Cubierta

Cerebroflexia

El arte de construir el cerebro

David Bueno i Torrens

Plataforma Editorial

A mis padres y a mi esposa, y a todos mis amigos y maestros, por ayudarme a modelar mi cerebro. Y a mis hijos, con el deseo de que estemos ayudándolos a modelar el suyo.

Índice

  1.  
    1. Prólogo
    2. Introducción. Algunas consideraciones iniciales
  2.  
    1. PARTE I La materia prima para construir un cerebro: neuronas, moléculas y genes
      1. 1. La historia del antepasado
      2. 2. Una primera ojeada al cerebro
      3. 3. Las regiones del [«cerebro»]
      4. 4. El lenguaje de las neuronas: electricidad, neurotransmisores, genes y tuits
      5. 5. Algo más sobre genes y neurotransmisores: la crucial y fantástica diferencia entre determinar e influir
      6. 6. De embriones a adultos: la formación del cerebro
      7. 7. De primates a personas: el origen evolutivo del cerebro
    2. PARTE II La plasticidad del cerebro: conexiones, redes neurales y ambiente (sobre todo mucho ambiente)
      1. 8. Con el cerebro en los dedos (o con los dedos en el cerebro)
      2. 9. La hormigueante historia de cómo el ambiente conecta nuestras neuronas
      3. 10. La alimentación en la formación y el funcionamiento del cerebro
      4. 11. Unos importantes apuntes sobre la contaminación atmosférica, las drogas y la búsqueda de novedades
      5. 12. Cómo el ambiente también regula nuestros genes y qué importantes consecuencias tiene para nuestra mente
      6. 13. Tomemos decisiones: de las emociones al pensamiento racional (pero siempre de vuelta a las emociones)
      7. 14. ¿Quién soy yo? Una mirada reflexiva a la cuestión de la consciencia y la autoconsciencia
      8. 15. El poder de la imitación y de las miradas
      9. 16. Una cuestión de optimismo y sociabilidad: de la creatividad a la motivación –o viceversa–, pero pasando siempre por el placer
      10. 17. La curiosa relación entre la manipulación manual, el lenguaje, la música y el arte
      11. 18. El futuro de la cerebroflexia: del deporte a las nuevas tecnologías, evitando el estrés crónico
      12. 19. A modo de conclusión: un llamamiento a empoderarnos de nuestro propio cerebro
  3.  
    1. Bibliografía

«El cerebro, la última frontera».

(Frase inspirada en la famosa sentencia con la que se iniciaban todos los capítulos de la mítica serie de televisión Star Trek: «El espacio, la última frontera»).

Prólogo

La naturaleza ofrece siempre los espectáculos más fascinantes que podamos imaginar. Esto incluye la naturaleza exterior, que se abre esplendorosa ante nosotros, y también la interior, que se esconde dentro de nuestro cuerpo y que al mismo tiempo proyectamos al exterior con nuestros actos, pensamiento e imaginación. Cada vez conocemos más cosas sobre nuestra propia naturaleza, que percibimos, analizamos e interpretamos gracias a un órgano muy especial, el cerebro. Muy probablemente el cerebro sea la última frontera del conocimiento; nos permite comprender todo lo demás, pero, paradójicamente, sigue siendo el gran desconocido. Aunque cada vez menos. ¿Cómo aprendemos? ¿Por qué nos comportamos de una determinada manera y no de otra? ¿Qué son las emociones y por qué son tan importantes para nosotros? ¿Cómo surge la creatividad? ¿Existe realmente el libre albedrío? Los recientes avances en neurociencia nos han empezado a mostrar cómo se forma y cómo funciona nuestro cerebro, qué le sucede cuando recordamos el pasado o imaginamos el futuro, leemos una novela o hablamos con nuestros compañeros, amamos u odiamos. Y también en qué se diferencia con respecto al de los demás animales. Una de las principales conclusiones, y que da sentido a este libro, es que el cerebro humano es un órgano permanentemente inacabado, que se encuentra inmerso en un continuo e incesante proceso de construcción y reconstrucción –y también de autoconstrucción y autorreconstrucción–. Cualquier detalle de nuestra biografía personal, por nimio que nos parezca, puede ser importante en este proceso. Como veremos, las oportunidades y la responsabilidad que ello implica son inmensas, tanto a nivel individual como también social.

