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JIRAFA ARDIENDO

El desafío ciudadano frente a la crisis climática: 2020-2050

 

 

 

Manuel Guzmán Hennessey

 

 

Guzmán Hennessey, Manuel

     Jirafa ardiendo. El desafío ciudadano frente a la crisis climática: 2020-2050 / Manuel Guzmán Hennessey.  – Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, Decanatura del Medio Universitario, 2015.

308 páginas. – (Colección Cultura, Educación y Ciudadanía)

Incluye Índice y referencias bibliográficas.

 

ISBN:  978-958-738-647-9 (impreso)

ISBN:  978-958-738-648-6 (digital)

 

Conservación de los recursos naturales / Calentamiento global / Participación comunitaria / Cambio climático / I. Universidad del Rosario. Decanatura del Medio Universitario / II. Título / III. Serie.

 

333.716 SCDD 20

 

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

 

Jda                                                            Septiembre 7 de 2015

 

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

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Colección Cultura, Educación y Ciudadanía

 

 

©  Editorial Universidad del Rosario

© Universidad del Rosario, Decanatura del Medio Universitario

© Manuel Guzmán Hennessey

 

 

 

 

 

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No 12B-41, oficina 501

Teléfono 297 02 00, ext. 3112

editorial.urosario.edu.co

 

 

Primera edición: Bogotá D.C., septiembre de 2015

 

978-958-738-647-9 (impreso)

978-958-738-648-6 (digital)

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: Ludwing Cepeda Aparicio

Diseño de cubierta: Miguel Ramírez, Kilka DG

Diagramación: Precolombi EU-David Reyes

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S

 

Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo por escrito de la Editorial Universidad del Rosario.

 

 

Es posible que la crisis ambiental contemporánea nos obligue
a repensar la totalidad de la cultura

Augusto Ángel Maya (1932-2010)

 

 

El hombre es un dios cuando sueña

y un mendigo cuando reflexiona

las olas del corazón no estallarían en tan bellas espumas

ni se convertirían en espíritu

si no chocaran contra el destino, esa vieja roca muda.

Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo

lo ha convertido en su infierno

¡Que cambie todo a fondo!

¡Que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo!

¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres,

que un nuevo futuro se abra ante ellos!

En el taller, en las casas, en las asambleas, en los empleos

¡Que cambie todo en todas partes!

Hölderlin (1770-1843)

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Juan Pablo, María Carolina y Mariángela

Anécdota como un prólogo

 

 

Al despuntar el año de 2015 retomé la preparación del libro Clima y energías, una aproximación conceptual sobre este vínculo —a veces no muy explícito— que subyace en la raíz de la actual crisis global.

Debía reunirme con Manuel Rodríguez Becerra1 para explorar su participación en aquella publicación. Lo llamé por teléfono y me preguntó por mis lecturas de vacaciones; le dije que había vuelto sobre Los límites del crecimiento, aquel libro que ya alertaba a la humanidad, desde 1972, sobre las consecuencias de la crisis que hoy vivimos. Añadí que había encontrado, en aquellas páginas añejas, una honestidad y clarividencia tales, que ya quisiéramos para nuestros días.

Entonces, súbitamente recordó algo que hizo estremecer el teléfono. Un descubrimiento: el documental Ultima Chiamata, de Enrico Cerasuelo (2013), que expone el impacto que en su momento generó la publicación triple de Los límites del crecimiento (1972, 1992, 2004). Me invitó a su casa y tuvo la doble generosidad de prometerme que si tenía dos copias me daría una.

Así lo hizo.

Y me contó, a propósito, que sus lecturas oscilaban entre Thomas Piketty y Naomi Klein2. La mezcla perfecta para empezar este año que se considera crucial para las negociaciones del clima, pensé. Dos pensadores contemporáneos que hoy se preguntan desde diferentes ángulos lo que a todos nos inquieta cada vez más: ¿para dónde vamos? ¿Desde dónde saldrán los cambios que necesitamos implementar para salvarnos? ¿Desde la economía? ¿Desde la ciudadanía? ¿Desde el empresariado? ¿Desde la academia? ¿Desde los gobiernos centrales o locales? O quizá, desde todos estos sectores, si somos capaces de construir —a tiempo y en forma— una nueva y urgente alianza entre quienes han sido excluidos de las grandes decisiones, un pacto entre ciudadanos, para la salvación común de nuestra civilización amenazada.

Explicaré por qué considero que entre Piketty y Klein se adivina un perfecto coctel. O mejor, un pertinente coctel, para que podamos paliar con él las afugias de nuestros días. Ambos autores parecen coincidir en que en este maravilloso invento de la libertad que hemos convenido en llamar capitalismo algo nos quedó mal desde su origen. El economista francés lo atribuye al modelo de rendimiento financiero del capital, que en su opinión crece, por naturaleza, a un ritmo mayor que el de la economía y acaba beneficiando más a quienes tienen el capital que a quienes lo trabajan. Lo había escrito Marx con otras palabras: “el capitalismo es rentista por naturaleza”, pero Piketty hoy, apertrechado en la matemática estadística, reelabora esta teoría a partir de información tributaria facilitada por los propios individuos, en lugar de usar las encuestas oficiales sobre los ingresos3.

Su libro se ha convertido en una voz que interpreta la indignación de muchos ciudadanos frente a la creciente inequidad del mundo; representa un cuestionamiento de fondo sobre el auge del capitalismo que, aún en medio de las crisis, estimula el derroche energético y el crecimiento las economías emergentes.

Klein no es menos explícita en su andanada contra el capitalismo —aunque sí menos diplomática—.

