Carla vive con su marido y su hijo en un estado de aparente orden , pero no se siente comprendida por ninguno de los dos, no está satisfecha con su vida. Busca respuestas a sus dudas y eso la lleva a crear su propio espacio fuera de casa. Se matricula en la facultad y se siente nuevamente escuchada en un nuevo entorno que le devuelve la voz. Allí nace una relación entre cuatro personas totalmente diferentes entre sí y logran forjar un estrecho vínculo de verdadera amistad.

Esta novela tiene un mensaje de superación, situada en ese período, siempre confuso, desde una separación sentimental hasta que se consigue recobrar el sentido y el control de la propia vida. Trata las diferentes formas de relacionarse con los hijos, pareja, amigos, incluso con uno mismo. Habla de esos fantasmas del pasado, creados de la nada y que a veces se alejan tanto de la realidad. Todo tratado en un registro para poder reírse de uno mismo con divertidas situaciones muy peculiares, que la autora desdramatiza, llevándolas incluso al ridículo.

Quizás dejaré de decir quizás

Antonietta Zeni

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Quizás dejaré de decir quizás

© 2016, Antonietta Zeni

© 2016, La equilibrista editorial

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@laequilibrista.es

ISBN edición ebook: 978-84-945297-3-3

ISBN edición papel: 978-84-945297-2-6

Depósito legal: B 15179-2016

Primera edición: junio de 2016

Diseño y maquetación: La Equilibrista

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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Prólogo

Publicar un libro es una fiesta y escribir su prólogo da el privilegio de ver el espectáculo entre bastidores antes del estreno. No obstante, el prologuista debe tener claro que el protagonista es el libro y su autora, y él solo debe ser un mero introductor que anuncia la función y da algunas pinceladas de la misma, pero sin desvelar secretos argumentales.

Esta es la segunda novela que publica Antonietta Zeni. En la primera, Nonna, hace ya cuatro años se nos descubrió una autora novel, que de novel tenía muy poco ya que utilizaba muy bien los recursos narrativos y hacía fácil lo difícil, mantener el interés en una historia sobre el complejo tema del deterioro que produce el Alzheimer y describir muy bien a los personajes de la misma.

Ya que hablo de la autora, aunque dejo a su editor que reseñe su curriculum, quiero indicar que la conocí compartiendo pupitre en una clase de la Facultad de Filología y eso dice mucho de un escritor, de su interés y profesionalidad, porque la teoría literaria y del idioma es una de las patas en que se sustenta una buena novela, por mucho que algunos de los que se inician en el oficio de escribir piensen que pueden ahorrarse ese esfuerzo.

Volviendo a su obra, hoy por suerte podemos proseguir su trayectoria en esta nueva novela que podríamos definir como la de los «quizás» que aparecen en su título y que definen las dudas de su protagonista. Ante todo, quiero destacar que Antonietta da un golpe de tuerca literaria, ya que en Nonna nos conducía la voz de un narrador y aquí es el personaje principal quien nos habla. Creo que utilizar la primera persona en una narración no es sólo una decisión de gramática literaria, es implicarse mucho más en la historia contándola tal como la siente quien la vive, con sus alegrías, sus dudas y sus miedos expresados directamente y no por medio de un narrador externo que, por mucho que sea omnisciente y conozca todos los hechos y pensamientos, los interpreta desde su punto de vista. Por eso en esta lectura vamos a estar muy cerca de Carla, la protagonista, y vamos a recorrer su mundo a través de sus sentimientos.

La novela, de la que como ya he dicho no debo ni quiero desvelaros la trama argumental ni el desenlace, transcurre durante un periodo de la vida de Carla en el que después de muchos años de monótono matrimonio comienzan a ocurrirle cosas y en paralelo, o quizás por ello, esa relación de pareja se deteriora. Junto con un grupo de nuevos amigos muy diferentes entre sí, comienza a vivir otras experiencias, se enfrenta a «quizás» revestidos de duda y todo empieza a ser menos sólido de lo que a ella le gustaría. Esa nueva vida le plantea preguntas y respuestas a las que no está acostumbrada y que ni quiere ni sabe enfrentar.

Pero lo que me interesa resaltar es que la novela se lee con mucha facilidad y es difícil interrumpir su lectura. Las vivencias de la protagonista, con el contrapunto de quienes le acompañan en su relato, nos atrapan porque están escritas en un lenguaje sencillo y no afectado que refleja con proximidad a esas personas y que nos lleva en volandas a través de sus experiencias vitales. Este es uno de los puntos fuertes de la historia, su verosimilitud y la sintonía que consigue con el lector.