Cada vez conocemos mejor la anatomía y la fisiología del cerebro humano, cómo se forman y se van estableciendo las conexiones neurales; por qué recordamos algunas cosas y olvidamos otras; qué hace que haya personas más optimistas, impulsivas, empáticas, racionales, asustadizas, etc., que otras; de qué manera somos capaces de recuperar algunos recuerdos de forma voluntaria y por qué a menudo reaccionamos sin pensar; o por qué motivo aquello que aprendimos de niños o aquella experiencia que vivimos cuando éramos pequeños y que tal vez ni siquiera recordamos influyen tanto en nuestro comportamiento durante el resto de nuestra vida. Ciertamente cada vez tenemos más datos sobre todo ello, pero aún es mucho lo que queda por descubrir. No en balde el cerebro es el órgano más complejo, plástico, maleable y moldeable de nuestro cuerpo, y su actividad gestiona nuestra todavía más compleja, dinámica, cambiante y a menudo –muy a menudo– aparentemente paradójica vida mental.

Una prueba de la importancia que se da a este conocimiento es el inicio de dos proyectos científicos internacionales cuyo objetivo es, precisamente, dar un salto cualitativo en la comprensión del cerebro: el Proyecto Conectoma Humano, que se inició en 2009 con la finalidad de establecer un mapa general de las conexiones anatómicas y funcionales entre las neuronas del cerebro, y el Proyecto Cerebro Humano, que se inició en 2013 y que pretende generar un modelo informático que permita comprender –y quién sabe si algún día también reproducir– el funcionamiento de este órgano.

El objetivo de este libro es explicar los conocimientos actuales sobre cómo funciona y se va construyendo y reconstruyendo constantemente el cerebro, desde antes del nacimiento y durante toda la vida, y cómo esto influye en nuestra vida mental, y viceversa. Es un proceso que guarda grandes similitudes con la papiroflexia, el arte de hacer figuras tridimensionales doblando una y otra vez una hoja de papel (de ahí el título del libro, «cerebroflexia»). Por ello hablaremos de la inevitable biología que heredamos de nuestros padres y de su indisociable y crucial interacción con el ambiente familiar, social, educativo y cultural que encontramos a lo largo de nuestra vida y que, a modo de círculo retroalimentado, también contribuimos a generar con nuestros comportamientos y actitudes. Comprender nuestro cerebro va a contribuir sin duda a que podamos conocernos mejor, y en consecuencia nos ayudará a optimizar nuestro propio funcionamiento cerebral y mental. Y también el de las personas que nos rodean, incluido, o muy en especial, el de nuestros hijos e hijas. No pretende ser, en ningún caso, un libro de autoayuda, pero a través de los avances y conocimientos científicos que voy a exponer, extraídos de la literatura científica especializada, espero contribuir modestamente a que podamos comprendernos un poco mejor no solo como humanos, sino también como personas, capaces de meditar sobre nuestro pasado y decidir nuestro futuro. Creo firmemente que, por dignidad y corresponsabilidad social, debemos tender cada vez más hacia el empoderamiento individual y colectivo, y este debe surgir de la comprensión de por qué somos como somos y hacemos lo que hacemos. De nuestra actividad cerebral, en definitiva.