Cuestiona el escenario de los prometeicos que nos persuaden sobre las bondades salvadoras de la economía de mercados. Escribe que será precisamente nuestra adicción al lucro y al crecimiento la que acabará hundiéndonos sin remedio. Se atreve a llamar al capitalismo por su apellido de crisis: un fallido sistema económico, e invita a aprovechar el cambio climático para empezar a construir una nueva economía. No lo ve muy factible pues, anota, la humanidad es demasiado codiciosa y egoísta como para estar a la altura de este reto histórico.

En el medio de ambos se sitúa Tony Judt, quien luego de plantear que Algo va mal se pregunta: “¿Por qué nos hemos apresurado tanto en derribar los diques que laboriosamente levantaron nuestros predecesores? ¿Tan seguros estamos de que no se avecinan inundaciones?” (Judt, 2010). Y cita a Goldsmith: “Mal le va al país, presa de inminentes males, cuando la riqueza se acumula y los hombres decaen”. Antonio Muñoz Molina, refiriéndose al libro Algo va mal, escribe:

 

Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. El estilo de la vida contemporánea, que hoy nos resulta ‘natural’, y también la retórica que lo acompaña (una admiración acrítica sobre los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito) se remontan tan sólo a la década de los ochenta. En los últimos treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material, hasta el punto de que eso es todo lo que queda de nuestro propósito colectivo (Muñoz Molina, 2010).

 

Pensando en todo esto caminé hasta mi casa.

Y una punzada de luz se prendió en mi corazón e iluminó mi juicio para que yo entreviera el ‘último esfumato’ sobre múltiples notas, datos, conversaciones, intuiciones, revelaciones y pensamientos, que había venido acumulando a lo largo de mis años de profesor universitario, consultor de producción limpia y columnista de opinión, que ya no son pocos.

¿Para dónde vamos y cómo hacemos para cambiar de rumbo?, me preguntaba ¿De cuánto tiempo disponemos para semejante tarea? ¿Qué papel corresponde a los ciudadanos comunes y corrientes en el manejo de la crisis? ¿Debemos seguir confiando en la exclusiva acción de los gobiernos nacionales o habrá llegado la hora de hacer una nueva alianza entre todos, que trascienda el engranaje diplomático de las Naciones Unidas?

Pues bien, este libro empezó en mis cavilaciones de la Universidad del Rosario; allí puedo reflexionar con mis estudiantes sobre la crisis climática y el futuro de nuestras sociedades. ¿Cuál es el papel que compete asumir a quienes hoy son jóvenes y no lo serán tanto cuando esta crisis muestre sus más nítidos perfiles?: ¿2020-2050? ¿Qué pueden hacer ellos, desde sus profesiones, para acelerar la transición de todos los sectores hacia una sociedad verdaderamente sostenible?

Durante algunos meses pensé en titularlo El grito, debido a que este era el tenor del clamor colectivo que le asignaba —y le asigno— al reclamo de toda una generación heredera del dislate civilizatorio que orquestamos sus mayores. Pero en el verano del 2014 visité el Munchmuseet de Oslo y allí entendí —frente a la obra de E. Munch— que no bastaba con gritar, que de poco nos serviría el lamento si no lo acompañábamos de un movimiento global de ciudadanos entretejidos por esa trama bifronte compuesta por la necesidad de encontrar soluciones estructurales de largo plazo y la búsqueda de alternativas adaptativas para frenar la velocidad de la amenaza en el corto plazo.

Un movimiento verdaderamente innovador que pudiera fundarse sobre el llamado urgente de la esperanza y de la vida.

Intuí que se trataba de un esfuerzo de reacción y adaptación globales como no ha habido otro en toda la historia humana. Algo urgente y eficaz había que hacer para acelerar el tránsito de la actual ‘sociedad tecnológica avanzada’ hacia una nueva forma de vida colectiva. Adaptar la economía y la sociedad a un problema creciente que tiene su raíz en nuestro propio diseño de civilización y ¡vaya uno a saber! si en nuestra propia y humana manera de ser.

Adaptar nuestro pensamiento colectivo a un nuevo paradigma donde la moderación y el bienestar sustituyan la axiología del consumismo y del crecimiento.

Deponer gradualmente un modelo mental profundamente arraigado en la conciencia pública y reemplazarlo por otro que garantice la supervivencia de nuestra especie, más allá de la crisis.

Aprender a adaptarse, en últimas, para que los efectos del cambio climático sean lo menos lesivos posible en el cuerpo vulnerable de esa civilización que hemos logrado consolidar hasta hoy; adaptarnos frente a la vulnerabilidad mientras avanzamos en la construcción de una nueva sociedad, que garantice de veras la continuidad evolutiva de la vida. De la vida en su conjunto, es cierto, pero también de la infraestructura económica y social que hoy hace posible que esa vida se facilite y se disfrute mediante los adelantos de la ciencia y la técnica que hemos conseguido con notable esfuerzo, mediante aquello que algunos llaman hoy ‘la inteligencia colectiva’.

Quise llamarlo, entonces, La dimensión estructural de la adaptación en la construcción de una nueva sociedad, pero mi compañera Merete Hansen me dijo que este nombre era muy largo, muy técnico y muy feo.

Le agradecí su sinceridad.

La técnica del ‘esfumato’, invención de Leonardo Da Vinci, consiste en difuminar el color en los contornos de las figuras teniendo en cuenta el ‘espesor transparente del aire’ que gustaba a Leonardo Da Vinci. El efecto esfumato que yo quería conseguir tenía una condición contraria del esfumato pictórico. Yo no necesitaba dar una sensación de realidad debido a que mis pensamientos son el resultado de los datos de la ciencia y no expresan una opinión subjetiva, sino aquello que desde el positivismo se conoce como ‘la verdad objetiva’, acompañada por interpretaciones e intuiciones propias, es cierto, pero derivadas estas —siempre— de certezas científicas que hoy resultan indiscutibles. Lo que necesitaba más bien era encontrar un cierto tipo de esfumato adecuado para destacar estos datos y estas urgencias y comunicar las afugias de la vida de una manera sugerente y clara. Que promueva la reacción colectiva de “una civilización en dificultades”, como escribió Lester Brown.

