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Utopías
del Renacimiento

 

Tomás Moro / Tomaso Campanella / Francis Bacon


Estudio preliminar de: Eugenio Ímaz

Traducción de la Utopía: Agustín Millares Carlo

Traducción de La Ciudad del Sol: Agustín Mateos

Traducción de la Nueva Atlántida: Margarita V. de Robles

 
 
 
Fondo de Cultura Económica

Primera edición en latín de
Utopía, de Tomás Moro, 1516
Primera edición en latín de La Ciudad del Sol, de Tomaso Campanella, 1623
Primera edición en inglés de Nueva Atlántida, de Francis Bacon, 1627
Primera edición en español (Colección Popular), 1941
Decimoséptima reimpresión, conmemorativa del 50 aniversario de Colección Popular, 2009
Primera edición electrónica, 2010

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ISBN 978-607-16-0271-8

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Topía y utopía, por Eugenio Ímaz

Tomás Moro: Utopía

Tomaso Campanella: La imaginaria Ciudad del Sol

Francis Bacon: Nueva Atlántida

Notas

Topía y utopía

I

Entonces el bufón empezó a bromear en serio, y ahí estaba en su elemento.

Utopía: no hay tal lugar, traduce Quevedo en el prólogo a la versión, expurgada, que en 1627 hizo don Gerónimo Antonio de Medinilla y Porres de la obra de Tomás Moro. News from Nowhere pone como título a su obra moruna William Morris, en el siglo XIX, escogiendo de esta manera entre Moro y Marx y poniéndonos utópicamente de bruces ante la actualidad de Moro.

Por lo del lugar imaginario la palabra y concepto utopía, utópico, se han contagiado de quimera y la infección ha sido constatada por los doctores al diagnosticar la diferencia entre socialismo utópico y socialismo científico. Y, así, resulta utópico lo que, para la ciencia del día, no es científico, descuidando que fue la ciencia de su tiempo la que dio origen a la Utopía.

Al hablar de utopía todos pensamos, remontando fuentes, en la República de Platón. Como pensaron los mismos Moro y Campanella. Y, sin embargo, la utopía de Platón no está en la República, sino en las Leyes. Al final del Libro V de la República, Platón, como tantas veces, pone los puntos sobre las íes. Los interlocutores de Sócrates le han ido escuchando su plan de república perfecta y se muestran encantados. Pero… ¿es posible semejante república? “Si yo me abandono un instante, responde Sócrates, viene sobre mí vuestro ataque, y un ataque implacable. A duras penas me he librado del primero y del segundo asalto, y me parece que no os dais perfecta cuenta de que este tercero es el más fuerte y peligroso. Reconoceréis luego que era natural cierto temor y vacilación ante una proposición tan extraordinaria como esta que ahora tengo que explicar e investigar.” En el sobresalto que siente Platón siempre que se le invita a trasponer el puente entre el mundo de las ideas y el mundo sensible, el mismo sobresalto que le hará exclamar después de relatar el mito de la caverna: “¡Sólo Dios sabe si mi vislumbre es cierta!” Sobresalto que desvela su angustia metafísica. “¿Es que un pintor, después de haber delineado con arte consumado el ideal de un hombre perfectamente bello, será el peor porque es incapaz de mostrar que un hombre semejante pudo haber existido nunca? Cierto que no sería el peor. Pues bien, ¿no estamos trazando en palabras el modelo de una república perfecta? ¿Y será nuestra teoría una teoría inferior porque seamos incapaces de probar la posibilidad de una ciudad ordenada en la manera descrita? —¿Es que es posible ejecutar una cosa tal como ha sido descrita? ¿Es que la palabra no expresa más que el hecho, y lo real, piensen lo que quieran los hombres, no queda siempre, en la naturaleza de las cosas, por debajo de la verdad? No tenéis, pues, que insistir en que os pruebe que la república real coincidirá en todos sus aspectos con la idea: si somos capaces de descubrir cómo una ciudad puede ser gobernada de manera aproximada a la que nosotros proponemos, tendréis que admitir que hemos descubierto la posibilidad que me pedís.”

