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Tierras bravas
Cine peruano y latinoamericano

ISAAC LEÓN FRÍAS

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Tierras bravas. Cine peruano y latinoamericano

© Isaac León Frías
De esta edición:

©Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Manuel Olguín 125. Urb. Los Granados, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131. Fax: 435-3396

fondoeditorial@ulima.edu.pe

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Foto de carátula: La ciudad y los perros, 1985. Filmoteca PUCP.

Versión ebook 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-331-1

A todos los amigos que participaron en esa hermosa aventura
de veinte años que fue Hablemos de Cine y, en especial,
a la memoria de los que se fueron, Juan M. Bullitta y
Carlos Rodríguez Larraín, dos de los fundadores;
Constantino Carvallo y Pablo Guevara.

Índice

A modo de entrada

Primera parte: cine peruano

Hacia una historia del cine peruano

Cortometraje: la apertura del cine peruano

El cine peruano al encuentro de su identidad

¿Predicando en el desierto?

¿Se afianza el largometraje peruano?

Las tribulaciones de nuestro cine

Volver a vivir: cronología (accidentada) de la ley de cine

Panorama crítico del cine peruano

Kukuli (1961)

La muralla verde (1970)

El viento del ayahuasca (1983)

Túpac Amaru (1984)

La ciudad y los perros (1985)

Gregorio (1985)

La boca del lobo (1988)

Alias La Gringa (1991)

La vida es una sola (1993)

La yunta brava (1999)

Dos películas de Felipe Degregori: Abisa a los compañeros (1980) y Todos somos estrellas (1992)

Luis Figueroa y el cine andino

Apuntes para el estudio de la crítica cinematográfica en el Perú

Segunda parte: cine latinoamericano

Un registro de las bases bibliográficas y documentales para el estudio comparado de la historia de las cinematografías de América Latina

El cine latinoamericano en la hora de la verdad

Los otros cines: precariedades y esfuerzos de algunos países sudamericanos en desventaja

Cine y medios audiovisuales en América Latina: tendencias actuales

El cine de los setenta: tiempos duros

Un balance del documental militante

Cine cubano

Santiago Álvarez y el documental político

Lucía (1968)

Gutiérrez Alea y otros más. Notas sobre una muestra de cine cubano

Cine mexicano

Los caifanes (1967)

Las huellas de Tlatelolco: Canoa (1975) y La pasión según Beren ice (1975)

Dos películas de Paul Leduc: Reed: México insurgente (1971) y Frida, naturaleza viva (1984)

Cadena perpetu a (1978)

¡El cine paraguayo existe!

Panorama crítico del cine latinoamericano

Dios y el diablo en la tierra del sol (1964)

Tres tristes tigres (1969)

El chacal de Nahueltoro (1969)

El coraje del pueblo (1971)

La Raulito (1973)

Alsino y el cóndor (1985)

Jericó (1990)

La estrategia del caracol (1994)

Pixote, la ley del más débil (1981)

Buenos Aires viceversa (1996)

El lado oscuro del corazón (1992) y Despabílate amor (1996)

Índice de películas

A modo de entrada

Me encontraba en pleno trabajo de rastreo de textos para la investigación del nuevo cine latinoamericano de los años sesenta, ya concluida y convertida en libro, cuando fueron apareciendo diversos artículos escritos por mí durante años y no todos referidos a esa época, pero sí al cine del Perú y al de otros países de la América de habla española y portuguesa. Son artículos que se han publicado en libros o revistas del Perú, Cuba, Estados Unidos, España y Francia o que han permanecido inéditos, como ocurre con dos de los más extensos dedicados a la historia de la crítica de cine en Lima y a la bibliografía acerca del cine en América Latina. Estos dos últimos fueron elaborados para sendos trabajos de investigación en la Universidad de Lima, uno de ellos, el primero, concebido en función de un volumen antológico de la crítica de cine en el Perú, que es aún una asignatura pendiente.

Teniendo a la vista esos materiales, considero de utilidad reunirlos en un volumen, pues ofrecen información y análisis útiles del cine que se ha venido haciendo en el Perú y en los países de la región, pero también de lo que se ha escrito aquí y afuera en torno a ese tema. Esa es la doble línea de los trabajos: las películas como motivo de comentario y el registro de críticas y libros acerca de películas y cinematografías. Precisamente, dos de los inéditos dan cuenta de esa segunda línea, casi no explorada entre nosotros.

No se trata de todo lo que he escrito sobre los cines y las películas de estas tierras, ni mucho menos, pero es una selección de notas de una cierta amplitud, aunque no todas, y que ofrecen un panorama, ciertamente parcial e incompleto, de casi cuarenta años de cine a partir de 1960, aunque algunos de los textos se internan, asimismo, en las décadas anteriores. Ciertos motivos puntuales, en especial los comentarios de algunos filmes, se repiten en más de un artículo, pero, a pesar de las reiteraciones que se puedan encontrar, los he mantenido porque cada uno de esos textos posee en sí mismo una unidad que merece conservarse sin recortes.

Los artículos originales, con pocas excepciones, han sido respetados en su integridad, de allí que se puedan leer algunas opiniones o juicios con los que no estoy, ahora, de acuerdo o incluso algunas impresiones sobre una misma película que no son coincidentes. De manera especial, en los textos El cine latinoamericano en la hora de la verdad y Santiago Álvarez y el documental político, escritos en el periodo 1969-1970, se deslizan afirmaciones de sincronía o solidaridad políticas que eran las que me animaban en ese entonces y que en estos momentos no podría formular de la misma manera. En el libro El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica escribo sobre esos mismos temas y se podrá cotejar allí lo que hoy opino acerca de esas películas y sus circunstancias, que no es en todos los puntos contrapuesto a lo que opinaba en 1970, pero en todo caso no resulta igual. No puede ser igual porque la distancia de los años permite mirar y analizar las cosas de otra manera. Lo mismo me ocurre con la valoración de ciertos directores, que, como los mexicanos Emilio Fernández y Roberto Gavaldón, no me merecen hoy el escaso aprecio que les dispensaba hace varias décadas, lo que se expresa en alguno de los artículos.