Mi experiencia me había demostrado que tampoco bastaba con exponer los ‘fríos datos de la ciencia’ para movilizar a la acción. No todo el mundo cree en la aséptica temperatura de los datos de la ciencia, y algunos que sí creen saben muy bien que sus proyecciones no los alcanzarán mientras están en este mundo, por lo tanto pueden darse el lujo de reconocer que son ciertos pero actuar como si no lo fueran. Actitud bastante común en nuestros mal que bien llamados líderes globales.

Cuando pude ver el documental de Cerasuolo me di cuenta de que aquí estaba el esfumato que yo necesitaba para darle la forma definitiva a este texto angustioso. Resaltaría mis pensamientos con aquellos que escribieron en su momento los autores de Los límites del crecimiento. Documentaría la angustia, pero también la esperanza, de quienes hoy se sienten responsables de hacer algo para que los niños que hoy abren los ojos al mundo encuentren intacta la vida, aunque amenazada la rosa y su porqué.

Escribiría mi libro bajo el influjo de la hermosa brevedad de Angelus Silesius, documentador eximio de la rosa: florece porque florece, no necesita ser vista.

Al lado de la rosa escribiría una palabra que traigo del Renacimiento y que, desde hace ya algún tiempo, insiste en meterse a voluntad por los resquicios de todo lo que escribo sobre el cambio climático: la humanidad. Y reemplazaría todas las veces que escribí ‘sociedad’ por humanidad, y la pondría además en lo que ahora llamamos hastag: #LaHumanidad.

Es un lenguaje no amigo de los términos de la ciencia o el empresariado, ya lo sé.

Pero mi desafío consistiría —consiste— en invitarlos a ellos (científicos, empresarios, académicos, comunicadores, gobernantes, ciudadanos todos) a recuperar su sentido estrictamente humano de la vida, algo apagado quizá por los fuegos fatuos de la ciencia, la tecnología y la economía. Tampoco la rosa es de buen recibo en sus cenáculos de técnicas virtudes.

¡No importa!

Es lo que quiero: poner al arte del lado de la ciencia.

Contraponer a la economía la vida, al capital la vida, a la razón la humanidad. Y sí, nombrar a la vida por su nombre de pila y hacerme lo más lejos que me fuere posible de mis propias palabras para que pueda comprobarse intacta la vulnerabilidad silenciosa de la rosa y su porqué.

Al regresar de la casa de Rodríguez decidí que fueran las palabras y los datos, y la experiencia y la vida y la rosa y su porqué, de los señores Denis Meadows, William Behrens III y Jørgen Randers, y mucho más de Donella Meadows, quien había sido mi ídolo desde mis ya lejanos comienzos en estas lides del ambiente y el clima, cuando ella publicaba sus columnas “The global citizen” en el New York Times de los años ochenta y llamaba a una reacción de toda la ciudadanía del mundo. Decidí, repito, que fueran todos ellos, y algunos más, quienes pudieran articular el contenido de este libro desde un pensamiento escueto y elocuente que ellos expresaron con profusión de soportes científicos: si este mundo es finito no podemos seguir estimulando un crecimiento infinito.

Para rectificar el rumbo del crecimiento y enfrentar el cambio global solo resulta necesaria otra reflexión, también escueta y elocuente: actuar desde la sencilla lógica de la vida amenazada y emprender acciones humanas para defenderla.

De ahí mi alegría por Danna (Donella Meadows); ella dijo, antes de que esta crisis empezara a parecer catástrofe, que la verdadera sostenibilidad de la sociedad solo sería posible cuando los ciudadanos se organizaran y actuaran, más allá de las decisiones de sus gobernantes, pues eran ellos —son ellos— los verdaderos resortes de la sociedad y de la democracia.

Lo que me propongo plantear es que para detener la catástrofe que viene, tantas veces anunciada por la ciencia y relatada entre otros, de manera elocuente, por la periodista Elizabeth Kolbert, no basta rezar.

Tampoco podemos darnos el lujo de dejar solos a los gobiernos centrales (los mal que bien llamados líderes globales).

Propondré sobre ellos un juicio benigno: queriendo hacerlo bien lo hicieron mal.

Me acompaña la convicción de que es necesario emprender cuanto antes la construcción de una nueva y poderosa alianza estructurada como un proyecto global de innovación social, que asuma la magnífica tarea de educar a las nuevas generaciones para que ellos sienten las bases de lo que será una nueva sociedad. Puedo entrever en esta nueva alianza cuatro actores de primera línea: las universidades, los empresarios, los medios de comunicación y los gobiernos locales. Al fijarme en estos últimos quiero decir los ciudadanos.

Estoy convencido de que esta será, quizá, la última alianza que nos será posible emprender, como familia humana y como civilización; si la humanidad no emprende cuanto antes una revolución educativa profunda orientada a modificar estructuralmente las bases de la actual civilización, es probable que no exista en el futuro una nueva oportunidad de la esperanza.

Es desafortunado que no contemos hoy con suficientes ejemplos de acciones educativas de gran alcance, orientadas a movilizar a los más jóvenes hacia una acción climática en defensa la vida. El debate académico de las universidades ha estado de espaldas, incluso, al profuso trabajo de los centros de investigación científica sobre el cambio climático, cuyos trabajos no son estudiados y divulgados con la prioridad que ameritan por parte de la mayor parte de las universidades.

