, en la poca información que reciben los chicos y en su complaciente candor? Si consideramos que el género infantil y juvenil merece un verdadero estatuto, para transmitirlo y orientar a nuestros alumnos es preciso conocer bien la teoría literaria y a los mejores representantes de su creación.

Esta capacidad no se improvisa, queridos maestros y maestras. Tampoco responde a una doctrina. Nuestra tarea es una difícil aventura de búsqueda. Explorar el campo de la literatura infantil y juvenil implica interesarse por la lingüística y la psicología, la estética y la pedagogía; asimismo, estar atento al buen cine y al teatro, no desairar los dibujos animados ni las historietas, tener el oído dispuesto a la música y los giros coloquiales, mancharse con el barro de nuestra realidad. Un educador comprometido debe andar estos caminos, porque, como leí alguna vez de un pedagogo francés: «Las personas sin inquietudes no pueden comportarse como buenos educadores». Solo una preparación a conciencia podrá llevarnos a saber, al menos a intuir, cuándo estamos frente a un buen libro infantil o juvenil. No hay recetas, el filtro más confiable de evaluación será nuestro propio discernimiento. Habremos comprendido que leer es cultivar la inteligencia y la sensibilidad, aprender a comunicarnos y a querer más al prójimo. Difícil concebir una pedagogía de la lectura que no se inscriba con estos postulados.

Lección primera

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SALGO ABATIDO DE LA REUNIÓN. Desmoralizado, como si hubiera perdido por goleada. Mejor: derrotado en el cuadrilátero por knockout. Desciendo las escaleras a tumbos y no miro a los costados, debo llevar mala cara; qué pocas ganas puedo tener de cruzar alguna palabra con ellos. Más bien pronuncio bajito: «Los profesores son los enemigos naturales de los alumnos». Una buena frase de Nietzsche que no me sorprende. Aunque es difícil aceptar que sean tan encarnizados. Parece que entraran al salón poco interesados en educar; dispuestos, más bien, a sorprender el menor error de conducta de los estudiantes para comérselos vivos. Y son de una exquisita sensibilidad para detectar la fisura de la ignorancia: una pregunta absurda la califican de ridícula, una respuesta equivocada significa una reverenda burrada.

—Me quedaré un rato en la cafetería —respondo a uno de los colegas que me dice para salir juntos.

Prefiero evitar el tropel de profesores. Ahora todos hablan, en especial aquellos que permanecieron mudos durante la reunión. Ninguno carece de anécdotas para celebrar las bestialidades de sus alumnos. Ante el pedestal del saber (si parecen dominarlo todo, haberlo leído todo), despliegan contra el alumno una sarta de cortesías que alude a las especies zoológicas y también a los primeros eslabones de la evolución humana. Cada reunión es una muestra temible de su instinto humanista, de su odium pedagogicus.3 Es como el pasatiempo preferido del gremio, que no consiente el desinterés de los alumnos hacia el aprendizaje y menos el desdén a la lectura.

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Me gusta imaginar a mis colegas en sus clases. Al profesor de Literatura, por ejemplo, locuaz y pretensioso en la sala de profesores. Conmigo es, por el contrario, bastante receloso. Una vez intenté conversar con él sobre Travesuras de la niña mala (2006), la última novela de Vargas Llosa. No sé si dije algo inapropiado, pero encontró un pretexto para interrumpir el diálogo. Ipso facto, diría él. Siempre viste traje oscuro y corbata, lleva un maletín James Bond y lo escucho hablar de litigios entre partes, circunstancias atenuantes o resoluciones impugnadas —está por terminar Derecho en una universidad particular. De seguro comentará cualquier cuento de Valdelomar o Reynoso con ese lenguaje grandilocuente, tan lleno de gerundios y arcaísmos.

—¿Sufrirán los escritores en sus tumbas? —me digo casi sin darme cuenta.

—¿Perdón? —me pregunta la señora de la cafetería.

—Por favor, un café cortado y un paquete de galletas — contesto.

—¿Las de agua?

—Sí, gracias.

La estrella de esta tarde ha sido la lectura en el colegio. El director académico habló de la necesidad de evaluar cuánto leen nuestros estudiantes —hubo bromas y risitas entre los colegas— y de diseñar un programa de lecturas para todos los grados. Aquí se acabó el chiste en la reunión; al fin, me dije, un motivo para debatir sobre el sentido de la educación. Al menos en uno de sus aspectos, la lectura, si es que pertenecemos a una sociedad de la cultura escrita. Pero el director no mencionó si nosotros, los profesores, leemos lo suficiente como para convertirnos en autoridad y estar en condiciones de cumplir dichas tareas.