Y la manera como una ciudad puede ser gobernada acercándose, “siendo casi” —inmensidad de un casi: el chorismos o abismo que separa a los dos mundos— la república perfecta es “que los filósofos sean reyes o los reyes y príncipes de este mundo tengan el espíritu y poder de la filosofía”. Lo mismo que repetirá en su conocida séptima epístola, de su senectud, cuando confiesa su desencanto juvenil con la carrera política, por la que había sentido tan profunda vocación. Si no se atiende a este consejo político “jamás las ciudades podrán despojarse de sus males —no, ni tampoco el género humano, según creo— y sólo con él esta nuestra república tendrá una posibilidad de vida y verá la luz del día”.

Si Platón en la República habla como filósofo, en las Leyes como filósofo-rey. Aquí está su utopía: su República de “no hay tal lugar” pero “puede haberlo”, por ejemplo, cuando se trata de fundar una colonia; su programa de acción: “sería demasiado pedir a hombres nacidos, alimentados y educados como lo son hoy día, que nuestros ciudadanos repartan entre sí la tierra y las habitaciones” (Leyes, Libro V). Utopía y no quimera, realidad y no idea: pensamiento terrenable, como la Utopía de Moro.

La confusión se alimenta de dos fuentes: Aristóteles, en su Política, hace la crítica de la comunidad de bienes y de mujeres, es decir, de la república ideal de Platón, basándose en su irrealizabilidad o ultraterrenidad. Ahora bien: Platón no proyecta esa comunidad en la utopía de sus Leyes. Aristóteles, merced a su querencia empírica, ectoplasmiza las ideas y arremete contra fantasmas. La otra fuente de confusión está en el mismo Moro. En las últimas páginas del primer libro de la Utopía encontramos el pendant perfecto del pasaje referido del Libro V de la República. Su análisis nos daría la intención esencial del libro y de lo utópico y, al mismo tiempo, la comunidad genérica y la diferencia específica con lo que hemos designado como utopía platónica. El portugués del cuento —Rafael Hitlodeo—, que relata y presenta como ejemplo lo visto por él en Utopía, exclama en el curso de la conversación: “Eso pensaba yo al decir que no hay lugar ante los príncipes para la filosofía”. Y el mismo Moro replica: “Sí que lo hay, pero no para esa filosofía especulativa que hace que todo sirva para todos los tiempos”. Existe otra filosofía del “mal menor” que permite gobernar la nave del Estado en las borrascas constantes de la vida. Pero el utopista moderno, Hitlodeo-Moro, no fía de la receta que Platón conserva, como ilusión de juventud, a pesar del desengaño con Dionisio, ni admite, cristianamente, el malmenorismo: la aborrascada vida de su tiempo, el maquiavelismo avant la lettre de los príncipes y del Papa, la voracidad de tierras de los señores ingleses —“los corderos se comen a los hombres”— le han enseñado a no esperar nada de la conjunción platónica rey-filósofo, porque la raíz de todos los males, según ha visto este cristiano, abogado de los ricos mercaderes de Londres, está en la propiedad privada. Y aquí viene la confusión otra vez: “cuando peso todas estas cosas [los abusos que vienen de la propiedad privada] en mis pensamientos, me hago cada vez más partidario de Platón y no me asombra que no quisiera hacer leyes para aquellos que no quisieran someterse a una comunidad de todas las cosas”. Pero ya sabemos que Platón hizo leyes, precisamente, para los que no podían someterse a la comunidad de todas las cosas: para los griegos de su tiempo. La utopía, con Moro, aumenta sus pretensiones y la filosofía las rebaja. El Mundus Novus de Américo Vespucio habla de pueblos que viven en comunidad y desprecian el oro,[1] cosas que a un cristiano exasperado le hacen pensar en la comunidad apostólica. El filósofo, según Platón, lucha patéticamente con la ciudad. El que no haya habido ciudades organizadas por la idea de comunidad ha traído efectos catastróficos para la filosofía y para los filósofos. Las naturalezas más nobles, destinadas al oficio heroico de la filosofía, o se corrompieron en contacto con la política convirtiéndose en las mayores criminales, o se hicieron inútiles por el destierro o la abstención. Así se vio la filosofía invadida de intrusos, que buscaban el brillo de su renombre. Pero cuando la ciudad esté organizada el filósofo le será deudor y entonces se le podrá exigir que, luego de haber contemplado la cegadora luz del Bien, baje a la oscuridad de la caverna a guiar a los hombres encadenados, enseñándoles a descifrar el lenguaje de las sombras. El escepticismo de Moro por la filosofía especulativa y por el filósofo, tiene una supercompensación en su fe en la philosophia Christi, y así, la imitación secular de Cristo exige más que la imitación erótica de la idea, y su utopía se atreve con lo que no se atrevió la de Platón: con la comunidad de bienes.