Rescato los textos, también, porque me parece que en ellos –si no en todos, en varios, sobre todo en algunos comentarios de películas–, hay una escritura y un filo críticos que siento haber perdido un poco. Releo, por ejemplo, lo que escribí sobre Abisa a los compañeros o Todos somos estrellas, sobre Lucía, Canoa o La pasión según Berenice, y percibo un buen manejo del instrumental analítico. No creo que en estos momentos escribiría con ese mismo grado de penetración en las operaciones expresivas de esas películas. Tal vez porque ya no soy el crítico de cine “estable” que fui ininterrumpidamente durante cuatro décadas y, habiendo dejado en estos últimos años el ejercicio regular de la crítica periodística, me siento cada vez más el profesor, el investigador, el escritor de temas de cine y, por encima de todo, claro, el mismo cinéfilo de toda la vida, aunque siempre asoma inevitablemente el crítico que no podría dejar de ser nunca. Queda a criterio de los lectores ratificar o no esa percepción mía y, de cualquier modo, evaluar la utilidad de este volumen.

Una aclaración sobre el título que podría hacer pensar a algunos interesados que se trata de un libro en torno al western. ‘Bravo’ o ‘brava’, según el DRAE, significa valiente, esforzado, bueno o excelente; también fiero o feroz, alborotado o embravecido; asimismo violento o áspero, inculto o rústico. Si se combinan esas acepciones tiene sentido hacer referencia a nuestra región, de México al Caribe, y del orbe andino a la Patagonia, incluyendo al “continente” brasileño, como tierras bravas, al menos en las décadas a las que se dedican estos textos, y en las precedentes, también. Por cierto, el cine de esos tiempos queda impregnado de esos rasgos y algo de ello se transmite en los textos.

Agradezco la colaboración de Lorena Escala Vignolo en la transcripción digitalizada de los materiales preinformáticos, así como en el ordenamiento de los textos.

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Hacia una historia del cine peruano

Introducción

No se puede escribir una historia del cine peruano porque hasta el momento no se ha realizado una investigación completa sobre la materia. Salvo artículos periodísticos muy incompletos y aislados, prácticamente no se ha escrito nada sobre el particular. En el tomo X de la Historia de la República del Perú, Jorge Basadre incluye datos muy valiosos sobre los primeros años del cine en el país. Por lo demás y hasta donde sabemos, solo el artículo “Panorama del cine peruano”, de Enrique Pinilla, publicado en 1969 en la revista Cultura y Pueblo, de la Casa de la Cultura, consigna un ordenamiento cronológico que resultó de gran utilidad para una primera elaboración de este texto que, con el mismo título, apareció en la revista Hablemos de Cine, nro. 50-51, en 1970.

El presente trabajo aspira, en su carácter provisional, a señalar la exigencia de un estudio más profundo sobre la historia del cine peruano, aun cuando este no haya alcanzado en el pasado una presencia realmente significativa en la vida del país, pues la producción ha tenido una escasa y accidentada existencia. Con un mercado local pequeñísimo (aproximadamente 300 salas de 35 milímetros, desde hace muchos años), copado por las grandes empresas de distribución internacional, muy poco se ha podido hacer para establecer una producción más o menos estable. A la insuficiencia del mercado interno se ha sumado la barrera hasta ahora infranqueable de la distribución “extramuros”, sin ninguna posibilidad de competir, además, con los “hermanos mayores” del cine de habla castellana, México, Argentina y España. Por eso la historia del cine peruano se asemeja mucho a la de tantos otros países latinoamericanos: esfuerzos aislados llenos de buena voluntad cuando no vulgar aventurerismo, espontaneísmo pionero cuando no mero afán de lucro. Sin apoyo legal, sin un respaldo financiero, sin exigencia crítica, el poco cine que se ha hecho ha deambulado abruptamente ante el público espectador habituado al cine extranjero de procedencia estadounidense en su mayoría.

Hay que señalar, también, que este trabajo constituye el capítulo dedicado al Perú del libro Les cinemas de l’Amerique Latine, que, coordinado por el francés Guy Hennebelle y por el boliviano Alfonso Gumucio Dagron, debe aparecer en edición francesa y española. Como, salvo esta introducción, no se modifica en nada el original, el lector peruano sabrá pasar por alto algunas referencias contextuales que resultan superfluas para nosotros.

Por último, y además de recalcar que es esta la primera aproximación crítico-informativa sobre el tema, hay que agradecer los datos que en entrevistas y diálogos nos han ofrecido Manuel Trullen, Eduardo Tellería, José Dapello y Manuel Chambi.

Inicios

La primera exhibición cinematográfica peruana se efectuó en la plaza de Armas de Lima el 2 de enero de 1897, con la asistencia del presidente Nicolás de Piérola. El aparato empleado, procedente de Estados Unidos, fue el vitascope de Thomas Alva Edison, y no el cinematógrafo de los hermanos Lumière, que llegó después.

En 1911 se filma, según el historiador Jorge Basadre, la primera película peruana: un documental titulado Los centauros peruanos, basado en ejercicios de caballería. De acuerdo con el mismo historiador, el primer corto peruano de ficción pertenece al escritor Federico Blume y es la comedia Negocio al agua, filmada en 1913. El siguiente filme del que se tiene noticia, rodado ese mismo año, es Del manicomio al matrimonio, con argumento de la escritora María Isabel Sánchez Concha.

En los años siguientes se filman ceremonias cívicas y sociales a manera de notas informativas, a cargo de fotógrafos profesionales, en su mayoría. Alrededor de 1920 destacan en tal actividad los fotógrafos Avilés y Calvo.