Al terminar de escribir este libro, anunció el Vaticano que publicaría la encíclica Laudato Si, del papa Francisco. Decidí esperar para leerla e incluir mis impresiones. Al hacerlo encontré que el resultado no pudo ser más gratificante para mí, pues hallé que muchos de los pensamientos aquí esbozados coinciden con los escritos por el papa Francisco, por supuesto —estos últimos— expesados con mayor contundencia y belleza que mis palabras.

Rostros sobre la Tierra

 

 

En la Exposición Universal de Milán en junio de 2015, el Vaticano ofreció, bajo el nombre de “Los rostros de la Tierra” en el atrio de los Gentiles, un diálogo entre el cardenal Gianfranco Ravasi, el ambientalista francés Nicolas Hulot y el constitucionalista italiano Giuliano Amato, moderado por la documentalista, también italiana, Mónica Maggioni.

El papa Francisco formuló allí un llamado a que se recupere la “conciencia de los rostros, comenzando con los rostros de millones de personas que hoy tienen hambre, y mañana no comerán de manera digna”. Denunció la “paradoja de la abundancia en virtud de la cual mientras la tierra, que es madre y hermana, nos sigue ofreciendo en abundancia alimentos y agua suficiente para todos, asistimos al escándalo del hambre y de la malnutrición de pueblos enteros”.

Nicolas Hulot (1955) es hoy uno de los nuevos rostros de la Tierra, ejemplo de las “nuevas ciudadanías” que en este texto invoco. En 2012, el presidente François Hollande lo nombró Enviado Especial para la Protección del Planeta. Al frente de la Fundación Nicolas Hulot para la Naturaleza y el Hombre, trabaja para convencer a la sociedad sobre la necesidad de cambiar nuestros comportamientos. Su misión, centrada en encontrar las condiciones y modalidades de una transición hacia un modelo sobrio en recursos naturales y en emisiones de carbono, ha sido integrada con la misión del Estado francés previa a la COP 21 de París. Trabaja con el embajador encargado de las negociaciones sobre el cambio climático, Jacques Lapouge, y con el embajador delegado para el Medio Ambiente, Jean-Pierre Thébault.

Giuliano Amato hizo su vida como profesor de la Universidad de Roma, y en 1992 fue elegido jefe del Gobierno de Italia, cargo que volvió a ocupar en el año 2000 y luego regresó a la academia como presidente de la Escuela Santa Ana de estudios avanzados. Desde 2013 es presidente de la Corte Constitucional de Italia.

El encuentro del Vaticano fue una buena mesa de tres patas, acertada aproximación de lo que debería ser la mesa de las nuevas ciudadanías trabajando sobre el futuro común de la humanidad. Una mesa donde se construya el pensamiento colectivo sobre un sentido integral de la adaptación orientado a la construcción de una nueva sociedad. Una mesa que trascienda el desarrollo sostenible y se aproxime a la construcción conceptual que habrá de sustituirlo, quizá entre 2020 y 2050. La mesa vaticana tuvo el acierto de incluir a la Iglesia, el ambientalismo y la política, pero aún falta la ciudadanía representada por sus múltiples sectores.

Margarita Marino de Botero, quien tuvo la generosidad de leer una primera versión de este libro, me hizo caer en cuenta de que aquí faltaba “más Latinoamérica”. Entonces caí en cuenta de que con Antonio Elizalde, quien también tuvo esa disposición como lector, nos habíamos planteado desde hace algunos años la necesidad de estimular la formación de un pensamiento latinoamericano sobre esta crisis. América Latina, América Latina, América Latina. Sí, hacía falta “más Latinoamérica” en este escrito y tal vez sea también la pata latinomericana la que le hace falta a la reciente mesa de Roma.

Aunque es cierto que los movimientos de nuevos ciudadanos empiezan a florecer hoy en Europa, algo de mi intuición me dice que si esta tendencia es reforzada con el pensamiento latinoamericano podremos hacer honor a aquello que, antes de que nos incluyeran en la muy general denominación de tercermundistas, se proclamaba de nosotros: ser el Nuevo Mundo.

También los libros son una construcción desde el caos hacia el orden, y son siempre una construcción colectiva, pues, como escribe Ian Stewart, “la historia se mueve en ciclos”, pero cuando completamos un nuevo círculo no repetimos simplemente los mismos acontecimientos, sino que lo hacemos en un nuevo nivel de construcción colectiva. A partir de las conversaciones que tuve con Antonio y Margarita pude construir el último ciclo espiral de esta propuesta: América Latina, un nuevo ecologismo. Más azul que verde, más genuino y certero, más sistémico y global, más pragmático y más exigente al mismo tiempo.

En el capítulo final propongo que complementemos, desde América Latina, la pata de la mesa que le hizo falta al diálogo de Roma.

Antonín Dvorak (1841-1904) escribió hacia 1897 su opus 89, conocido como Faces on earth, una premonición similar a la obra de Dalí Jirafa ardiendo. No han sido pocos los artistas que pudieron mirar, antes que todos, la catástrofe que sobrevendría en el siglo XXI.

Existe una animación sobre esta obra de Dvorak en el canal YouTube4. En esta hay un conjunto de imágenes sobre rostros de la historia del arte que bien reflejan lo que en este libro quiero decir.

Los de la Tierra, “seres de condición contradicha”, como escribió Jorge Zalamea, verdaderos rostros del cambio climático, los vulnerables, migrantes que se han quedado sin alimentos y sin viviendas, los desheredados.

