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Los años queman

Jaime Arracó Montoliu

Rey Naranjo Editores

A Carola y a Mónica, por estar y por quererme

Hay dos cosas en la vida que yo creo que todos los hombres ansían y muy pocos consiguen, y son la salud y la libertad. El farmacéutico, el médico, el cirujano son incapaces de proporcionar salud; el dinero, el poder, la seguridad, la autoridad, no dan la libertad. La educación nunca proporcionará sabiduría, ni las iglesias religión, ni la riqueza felicidad, ni la seguridad paz.

Henry Miller, Una pesadilla con aire acondicionado (1945)

Contenido

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

EPÍLOGO

2

I

Cuando Marco, el entrenador, nos despidió hasta el siguiente día de entrenamiento, Pietro y yo esperamos sentados en la gradería del estadio de fútbol, entre los ocho campos de entrenamiento y los vestuarios. Teníamos todo el uniforme moteado de barro y las botas de fútbol estaban recubiertas de una capa pesada de tierra mojada. La cara rasguñada, escocida por el sudor y las rodillas laceradas. Es lo que tenía el fútbol de la época, los combativos campos de tierra y la agresividad heredada del calcio storico, la primera práctica real de un fútbol parecido al moderno. Vi a Marco ir hacia el bar. No se había afeitado en las últimas semanas. En la mesa de siempre le esperaba su fiasco de Chianti. Estaba triste, pero no triste como los jóvenes; estaba triste de verdad. Fiasco en italiano significa frasco. Y fracaso también, como todos sabemos. Eso era justo lo que estaba consumiendo. A veces, Pietro y yo le volvíamos loco de atar, sin embargo su decaimiento no parecía tener nada que ver con nosotros. Su mundo se iluminaba cuando nos dirigía en los entrenamientos y después se mostraba incapaz de superar la vida. Eso no me hacía sentir cómodo, porque me odiaba a mí mismo cuando se me interponían situaciones mundanas como la tristeza de Marco, o dormir todos los días por obligación, o comer por hambre y no por gusto, o sonreír sin darme cuenta por ver a otros haciéndolo, y me odiaba por encima de todo al saber que conocidos tenían problemas iguales al resto del mundo.

Los demás compañeros ya se estaban duchando. La imagen de siempre: cuerpos desvistiéndose, duchándose, vistiéndose de nuevo con ropa seca. Algunos eran presumidos y permanecían desnudos entre el sofocante vapor que emanaba de las duchas hasta no necesitar una toalla con la que secarse. Jamás vi tantos cuerpos masculinos desnudos como en mi adolescencia. No me incomodaba, pero era inquietante observar las inmensas diferencias físicas que había entre todos. Unos se avergonzaban de sus cuerpos prematuramente desarrollados y otros de los suyos en una fase todavía pueril. Había penes de todas las dimensiones, también pezones, pelos de muchos colores y culos extrañísimos. Sabía que en el mundo femenino también existía toda esta diversidad física, por lo que me atormentaba intentando sentenciar qué me atraía en especial de una chica aparte de que yo le gustara a ella. Era una tarea a la que debía ponerle un punto final o un punto y aparte pronto, porque ninguna combinaría la totalidad de los atributos: algún rasgo debería sobresalir por encima de los demás. Y, entretanto, seguía viendo tíos desnudos y ninguna chica. Por si no fuera suficiente, nos depilaban las piernas para recibir masajes, dejando algunos cuerpos tiernos y trágicos, por decir algo, más que corpulentos y fuertes. Nuestros cuerpos eran la materia prima con la que trabajaban los fisioterapeutas y recuperadores del equipo. Me sobaban solo hombres.

Ya me debes dos meriendas, cabezón, le dije a Pietro sintiendo el estómago vacío, pensando en las schiacciate calientes del bar del club que apostábamos cada entrenamiento. Quien metiera menos goles pagaba. No te preocupes, amigo mío, hoy te voy a sorprender, me soltó con aire arrogante mientras sonreía. Conocí a otros chicos antes que a Pietro. Pero a él le consideré mi primer amigo.