Mientras que en 1926 se realiza la película Páginas heroicas, inspirada en la guerra con Chile, cuya exhibición pública no ha sido confirmada, es en 1927 que se filma y estrena la primera película peruana de largometraje, Luis Pardo, que relata un episodio de fines del siglo XIX, respecto a un bandolero famoso. El director también argumentista y protagonista del filme, Enrique Cornejo Villanueva, la hizo sin ninguna experiencia técnica previa y posteriormente no tuvo participación alguna en otras películas. En 1928 se filma una versión de La Perricholi, inspirada en la vida de la célebre amante del virrey Amat, escrita y dirigida por Guillermo Garland y el argentino Luis Scaglioni, y protagonizada por Carmen Montoya y el italiano Enzo Longhi. Luego, en 1929, el italiano Pedro Sambarino, quien había incursionado en el cine boliviano y que en el Perú se inició con la fotografía de Luis Pardo, realiza El carnaval del amor, sobre motivos de la vida local.

Hacia 1930 se filma Como Chaplin, de la compañía Patria Films, un intento de remedo humorístico por el chileno Alberto Santana. Al año siguiente, el mismo Santana dirige Las chicas del jirón de la Unión, y en 1932 se rueda un largometraje sobre la profilaxia sexual que se exhibía un día para hombres y otro para mujeres en el Teatro Segura de Lima, con el título de Cómo serán vuestros hijos. Por fin, en 1933 se realiza la última película muda peruana, Yo perdí mi corazón en Lima, de la compañía Patria Films, escrita y dirigida por Alberto Santana. En estos años aparece un noticiero de irregular periodicidad, Noticiero Heraldo, a cargo del chileno Sigifredo Salas (dirección, montaje y narración) y del español Manuel Trullen (cámara y laboratorio).

Sobre el valor de estas primeras experiencias cinematográficas poco hay que decir: en sus limitaciones técnicas, en su precariedad expresiva, fueron intentos más o menos aislados de abrir una vía para un posible cine comercial, semejante al que en esos momentos se realizaba en otros países de Sudamérica, especialmente Argentina y Chile, donde la producción fílmica durante los años veinte alcanzó un número considerable. Hay que resaltar el hecho de que buena parte de los pioneros de esta época procedió del extranjero, tal es el caso de Alberto Santana y Manuel Trullen, quienes habían acumulado experiencia fílmica en Chile. Asimismo, hubo dos peruanos, José Bustamante y Ballivián y el escritor Ricardo Villarán, quienes, como directores, tuvieron amplia participación en el periodo de 1920-1930, en el cine argentino, especialmente Villarán, quien dirigió La baguala, El hijo del riachuelo, Manuelita Rosas, El poncho del olvido, entre otros títulos. Precisamente, Villarán será uno de los principales animadores del periodo de Amauta Films, que supone el mayor impulso que en el campo del largometraje haya tenido el cine peruano hasta la fecha.

Por lo demás, las películas mencionadas están todavía muy lejos de formar un público para un cine peruano en un momento en que la producción estadounidense ya se ha enseñoreado del mercado local y antes de que las películas mexicanas, con el advenimiento del sonido, comiencen a competir, en desventaja, ciertamente, con las estadounidenses, y a conquistar un mercado facilitado por el alto volumen de analfabetismo y la eficacia de ciertos géneros (la comedia ranchera y el melodrama, principalmente) que no encuentran correspondencia en el caso peruano. Es evidente, también, que a pesar de que durante el Oncenio, gobierno de Augusto B. Leguía (1919-1930), se fortalece la burguesía industrial y comercial nativa, así como se sella en forma definitiva la dependencia del hegemonismo estadounidense en reemplazo del británico, la perspectiva de hacer cine en el Perú no es ni siquiera vislumbrada, a diferencia de lo que sucede en Argentina y México, donde, por otro lado, el afianzamiento de la burguesía industrial y comercial tendrá una continuidad ascendente, lo que no sucede en el Perú.

Por último, en el periodo 1919-1933 se rueda un material informativo cuyo volumen habría que precisar y, en gran parte, suponemos, perdido, que registra diversos acontecimientos de la vida local, especialmente pública, y que da cuenta, incluso, de las manifestaciones de movilización popular que en esos años, y sobre todo de 1930 a 1933, se producen en el país. Así, por ejemplo, tanto el entierro de José Carlos Mariátegui como algunos sucesos que rodearon la caída de Leguía y las primeras concentraciones del partido aprista, el movimiento político de mayor gravitación en el Perú a partir de 1930, fueron filmados. El valor testimonial de este material permanece en la penumbra.

Cine sonoro

La primera película sonora filmada en el Perú se titula Resaca (1934), escrita y dirigida por Alberto Santana y fotografiada por Manuel Trullen, constituido ya en el director de fotografía “irreemplazable” durante muchos años en el marco de nuestro cine y la única persona que en los años posteriores a su vida profesional (murió a comienzos de 1975) mantuvo el recuerdo de una época que consideró ejemplar. El sistema sonoro utilizado por Resaca no era aún el óptico, motivo por el cual el filme mostraba serias deficiencias. Dificultades similares se presentaron en otros países sudamericanos en el paso del cine mudo al sonoro. En el Perú fue el argentino Francisco Diumenjo, un técnico en radio, quien posibilitó la primera película peruana con sonido óptico. Buscando olvido (1935), dirigida por Sigifredo Salas y con la fotografía a cargo de Trullen. Diumenjo y Trullen se constituyen en pilares técnicos de la Cinematografía Heraldo, productora de Buscando olvido, como más tarde lo serán en las producciones de Amauta Films.

En los balbuceos del nuevo sistema, Federico Tong realiza con enormes dificultades técnicas, que Diumenjo corrige en parte, el filme Cosas de la vida. De inmediato, Cinematografía Heraldo realiza El último adiós (1936), con argumento y dirección de Sigifredo Salas.