Introducción Algunas consideraciones iniciales

A mediados de 2015 tuve la oportunidad de pasar unos días observando y analizando una de las poblaciones más importantes de orangutanes que todavía quedan en libertad, en la isla de Borneo. Aunque tal vez sea mejor decir que muchos de ellos se encuentran en semilibertad. Se hallan dentro de los límites de diversos parques naturales, en la periferia de algunos de los cuales se han instalado plataformas de alimentación que se usan para suministrarles comida, básicamente plátanos, cuando la que hay disponible en su entorno natural no es suficiente, como por ejemplo durante la época seca. Vivir en un entorno protegido pero restringido es el precio que deben pagar para evitar su extinción.

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Los orangutanes no forman grupos sociales estables como los nuestros, ni tan siquiera como los de los otros primates antropomorfos, como los chimpancés, los bonobos y los gorilas. Son territoriales e individualistas, y cada hembra se encarga de proteger y criar a sus propios hijos, sin ninguna colaboración de los machos ni de otras hembras. Lo más habitual es que tengan una sola cría en cada parto, a la que protegen y crían durante ocho o nueve años. Generalmente coinciden dos hijos de distinta edad con la misma madre: cuando el mayor cumple cinco o seis años y empieza a valerse por sí mismo, nace su hermano. En una de las zonas que visité, en el río Sekoyer, al sur de la isla, pude observar y documentar cómo una madre enseñaba a su hijo de un par de años a pelar y engullir pequeños plátanos uno tras otro sin atragantarse, sobre la plataforma de alimentación, hasta formar una gran bola amarillenta. Cuando esta ocupaba buena parte de su boca la regurgitaba, la sujetaba con una mano, trepaba a un árbol y entonces, con cara de satisfacción y placer, sintiéndose segura, la iba mordisqueando nuevamente y tragándola a pequeños pedacitos (uno de los principales enemigos de los orangutanes de Borneo son, aparte de la actividad humana, una especie de jabalíes que merodean en grupo buscando crías de orangután para comérselas). Su cría la observaba con atención mientras, por imitación, intentaba reproducir con movimientos todavía algo torpes lo que su madre iba haciendo.

Los orangutanes forman parte del grupo zoológico de los primates antropomorfos –junto con los chimpancés, los bonobos y los gorilas–, con los que estamos estrechamente emparentados. Como nosotros, ellos también enseñan algunas cosas a sus hijos, aunque, sin lugar a dudas, la capacidad humana para aprender es infinitamente superior. Por una parte, parece que no haya límite a la cantidad de conocimientos que podemos acumular en el cerebro. ¿Dónde los almacenamos? Por otra, nosotros aprendemos cosas nuevas durante toda nuestra vida –aunque con la edad cada vez nos cueste más esfuerzo–, mientras que los orangutanes, chimpancés, bonobos y gorilas solo pueden aprender cosas nuevas mientras se encuentran en las etapas infantiles de su desarrollo, antes de alcanzar la edad adulta. ¿Qué diferencia nuestro cerebro del suyo?

Aparte del tamaño, la principal diferencia es que nuestro cerebro es capaz de realizar increíbles trucos de papiroflexia, lo que en este libro he venido en llamar «cerebroflexia». Debo reconocer que este término no es invención mía, sino que lo he sacado, mediante un proceso de imitación similar al que usan las crías de orangután para aprender a engullir plátanos, de un comentario publicado en 2012 en un blog del Centro de Bioética y Dignidad Humana de la Trinity International University de Illinois, en los Estados Unidos, «The Origami Brain». La papiroflexia –llamada también «origami» en español, del japonés oru, «plegar», y kami, «papel»– es el arte y la habilidad de dar la forma de determinados seres u objetos a un trozo de papel, doblándolo repetidamente siguiendo un orden determinado. ¿Y la «cerebroflexia»? Algo muy parecido pero con nuestras neuronas.