En esta novela y en la anterior de Antonietta Zeni me ha ocurrido lo mismo, al tenerla en mis manos la he leído de un tirón porque me he sentido seducido por sus personajes y no me apetecía dejarlos, aunque fuese temporalmente, pendientes de cómo iban a seguir desarrollándose sus peripecias. Esa lectura que engancha distingue a la novela, que nunca se nos cae de las manos ni tenemos que hacer ningún esfuerzo para continuar con su lectura, sino todo lo contrario se nos hace corta, como su anterior libro, y ese es otro punto fuerte ya que cuando la acabamos nos quedamos con las ganas de que tuviese unas cuantas páginas más.

Felicito a la autora, le agradezco este privilegio de ser de los primeros lectores y la animo a que continúe por esta senda literaria. Espero que no se contente con la parejita y que amplíe la familia de sus novelas, lo que vamos a agradecer todos los que disfrutamos leyendo buenas y amenas historias.

 

Ricardo Fernández

 

 

1

El portazo casi derrumbó la casa, las paredes temblaron y el silencio inundó la habitación.

Allí estaba yo, con la sábana hasta la nariz y el cuerpo electrizado como el de una gata en celo. Contuve la respiración por unos segundos, me sumergí más en el edredón y, allí, protegida y más segura, me quedé muy quieta notando como la cama aún temblaba por el impacto.

Todavía podía volver, así que procuré no moverme como si al hacerlo pudieran cambiar las cosas. Quizás si permanecía inmóvil todo se quedaría así para siempre.

En el techo de la habitación aún resonaba esa última frase:

—¡Estoy de ti hasta los cojones!

Y luego el portazo certificando sus palabras. Quizás esta vez era la definitiva y se fuera para siempre. Pero no, ya lo había hecho otras veces y sabía que volvería.

Luis y yo nos casamos muy jóvenes, vivíamos en el mismo inmueble y naturalmente nuestras familias se conocían, incluso celebrábamos las Navidades juntos, me resultaba difícil tener un recuerdo de la infancia en el que no estuviera él presente.

Tenía un hermano mayor que había aprendido a tocar el piano con mi madre, ella había estudiado en el conservatorio y daba clases en horas libres.

Varios domingos nos reuníamos por la tarde y terminábamos alrededor del piano cantando algo alegre.

El único que no se reunía con nosotros era Luis, que se quedaba en el despacho de su padre. Decía que le molestaba el ruido, siempre fue muy solitario. Entonces yo no lo conocía apenas pues no se dejaba casi ver y no íbamos a la misma escuela.

Fue en la facultad cuando más lo traté y nos fuimos aproximando, íbamos y volvíamos juntos y preparábamos exámenes en mi casa. Ahora todo eso me parecía muy lejano, hacía ya dieciocho años que nos habíamos casado, quizás demasiado tiempo juntos, lo conocíamos todo el uno del otro, entre nosotros ya no cabían las sorpresas.

Haciendo memoria podía recordar tres deserciones como ésta, tres ocasiones en las que se había ausentado durante días tras una discusión de la cual ni recuerdo la causa, seguramente algo absurdo que despertó sus habituales reproches.

La primera vez había llorado como una desconsolada creyéndome abandonada hasta que, pasados cuatro días, a medianoche, oí la llave girar y noté su cuerpo a mi lado en la cama, sin explicaciones, sin perdones pero con un abrazo que lo decía todo.

Pensé hablar de ello por la mañana, pero Luis apareció en la cocina con una cara en la que se podían ver dos grandes ojeras, así que evitamos las miradas, luego él me alcanzó la botella de leche, yo le ofrecí su taza y nos sentamos en silencio retomando nuestra vida.

A los pocos días ya nadie se acordaba del incidente, en la primera ocasión que tuvo presumió de tener una mujer a su lado con la cualidad de no agobiarle por sus errores.

Entonces sentí que había hecho lo correcto y todo siguió su curso.

La segunda vez fue durante unas vacaciones en casa de sus padres. ¿Motivo? Cualquier tontería como la vez anterior.

En la sobremesa criticó duramente a mi hermana hasta hacer que me avergonzara. Siempre reprochaba su carácter independiente y la hacía responsable del fracaso de su matrimonio. La discusión fue a más, hasta que salió enfadado diciendo que ya nos veríamos en casa.

Entonces llevábamos cinco años casados, Luis era un conservador, buen padre, trabajador, ordenado, un Don Perfecto. Vivía en un mundo donde lo correcto prevalecía, lo que estaba mal estaba mal y punto. Esa vez faltó de casa casi diez días.