Este periodo supone la continuación, difícil y aislada, de una labor pionera que a continuación alcanzará un leve florecimiento en el que hay que precisar los exactos datos históricos y desbrozarlos del recubrimiento legendario y mitológico de quienes alguna vez hablaron con excesivo entusiasmo de la “época de oro” del cine peruano.

El auge de la radio y de Amauta Films

En 1937, Felipe Varela La Rosa, Ricardo Villarán y Manuel Trullen fundaron la empresa Amauta Films, y así con implementos de la desaparecida Cinematografía Heraldo y otros nuevos que se adquieren realizan una producción, La bailarina loca. A partir de esta película se produce un “despegue” en el cine peruano, tanto en lo que respecta a volumen de producción como a la aceptación del público, que reconoce los rasgos de un cine local en su acentuado provincianismo. Este periodo de relativo auge se caracteriza, más que por los esfuerzos precedentes, por una circunstancia principal que lo explica: la popularidad de varias figuras de la radio.

El medio radial se implantó en el país en 1925 y en pocos años amplió su audiencia a tal punto que popularizó, como no había sucedido antes, tanto a jóvenes figuras de la canción criolla como a actores procedentes del teatro de variedades. Es, entonces, el requerimiento de “darle cuerpo” a estas voces populares lo que se materializa en la producción de Amauta Films. Los actores Edmundo Moreau, Antonia Puro, Alex Valle y Gloria Travesí, entre otros, así como las jóvenes cantantes Jesús Vásquez y Alicia Lizárraga constituyen el ingrediente básico y el atractivo principal de estas cintas de la misma forma que treinta años más tarde algunas figuras de la televisión animan un rebrote de la actividad fílmica en el país.

Así, pues, el cine comercializa el éxito radial y a la luz de sus consumidores se proyecta, al menos inicialmente, como un complemento y prolongación audiovisual de la práctica radial.

Amauta Films es, sin duda, la empresa que mayor importancia de 1937 a 1940, periodo en el que también aparecen otras compañías menores.

La producción de Amauta Films es la siguiente:

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En estos mismos años, la compañía Propesa filma Corazón de criollo y Padre a la fuerz a; la Ollanta Films, El vértigo de los cóndores, de Andrés Saa Silva, que protagoniza la actriz Delia Iñiguez; la Colonial Films, El niño de la puna, dirigida por el conocido actor peruano Carlos Revolledo; la Condor Pacific Films, Santa Rosa de Lima, realizada por Pepe Muñoz.

Esta relación de títulos, que no es exhaustiva, nos revela por sí misma que existió una actividad relativamente amplia en la época. Las producciones realizadas en estos años están hechas a un costo que fluctúa entre los 30 mil y 50 mil soles (el cambio era de alrededor de 3 soles por dólar) e incluso, algunas de ellas por debajo de esas cifras. La elaboración de cada película demandaba un periodo de tres meses aproximadamente, y la financiación, hasta donde se sabe, estuvo en manos de capitalistas peruanos, entre los que se encuentran Felipe Varela La Rosa, Ántero Aspíllaga, Teófilo R. Fiege, Federico Tang, Julio Barrenechea, J. Villanueva, Federico Uranga, Enrique Alexander, Jorge Carcovich, José Bolívar, Renato Lercari, etcétera.

La causa principal de la paralización de la actividad fílmica proviene de la Segunda Guerra Mundial, debido a la cual el envío de película virgen procedente de Estados Unidos, con el que se abastecía la producción local, se detiene. A partir de este momento se inicia un largo periodo de inactividad.

Las posibilidades de sentar las bases de una futura industria, que aparecen de 1936 a 1940, se cortan con la llegada de la guerra. Posteriormente, los intentos de dos películas hechas en 1943 por la compañía Huascarán Films, formada en gran parte por el equipo que antes tuvo a su cargo Amauta Films, que sin embargo no levantan un cuerpo definitivamente caído. Ellas son Penas de amor, dirigida por Ricardo Villarán y protagonizada por Jorge Escudero y Ana Marvel; y A río revuelto, dirigida por el chileno Luis Morales, con Edmundo Moreau y Paco Andreu. Luego, Nacional Films tiene a su cargo Una apuesta con Satanás y Como atropellas cachafaz, dirigidas por César Miró, y la Asociación de Artistas Aficionados (AAA) produce La lunareja, que dirige Bernardo Roca Rey, con actores de la misma institución, dedicada en su mayoría a la práctica teatral.

Toda la producción estuvo concentrada en Lima y no existe ninguna información sobre actividad fílmica en provincias, salvo rodajes para noticieros y la filmación de alguna producción de empresa capitalina; Sangre de selva, por ejemplo, se filmó en el Perené. La única excepción conocida es el largo Bajo el sol de Loreto, rodado en el oriente peruano en los años cuarenta y que nunca se exhibió en Lima.

En líneas generales, las películas peruanas del periodo señalado se hicieron según patrones técnicos y modelos argumentales del cine mexicano y argentino de la época. A través de un trabajo artesanal de equipo (en el que hay que destacar la labor de Trullen en la cámara y laboratorio, y de Diumenjo en el sonido), se quiso perfilar un cine popular, que devino en populachero, destinado al mayor consumo posible, utilizándose los géneros más asequibles, a menudo combinados: la comedia de intriga, el melodrama, el policial, el musical “de canciones”, etcétera, bañados por detalles costumbristas en diálogos y situaciones. Hubo pretensiones más claras de un cine criollo-costumbrista en El guapo del pueblo y Palomillas del Rímac, pero no se superó el nivel de la comedia populachera. La aparente raigambre popular de unos argumentos se refractó en intrigas de muy dudoso gusto, comicidad verbal estereotipada y situaciones tópicas.