Permítanme, sin embargo, que todavía no desgrane en qué consiste esta «cerebroflexia», porque esto es precisamente lo que explicaré a lo largo de este libro, con las consecuencias y responsabilidades que conlleva, y también con las inmensas oportunidades que nos abre. Solo avanzo, de momento, que de esta capacidad de dar forma a nuestras neuronas depende nuestra vida mental, la capacidad de aprender y evocar recuerdos, motivarnos y emocionarnos, razonar y compartir experiencias y sentimientos con los demás. Y que la analogía con la papiroflexia es muy profunda, puesto que incluye que cada uno de nosotros partamos de un «trozo de papel» de distinto tamaño, forma, grosor, densidad y suavidad –es decir, de un sustrato biológico y genético inevitable, que hemos heredado de nuestros padres, para la construcción del cerebro–, al que los azares de la vida, el ambiente familiar, la sociedad, la educación, así como nuestros propios deseos y pensamientos, le irán dando forma, del mismo modo que a partir de un mismo pedazo de papel podemos generar distintos seres u objetos, según cómo lo doblemos. Y a pesar de que el abanico de posibilidades sea inmenso, el resultado final también depende de las características iniciales del papel, y de nuestra habilidad para doblarlo.

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No muy lejos de Borneo, a solo tres o cuatro horas en avión, se encuentra la isla de Papúa, en la que habitan diversas tribus, algunas de las cuales tuve también la oportunidad de conocer y de convivir con ellas por un breve período de tiempo tras mi estancia en Borneo. A pesar de la inevitable transformación de su modo de vida ante el aparentemente imparable avance de la modernización, todavía conservan muchas costumbres ancestrales, que sin duda nos resultan extrañas. El pueblo de los fore, por ejemplo, que habita en las profundidades noroccidentales de esta isla –Papúa es la segunda isla más grande de la Tierra, superada solo por Australia–, tenía la costumbre, hasta mediados del siglo pasado, de comerse el cerebro de sus difuntos. Sí, ciertamente practicaban el canibalismo, pero solo comían el cerebro de sus familiares fallecidos como parte de un complejo ritual funerario. Según sus creencias, de esta manera adquirían todos los conocimientos y la experiencia del difunto. ¿Lo conseguían? No. Los conocimientos y la experiencia no se transmiten de esta forma, sino por aprendizaje. Y no residen en pequeños bocados del cerebro, sino en las conexiones funcionales dinámicas que se establecen entre sus neuronas, muy a menudo situadas en áreas muy lejanas dentro de este fascinante y complejo órgano de nuestro cuerpo. Lo único que conseguían con este curioso festín funerario era, en algunos casos, enfermar de kuru. El kuru es una patología infecciosa similar a la enfermedad de las vacas locas, que en humanos recibe el nombre de enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, y que también se ha detectado en otros animales, como en el ganado ovino e incluso en las moscas. Está causada por una proteína defectuosa del mismo cerebro que, cuando se acumula en grandes cantidades, lo va destruyendo poco a poco hasta provocar demencia y, al final, la muerte. Este defecto se debe simplemente a un plegamiento anómalo y, curiosamente, cuando una proteína mal plegada entra en contacto con otra proteína del mismo tipo que se ha plegado de forma correcta, la induce a cambiar y a convertirse en defectuosa. Cabe decir que solo se contagia por ingestión de tejidos afectados o a través de transfusiones sanguíneas de personas afectadas, jamás mediante otros tipos de contacto.

Si hace un par de párrafos preguntaba de forma retórica dónde almacenamos todo aquello que aprendemos y las experiencias que vamos acumulando a lo largo de nuestra vida, tras hablar del pueblo de los fore y de su ancestral costumbre de comerse el cerebro de los difuntos cabe preguntarse cómo nuestro cerebro consigue incorporar nuevos conocimientos, y por qué nos resulta relativamente fácil recuperar de forma voluntaria y consciente muchos de ellos mientras que otros permanecen escondidos en el preconsciente, lo que no impide que se vayan manifestando de forma automática, a veces cuando menos lo esperamos, condicionando nuestro carácter, actitudes, aptitudes y comportamiento. La respuesta vuelve a ser la «cerebroflexia».