No sé si la pintarrajeada teacher de Inglés, el ceremonioso profesor de Religión o el cascarrabias sabelotodo de Matemáticas llevan un libro en su cartapacio. No importa si de autoayuda o si les espera en casa, antes de dormir, una novela romántica. Un verdadero misterio. Del que podría asegurar que no lee ni ha leído un libro en su vida es el gordo profesor de Educación Física, basta verlo engullir todo tipo de chatarra al borde de la cancha, mientras sus alumnos sudan el alma corriendo interminables vueltas.

PORCIÓN: 8 UNIDADES (44 gramos) —me entretengo leyendo la información nutricional de la envoltura de galletas—.Valores por porción. Energía 161 / proteína 3 / grasa 2.3 / grasa saturada 1 / grasas monoinsaturadas 0.8 / grasas poliinsaturadas 0.4 / colesterol 0 / hidratos de carbono 32.

¡Cuántos libros se habrán escrito sobre nutrición! ¡Y cuántos sobre gimnasia y cultura deportiva! Una montaña de conocimientos que este profesor ha saltado con garrocha, porque siempre lo veo acribillar a sus alumnos con carreras, abdominales y lagartijas. Y después, para recuperar la perdida simpatía, los dejará jugando pelota o tirados en el pasto contemplando las nubes. ¿Sabrá que es indispensable alimentarse bien, que no estirar los músculos después del ejercicio puede causar lesiones? ¿Que la actividad física desarrolla el vigor y también la moral?

¿Tendrá conocimiento de que el flaco Menotti, cuando fue entrenador de la selección argentina, recomendaba a sus jugadores leer libros durante las concentraciones? ¿De que Jorge Valdano ha escrito tres o cuatro libros sobre fútbol y el escritor uruguayo Eduardo Galeano tiene uno que es el evangelio: El fútbol a sol y sombra (1995), un devocionario y una denuncia a uno de los deportes más lucrativos del mundo? Sabrá que Vargas Llosa cubrió el Mundial de España 82 como reportero del diario El País y dejó escrito: «Gracias al fútbol, la literatura de ficción contemporánea se ha enriquecido con un aporte tan simpático como inesperado: las secciones deportivas de la prensa»? Alguien debería advertirle que las palabras escritas están en todas partes a la espera de nuestros ojos, ávidos de conocer desde lo elemental hasta aquello que trasciende lo corporal y la emoción instantánea.

—¿Le traigo azúcar, profesor?

—No, gracias. Me estoy acostumbrando a tomarlo puro.

Ahora sí presiento que viviremos una fiebre en el colegio. El sermón del director iba en serio, ya distribuyó algunas tareas y ha repartido las recientes «Normas y orientaciones básicas para la implementación y ejecución del Plan Lector», publicadas por el Ministerio de Educación. Fue el único tema de esta tarde y la reunión, sin embargo, fue interminable. Lo que me ha quedado resonando en los oídos son las imprecaciones de todos contra la pantalla de luz —¡maldecidos mil veces la internet, la televisión y los videojuegos!— y el decreto del profesor de Literatura, muy a su estilo: «Pena capital contra los alumnos que no leen». Los profesores seremos los verdugos; yo no sé cómo haré para escabullirme de ese mal juego.

—¿Cuánto le debo, señora?

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Soy profesor de quinto grado de primaria en todas las asignaturas y sigo con una mezcla de celos y fascinación la buena estrella del profesor de Literatura. Debo confesar que quisiera estar en su lugar y que a ratos alucino: invoco un virus que lo deje fuera de combate unos meses y pueda reemplazarlo en sus clases sobre el realismo urbano o la Generación del 27. Aunque hay días en que su presencia ensimismada y algo sombría me despierta una rara curiosidad. «Debe ser poeta… o al menos narrador», me digo bajo los efectos de un curioso fetichismo. La estructura del colegio impide compartir momentos con otros profesores, en especial con aquellos de distinto nivel, así que me complacía imaginándolo en su escritorio, desvelado y bajo la luz de una lámpara, escribiendo un libro secreto. O tumbado en la cama, con la ropa puesta, leyendo como un descosido.