I. PENSAR DE NUEVO LA SOCIEDAD
Y LA CULTURA

 

 

Cuando el mundo hiperdesarrollado se venga abajo, con todos sus siderántropos y su tecnología, en las tierras del exilio se rescatará al hombre de su unidad perdida. Y quizá, cuando despertemos de esta siniestra pesadilla, cuando un vacío de humanidad nos duela en el pecho, entonces recordaremos que alguna vez fuimos aquello que dijo René Char: “Seres del salto, no del festín, su epílogo”.

Ernesto Sábato

 

#LaHumanidad

 

 

1. Este libro

Escribo este libro con la esperanza de que las ideas y mensajes que aproxima sirvan para emprender un salvamento integral de la vida. Está dirigido a los ciudadanos, excluidos hoy del debate global sobre una amenaza que a todos concierne.

Les hablo especialmente a los más jóvenes de los ciudadanos, quienes tendrán la responsabilidad de actuar entre 2020 y 2050. A ellos he llamado ‘la generación del cambio climático’ y a ellos he dedicado, desde la docencia, la investigación y la escritura, desde las redes sociales y el periodismo de opinión, mis mejores esfuerzos.

Intuyo que en los años más agudos de la crisis, que son los que vendrán, quizá más cerca del 2050 de lo que muchos han proyectado, se producirá una magnífica reacción colectiva como no ha habido otra en toda la historia humana. Esta reacción será liderada por los jóvenes desde las redes ciudadanas y las plataformas educativas, principalmente.

Esta revolución —una reacción ciudadana consciente y organizada— podrá salvarnos.

Ricardo Díez Hochleitner, presidente del Club de Roma, escribió en el prólogo de la edición española de Los límites del crecimiento 30 años después esta frase que me sirve para enmarcar el enfoque central —y mejor, el espíritu— de lo que aquí voy a escribir: “Los peligros que acechan a la humanidad son ahora probablemente mayores y más inminentes. Sin embargo, no seremos heraldos de potenciales catástrofes… sino que pretendemos impedir situaciones límite” (Díez Hochleitner, 2007).

¿Por qué #LaHumanidad? Porque desde ella escribo y a ella quiero llegar. No escribo desde la ciencia, no desde los hechos que hoy revelan la gravedad de la crisis, no desde la conceptualización sobre la adaptación, la mitigación, la financiación y los múltiples ismos, siglas, acrónimos y jerigonzas con que se suelen envolver esta problemática. No escribo desde estas plataformas (aunque incluyo ciencia, hechos, conceptos, siglas y acrónimos, debido a que, en algunos casos, me resultó inevitable). Hablo desde el ciudadano común y corriente que soy.

Y pongo la etiqueta de hashtag en #LaHumanidad para subrayar el énfasis de esta olvidada noción.

Creo que no será desde la ciencia, la tecnología, la economía, la diplomacia internacional (“laberintos retruécanos y emblemas” [Borges, 1964]) que podremos recuperar la esperanza. Será desde la humanidad. O mejor, desde el ejercicio de un nuevo tipo de ciudadanías sencillamente humanas, que tomen en cuenta la ciencia, la tecnología, la economía y la cultura, pero que no olviden que todo esto se hizo para que los seres humanos (es decir, ellos, nosotros, usted) puedan ser felices en este planeta, y que este es el fin superior de todo desarrollo.

Escribo, si se quiere, apelando a un sentido básico de especie que trasciende los alcances de la ciencia y la técnica, para llamar a cierta forma de fraternidad universal, como escribió Leonardo Boff, que nos devuelva aquello que de humanos perdimos por querer dominar a la naturaleza debiendo simplemente convivir con ella.

Abandonar el antropocentrismo categórico que acogimos con furor y adoptar cierta forma de antropocentrismo sistémico que nos hermane con el sol y con la tierra, con la rosa y el agua, como pidió Francisco de Asís.

¿Cuál es el camino para lograr todo ello? ¿Cómo nos volvemos a hacer humanos de verdad en un mundo donde hemos devenido en ser nada más que cifras de la estadística, del sistema bancario o financiero?

¿Cómo? Recuperando la coherencia esencial de lo que somos: parte de un gran sistema y nada más, pero tampoco nada menos.

¿Y qué significa todo esto en la práctica? Una religación universal (sé que no es un concepto práctico), volver a hacer en la cosmología, y también en la recuperada axiología de lo esencial, la unidad y coherencia sistémicas de la ecología exterior con la ecología interior. Ecología exterior, entendida como el proceso cósmico orden, caos, interacciones, nuevo orden, mediante el cual se armonizan los flujos de energías e información en la naturaleza y se consolida el proceso evolutivo de la vida. Ecología interior como el conjunto de arquetipos que definen nuestro comportamiento con la naturaleza y con la vida.

Trato de explicarme mejor: vivir en armonía con lo grande y lo pequeño, saber que entre lo más grande que nos abarca y contiene, y lo más pequeño que no alcanzamos a ver, hay un sutil entramado hecho de infinitas conexiones que sustentan la vida.

Esta armonía entre ecología interior y ecología exterior fue puesta en el contexto del siglo XX por Félix Guattari (Las tres ecologías, 1990), pero había sido pergeñada mucho antes por Francisco de Asís (Cántico de las criaturas, 1226). Representa un ejercicio de construcción de nuevas ciudadanías, empeño que debería aspirar a superar el propio concepto de ciudadanía (pasiva) y convertirlo en un concepto orgánico de vitalidad societaria, capaz de asumirse a sí mismo como vocero natural y defensor legítimo de la continuidad de la vida.