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Soy perfectamente consciente de que hablar del cerebro y la mente y de su relación con el comportamiento es entrar en un terreno pantanoso en el que es fácil quedarse varado, o todavía peor, en unas arenas movedizas donde es posible hundirse. Los motivos son diversos, y creo que vale la pena comentarlos con total honestidad antes de proseguir. En primer lugar, la única manera que tenemos de estudiar el cerebro y su relación con nuestra vida mental es usando nuestro propio cerebro y nuestros propios procesos mentales. Y ello encierra una interesante paradoja, que está siendo abordada tanto por científicos como por filósofos. ¿Puede el cerebro estudiarse a sí mismo, y la mente comprenderse a ella misma? Desde la perspectiva estrictamente científica, cualquier sistema debe ser estudiado desde fuera de este, puesto que hacerlo desde dentro conllevaría la posibilidad de alterarlo al mismo tiempo que se analiza. Es aquello que algunos físicos cuánticos saben explicar de forma tan magistral: es imposible conocer simultáneamente la velocidad y la dirección de una partícula subatómica en movimiento porque para detectarla debemos usar alguna forma de energía, y esta misma energía alterará la velocidad o la dirección del movimiento de la partícula a estudiar. Y, por motivos evidentes, no es posible estudiar el cerebro humano sin que el investigador use su propio cerebro, ni comprender la mente sin usar procesos mentales, por lo que la propia mente y el propio cerebro de los investigadores condicionan las investigaciones sobre ellos mismos, del mismo modo que todo aquello que se vaya descubriendo sin duda se lo irá alterando simultáneamente.

Sin embargo, como iré desgranando a lo largo del libro, este aparente contratiempo, lejos de ser un problema, representa una gran ventaja, una oportunidad de oro para las personas, la sociedad y la especie humana en general. El simple hecho de conocer cómo funciona el cerebro y cómo este funcionamiento se relaciona con nuestra vida mental implica optimizar el funcionamiento de quien lo conoce. Y, como decía en el prólogo, este es el objetivo principal que me propongo en este libro.

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En segundo lugar, la neurociencia, y muy especialmente la neurociencia cognitiva, que es la rama de la ciencia que estudia la formación y el funcionamiento del cerebro en relación con los procesos de cognición, es una disciplina que todavía genera ciertas controversias. Muchas personas ven las explicaciones neurocientíficas con escepticismo, sobre todo aquellas que consideran que la mente es algo más que el simple impulso de unas neuronas. Uno de mis temas de trabajo, por ejemplo, se relaciona con la violencia y la gestión pacífica de los conflictos. Personalmente no tengo ninguna duda de la crucial implicación de los procesos cerebrales en estas cuestiones, ya sea, por ejemplo, en lo relativo a la impulsividad y la agresividad –que son claves para comprender las actitudes violentas y son gestionadas por la actividad de determinadas zonas del cerebro– o a la capacidad de empatía y comunicación social –que a su vez son claves en cualquier negociación para alcanzar un acuerdo pacífico, y que también están gestionadas por la actividad de otras neuronas–. Aunque siempre en indisoluble concomitancia con los activos sociales y culturales de cada persona y de cada momento histórico y social –tampoco albergo ninguna duda a este respecto–. Sin embargo, no en pocas ocasiones me he encontrado con el rechazo directo de personas e incluso instituciones ante la idea de incorporar los estudios en neurociencia a la teoría y la práctica de la gestión de la violencia y los conflictos humanos.