Una mañana entré al teacher’s room y lo encontré doblado sobre una pila de cuadernos, corrigiendo con cara de pocos amigos. «Es mi oportunidad», pensé. Me tentó la idea de iniciar una conversación con él y de paso despejar mis dudas sobre su oficio creativo, si escribía poemas o cuentos metafísicos.

—Buenas… qué duro corregir tantos cuadernos.

Levantó los ojos y me observó con desconcierto, como preguntándome «¿a mí te diriges?» o «¿qué otra cosa puedo hacer?». No me contestó, pero su mirada había sido tan sugestiva que me animé a soltar prenda.

—¿Qué género escribe? Porque a mí me gusta… mejor dicho, trato de escribir poesía.

—No escribo nada.

Esta vez no levantó la mirada. Su respuesta podía expresar un ejemplo de modestia o que dejara de importunarlo con mis preguntas o que, realmente, no escribía nada pero que era un apasionado lector. Dudé unos segundos antes de inclinarme sobre esta última opción: no cabe duda, es un gran lector. Lo que dice bellamente Privat: «El lector lee como el pescador pesca. Es solitario, inmóvil, silencioso, atento o meditativo, más o menos hábil o inspirado. Se considera como evidente que el lector lee cuando lee como el pescador pesca cuando pesca, ni más ni menos. Aprender a pescar, como aprender a leer, consiste entonces en dominar ciertas técnicas de base y probarlas progresivamente en corrientes de agua o en flotas de textos cada vez más abundantes». Animado por estas disquisiciones, decidí desafiarlo y aporreé nuestro trabajo rutinario, que robaba horas a la creación pero que felizmente estábamos obligados a leer un montón…

—¿Leer un montón? —repitió mi frase con una ligera inflexión de cansancio y creo que hasta de antipatía.

—Bueno, claro —balbuceé—… todo profesor de Literatura tiene que leer no solo obras clásicas sino lo que se publica actualmente.

—¿Para qué?

Mortificado, levantó la mirada y me clavó los ojos desafiantes.

—¡Tonterías! —exclamó—. ¡Los libros del curso me los sé de-memoria!

Se refería a los manuales de Literatura de tercero, cuarto y quinto de secundaria. Era suficiente para él, ahí estaba depositado todo su saber humanístico. Le sostuve la mirada unos segundos, después él prosiguió con su corrección de cuadernos: «biografía del autor», «corriente literaria», «títulos de sus obras»… lo noté tan seguro de su verdad, tan sólido y confiado en la inspiración de sus libros sagrados. Poco importaría esta anécdota, tampoco me produciría desazón ni molestia, incluso la hubiera olvidado, si no hubiera comprobado tantos casos semejantes a lo largo de estos años.

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Me he dado una vuelta por las librerías. Es sorprendente el ágil reflejo del mercado: en cuestión de meses, estos locales han instalado secciones nutridas de literatura infantil y juvenil. En algunos casos, como en las librerías El Virrey o el Fondo de Cultura Económica, no son solo estanterías con libros para niños y jóvenes que se suman a las tradicionales estanterías de literatura hispanoamericana, novela extranjera o ensayos de lingüística, sino que han habilitado espacios apropiados —cojines multicolores en el suelo, mesas y sillas en miniatura— para que los chicos se acomoden a leer a sus anchas.

Sin proponérmelo, he recordado cuando mi padre me llevaba de niño a las librerías. En aquella época mi padre era un personaje en algunas librerías, porque además de buen conversador —qué charlas entusiastas con los libreros de antaño—, era un magnífico comprador. Tenía crédito en Castro Soto, La Familia y Studium, a cuyos establecimientos, repartidos en varios distritos de Lima, llegábamos a quedarnos un rato largo. No diré que eran las horas más felices de mi vida, pero no la pasaba nada mal: fisgoneaba títulos clásicos, acariciaba el repujado de algunas cubiertas, me extasiaba de volúmenes ilustrados y picoteaba la prosa elegante de los cuentos y las fábulas que me fascinaban. No había secciones destinadas a los pequeños lectores… la novela Corazón o los relatos de Andersen o una selección de Las mil y una noches formaban parte del maravilloso conglomerado de la gran literatura universal.