Me armé de paciencia y continué mi vida sin decir nada a nadie hasta que una tarde lo encontré en la salida del colegio esperando a nuestro hijo Enrique que entonces tenía cuatro años. Nos miramos, cada uno cogió una mano del niño y caminamos en silencio.

Esta vez estaba convencida de que no debía dejar las cosas así e intenté hablar de ello pero cuando comencé me tapó la boca, me miró fijamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Era una súplica sin palabras. Me callé y esa noche hicimos el amor y nos dormimos abrazados.

Y llegó la tercera. Luis se entregaba a su trabajo en el gabinete desesperadamente, no era el único abogado allí, pero seguro que era el que más trabajaba. Su devoción le llevaba a quedarse en el despacho muchas noches preparando casos hasta las tantas de la madrugada.

Supuse que eso sería unos días pero acabó convirtiéndose en una costumbre, Luis no me avisaba y allí me quedaba yo con la cena esperando hasta que me cansaba.

Esa temporada incluso pensé que era un pretexto y tenía alguna historia, pero luego me decía que, Luis, Don Perfecto, no podía tener un lío.

No obstante, una noche al niño le subió la fiebre y en lugar de llamarlo por teléfono lo pasé a recoger por el despacho para que me acompañara a urgencias. En el momento en el que llamé a la puerta noté que mi corazón latía más fuerte de lo habitual por lo que deduje que no confiaba del todo en él.

Cuando salió me sentí avergonzada, allí no había ninguna secretaria exuberante, ni nada que se pareciera a una mujer. Luis estaba rodeado de documentos y Javier, su jefe, me estuvo explicando lo valioso que era su trabajo, lo describió como el mejor de sus colaboradores.

Esa noche fue la tercera vez, Luis vio claramente mi desconfianza y me acusó de utilizar la enfermedad de nuestro hijo para mis fines, bajos y vergonzosos, según dijo. Tardó doce días en volver.

Mi vida transcurría en la más absoluta monotonía, centrada en mi hijo y en mi casa, todo estaba en su justo lugar, Luis era un perfeccionista y su orden casi maniático hacía que la casa pareciera una foto de revista de decoración. Estaba todo tan ordenado que cuando algo estaba fuera de su sitio se notaba al instante y era una nueva discusión.

Enrique creció, cumplió diecisiete años. Se parecía increíblemente a su padre y se incomunicaba tan poco y de igual modo que él.

Les unía un lazo especial y aun sin hablarse se entendían a la perfección. Según qué discusión debatíamos, ambos terminaban mirándome como si fuera de otro planeta hasta que yo me sentía excluida y les dejaba continuar solos.

El dormitorio era para mí el sitio más deprimente de la casa ya que hacía casi un año que no hacíamos el amor. No sabía en qué momento había sucedido. Lo cierto es que nunca tuvimos una vida sexual completa y yo me adapté hasta que se convirtió en algo normal.

Me entregaba en cuerpo y alma a leer, devoraba los libros y ellos llenaban mi vida. Lo malo era que esos libros hablaban de otras vidas, de otras sensaciones, de un mundo que respiraba, amaba, opinaba y hacía crecer en mí un descontento cada vez mayor.

Mi hermana insistía desde hacía años para que, en lugar de leer tanto libro, escribiera o estudiara algo como literatura o filosofía. Insistía en que me examinara para el acceso a la universidad para mayores de veinticinco años y dedicara todo el tiempo que empleaba leyendo en estudiar. Pero a mí me invadía el pánico y la inseguridad ante esa idea.

Un día, durante una larga conversación telefónica, me hizo recordar cosas que había olvidado de mí misma.

Me emocionó saber que había conservado todas las notas que junto con regalos de cumpleaños yo le había escrito y me las leyó una a una. También me leyó una carta en la que, con doce años, explicaba que me había enamorado y lo maravilloso que era el amor.

Las hermanas, esos seres que te quieren más como una niña que como una adulta por el temor a perder esa imagen tuya que es el referente de que también fueron niñas.

Eso tiene su parte positiva pues son capaces de recordarte todas tus asignaturas pendientes y olvidadas.

Mi hermana Flora vivía en Madrid, separada de su marido el cual la había dejado en una posición más que acomodada después de haberla sorprendido en su propia cama y con su propio jefe. Su marido, al suspenderse un vuelo en el que debía viajar, volvió a su casa para dejar la maleta. Al abrir la puerta del dormitorio se encontró con el Sr. Presidente en su cama, a gatas y en una posición no muy elegante sobre su mujer que gemía sin ningún respeto.