Esta relativa desconfianza hacia la neurociencia tiene dos orígenes del todo complementarios y en ningún caso mutuamente excluyentes. Por una parte, a lo largo de la tradición el estudio de la mente se ha abordado desde la psicología, la pedagogía, la sociología y la filosofía, sin considerar los aspectos biológicos del comportamiento humano, puesto que estos eran completamente desconocidos. Este hecho ha marcado una inercia que, como en cualquier otro campo, no resulta fácil reconducir –de hecho, el mantenimiento de las inercias también tiene su correlato en el cerebro, en cómo las memorias se van estructurando unas sobre otras–. Por otra parte, no es menos cierto que en ocasiones se tiende a exponer los resultados de las investigaciones en neurociencia de forma excesivamente reduccionista, lo que puede llevar a pensar en un determinismo neuronal e incluso genético, o a exagerar las implicaciones individuales y sociales de los descubrimientos.

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Como biólogo, neurocientífico y genetista no soy ajeno ni inmune a esta tendencia. Por ejemplo, cuando hablamos entre especialistas sobre el proceso mental que nos permite tomar decisiones –hablaré de ello en uno de los capítulos del libro–, los neurocientíficos solemos decir que «tras evaluar todos los datos, el cerebro decide…»; o aún más en concreto, «tras evaluar todos los datos, la corteza prefrontal del cerebro ha decidido…». ¿Realmente hay una región del cerebro que toma las decisiones por nosotros o es la persona quien decide? En condiciones normales, ante cualquier decisión todos tenemos la percepción de que hemos sido nosotros quienes la hemos tomado, o como máximo nuestra mente en su conjunto, aunque hay casos patológicos en que el sujeto afectado tiene la sensación de que alguien ha decidido por él, lo que indica una clara disociación de sus funciones cerebrales.

En este contexto, decir que «el cerebro decide» no es más que una forma simplificada de hablar. No es distinto a decir que «el Sol se está escondiendo tras el horizonte», cuando todos sabemos que no es el Sol el que da vueltas alrededor de la Tierra ni se esconde de nada ni de nadie. Es el giro de la Tierra sobre ella misma (el movimiento de rotación) y el hecho de que sea esférica lo que nos produce la sensación de que es el Sol el que se oculta. Otro caso sería, por ejemplo, decir que «de la conexión entre estas y aquellas neuronas surge tal o cual comportamiento», cuando en realidad lo que a menudo queremos decir es que «una determinada red neural, cuando está activa, gestiona o contribuye a gestionar una determinada respuesta que manifestamos o percibimos como un comportamiento». En este libro intentaré con todas mis energías evitar estas simplificaciones y banalizaciones, y si en algún caso no soy capaz de ello, considere el lector que el funcionamiento del cerebro, sin un contexto ambiental, no es nada y no sirve para nada, por lo que cerebro y ambiente –familiar, social, cultural, educativo, etc.– van siempre unidos de manera indisociable. Lo que no impide que uno se pregunte cómo se pasa de un cerebro orgánico a una mente intangible pero también absolutamente real.

En este sentido, si la mente humana, con toda su complejidad y heterogeneidad, es solo el resultado todavía no bien comprendido del impulso de unas neuronas, de un sistema formado por miles de neuronas entrelazadas de forma extraordinariamente compleja, o si hay «algo más», es una cuestión sobre la que la ciencia no puede ni debe decidir. Este «algo más» forma parte de las creencias de cada uno de nosotros, y la ciencia estudia, y debe estudiar, hechos materiales tangibles y demostrables a partir de la experimentación –del mismo modo que las creencias deben formar parte de otros campos igualmente importantes de la cultura humana, como son la filosofía o la teología–.

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Esta última década, el estudio del cerebro desde una perspectiva biológica, es decir, neurológica, fisiológica y genética, ha experimentado un gran auge. Ahora sabemos muchísimas más cosas que hace una década: cómo se forman las conexiones neuronales, qué áreas del cerebro están implicadas en cualquier tarea que realicemos, qué influencia tienen los genes y el ambiente en su formación y funcionamiento, etc. De todo ello, uno de los aspectos que se han hecho más evidentes es que el cerebro es un órgano que se encuentra en construcción permanente, con una capacidad de «cerebroflexia» que parece inagotable. Nunca está terminado del todo, jamás está completo. Siempre hay algo que añadirle y algo que podar. Este es, de hecho, el secreto mejor guardado de nuestra humanidad: tener un cerebro permanentemente inacabado, siempre moldeable y que constantemente se va moldeando, en estrecha colaboración con el ambiente.