El aire estaba limpio y soltaba unas gotas microscópicas que apenas mojaban. Los dos mirábamos al frente desde lo más alto del palco. Con las manos en los bolsillos del chubasquero amarillo, como si estuviéramos pensando en algo, cuando yo solo sentía que me gustaba la noche, que las noches son bonitas. Pietro, por su parte, producía muchos pensamientos cuando no hablaba. Yo me daba cuenta porque inhalaba aire con entusiasmo y lo exhalaba silenciosa pero prolongadamente. Espié a una pandilla de macarras que estaba sentada bajo unos árboles, en un parque cercano al estadio de la Fiorentina. Fumaban porros y se daban besos con sus novias, chicas que no sabían qué querían y chicos que tenían claro qué querían hacer con ellas. ¿Serían novios para siempre? ¿Conocerían sus secretos desde que empezaran a tenerlos? Al frente, una gran avenida separaba la ciudad de las serpenteantes carreteras que iban en ascenso hacia los pueblos de las afueras, hacia el mundo rural. El paisaje agreste se imponía al panorama citadino. Los telediarios habían terminado y las madres y esposas recogían los platos de pasta de la cena en familia, para finalmente tomarse un café delante de alguno de esos programas de variedades tan malos que ponían en televisión.

Pietro, ¿sabes por qué me gusta el fútbol?, le pregunté a mi amigo. Porque eres hábil jugándolo y te divierte, me contestó, con esos ojos siempre hundidos. Tal vez, dije. Recapacité y seguí. Me parece que he formulado mal la pregunta: ¿Sabes qué me gusta del fútbol cuando no lo juego yo? Ni idea. A ver, cuéntame. Continué con mi idea del auténtico placer del fútbol: cuando no lo juego y lo veo en televisión, asocio el deporte con las ciudades. Eso es. Pienso en lo que hacen los futbolistas en las ciudades que viven. En las emociones compartidas de todos. Una gran ciudad siempre tiene un gran equipo y un gran equipo una gran afición y un gran estadio. Me siento fascinado por las ciudades que son las dueñas del fútbol. Pasan los jugadores, los entrenadores y los presidentes, pero el equipo sigue, como las ciudades. Para mí el escenario del juego no son los estadios, son las ciudades. Una pieza igual de importante que las otras en el mosaico de atractivos de una ciudad con caché. Se dice tessera, me interrumpió, mirando al suelo. ¿Cómo?, repuse automáticamente. Cada una de las piezas de un mosaico se llama tessera. Ah, casi igual que en español. El italiano está chupado, dije alegre, seducido por la Europa futbolística. ¿Qué opinas de lo que te he dicho? Pues, tío, a mí me imponen mucho los estadios, el Olímpico de Roma quita el aliento, aseguró. Pero debe ser bonito viajar y poder conocer muchas ciudades jugando al fútbol. Yo le dije que me interesaría más viajar y poder conocer a todos los aficionados de cada equipo. Sus historias de vida alrededor del fútbol. Los bares que frecuentan desde que los abrieron. O las vidas de los habitantes ajenos al fútbol. Saber qué piensan los jugadores que visitan la ciudad que habitamos. ¿No te gusta más pensar en viajar jugando en un gran equipo?, me preguntó. Yo garanticé que sería un mercenario sin sentimientos, que cambiaría cada año de ciudad: ¿Qué más da estar un año que diez en un equipo? Serías odiado por todas las hinchadas, un nuevo Roberto Baggio para la Curva Fiesole. Les explicaría que deseo conocer el mundo a través de los equipos de fútbol o de las hinchadas. No sé, dudé. Pietro se dejó atrapar por mis fantasías: a mí me gustaría salir a cenar, a beber y conocer chicas después de cada partido. Joder, y a mí también, le dije. Si lo piensas, a mi manera es mejor. Solo estarías comprometido en el campo, el resto no cuenta. Sin más compromisos que partirte la cara en el campo. Ahora sí que tiene sentido, concluyó.

¿Entramos ya? Estoy pelado de frío. Sí, sí, ya es hora, contesté.