Los corderos se comían a los hombres y el filósofo cristiano no quiere que los hombres sean comidos por otros hombres disfrazados de corderos. Esto, después de Cristo, tiene que ser posible: por eso Hitlodeo le dice a Moro, es decir, Moro se dice a sí mismo: si usted hubiera estado en Utopía. El filósofo cristiano, el humanista cristiano ha estado en Utopía, ha estado en el otro mundo, en el Nuevo Mundo vespuciano. Su philosophia Christi no le ha llevado a la región de las ideas casi —inmensidad de un casi— realizables ni a la invisible y celestial ciudad de Dios sino a la corpórea y terrenal de los hombres, a Utopía, donde los hombres viven real y verdaderamente, terrenal y utópicamente en cristiano.[2]

De Erasmo viene aquello de que no hay diferencia entre consejos y mandatos. Y Alfonso de Valdés, gran erasmiano, dirá: “¿Qué ceguera es ésta? Llamámosnos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burlería ¿por qué no la dejamos del todo?” E Hitlodeo-Moro, en estas páginas que comentamos: “Si hay que silenciar como insólito y absurdo cuanto las perversas costumbres de los hombres han hecho parecer extraño, habría que disimular entre los cristianos muchas cosas enseñadas por Cristo, cuando Él, por el contrario, prohibió que se ocultasen y mandó incluso predicar las que susurró al oído de sus discípulos”. Eran tiempos terribles, como todos en los que el mundo del hombre, la historia, rompe las duras cortezas del pasado y por las grietas rezuma acremente la lava que formará las futuras tierras de cultivo. Las ideas más hondas, tenidas por tales, descubren sus secas raíces y sólo los utópicos se preocupan de preservar la simiente.

Humanista cristiano. Erasmista. “La palabra ‘humanitas’ nació en aquella tertulia culta de Augusto donde la filosofía griega encontró cobijo y la literatura romana protección. Todo fue bien mientras el concepto cristalizó en la palabra griega ‘philantropia’, pero al querer traducir ésta al latín, surgieron las discusiones. Cicerón fue el inventor de la palabra ‘humanitas’ y en sus obras, puesta de moda, rueda con verdadera fruición de inventor. No es cierto, sin embargo, como Varrón afirma, que para el orador romano ‘humanitas’ fuese simplemente ‘sentimiento que nos inclina a favor de la Humanidad’. Cualquiera que haya leído los escritos ciceronianos habrá podido observar que aquel término significa también lo que nosotros llamamos hoy ‘formación humanística’. Por lo demás, la palabra y su contraria ‘inhumanitas’, con los adjetivos correspondientes, fueron abriéndose camino y desembocaron con todo su doble sentido en Séneca, maestro inmediato de todos los que después han recibido el calificativo de ‘humanistas’. En este sentido se encuentra en Erasmo y en su amigo Vives.”[3]

Sabemos, así, que las humanidades tienen que ver con la humanidad y ésta con el amor a los hombres y también que, si decimos humanismo cristiano, lo hemos bautizado, pero no con un nombre sino con un adjetivo. En rigor: humanitas = filantropía. Humanidades: aquellos estudios que fomentan y depuran la filantropía o amor a los hombres. Humanista, el que florece en estos estudios de amor. Humanista cristiano: humanista bautizado pero adjetivamente: quiere decirse que, iluminado por la caridad, podrá transfigurar, divinizar su filantropía pero nunca ensombrecerla equívocamente con el fulgor de la gloria de Dios.