Este es el cuadro que, sin excepciones, caracteriza al cine que se hizo en el Perú en los años treinta. Sin embargo, dentro de la banalidad de los argumentos y la rutina y convencionalismo del lenguaje expresivo, se afianzó una producción que tuvo un tono medio de aceptabilidad para el público espectador. Es decir, en su débil consistencia, en sus mecanismos cercanos al radioteatro filmado, las películas tuvieron una imagen nítida y clara, una continuidad narrativa legible y un sonido audible, elementos que muchos filmes posteriores no lograron siquiera tener. Pero hablar de la “época de oro del cine peruano” resulta, desde luego, una pretensión excesiva. No se trata más que de un brote más o menos organizado de producción que difundió algunos motivos de la cultura masivo-popular de la época, pero sin llegar a constituir una industria, debido al escaso capital movilizado, a los recursos artesanales que se emplearon y a la ausencia (explicable) de un criterio exportador o competitivo con otras cinematografías latinoamericanas. Este brote de producción quedó definitivamente clausurado, cerrando un capítulo, sin duda el más importante en cuanto a la producción de largometrajes en la magra historia del cine peruano.

El Noticiero Nacional

Sigue un largo periodo (1943-1956) en el que, fuera de unos pocos largos, un noticiero regular y eventuales producciones extranjeras, hay un vacío fílmico muy pronunciado. Este periodo cubre parte del gobierno oligárquico de Manuel Prado (1939-1945); el gobierno de José Luis Bustamante y Rivero, con el apoyo del Frente Democrático, que tenía como sustento principal al APRA, legalizado después de doce años de incesante represión; y por último, la dictadura del general Manuel A. Odría, conocida con el apelativo de “Ochenio” (1948-1956). Es durante el gobierno de Prado que se crea un impuesto de 10 centavos de sol de cada entrada “a favor del cine nacional”. Con lo recaudado por este conducto, que se destina, además a otros fines, se crea un fondo administrado nada menos que por el Ministerio de Gobierno, a través de una dirección especial. Lo que significa que durante trece años este aparato estatal es el patrocinador de casi todo el escaso trabajo fílmico que se hace en el país. A él acuden las pocas empresas que durante esos años operan en forma regular para conseguir la financiación de documentales, siempre pro gubernamentales, y participar en la realización del Noticiero Nacional que, de 1944 a 1956, se edita con una periodicidad casi semanal. En la realización del noticiero se van alternando tres o cuatro compañías, especialmente Nacional Films (de propiedad de Federico Uranga, en primer término, y más tarde Alejandro Salas, y que tuvo como principales camarógrafos a los hermanos Pedro y Carlos Valdivieso), Leo Films (cuyo productor era Víctor de León) y Productora Huascarán, que en 1954 se convierte en Huascarán Films-Trullen-Tellería, incorporando los nombres de sus principales promotores, Manuel Trullen y Eduardo Tellería. Esta última empresa fue la que por más tiempo participó en la edición de noticieros ya antes abordada en forma privada y de manera más esporádica por Amauta Films.

Fuera del Noticiero Nacional se edita con capital particular y de manera irregular, el noticiero ECSA, de Eduardo Polo García, y El Panamericano y, luego, Noticiero Rímac, editados en forma sucesiva por el chileno Miguel Muñoz.

No hubo alternativa posible para estos “noticieros”, fuera de la propaganda oficial, en el caso del estatal, o del ensamblado de cuñas publicitarias, en los particulares. Más aún, la Dirección de Informaciones del Ministerio de Gobierno pagaba a las empresas productoras del Noticiero Nacional por metro de película, es decir, al peso, con lo cual se estiraba inútilmente la retórica oficialista. El cine de la dictadura de Odría está tipificado por el Noticiero Nacional.

Dentro de los cortos filmados en este periodo destacan tres, realizados por la empresa Artistas Cinematográficos Unidos, de Franklin Urteaga Cazorla: Machu Picchu, Castilla, soldado de la ley y El Solitario de Sayán, realizados de 1953 a 1955, con la dirección del italiano Enrico Gras, con mucha mayor solvencia técnica que el común denominador local, pero con un marcado énfasis grandilocuente.

El propio Enrico Gras, en codirección con su compatriota Mario Craveri, efectúa en 1956 un discutible documental de largometraje titulado El imperio del Sol, que, sin embargo, es la película filmada en el Perú que mayor difusión internacional ha tenido. La producción fue íntegramente italiana, pero en el equipo participaron varios peruanos, entre los que se cuentan algunos de los que laborarían en los documentales del Cine Club Cuzco.

La “cultura cinematográfica” aparece en los primeros años del cincuenta, por iniciativa del polaco André Ruszkowski y el peruano Emilio Herman, entre otros. Ruszkowski, importante dirigente de la OCIC, contribuye a la fundación del COC (Centro de Orientación Cinematográfica, filial peruana de la OCIC) e imparte diversos cursillos. Por su parte, Herman es uno de los iniciadores del Cine Club de Lima, cuya actividad iniciada con bríos en 1953 se prolonga con languidez hasta 1958. Herman realiza, igualmente, una labor periodística y docente de mucha utilidad y participa en diversos planes de producción. En 1956 llega a ser presidente de la renacida Asociación de Productores Cinematográficos, fundada en 1951, pero pocos años más tarde se aparta por completo de la actividad cinematográfica sin realizar ninguna película.

Las iniciativas de difusión de la cultura cinematográfica no consiguen instalar una actividad continua ni se enlazan con la práctica fílmica, a excepción de la experiencia cuzqueña que reseñamos a continuación, y que constituye un caso muy particular en la historia del cine peruano.

La Escuela del Cuzco

En mayo de 1955 el arquitecto cuzqueño Manuel Chambi realiza un documental sobre la fiesta del Corpus del Cuzco y el 27 de diciembre, en homenaje al sesenta aniversario de la aparición del cinematógrafo, se instala el Cine Club Cuzco, en la ciudad que fue capital del imperio de los incas. El cineclub se propone tanto una labor cultural de difusión como un trabajo práctico de realización. Aquí está el origen de lo que posteriormente el historiador francés Georges Sadoul denominará la Escuela del Cuzco desde las páginas de Lettres Françaises. Sin embargo, la Escuela del Cuzco fue más una promesa y una esperanza que el desarrollo orgánico de una obra cinematográfica de amplia significación.