Y si el cerebro está en un estado de construcción constante, también lo está nuestra mente, nuestro yo, lo más íntimo de nuestro ser. ¿Cómo se va construyendo y reconstruyendo el cerebro? ¿Qué parámetros influyen en esta construcción? ¿Podemos dirigirla hacia donde queramos? ¿Cómo influye todo ello en nuestra personalidad y en nuestra manera de ser? ¿Podemos ser conscientes de este proceso de construcción hasta el punto de intentar autoconstruírnoslo? ¿Qué papel desempeña la familia, la sociedad, la educación y los azares con que la vida nos va sorprendiendo? En este libro se abordará, desde una perspectiva científica y a través de los últimos avances en neurociencia, cómo surge, cómo es, cómo funciona y cómo se forma y reforma nuestro cerebro, con un objetivo muy concreto: llegar a ser conscientes de estos procesos de construcción para sacarles el mayor provecho posible. Para nuestro propio bien y el de nuestros hijos, y también en beneficio de la sociedad y la humanidad en general.

Como en la papiroflexia, primero analizaremos el material de que disponemos para construir el cerebro –cómo es el cerebro y qué diferencias iniciales presenta, qué células lo forman y cómo interactúan entre ellas, y qué papel desempeñan los genes en todo ello, lo que vendría a ser equivalente a la forma, dimensiones y demás características de la hoja de papel en la papiroflexia–. Y después veremos de qué manera se va construyendo y reconstruyendo –el equivalente a los dobleces en la papiroflexia, que terminan generando un objeto u otro a partir de cada hoja de papel–. Para facilitar la lectura, he separado los distintos contenidos temáticos de cada capítulo en bloques, que he numerado consecutivamente.

Disfruten la «cerebroflexia». La aventura autoconstructora del viaje al interior de nuestro cerebro empieza ahora.

PARTE I La materia prima
para construir un cerebro:
neuronas, moléculas y genes

PARTE II La plasticidad del cerebro: conexiones, redes neurales y ambiente (sobre todo mucho ambiente)

1. La historia del antepasado

Cuando mis hijos eran pequeños les contaba una historia cada noche, antes de acostarlos. Era un momento entrañable, de comunicación y comunión insuperable, que sin duda contribuyó a que, todavía hoy, en plena, alborotada y fantástica adolescencia, cuando los problemas de la vida diaria y los intereses no siempre coincidentes nos acechan, encontrarnos en el sofá de casa para hablar, descansar o sencillamente sentirnos próximos sea, en general, una experiencia relajante para todos. Es un efecto de la huella que dejan las experiencias pasadas. Muchas veces inventaba yo mismo las historias, y en otras ocasiones utilizaba cuentos ya escritos o me inspiraba en ellos. Recuerdo uno que creo que viene al caso. Lo encontré navegando por internet (lo he vuelto a buscar y no he sido capaz de hallarlo de nuevo), y aquí voy a transcribir la versión que hice de él de forma muy, pero que muy resumida, y por supuesto adaptada a un lector adulto. Como el lector verá a lo largo del libro, muchos de los aspectos que se tratan en esta historia van a tener relación con la «cerebroflexia».