Moro ha estado en Utopía. ¿Han estado también Erasmo, los Valdés, Vives? Sí y no. El pensamiento humanista cristiano es, fundamentalmente, utópico: su utopía, su programa de acción es la philosophia Christi. El irenismo erasmiano traza el camino imperial de la mínima unidad cristiana de doctrina y hace todo lo posible y lo imposible, en su visión “dantesca” de la situación, para que el emperador obligue al Papa a convocar un concilio. La dieta de Augsburgo da la razón a los fanáticos. La suerte está echada y preparado el camino real para el Concilio de Trento: contra-reforma, palabra no reconocida todavía por el diccionario de la Academia. Como señala muy bien Bataillon, hubo en el grupo erasmita un actuante mesianismo imperial, secular y pacifista. Además de la Querella Pacis de Erasmo tenemos dos grandes monumentos: el Concordia y discordia de Vives y los Diálogos de Alfonso de Valdés; el De corruptis Arfibus y el De tradendis Discipliniis son la utopía pedagógica de Vives; en el Diálogo de doctrina cristiana de Juan de Valdés tenemos la utopía estrictamente religiosa. Pero ciñámonos a las utopías políticas. En 1515, Erasmo, nombrado consejero del archiduque Carlos, gobernador de los Países Bajos, escribe para el joven soberano la Institutio Principis Christiani. Hacia el año 1529 debemos colocar la redacción definitiva del Diálogo de Mercurio y Carón de Alfonso de Valdés, que contiene la asombrosa historia del rey Polydoro. En vez del político-filósofo, del rey-filósofo platónico, tenemos al rey-filósofo cristiano. Polydoro se ha convertido de un cristiano de tantos en un verdadero cristiano, en un cristiano utópico y es, así, un rey-filósofo cristiano. En vez de la organización detallada de las Leyes tenemos un espíritu de paz y justicia, radical, secularmente cristiano. Como nos dice el mismo Valdés, él quisiera que todas las cosas fueran buenas en este mundo (Diálogo acerca de las cosas que ocurrieron en Roma). Pero siendo utópicos Valdés y Erasmo no han estado en Utopía, ese “lugar que no hay” pero adonde podría irse. Porque es un lugar, pues no se halla, como la República, en el mundo inteligible, ni, como el reino de Polydoro, en el de la conciencia, sino en este mundo terreno y lugareño. “Si usted hubiera estado en Utopía conmigo y hubiera visto sus leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiera abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos, usted confesaría que nunca vio un pueblo tan bien constituido como aquél.” [4] La utopía de Moro es institucional y, por ello, menos utópica, en el sentido banal del vocablo, que la de sus colegas Erasmo y Valdés: que no haya propiedad privada para que la ambición, que hace del Estado una conspiración de los ricos, quede cercenada y así restablecida la comunidad, y que haya una libertad religiosa que, cristalizando en una religión natural universal, haga ociosas las facciones y asegure de este modo la unidad de la comunidad.