Veamos a continuación una reseña de su trayectoria. En 1956, Manuel Chambi y Luis Figueroa filman un corto de 16 milímetros titulado Las piedras, con imágenes de la arquitectura cuzqueña en sus tres épocas (preínca, inca y colonial). Al año siguiente, Chambi realiza dos cortos en color y 16 milímetros de singular relieve: Carnaval de Kanas, sobre la fiesta de carnaval en El Descanso (en Kanas, provincia del Cuzco), y Lucero de nieve, sobre la fiesta religiosa del Qoyllur Ritti, esta última con la colaboración de Víctor Chambi, fotógrafo y hermano de Manuel, y Eulogio Nishiyama. Ese mismo año, Manuel Chambi y Nishiyama filman Corrida de toros y cóndores, en la fiesta folclórica de Paruro. En noviembre de 1957, a invitación del escritor José María Arguedas, se exhibieron por primera vez en Lima los cortos Corrida de toros y cóndores, Corpus del Cuzco, Carnaval de Kanas y Lucero de nieve.

En 1959, Manuel y Víctor Chambi filman Los invencibles Kanas, y el año siguiente, Fiesta de las nieves, que se exhiben en el XII Festival de Karlovy Vary, mientras que Carnaval de Kanas y Lucero de nieve obtienen el premio Copa Ciudad de Santa Margarita al mejor documental etnográfico en la reseña de cine latinoamericano en Santa Margarita (Italia).

Esta producción de cortos culmina con el rodaje del largometraje en color Kukuli, en 1960, a cargo de Luis Figueroa, Eulogio Nishiyama y César Villanueva, producida por la empresa Quero Films. A mediados de 1961, Kukuli se estrena en Lima y Cuzco, constituyendo un acontecimiento periodístico.

En los años posteriores, se diluye un tanto la realización de filmes y en 1964 diversos cortos del Cine Club Cuzco son adquiridos por la televisión de varios países europeos. Ese mismo año, el cineclub adquiere dos equipos de filmación profesional de 35 milímetros. Lamentablemente, ya para esta fecha diversos obstáculos han mellado la organización del cineclub que progresivamente va desapareciendo. Una muestra de la crisis está en la filmación de Jarawi, un largo que debió continuar el camino abierto por Kukuli, que, luego de un accidentado rodaje que culminó en 1965, se estrenó en 1966, significando un notorio fracaso comercial. La película, realizada por César Villanueva y Eulogio Nishiyama para Quero Films, no solo no corrigió los errores de Kukuli, sino que también fue un paso atrás y un sensible golpe de prensa y público para el cine peruano.

Por el momento, la obra de la Escuela del Cuzco está cerrada, pese a que algunos de sus representantes han continuado en la realización ya de manera independiente. Pero no deja de ser muy significativo el aporte del grupo de cineastas cuzqueños en cuanto a la búsqueda de un cine de observación de la realidad indígena. Es cierto que por el carácter de los motivos filmados (ceremonias y fiestas, sobre todo) y la especialidad fotográfica de algunos de sus exponentes (los hermanos Chambi, Nishiyama), las películas del Cine Club Cuzco no se liberaron de un marcado folclorismo, de un tono colorista, de un quizá involuntario exceso plasticista. Es cierto, también, que faltó mayor capacidad investigadora en la realidad observada. Pero es cierto, asimismo, que las obras del Cine Club Cuzco y, en concreto, las más representativas, las de Manuel Chambi, trasuntan la voluntad de acercamiento a un mundo hasta ese entonces inédito en el cine, y lo hacen con sencillez, honradez, sin demagogia, sin exhibicionismo, lejos de toda intención deformadora o banalmente turística. Carnaval de Kanas y Lucero de nieve, en su ordenación un tanto reiterativa, en su ritmo tal vez excesivamente moroso, son documentos que con sensibilidad poética y etnológica descubren el pulso interior del mundo indígena.

Kukuli es el punto máximo de la obra de los cineastas cuzqueños. Basada en una leyenda indígena, la película se mueve en dos niveles: en el documental de lugares y costumbres, y en la anécdota legendaria que se superpone al anterior. El filme no concilia sus dos armazones centrales, y por el lado de la visión documental que ofrece están sus mejores atributos. Así, a pesar de sus dificultades técnicas (montaje, sonorización, racords, etcétera), de las lagunas y titubeos narrativos, Kukuli transmite el aliento del paisaje y las ceremonias religioso-festivas, con un primitivismo y simplicidad que, si a veces roza lo ingenuo, no deja de tener un hálito de sinceridad. No hay duda de que Kukuli apelaba en parte a una estética en buena medida anacrónica: la utilización de ciertas metáforas narrativas propias del cine mudo y la asimilación mimética de composiciones eisensteinianas. Además, el hecho de que hubiera tres realizadores quebraba notoriamente la unidad de estilo y el ajuste de los diversos segmentos del filme. Sin embargo, el valor fundador de Kukuli se apoya en merecimientos nada despreciables, a pesar de sus múltiples limitaciones.

Jarawi, a base de un relato de José María Arguedas (Diamantes y pedernales), se planteó como un intento más avanzado de dramatización en un marco documental: dramatización a nivel de relaciones individuales (un conjunto de protagonistas con rasgos más dibujados y complejos que en Kukuli) y a nivel de problemática social (la denuncia de la explotación en el agro sugerida en Kukuli está más desarrollada aquí). Pero la película sumaba a sus graves deficiencias técnicas una inoperancia expresiva total. La autenticidad de planos más o menos aislados no salvaba el raquitismo de una estructura inútilmente complicada.