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«Cuentan que una vez, hace muchos años, en la Edad de Piedra, el consejo de ancianos de una tribu se reunió al calor de una hoguera para discutir un tema de crucial importancia. Hacía pocas lunas un viajero con espíritu aventurero y ganas de conocer nuevos territorios les había mostrado una invención de tierras lejanas que, según decía, iba a cambiar para siempre su modo de vida, e incluso, tal vez, el curso de la historia: la lanza. Hasta ese momento solo conocían el uso y la construcción de las hachas de mano. Estas consistían en una piedra tallada con unos cuantos golpes certeros, y las usaban sosteniéndolas directamente con la mano, sujetándolas con fuerza entre sus dedos. Un gran invento, por cierto, el de las hachas, puesto que no solo les permitían descuartizar los animales que formaban parte de su alimentación, sino también cazar grandes presas sin necesidad de tener zarpas ni dientes afilados, como la mayoría de carnívoros. Sin embargo, para ese fin, las lanzas superaban a las hachas: también permitían cazar grandes presas, pero además desde una distancia mucho más segura, evitando el siempre arriesgado contacto con el animal que suponía el uso de las hachas. Eran más cómodas, más seguras y más efectivas. El optimismo y la felicidad por este descubrimiento se palpaban en el ambiente. Casi parecía como si el calor de la hoguera fuese más placentero.

La discusión no se centró en si era conveniente adoptar el uso de las lanzas o continuar usando solo hachas. A este respecto no tenían ninguna duda. El consejo de la tribu quería tratar el tema de la educación de sus hijos, que en esa época era mucho más comunitaria que en la actualidad. Ahora que ya conocían el secreto de las lanzas, ¿era necesario continuar dedicando un tiempo más que considerable a enseñarles a construir pesadas y bastas hachas, o tal vez era mejor dedicarse únicamente a las lanzas? La punta de la lanza era más delicada. Su construcción precisaba de más golpes, que debían ser, además, más finos y certeros, asestados con la misma fuerza que antes pero con mucha más precisión. Y la construcción de una lanza no terminaba ahí. Era necesario hacer una muesca en un palo suficientemente largo y recto, y anudar la punta de piedra al palo mediante fibras vegetales, sin que los dedos de quien la construía quedasen también anudados con el resto de elementos, lo que ciertamente no resultaba nada sencillo. [Como el lector debe suponer, en la historia original me entretenía un buen rato explicando a mis hijos cómo se vivía durante el Paleolítico, cómo se hacían las hachas, cómo se cazaba a los animales y se encendía la hoguera frotando palos o golpeando piedras, etc., y entre los protagonistas de la historia había niños y jóvenes con los que de alguna manera pudiesen sentirse identificados].

Algunos de los ancianos decían que, si las hachas habían quedado obsoletas, era mejor centrarse solo en las lanzas, una opinión que era compartida por la mayoría de los jóvenes de la tribu, entusiasmados con las “nuevas tecnologías”. Otros, sin embargo, opinaban que era mejor dedicar todo el tiempo a las hachas, puesto que las lanzas serían solo una moda pasajera. Finalmente, un tercer grupo, por suerte el más numeroso, consideraba que era mejor empezar por las hachas, puesto que la construcción de lanzas con punta de piedra también requería aprender a tallar este material tan duro y eso se podía aprender más fácilmente con las toscas hachas, y continuar después con las más refinadas lanzas. Al final, tras muchas deliberaciones, convinieron que lo mejor era continuar practicando primero con las hachas, pero durante menos tiempo que el que habían invertido hasta esa fecha para poder dedicar también esfuerzo a aprender la construcción y el manejo de las lanzas. Toda la tribu se puso a ello, no sin algunas voces discrepantes, puesto que de la educación de sus jóvenes dependía la supervivencia y el bienestar de todos, un reflejo de esa humanidad tan especial que ya recorría su cerebro».

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Por muchos motivos que iremos viendo a lo largo del libro, esta fue una decisión muy acertada. Mi intención es que vean reflejados en esta historia algunos o muchos de los conceptos que iré desgranado: el lenguaje, la manipulación manual, el papel de la educación, el aprendizaje individual y colectivo, la función de la sociedad, la creatividad, la motivación, el optimismo, el placer, la búsqueda de novedades, las nuevas tecnologías, etc.