Por entonces Américo Vespucio descubría el Nuevo Mundo a los europeos. La presencia de América ha hecho surgir la utopía, ha hecho posible el viaje de Hitlodeo, compañero imaginario de Américo Vespucio. Rafael Hitlodeo —“hábil narrador”— había viajado, nos dice Moro, mejor que a lo Ulises, a lo Platón. Pero Platón puso entre el mar y su utopía la distancia de quinientos estadios. Rafael, con Vespucio, buscó por el mar. Buscó la Atlántida que Platón nos da por perdida para siempre. En el Timeo evoca la Atlántida, pero no lo hace al desarrollar el mito cosmogónico del demiurgo sino al comienzo del diálogo, al resumir el anterior, que fue un diálogo político. Siempre que el filósofo se pone a excavar los verdaderos cimientos de la ciudad tiene que ir tan hondo que horada los mismos cimientos del mundo: el principio y el fin del mundo, la edad dorada y la de hierro, Cronos “pastoreando a los hombres” y el mundo abandonado a sí mismo, acabándose y renaciendo cíclicamente. También Campanella, al edificar su Ciudad del Sol, nos habla del principio y del fin del mundo. Y Kant, con su hipótesis cosmogónica, verificada por Laplace, coloca la marcha de la humanidad hacia la ciudad ideal dentro de la historia deleznable del mundo y Engels deja temblar su visión quiliástica de la sociedad futura con la aprensión científica de un fin del mundo originado por la entropía. (Prólogo a su Dialéctica de la naturaleza.)

¿Qué “acto fallido” explica que Kant atribuya a Platón una utopía de nombre “Atlántida”? La Atlántida redescubierta le sugiere a Bacon el título de Nueva Atlántida para su figuración científica: “sería muy desdichado que, habiéndose descubierto y revelado en nuestro tiempo ambas regiones de nuestro globo material, el globo espiritual permaneciera cerrado en los estrechos límites de los antiguos descubrimientos”. Y, en el Novum Organum, interpreta en este sentido la profecía de Daniel. El mundo, “espejo de los enigmas de Dios”, según el apóstol, fue en la Edad Media el escenario donde todas las criaturas representaban simbólicamente la historia sagrada: la nuez era una prefiguración de la Crucifixión, y la mariposa emblema realista de la Resurrección. ¿En qué momento ese espejo empezó a reflejar los enigmas del hombre? ¿Cómo se le fue revelando el mundo como escenario de su historia? Laboriosa obra de siglos desde la culminación del XIII. Nos basta aquí y ahora señalar que, después del otoño de la Edad Media, al europeo le hubiera consumido la erupción de la primavera renaciente de no haber inventado —encontrado— a tiempo la Atlántida del Nuevo Mundo. Sólo el descubrimiento del Nuevo Mundo —el descubrimiento de la utopía— hace posible a Europa conllevar aquella época terrible en la que, como nos dice Vives, “a causa de las continuas guerras que, con increíble fecundidad, han ido naciendo unas de otras, ha sufrido Europa tantas catástrofes que casi en todos los aspectos necesita una grande y casi total restauración”. “Así España —dice Campanella— descubrió el Nuevo Mundo para que todas las naciones estuvieran sometidas a una sola ley.”

El joven investigador mexicano Silvio Zavala, en su estudio La Utopía de Tomás Moro en la Nueva España (1937), ha llamado por vez primera la atención sobre un hecho que, a mi entender, reviste extraordinaria importancia: la influencia de la Utopía de Moro en los “hospitales” fundados por don Vasco de Quiroga. Ha llamado la atención y ha puesto en evidencia documental el alcance de estas influencias. Para cualquiera que conozca las diversas interpretaciones, sin que falten las banales, que ha recibido el “utopismo” de Moro, este estudio de Zavala aporta un dato significativo: que la Utopía de Tomás Moro ha sido, además de la primera, la primera también que, con anticipación de siglos, es ensayada en la práctica y en suelo de América. Y que quien la ensaya, gran amigo del erasmista franciscano padre Zumárraga, primer obispo de la Nueva España, lo hace con plena conciencia de la intención “práctica” de Moro y con intuición fresca de que éste escribió la Utopía por haber conocido las condiciones de América.