El esfuerzo por hacer un cine quechua (Kukuli y Jarawi se hicieron en lengua quechua) no tuvo continuación durante varios años. Las enormes dificultades económicas cortaron el empuje de un movimiento que constituyó el impulso más serio hasta ese entonces por explorar una dimensión netamente nacional. Aunque no llegó a configurar un movimiento indigenista en el cine, similar al que existió en los campos de la literatura, la música y la pintura en las primeras décadas del siglo XX, las películas dieron su aporte a esa tradición. Aporte insuficiente y, a la vez, explicablemente tardío, pero sin duda útil, como se puede comprobar ahora, cuando el cine de problemática indígena toma otros caminos.

El apogeo de la televisión y su repercusión en el cine

El capítulo cuzqueño no tuvo casi ninguna incidencia en el resto del país y, concretamente, en Lima, donde siempre estuvo centralizada la escasa producción.

De modo que en la capital la dinámica fílmica siguió su ritmo mortecino. En 1956, al inicio del segundo gobierno de Manuel Prado, desaparece el Noticiero Nacional y a partir de entonces se editan dos noticieros particulares: Sucesos Peruanos, a cargo de Franklin Urteaga, y Noticiero Perú, de José Dapello, quien en 1959 se asocia con Manuel Trullen y Eduardo Tellería. El panorama que ofrecen estos noticieros no supone, por cierto, ningún cambio en relación con la situación precedente y continúa la dependencia de la financiación comercial (Noticiero Perú) y del Estado (Sucesos Peruanos). El impuesto de los 10 centavos por entrada se destina, ahora sí en forma completa, a fines totalmente ajenos al cine, hasta que en el periodo presidencial de Fernando Belaunde Terry (1963-1968) pasa durante un tiempo a poder de la entidad oficial Cotur (Corporación de Turismo), dilapidándose en documentales totalmente nulos a cargo del chileno W. A. Palacios, cuya exhibición nunca se hizo pública.

Como sucedió en los años treinta en relación con la radio, la aparición de la televisión comercial en 1958 tiene una incidencia en la actividad cinematográfica, en este caso bastante contradictoria, pues, por un lado, impulsa ciertos rubros, como el del cine publicitario, por ejemplo; pero, por otro, contribuye, aún más si cabe, a inhibir una posible actividad cinematográfica en el país, al convertirse parcialmente, y en especial durante los primeros años, en sustituto popular del cine. Las empresas del cine publicitario que, con la aparición de la televisión, acaparan buena parte de los espacios publicitarios de la televisión, e incluso producen comerciales para el cine (cosa que no se hacía antes), son Audio Visual S. A., del estadounidense Ed Movius, y más tarde de Jorge Cohata, y Tele-Cine, del francés Henri Eisner. En Tele-Cine trabajan durante varios años el boliviano Alfonso Maldonado y el argentino Nicolás Smolij (de activa participación en el cine boliviano de los años cincuenta), hasta que, hacia 1970, los dos últimos fundan la empresa Cinesetenta.

Pero la televisión, aunque en menor medida de lo que sucedió en la relación radio-cine treinta años atrás, es el soporte de algunas películas: El embajador y yo (1966), dirigida por el argentino Óscar Kantor, se apoya en la popularidad del animador Kiko Ledgard, mientras que Nemesio (1969), también de Kantor, lo hace en las figuras del cómico Tulio Loza y la modelo Gladys Arista. Por su parte, Natacha (1971), que dirige Tito Davison, con Ofelia Lazo y Gustavo Rojo, es una vulgar reedición fílmica de una de las más exitosas telenovelas locales. Junto con estas películas, aparecen en estos años otras más o menos tributarias de la popularidad de algunas figuras de la televisión y que constituyen las muestras más grotescas del subdesarrollo fílmico. La antología del infracine peruano incluye cinco largos: La muerte llega al segundo show (1958), del argentino José María Rosello (quien durante varios años tuvo un laboratorio fílmico en Lima); Tres vidas (1968), de Aquiles Córdova, con Gloria María Ureta, Cucha Salazar y Juan de Alcalá; Interpol llamando a Lima (1969), de Orlando Pessina, con Orlando Sacha; Los montoneros (1970), de Atilio Samaniego; y Dos caminos (1972), de Salvador Akoskin con Humberto Martínez Morosini, Fernando Larrañaga y Anita Martínez. Estas películas, a excepción de Los montoneros, fueron procesadas en Lima, evidenciando la ausencia de una infraestructura en 35 milímetros, que pudiera sostener siquiera mínimamente una producción regular.

Además, se materializaron dos experiencias de coproducción con Argentina, económica y expresivamente nulas. La primera de ellas, Intimidad de los parques (1965), basada en dos cuentos de Julio Cortázar y dirigida por Manuel Antín. La otra es Taita Cristo (1967), dirigida por Guillermo Fernández Jurado, director de la Cinemateca Argentina, basada en la novela del mismo nombre del peruano Eleodoro Vargas Vicuña. De 1965 a 1968 se realiza, asimismo, un conjunto de películas mexicanas, presentadas como coproducciones (La venus maldita, Seguiré tus pasos, A la sombra del sol, Pasión oculta, Las sicodélicas, Operación Ñongos, Bromas S. A., El tesoro de Atahualpa; estas tres últimas con parte de capital peruano), todas ellas procesadas en México y encuadradas en la peor producción de ese país, consecuencia del total abandono legal en que se hallaba la actividad fílmica en el Perú. Situación que permitía mediante la ficción de la coproducción, que las empresas mexicanas, valiéndose de compañías fantasmas peruanas, aprovecharan los beneficios de la exoneración de impuestos a la exhibición de películas nacionales, según la Ley 13936, dada a comienzos de 1962.