Escribí en 2009 el libro La generación del cambio climático: una aproximación desde el enfoque del caos. Allí exploré una hipótesis interpretativa de los ciclos orden-caos aplicada a la evolución de la crisis climática. En este libro retomo algunas de estas ideas y mantengo el enfoque de las ciencias de la complejidad.

Cito algunos encuentros inspiradores de buena parte de las ideas que contiene: el Klimaforum 09 de Copenhague (2009), el 3GF Rethink Energy de Bogotá (2011), ‘Los límites al crecimiento retomados’ de Barcelona (2014), la Cumbre de los pueblos de Lima (2014) y Créixer sense consumir (crecer sin consumir), también de Barcelona (2014).

Jirafa ardiendo tiene tres partes. La primera es conceptual: ¿qué fue lo que nos pasó como civilización y como cultura para que generáramos la crisis? ¿Y por qué debemos pensar de nuevo la sociedad y la cultura? La segunda, es transicional entre la conceptualización y la práctica: ¿por qué es la hora de superar el desarrollo sostenible y acelerar la transición global hacia una nueva sociedad? Que empiece por reconocer los errores de una receta fallida y proponga acciones estructurales orientadas a construir una nueva economía, que soporte un bienestar colectivo bajo en carbono. La tercera es más práctica: ¿en qué consiste la transición hacia una nueva sociedad y cuál es el papel que en esta transición deben cumplir las nuevas ciudadanías?

No es posible ofrecer conclusiones determinantes sobre los temas a que este libro se asoma, pero sí estimular un debate inaplazable que involucre a toda la sociedad. Por esto he agregado al final una orientación bibliográfica, con el ánimo de que los interesados puedan consultar muchas de las fuentes de estas reflexiones y avanzar en la construcción colectiva de salidas para la crisis.

 

2. Nuevas ciudadanías

A partir del nuevo acuerdo internacional sobre el clima de París, firmado en 2015, debe quedar superada la exclusión ciudadana protocolizada en Kyoto en 1997. Los ciudadanos serán, en el llamado periodo post 2015 —que iría entre 2020 y 2050—, los nuevos actores del cambio climático. Quiero decir: al margen de los resultados de París, los ciudadanos deben saber que ha llegado la hora de actuar.

No dudo que lo harán, agrupados de muy diversas maneras, emprendiendo acciones con los gobiernos locales, los institutos de educación y ciencia, los medios de comunicación y los empresarios diseñarán prácticas sociales innovadoras que se articularán con una nueva gobernanza de las ciudades.

Así podremos enfrentar —entre todos— la crisis del clima que hoy nos amenaza.

Nuevas formas de asociaciones para la adaptación surgirán del corazón de la crisis, y en este conjunto difuso de exploraciones colectivas se formará poco a poco una alianza de tipo global, que habrá de consolidar una reacción de la Humanidad entera para la defensa definitiva e integral la vida.

Cuando pongo el acento en estos nuevos actores parto del reconocimiento de que los viejos y tradicionales actores —me refiero a los gobiernos centrales agrupados en las Naciones Unidas— cumplieron una misión de liderazgo que poco a poco se fue agotando en la medida en que el Protocolo de Kyoto demostró su insuficiencia para hacer frente a la crisis del clima.

Ahora bien, no me hago mayores ilusiones sobre multitudes de nuevos actores trabajando por una nueva alianza sobre el cambio global.

Por un principio de realismo, apelaré tan solo a unos pocos hombres y mujeres de este tiempo —ciudadanos del mundo— a quienes quisiera referirme con la expresión ‘los verdaderamente responsables’ para no usar la manida, aunque acertada, expresión ‘los innovadores’. Aquellos que hoy son plenamente conscientes de que, en virtud del liderazgo que detentan en la sociedad, pueden incidir en los grandes cambios que necesita el mundo. No pierdo de vista que nunca los grandes cambios, las grandes revoluciones, han sido obras de multitudes, siempre ha habido unas cuantas personas conscientes, en las grandes encrucijadas de la historia, que han podido ver primero que los demás el surgimiento de los problemas; y cuando estas personas han empezado a comunicar a otros estos problemas, un grupo más grande de personas han empezado a tomar acciones para resolverlos.

Las nuevas ciudadanías, que en este libro invoco, no estarán conformadas —sospecho— por multitudes, sino por pequeños grupos de personas altamente influyentes en sus sociedades, que sabrán apretar el botón adecuado en el momento adecuado sobre el sistema adecuado, para que se active un proceso multiplicador de gran escala y se aceleren los cambios. Es lo que sugiere una frase que suele atribuírsele a Margaret Mead: “No niegues nunca el poder de un pequeño grupo de individuos decididos a cambiar el mundo”.

Entreveo un nuevo tipo de ecologismo conformado por ciudadanos provenientes de todos los oficios, capaz de superar los antagonismos del pasado y aglutinar en torno de sí una acción global en defensa de la vida.

Diferentes maneras de pensar llevan a diferentes maneras de actuar. Al enfocarse en estrategias de largo plazo, grupos y organizaciones pueden empezar a tener en cuenta los sistemas más grandes dentro de los que operan, y como consecuencia de ello, adoptar visiones de conjunto sobre las múltiples interrelaciones que existen en la raíz de la crisis del clima. Así abandonarán tanto las soluciones aisladas como las concepciones individualistas.

La convocatoria ciudadana global no es una idea original.

Muchos la han pedido de muy ambiciosas maneras y tal vez este ha sido el error. Pretender movilizaciones de millones de personas alrededor de la idea compleja de la salvación del mundo no parece una idea práctica. Quizá una de las más antiguas de estas convocatorias gigantescas fue la del secretario general de las Naciones Unidas U Thant, en 1969. Esto dijo: “Disponemos quizá de sólo diez años para dejar de lado viejas rencillas y crear una asociación global (…) si no lo hacemos dentro de la próxima década mucho me temo que los problemas alcancen tales proporciones que ya no esté a nuestro alcance controlarlos”.