Al oír el sonido de la puerta, ambos se giraron hacia él y se quedaron mirándole sorprendidos, pues se suponía que debía estar en Bilbao. Carlos cerró inmediatamente la puerta ante lo visto.

En lugar de afrontar la situación, dijo:

—Perdón.

Aunque al instante supo que su reacción había sido estúpida, cerró la puerta casi con suavidad y se sentó en el sillón del pasillo con la cartera sobre sus rodillas a esperar, igual que tantas veces en las que había visitado al Presidente en su despacho encontrándose que estaba reunido u ocupado y lo había tenido allí sentado, sin consideración, durante horas.

Allí, con la mente en blanco, esperó pacientemente hasta que aparecieron los dos, eso sí, vestidos y bien peinados y pasaron los tres al salón. Ocurrieron cosas, reproches, alguna lágrima, pero al final salieron los tres como personas educadas y con nuevos acuerdos.

Carlos, el marido ofendido, a partir de ese día ascendería a un importante cargo en la compañía y cobraría una considerable suma adicional de dinero por encima de lo que percibía. Flora, la débil esposa, percibiría mensualmente una considerable pensión.

El Presidente, hombre de mundo, cuidaría de ellos a cambio de su discreción. La mujer del Presidente podría seguir jugando tranquila al golf en la ignorancia de lo ocurrido y, todos contentos, podrían seguir su camino con la cabeza alta.

De este modo, Flora vivió liberada de su marido al que hacía años no soportaba y, una vez encarrilada su nueva vida, se mostró como la mujer feliz que no había sido hasta entonces.

Cada vez el Presidente la visitaba menos así que ella comenzó a colaborar con un marchante de arte, cuidaba de su galería en pleno centro y se acostaba los fines de semana con él.

Mi hermana me parecía un personaje sacado de un libro. Me hubiera gustado verla mucho más, pero Luis, que se había enterado de las circunstancias que habían desencadenado el divorcio, no dejaba de criticarla y nuestras visitas se fueron distanciando hasta que Luis y el nuevo novio de Flora se conocieron. Ese día terminaron definitivamente.

Fue en una cena donde se vieron por primera vez, Flora y yo desde el primer instante percibimos una creciente antipatía entre ellos a lo largo de la noche.

Flora soportó todo el camino de vuelta a su novio proclamando que su cuñado era un verdadero cretino, y yo a Luis diciendo que por fin mi hermana había encontrado alguien tan insoportable como ella.

El marchante se convirtió en persona non grata y a partir de ese día fue imposible planificar otro encuentro, sin embargo, nosotras pasamos a llamarnos con más frecuencia.

En una de esas llamadas estuvimos hablando de libros, y Flora me animó una vez más a que escribiera, me dijo:

—Escribías tan bien de pequeña, en el colegio ganaste premios, no sé cómo no aprovechas todo ese tiempo perdido en el que no tienes nada que hacer y escribes.

Esa era mi hermana, por un lado me recordaba que yo valía para algo y por otro que mi vida era un desperdicio de tiempo, y continuó:

Te envío esta semana toda la información que te dije con el programa de estudios y espero que este año no lo dejes perder, ya llevo tres años enviándotelo, al final en vez del acceso a mayores de veinticinco, te voy a tener que enviar el de jubilados.

Decidí, por fin, que este año me matricularía en la Facultad de Filosofía. Tuve que librar una batalla para que comprendieran en casa mi necesidad por realizarme en algo que no fuera el hogar y, al final, tras varios días de insistencia y ante mi sorpresa, fue milagrosamente aceptado.

Me preparé durante meses para el examen, dispuse una habitación en casa con una gran mesa en la que coloqué un ordenador, estanterías con mis libros, rotuladores, folios y me quedé largo rato mirando ese conjunto de cosas sintiendo que por fin tenía algo mío, completamente mío de lo que solo yo podía disponer, sin depender de los demás.

En un arranque de rebeldía me dirigí a la mesa y lo desordené todo, dejé todo cambiado de lugar y sonreí como hacía tiempo no lo hacía.

Pasé muchas horas en aquel despacho, eso sí, antes me ocupaba de que la casa funcionara exactamente igual para no tener quejas ni nada que entorpeciera mis horas de estudio.

Y así transcurrieron meses en los que estudié devorando los libros de texto y seguí el programa de examen con ilusión hasta que por fin llegó el día del examen.

Qué nervios sentía, a mi inseguridad se sumó un síndrome que nunca había sentido, el de la edad.