Me despedí de los últimos compañeros que salían del vestuario. Algunos llevaban el pelo engominado en punta y otros engominado hacia atrás con los laterales de la cabeza rapados; los menos llevaban el pelo secado con secador, acondicionado y limpio de productos cosméticos. Muchos vestían vaqueros muy apretados y decolorados en los muslos marca Diesel, zapatillas Nike Air Max y cazadoras Alpha. Normal que tanto a Pietro como a mí se nos vacilara por ir vestidos con botines, camisas y jerséis. Se me encendió la cara al entrar, se me inflamaron las orejas y los mofletes por el cambio de temperatura. Por el vaho casi no se veía ni a un metro de distancia. Ya no había nadie duchándose. Cogí una silla plástica y me la llevé a las duchas. Me senté debajo del chorro de agua, dejando que me pegase en la nuca. Apareció Pietro con otra silla y un cigarro encolado a sus gruesos labios. Valía la pena soportar un rato de frío para monopolizar las duchas sin que nadie nos jodiera. Era fantástico fumar en medio de todo ese vapor, el tabaco raspaba más en la garganta. La mezcla del humo con el vapor y los olores a fruta del jabón líquido creaba una atmósfera de higiénica contaminación. Quizá si no hubiera fumado en las duchas nunca hubiera sido fumador. El olor del gel de albaricoque me recordaba mis primeras experiencias con la masturbación en la ducha de casa, cuando aprendí a dibujar con mi mente en la mampara de vidrio el pubis de Linda Evangelista y a mi profesora de inglés y su escote. Iba de Linda a Rosa y de Rosa a Linda, dependiendo del día. La masturbación gozaba de un puesto de categoría entre mis aficiones. Le dedicaba un tiempo extenso y una actitud solemne, prorrogaba el clímax hasta que me empezaban a flaquear las piernas y el pecho me pedía más oxígeno, cuando bien podía lograrlo en menos de un minuto, cosa que suele suceder ahora. Es verdad que antes era una gimnasia placentera, mientras que hoy no deja de ser una conducta coagente de mi salud mental, que en ciertos casos me lleva a sollozar de la felicidad.

¿Qué hacemos, Pietro?, le pregunté mientras me secaba con el albornoz. Enano, vamos a casa de mi mejor amigo. ¿Está lejos? Aquí nada está lejos, ya deberías saber que Florencia no es ni Roma ni Milán. Pues andando, ordené, emocionado por conocer al mejor amigo de Pietro.

Cuando llegué a Florencia pasé la mayor parte de mi tiempo en familia. Tumbado en la cama leí la última carta de un amigo que dejé en mi ciudad y para siempre. Me contaba sus experiencias con el éxtasis que consumía cada viernes por la tarde, por aburrimiento. Esto del aburrimiento lo digo yo, para él no era así. Me decía que se había metido en varias peleas y que ya había perdido la virginidad. No hubo una respuesta para esa nota: ahora me estaba desvinculando de todo lo que fui. Y cada vez estaba pasando menos tiempo con mi familia. Quería mantener todo lo que me sucedía lo más lejos posible de casa. No es que tuviera algo en contra de mis padres, no era eso, yo les quería mucho pero no tenía ninguna facilidad para demostrarlo, ni nada en especial que me empujara a hacerlo. Era otro chico más, metido de lleno en aquella distracción que era conocerse. Estaba muy preocupado en mí mismo y por eso procuraba descartar maquinalmente esa idea tan cursi de familia. El deberme a ese cariño doméstico me apartaba de las que creía que iban a ser mis libertades en esta nueva y llamativa vida. Quería saber todo, representar a todos, y por nada del mundo iba a dejar que la tontería de los sentimientos y el rollo de la familia interfiriera. Para contar toda la verdad, quiero decir que sí me importaba el matrimonio de mis padres. Deseaba, o puede ser que fuera solo interés, que se llevaran bien, que estuvieran convencidos de la correspondencia de sus intenciones, sentimientos y ambiciones.

Después de abrigarnos, de rehacer las bolsas de deporte y de discutir con el utillero Fabrizio por hacerle estar más tiempo del que su contrato exigía a causa de nuestro disfrute y capricho, bajamos al aparcamiento y nos subimos en nuestros ciclomotores. Nos precipitamos por las calles vacías. Mi cuerpo estaba tonificado por la ducha caliente.