La formación de un nuevo ciudadano comprometido con el futuro común de la humanidad, que entienda tanto la índole como la gravedad del desafío climático, que pueda reconocerse a sí mismo como sujeto de cambio y que reivindique, ante todo, tanto su propia dignidad como la dignidad común de la especie humana en sus relaciones con la naturaleza, que se indigne ante las injusticias y valore la democracia, que respete y valore la equidad de géneros y las diversidades sexual, étnica, religiosa, política, que se interese por conocer a fondo las opciones tecnológicas y culturales que la actual civilización tiene para salvarse, que participe y se comprometa con proyectos comunitarios de base, que valore lo local y combata la desigualdad mediante —entre muchas otras— propuestas de descentralización energética, redistribución del poder, las oportunidades y los recursos… la formación de este nuevo ciudadano, repito, requiere de un largo y profundo proceso educativo.

No obstante, algo de todo esto ya ha empezado —quizá de manera espontánea— en algunos lugares del mundo, procesos incipientes que nos indican que es posible avanzar hacia ese estado de bienestar colectivo sin carbono; hay ya algunos resultados y también algunas (aunque incipientes aún) experiencias comunitarias y elaboraciones que nos señalan el camino.

Algo se mueve en el mundo en favor de la construcción de estas nuevas ciudadanías. Lo interpreto como un proceso autoorganizativo que es necesario promover y mejorar.

El papa Francisco así lo alcanzó a vislumbrar: “Una auténtica humanidad que invita a una nueva síntesis, parece habitar en medio de la civilización tecnológica, casi imperceptiblemente, como la niebla que se filtra bajo la puerta cerrada… brotando como una empecinada resistencia de lo auténtico” (Papa Francisco, 2015, §112).

Pues bien, para contribuir —en mi pequeña medida— a que acabe de brotar esa auténtica humanidad, las nuevas ciudadanías activas y responsables, es que comparto estas reflexiones.

Intuyo que estas nuevas ciudadanías emergerán del cascarón agotado de las actuales prácticas políticas (el endeble liderazgo de los gobernantes) y del ‘instinto empático’ de una sociedad amenazada. Sobre lo primero no es necesario hablar mucho, pues todo el mundo lo sabe y casi nadie lo discute, salvo ellos. Sobre lo segundo sí. Los nuevos ciudadanos evidencian en su cuerpo social el proceso evolutivo del cerebro de especie, y nos recuerdan que siempre han sido seres astutos que a lo largo de los tiempos difíciles, de escasez y de hambrunas, guerras y devastaciones, pudieron sobrevivir gracias al uso de su cerebro. La protección de los intereses propios es un rasgo heredado de nuestro pasado evolutivo cultural; siempre hemos sido capaces de sobrevivir mediante una sutil combinación de ética y estética que nos lleva, como dice Taichi Sakaiya, a “preferir los recursos que tenemos en abundancia y a preservar los bienes que nos son escasos” (Sakaiya, 1994).

El instinto empático, también llamado autoprotección instintiva, es un viejo concepto oriental que retoma James Lovelock mediante el giro “reacción tribal de la humanidad” (Lovelock, 2007). Aquí le llamaré ‘nuevas ciudadanías’. Los japoneses hablan del “ningen no jochi”, que literalmente se traduce como conocimiento sentido, que William Marsh tradujo como autoprotección instintiva para el libro de Sakaiya aquí citado. Otra expresión japonesa complementa el sentido de estas nuevas ciudadanías cuya aceleración y consolidación me propongo incitar. Es “skkai no sukan”, que quiere decir subjetividad social. Hacer las cosas incorporando en ellas nuestra particular y única manera de percibir el mundo. Este concepto se me antoja antecesor de ‘innovación social’: incorporar métodos nuevos y propios para hacer las cosas de otra manera.

Pues bien, estas nuevas ciudadanías que implementan procesos de innovación social para acelerar la transición hacia una sociedad viable responden instintivamente a una forma de autoprotección colectiva que los ciudadanos conocen de antiguo y tienen genéticamente incorporada. No es la primera vez que la humanidad —en su conjunto o en forma parcial— se ha visto amenazada. Siempre ha acudido a este tipo de salvamento desde su más pura esencia humana.

Así como el impulso empático estuvo en el origen de la cultura petrolera estará en la base de una nueva sociedad. En la cultura petrolera está claro que el bien que había en abundancia era el petróleo, ya no lo es, y ha causado daño; en la sociedad que vendrá el bien en abundancia será el conocimiento. Así las cosas, el nuevo esquema de producción y distribución de electricidad en el mundo, los nuevos patrones de producción, transportes, consumo, eficiencia, reutilización y ahorro de materiales, disposición de desechos serán el resultado del conocimiento, la innovación y la responsabilidad que seamos capaces de desarrollar como sociedad —y también como nueva cultura— en los años decisivos de la crisis.

Esa sutil y poderosa combinación de ética y estética, de nuevas ciudadanías —en proceso de formación— soportadas sobre un nuevo tipo de humanismo no antropocéntrico, podrá salvarnos.

Las viejas ciudadanías eran legitimadas y acunadas por los Estados, las nuevas se dan sin padrinaje alguno, emergen de la crisis como flores autónomas y se expanden con libertad por las nuevas redes del conocimiento y la acción. Se expresan en comunidades, cooperativas, colectivos, emprendimientos y movimientos sociales, políticos y culturales. Los sistemas políticos han cedido el control —y el dominio de las centralidades ciudadanas— a la periferia. Las nuevas ciudadanías consolidarán un nuevo tipo de capital social que hoy supera el propio capital político de las viejas ciudadanías. Se le reconoce a Robert Putman la frase “Será difícil construir capital social, pero es la clave para hacer funcionar la democracia”.