Tampoco recuerdo libros embolsados, carteles de promoción ni vendedores despistados. La librería era una especie de biblioteca animada, donde se hablaba con fervor de novedades y hallazgos librescos, entre sobrios anaqueles de madera. Ahí dormían un sueño sobresaltado las mejores creaciones de Pavese, Hemingway o Camus… víctimas de la irrupción de nuestra mano o de nuestros ojos. Los encargados de venta, muchas veces el mismo propietario, dispuestos siempre a brindarnos su orientadora y contagiante pasión por la lectura. Creo que antes la librería representaba un mundo menos ambiguo, ajeno al ambiente de supermercado… hoy se han ampliado e iluminado los espacios, multiplicado los rótulos de clasificación y el vendedor no deja de ofrecer alguna mercancía a cambio del libro que hemos solicitado. Vistas así las cosas, qué modesta aparece ahora la imagen que retengo de ayer: mi padre con un paquete de libros y un niño a su lado, yo regordete y con anteojos, llevando un libro en su mano, ansioso porque sabía que en casa se convertiría en un mundo por descubrir.

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A la distancia, es para alegrarse: el número de libros infantiles ha crecido considerablemente y son objetos en empaques cada vez más lucidos. Las editoriales extranjeras apuestan por el mercado peruano y nuestras casas editoras han afrontado la competencia, descubren autores y empiezan a producir libros a granel. Leer en la escuela se ha convertido en un asunto de actualidad y todos parecen comprometidos. Pero la percepción de la realidad tiene otro margen espacial: de cerca los libros muestran un contenido bastante conservador, la lectura está más atenta al latido pedagógico de la escuela y los profesores flotan a la deriva, desconcertados para trazar las «líneas transversales», cumplir con las evaluaciones y proveer el deleite de la literatura.

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Escucho por la radio declaraciones del director de la Biblioteca Nacional: «Es verdad, solo la mitad de las ciudades en el Perú tienen una biblioteca pública». «¿En qué condiciones?», pregunta el periodista. El director enmudece, el periodista no insiste y se deja llevar enseguida al tema de las salas para niños que han inaugurado en la sede de San Borja. Mentalmente, repregunto: «¿Esas escasas bibliotecas municipales tienen actualizados los catálogos? ¿Disponen del sistema de estantes abiertos, computadoras, fotocopiadoras?».

Como una ráfaga, recuerdo la biblioteca de La Punta; en su viejo local pasaba, cuando era adolescente, tardes enteras leyendo novelas clásicas. Un espacio sosegado y cómodo, donde unos pocos niños y jóvenes, casi siempre los mismos, nos saludábamos amablemente como miembros de una congregación de solitarios. Esta biblioteca se ha mudado a la Casa del Adulto Mayor y me pregunto qué implicancia puede tener ahora, para los chicos del distrito, el concepto del acto de leer.

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Reviso la tesis que tengo refundida en mis estantes y encuentro algunas respuestas de alumnos universitarios —de las muchas encuestas que realicé—, que impiden la descomposición de mi trabajo. Temo que pronto sea un fósil. Son opiniones que conviene incluir en la especie de pizarrón en que ha ido convirtiéndose este cuaderno de apuntes. Creo que en la China antigua, el datzibao era una suerte de gran mural donde se escribían eslóganes y todo tipo de textos breves que reproducían el ánimo de una comunidad. Lo que quedó, por ejemplo, en las paredes de París cuando estalló Mayo del 68. Recuerdo haber leído en una revista cubana el trabajo de recopilación de grafitis y apostillas que hizo Julio Cortázar al recorrer aquellas calles adoquinadas. No eran pintas de carácter partidario, sino profundamente políticas y culturales, impregnadas de un ácido aliento subversivo.

Esta muestra de la tesis responde a una pregunta de la encuesta, referida a la imagen que conservan los alumnos de la biblioteca de su colegio: «Era decepcionante. Salvo dos o tres títulos, todo olía a guardado. Incluso la bibliotecaria» / «Lo que abundaba eran los ejemplares preuniversitarios y había, bien al fondo, un solitario estante de literatura. En medio de tantas hojas secas, parecía una aguja en un pajar» / «Mi colegio es religioso y la biblioteca es un templo de libros santurrones» / «Había ejemplares de temas delicados: abuso sexual, prostitución, violencia familiar y callejera; pero el estante estaba con llave y solo podrían abrirla los profesores» / «Mi mamá hizo una donación de libros (ella trabaja en una gran imprenta), pero nunca vi esos libros en la biblioteca» / «Cuando en historia estudiábamos la Santa Inquisición y el profesor explicaba las cámaras de tormento, todos gritaron: ¡La biblioteca! ¡La biblioteca!» / «Nuestra biblioteca era más anticuada que Una noche en el museoCrepúsculo