La noche era prematuramente oscura y el viento y el frío recordaban que el invierno era dueño de los esqueletos de árboles y setos. Las farolas alineadas en calles y avenidas se iban extinguiendo hasta que al empezar la subida por via del Salviatino solo se veían los faroles de las entradas de las casas. Las luces de las villas, esparcidas sobre las laderas parecían el cielo jaspeado de estrellas refulgiendo en el verde oscuro casi perenne de Fiesole. Florencia era el último sorbo de un gran vino, el asiento de la vida de ese noble valle. Yo seguía a Pietro entre los muros de las propiedades lo más cerca que podía. Íbamos a gran velocidad, como si huyéramos del acecho de la tranquilidad. Empezó a tocar el claxon en una larga recta justo antes de detenerse delante de una villa en el arcén derecho. Me paré detrás de él y se abrió una ventana en el segundo piso, encima de una hiedra trepadora que coloreaba la piedra y que cubría la fachada. Un ¡Arrivo! dicho con voz grave se deshizo rápidamente bajo la llovizna. Aparcamos casi sobre la calzada y al momento se abrió un portón que daba a un jardín interior de la casa. Un muchacho de mi estatura sujetaba dos terranova llegados a su talla máxima. Adelante, chicos, soy Roberto, me dijo empujando la grotesca cabeza de uno de los perros y estrechándome la mano. Yo soy Alberto, contesté, temiendo que los perros me atacaran porque me gruñían y embestían con su morro en las piernas. Nunca me atreví a tocarlos. Pasamos por dos salones y llegamos a unas escaleras de piedra. Subimos uno tras otro los peldaños desgastados en una media penumbra. La belleza del exterior de la casa se correspondía con la belleza de su interior. Había puesto mis pies en un nuevo planeta. Seguí a los chicos por un prolongado pasillo que desembocaba en un gran salón con sofás, una librería que ocupaba una pared entera, un escritorio, una habitación para huéspedes, un baño, armarios y dos ventanales encima de sendos radiadores. Desde el techo una cálida luz caía modélicamente sobre los cuadros que decoraban la sala. Pietro y Roberto eran como hermanos y yo estaba encantado allí siendo el nuevo amigo extranjero, antes de saber que ese habría de ser durante varios años nuestro refugio, el abrigo de nuestra adolescencia, el escondite de nuestros primeros vicios, uno de los lugares donde evadir el resto de las cosas. Roberto encendió la música, retomando lo que escuchaba antes de nuestra llegada mientras estudiaba: era música clásica que no supe distinguir y que, supongo, había heredado de su padre o abuelo. Me gustaba estar allí. El dueño de casa levantó la mitad del tablero de una mesa redonda anclado a una bisagra en el centro. Sacó papel de liar, tabaco y una barra de hachís de un tamaño considerable.

¿Fumas, Alberto?, me preguntó con picardía en la mirada. Por supuesto, contesté. Entonces, ¿quieres preparar un porro? Claro, pero tengo mucha sed.

Ese era el problema del té caliente demasiado azucarado que nos preparaban en los entrenamientos para darnos energía y calor.

Vale, no te preocupes, ya subo algo de la cocina.

Pietro y yo nos quedamos esperando mientras volvíamos a entrar en calor. El hachís se deshacía fácilmente y al mínimo contacto con la llama del mechero burbujeaba, desprendiendo un humo denso y un olor profundo como a mermelada de ciruela amarga y café. Pietro y Roberto estudiaban en el mismo colegio, estaban desde siempre en la misma clase de una escuela pública por lo menos diez veces más grande que la mía. Mis padres me habían metido en un liceo religioso dirigido por monjas donde era difícil encontrar una mala influencia —y digo que me habían metido porque yo veía la escuela como un lugar donde mis padres me tenían tanto lejos de casa, como de la calle. Así mi madre podía hacer lo que quería y a mi padre le permitía no preocuparse demasiado en sus viajes de trabajo a las grandes cordilleras, desde donde no podía adoctrinarme tanto como él quisiera—. Como he dicho antes, en esa época hubo una fractura en nuestra relación, una fractura abierta por una distancia que mantuvo escondidos nuestros sentimientos durante los años que viví en Italia. Yo abrí esa brecha cuando, sin justificación, me sentí como un extraño dentro de mi familia. Ni más, ni menos. Solo un intruso que pedía hacerse hombre a través de sí mismo. No sucedió nunca que ellos quisieran tener una segunda oportunidad en la vida dirigiendo mi nula vocación según sus gustos. O al menos no me lo pareció. Tampoco hicieron tal cosa con mi hermano. No sembraron en nuestras existencias nada que, a la postre, pudiera rendir recompensas para ellos. Así como ahora me gustaría que me conocieran más, en ese entonces no quería que supieran nada de mí. Son cosas que pasan.