En un lugar muy aparte hay que ubicar tres producciones extranjeras de gran valor expresivo filmadas íntegramente en el Perú: Amor en los Andes (Andesu no hanayome), realizada por el japonés Susumu Hani en 1965, sobre el proceso de adaptación de una japonesa en la sierra peruana; Aguirre, el azote de Dios (Aguirre der zorn gotes), dirigida por el alemán Werner Herzog en 1972, que relata de manera muy personal la expedición de Lope de Aguirre a través del Amazonas en el siglo XVI; y El enemigo principal (Jatun Auka), del boliviano Jorge Sanjinés, realizada en 1974, en torno a las acciones guerrilleras que a mediados de los años sesenta ocurrieron en la sierra peruana, filme que, a diferencia de los dos anteriores, no ha sido estrenado en el país y que en realidad es el que más directamente nos compromete. Cabe mencionar, también, The Last Movie, un filme estadounidense realizado por Dennis Hopper en el Cuzco, en 1970, que no ha tenido mayor difusión y que, igualmente, se desconoce en el Perú.

Entre los cortometrajes hay una serie turística financiada por el poderoso enclave petrolero de la International Petroleum Company, a cargo de Ed Movius, sobre diversas ciudades y motivos del Perú (Trujillo, Iquitos, Cuzco, la costa peruana, primavera en Lima, callejón de Huaylas, etcétera) que, a pesar de constituir una visión superficial y colorista del Perú, alcanzó gran difusión. Fuera de esto, el resto son encargos de entidades públicas y privadas que prefiguran lo que será el corto predominante tras la dación de la ley de cine en 1972. Por ejemplo, los documentales de Franklin Urteaga. Del escaso material de ficción se pueden mencionar experiencias tan lamentables como El plebeyo y Encuentro en octubre, de Vlado Radovich, así como dos cortos de cierto interés: Los carcochas, de Felipe Buendía, y Semilla, del poeta y ensayista cinematográfico Pablo Guevara.

En relación con la cultura cinematográfica, el cineclubismo se incrementa durante los años sesenta, aunque en forma desordenada y, salvo algunas excepciones (el cineclub de la Universidad Católica, primero, y más tarde el cineclub de la Universidad de San Marcos), con una vida relativamente corta. En 1965 aparece la Cinemateca Universitaria, con la dirección de Miguel Reynel, que hasta la fecha realiza programaciones en forma irregular, y Hablemos de Cine, la primera revista especializada peruana que, con muchas limitaciones, eleva la crítica a un grado de exigencia desacostumbrado en el medio. La revista ha publicado hasta ahora casi setenta números y sus fundadores (Isaac León Frías, Federico de Cárdenas, Juan M. Bullitta y Desiderio Blanco) se han incorporado en los últimos años a la crítica regular de diarios y semanarios. Además, en Hablemos de Cine se han iniciado algunos de los realizadores que aparecen en los años setenta: Francisco Lombardi, Nelson García, Augusto Tamayo, José Carlos Huayhuaca y Mario Tejada.

Las películas de Armando Robles Godoy

El director peruano que mayor notoriedad ha obtenido es Armando Robles Godoy. Nacido en 1923, hijo del músico Daniel Alomía Robles, ejerce diversas ocupaciones antes de arribar a la realización, entre ellas el periodismo. Durante un año y medio (1962 y parte de 1963) tiene a su cargo la crítica de cine del diario La Prensa, y la enfoca desde una perspectiva formalista y con un tono polémico.

Efectúa algunos cortos inconclusos, antes de filmar su primer largometraje, producido por Inti Films: Ganarás el pan (1965), una tentativa de documental sobre el trabajo en el Perú, con un leve apoyo argumental, totalmente híbrido y fallido. Luego, realiza En la selva no hay estrellas (1966), producida por Antara Films, con técnicos argentinos y protagonizada por Ignacio Quiroz y Susan Pardah. El filme obtiene una distinción en el Festival de Moscú y es acogido de manera favorable en los medios periodísticos locales. A favor de la película se puede anotar su correcta factura técnica. Por lo demás, la historia de un aventurero desarraigado, narrada de manera fragmentada, según una estructura espacial y temporal anclada en las experiencias de Alain Resnais y otros autores europeos, no resulta en nada convincente y sí, más bien, primaria y mimética en su pretendida complejidad.

La muralla verde (1970), producida por Amaru Films, fotografiada por su hermano Mario Robles, con Julio Alemán y Sandra Riva, prosigue con mayor coherencia narrativa la línea del filme anterior. En este caso, se narra la historia de un hombre en lucha contra la administración pública y contra los contratiempos de la selva a la que se traslada como colonizador. Igual que En la selva no hay estrellas, el relato no es lineal, sino discontinuo, con lo cual se impone una retórica de la grandilocuencia y la vacuidad, pues el conjunto de las situaciones resulta de una clamorosa falsedad que se refleja en la planificación, la angulación, el estilo de actuación y la arbitrariedad del montaje.

Esos defectos se repiten en Espejismo (1973) y en los cortos posteriores que realiza. La coartada del “cine de autor” le sirve de muleta a Robles Godoy para justificar lo que no es más que una precaria versión de un cine que se quiere innovador y que resulta impostado y ajeno a las condiciones en que se desarrolla la actividad fílmica en el Perú. Concebidas en función del mercado internacional de autores cinematográficos, las películas de Robles Godoy ni han conseguido interesar al público local ni, mucho menos, han logrado la difusión que querían en el extranjero, lo que ha hecho que, hasta la fecha, ninguna de las empresas productoras (una por cada película) haya recuperado el total de la inversión, especialmente considerable en La muralla verde y Espejismo.

De todas formas, ante un panorama dominado por el vacío fílmico y los empeños deplorables que hemos consignado, las películas de Robles Godoy suponen la reivindicación de una dimensión personal y una exigencia de estilo sin precedentes en el país. En ellas, además, se han iniciado algunos de los nombres representativos del cine peruano de la actualidad: Nora de Izcue, Jorge Suárez, Fausto Espinoza y Mario Pozzi-Escot.

El gobierno de Velasco Alvarado y la Ley 19327