Al final, me referiré a algunas experiencias de nuevas ciudadanías que ya están sucediendo en el mundo, para recuperar la esperanza y para traer hasta aquí lo que ha sugerido Díez Hochleitner: escribir y pensar con el ánimo de impedir situaciones límite.

 

3. Ideas que quedaron sueltas

Algunas ideas que escribí en la anécdota como un prólogo quedaron sueltas. Aquí las ato —antes de empezar a escribir sobre ellas— debido a que son, precisamente, las ideas fuerza de lo que quiero decir.

Son nueve (la octava es el corazón de todas).

 

Primera: En este maravilloso invento de la libertad que hemos convenido en llamar capitalismo y libre mercado algo nos quedó mal desde su origen.

La raíz del cambio global está en el diseño de la civilización actual. Un modo de crecimiento y de progreso que resultó lesivo de la vida y del bienestar colectivo.

Lo que quiero decir es que no podemos persistir en el error de equivocar el foco de nuestro análisis. No podemos esperar —ni mucho menos alentar esta esperanza en otros— que la mano invisible de los mercados resuelva la crisis climática. Tampoco podemos esperar que sean la economía y la tecnología, por sí mismas y en sí mismas, quienes nos rediman de la catástrofe. La economía dominante se estructuró en el siglo XIX siguiendo los postulados de la filosofía positivista y es en esta manera de concebir el progreso que está la principal raíz del cambio climático.

Necesitamos repensar la economía y poner la tecnología al servicio de un progreso sencillamente humano entendido como aquel que hace prevalecer la vida sobre las cosas.

No convertiré este texto, aunque me habría gustado, en una diatriba contra el capitalismo. Ya lo hizo Naomi Klein en un libro ampliamente comentado entre los probables lectores de este tipo de literatura (Esto lo cambia todo: el capitalismo contra el clima, 2015). Opino que más allá del capitalismo como sistema económico están los principios filosóficos que dieron rienda suelta a la libertad de los mercados sin regulaciones algunas; una equivocada interpretación de la libertad que sembró la semilla de la inequidad en todos los órdenes sociales, ambientales y económicos del mundo. A ese modelo mental que formó parte de nuestra civilización desde el siglo XIX lo llamaré ‘nuestra propia y humana manera de ser’ para referirme al ser social que somos desde entonces, y que ignoro si pudo haber sido de otra manera o cambiarse en el futuro. Dije ‘modelo mental’; he ahí el arquetipo gobernante de nuestra manera compartida de entender el progreso humano: crecer, crecer y crecer, sin que nadie detenga nuestro crecimiento debido a que la libertad que ostentamos es patente de corso para la depredación de la naturaleza y la extralimitación de todos los recursos.

El capitalismo, como lo conocemos hoy, es más joven que esta noción del progreso, y el socialismo que conoció su vida y muerte durante el siglo XX (aunque aún subsistan rezagos populistas), es más joven aún. El paradigma de progreso tanto de los países socialistas como de los llamados en vías de desarrollo, consistió siempre en emular los modelos de crecimiento económico de los países capitalistas avanzados, y hoy contemplamos atónitos la superación del paradigma en las llamadas economías emergentes, que son capaces de crecer más rápidamente que aquellas que constituyeron su modelo a imitar.

Todo esto es historia del siglo XX, de su segunda mitad, que es la historia de la crisis climática, pero es cierto, como anota Klein, que el punto de inflexión de la crisis, su estallido sistémico, ocurrió cuando aquel iniciático capitalismo moderado se nos salió de madre, y adoptó la forma expansiva de la globalización y la desregulación. Así que el capitalismo desregulado es tan solo el estadio explosivo de la crisis, pero es preciso ir un poco más atrás y hurgar en el modelo de progreso que engendró aquella posibilidad extrema de la libertad. La concepción del ser humano como individuo dominante de todo lo que existe, como individuo conquistador de todos los territorios y todos los mares, plus ultra existencial de una equivocada “manera de ser”.

Pido paciencia para que me acompañen a ir desenrrollando el ovillo de esta idea, que quedó suelta en el prólogo, y que no estoy seguro de poder desenredar y atar hasta un final decoroso.

 

Segunda: Capitalismo como fallido sistema económico.

Esta idea es subsidiaria de la anterior, y fue el hallazgo central del informe conocido como Informe Stern5, según el cual el cambio climático representa un desafío único para la economía, debido a que es la falla de mercado más grande que se haya visto nunca. El hecho de que el exceso de emisiones de gases efecto invernadero (GHG, por sus siglas en inglés) constituya una falla de mercado, implica que se producen más emisiones que las que serían rentables si la falla de mercado no existiera. Esto se debe a que los emisores de GHG no pagan el costo total de las emisiones, ya que este es transmitido a la sociedad en la forma de cambio climático. En consecuencia, se puede afirmar que debido a la falla de mercado existente, se asignan más recursos hacia actividades emisoras de GHG de los que se asignarían en un mercado eficiente.

Según este informe, se estimaba que para 2050 se alcanzarían las 550 ppm (partes por millón) de CO2 equivalente en la atmósfera, lo que haría crecer la temperatura promedio mundial en 2 oC (77 % - 99 % de probabilidad, según el modelo meteorológico que se utilice). No obstante, en 2014 el mundo superó la barrera de las 400 ppm, lo cual podría indicar que antes del 2050 superaríamos la barrera de los 2 obusiness-as-usualBAUo