Desde hacía poco yo me sentía en deuda con el mundo por lo que lo único que me pertenecía eran mis pensamientos. Pero en el colegio y en ese tiempo alguien pensando por sí mismo provocaba situaciones casi tan dramáticas como en la época isabelina, donde los fantasmas eran parte de la sociedad pero las ideas individuales y nuevas no. Las lecciones de vida tenían que llegarme a lo profundo de la razón de una sola manera, no había distintas posibilidades de entendimiento. Según me contaba Pietro, le iba bien en el colegio más allá de los estudios. Era un chico sin miedos y a esa edad eso es ir un poco por delante del resto. Roberto me pareció muy adulto —no sé por qué— para tener quince años y desmentía la frase aquella de que la diversión es para los tristes. Tiraba a nervioso y tenía que saber todo para poder pronunciarse. Cuando reía lo hacía con dos o tres cortas sacudidas de hombros. Los dos vestían muy parecido, un poco al estilo sesentero, pero con ropa moderna. Moda a la que yo me sumé. Con la mezcla de tabaco y hachís en la palma de la mano izquierda pensaba en mi pasado, en el reciente, el de un año atrás en una joven ciudad de otro país, en una comunidad aburrida y apática. Las cosas no hubieran salido bien, decreté al recordar mis negativas frente al abandono de la que fue mi casa y al pensar en los actos medianamente delictivos en los que me había visto inmerso. El porro estaba listo, firme como el bambú. Llegó Roberto con una mueca en la cara, se reveló de satisfacción al verme. Colocó unas galletas, unos cortes de pizza y una botella de agua frizzante en la mesa. Yo le alargué el porro. Toma, enciéndelo tú. No, quien lo lía lo enciende, me dijo, respetando unas reglas infantiles de subordinación y admiración por las drogas.

Lo prendí. Me tragué todo el humo y apenas expiré algo. Esto está buenísimo, dije o pensé. Una sola calada o un solo sorbo o una sola lengüetada de sustancias mágicas era suficiente para perturbar cualquier certeza. Despertaba la osadía o el acobardamiento, y en cualquier caso rompía la estructura de la conducta acostumbrada. Los drogadictos me daban pena y, aunque yo me drogaba, me sentía distinto a ellos porque me pensaba más inteligente. Yo no sucumbía a los efectos, yo siempre tenía el control. Yo disfrutaba y el resto no.

Bueno y, ¿cómo estás?, me preguntó mi nuevo amigo.

¿Qué significaba en realidad esa pregunta? Yo no sabía cómo estaba, nunca lo sabía. Me lo tendría que estar preguntando continuamente, y eso podría generarme problemas si descubría que las cosas no iban bien. Además, cualquier respuesta que diera acerca de lo que yo era o sentía me parecería insuficiente. No hablaba correctamente, no sentía correctamente, no quería correctamente. Nada alcanzaba, salvo lo que no recordaba o sabía, porque tenía la oportunidad de imaginarlo o inventarlo y eso sí podía servirme, eso sí estaba bien. Me siento bien, le contesté, dudando e intentando pensar solo en cómo estaba en ese segundo. ¿Qué tal te parece el colegio?, me siguió preguntando. Bien, es distinto a los otros donde estudié. Aunque el lugar es precioso y hay mucha paz, los chavales son muy serios y escuchan solo música italiana que no conozco y que no me ha gustado demasiado. ¿Y las chicas?, me preguntó Pietro. Muchas rubias como tú, ya lo sabes. Me podría enamorar de la mayoría, si supiera cómo se hace, contesté. Tienes que invitarlas a salir con nosotros, me recomendó. Las puedes invitar a venir aquí o decirles que salgan un fin de semana con nosotros. Pietro gesticulaba aún más que el resto de italianos que conocí. En ese instante se movió tontamente a mi alrededor teatralizando una fingida habilidad con las chicas. Porque Pietro debía contar con unas condiciones especiales para convencer a las chicas de que lo mejor que podían hacer era estar con él. Primero, que él no tuviera problemas en casa; segundo, que no tuviera ese habla ágil lleno de un desconcierto rudimentario; tercero, que no se le ocurriera hablar de libros de ciencia o filosofía —eso pasaba si estaba muy fumado—; cuarto, que las chicas no fueran en grupos grandes porque se acercaba a todas a la vez; quinto, que nosotros tampoco fuéramos en un gran grupo porque intentaba dejarnos en evidencia y creaba conflictos que las chicas intentaban evitar. Podría enumerar algunos requisitos más, pero supongo que la idea queda clara: tenían que pasar demasiadas cosas para que Pietro estuviera con una chica. La suma de ciertos estados emocionales propios y complejos reñía con la frivolidad de las chicas que abordaba, por lo que sus intentonas daban al traste con regularidad. Pero él no perdía la esperanza, siempre había sido mala suerte. No cambiaba su estrategia ni se desanimaba. La situación ideal era encontrar a una chica por la calle completamente solo y sobrio después de haber sacado una buena nota en clase o de haber leído una nota positiva de nuestro equipo en el periódico deportivo local, como aquella que decía:

L’Olimpia Firenze passeggia sullo Scarperia con enorme facilità grazie alle prodezze dei suoi singoli. Pietro e Alberto imperversano nella retroguardia gialloblù con una partita di un altro livello.

Así, en vez de asustarlas las encantaba. Si lo conseguía, no tardaba en asustarlas unos días después. Y vuelta a empezar. A mí no me asustaba. A lo mejor asustar no es el verbo, sino inquietar o alarmar. A mí nada, no me provocaba nada, ya lo he dicho. A mí me cansaba y ya, pero me gustaba. Sin embargo las chicas no querían eso, ellas querían pasarlo bien y él las confundía diciendo cosas que no querían escuchar.

Pietro estaba alborotando el salón en busca de algo con qué entretenerse. Sobre el escritorio encontró un libro, L’angelo bruciato, una biografía de Kurt Cobain. Kurt odiaba las fotos, las entrevistas y los autógrafos. Decía que él era su música, así de sencillo. Pero, ¿alguien es lo que dice ser? Pietro regresó al sofá con el libro y nos dijo: si Kurt Cobain me hubiera conocido, seguiría vivo. Yo no hubiera permitido que él quisiera irse. Hubiera sido su mejor amigo y productor. Todos dicen que era imposible reconducirlo, pero conmigo hubiera sido distinto. Aunque no lo sepáis, yo tengo un don para la música, chicos. Voy a revolucionar la música, ya veréis.

Estábamos a medio acostar, con las piernas sobre la mesa compartiendo algo más que un espacio y un momento. Seguramente siendo más felices de lo que merecíamos. Me atrevo a hablar por los tres.

Aquí se está de maravilla, ragazzi. Es un lugar cojonudo, Roberto, confesé invadido por un sentimiento de pertenencia.

Los efectos del hachís parecían incitarme a hacer algo: cambiar la música, contar alguna historia —nunca hablé de mi vida anterior porque esta hubiera defraudado a quienes deseaban conocer mis verdades—, encender un cigarrillo, bailar... Me decanté por beber un poco de agua y empezar a bailar, primero con la cabeza y después con los brazos estirados a los lados, dando vueltas sobre mi eje. También fantaseé con Alessandra, una chica del colegio que me gustaba. Me vi domiciliado allí en el salón, hablándole y dejándome mimar. Compenetrándonos desde ese instante y hasta la muerte. Aunque había algo que siempre faltaba cuando soñaba despierto con las chicas: era capaz de imaginármelas enamoradas hasta la médula de mí, pero yo no podía imaginarme enamorado, no entendía qué podría sentir. El egoísmo se imponía siempre.

Por la gastada madera del marco de la ventana se filtraba el viento provocando un ingrávido silbido. Cerré los ojos cuando a Pietro le dio por empezar a golpear a Roberto. Pensé en Marco, en qué estaría haciendo en ese momento. Le veía dos horas cada día y no sabía nada de su vida. Una vida que no me había interesado hasta que le vi triste y desarreglado en los entrenamientos. ¿Estaría borracho en el bar? ¿Temía llegar a casa? Estas dos preguntas construían unas realidades crudas que podía tener en consideración pero que no quería observar de cerca. Era más curiosidad que interés. Para ser sinceros, no quería ayudarle. Solo quería descubrir algo y, dependiendo de lo que me hiciera sentir, recordarlo u olvidarlo.

Muy pronto el soplo de la Toscana empezaría a dejar una gruesa capa de escarcha por toda la colina de Fiesole. En una oscuridad plena.