Constantemente se le derriten los puntos de la pluma a Vasco de Quiroga al escribir en su Información en derecho (1531) que los indios son “blandos como la cera”. Materia acuñable, como el infantilismo que nos recomienda el Evangelio. No quiere decir esto que Quiroga se haga ilusiones sobre la bondad de los indios. Pero tampoco se las hace sobre la edad de “hierro y acero” en que vive Europa. En Utopía no hay hierro ni tampoco, por entonces, en América, donde los hombres viven todavía en la edad dorada.[5] Utopía es una isla. Su capital, Amauroto, está, como Londres, a orillas de un río que la pleamar hace salobre. Se diría que ese “lugar que no hay” es un país superpuesto, en el sueño, con el doble perfil prometedor del cuarto creciente, diagrama de la intersección de dos mundos. Un lugar que no hay, porque está en dos lugares, en Inglaterra y en América, en dos mundos, el Viejo y el Nuevo, es decir, en todas partes, como el universal deseo utópico. El primer libro de la Utopía, actualista y crítico, insiste en el Viejo Mundo y el segundo, porvenirista y normativo, en el Nuevo.

La edad dorada, de Heliópolis que nos revela Diodoro, tan reeditada en esta época por la incitación de América, la adámica de los cristianos, para los humanistas cristianos está prefigurada, más bien, por la vida de la primera comunidad cristiana. Si a los utopianos les complace la religión de Cristo es, sobre todo, porque encuentran la vida de esa comunidad muy parecida a la suya. Este es el punto en que el pensamiento humanista cristiano va más allá de sí mismo y llega a secularizar, terrenar o utopizar el dogma de la redención y a materializar la invisible ciudad de Dios. La naturaleza humana ha sido restaurada por Cristo; el cristiano tiene o debe tener, si responde a su título, su naturaleza humana rescatada. El cristiano, por primera vez, puede ser plenamente hombre. Puede, con la caridad, prolongar el amor a los demás hombres que la naturaleza ha puesto en su seno haciéndole sociable. Es menester, pues, que lo sea plenamente: como el rey Polydoro, como los habitantes de Utopía. “Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burlería ¿por qué no la dejamos del todo?”

En el pasaje de Moro a que nos hemos referido, captamos en vivo la diferencia entre el sofos platónico y la cordura humanista. Entre la República y la Utopía. Entre las Leyes y la Utopía. Entre la basileia estoica y la erasmiana. Entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre o Utopía. Entre el malmenorismo jesuita y el bienmayorismo erasmiano. Entre dos “humanismos”, el que trata de regir el mundo, a la mayor gloria del hombre, en nombre de la philosophia Christi y el que, a la mayor gloria de Dios, hace, entre sus “concesiones al siglo”, la del humanismo.

En América y España estos dos humanismos se combaten acerbamente hasta que, con el triunfo del protestantismo en el norte de Europa, se precipita el del antierasmismo en el sur.[6] Estuvo en un tris —inmensidad de un tris— que no fuera así. Los primeros años de la conquista conocieron en Nueva España el verdadero humanismo, el de raíces humanas y humanistas. Zumárraga y Quiroga manejaron un ejemplar de la Utopía (Basilea, 1518) que lleva anotaciones platonizantes al margen y que no ha sido manipulada como la edición de Lovaina de 1565 que posee ahora la Biblioteca Nacional.[7] En 1550 fue la célebre controversia de Valladolid sobre los derechos de conquista. Controversia teológica que, aun en sus líneas apostólicas más puras —Las Casas— no pudo salvar el perfil de su sombra: concepto de guerras justas e injustas, atribución de soberanía al Papa. Pero Vives, en su Concordia anuncia un libro: “quizás de aquí proceda que nuestros conquistadores pensaron que los indios del Nuevo Mundo no eran hombres, de cuya injusticia pienso tratar en otro trabajo”. No lo escribió o se ha perdido, el caso es que la ausencia de este libro, del autor que dijo que la distinción entre guerras justas e injustas era una “trampa” por donde se colaban todos los príncipes guerreros, señala un vacío en la historia de América que hay que llenar con el pensamiento. En nombre de la caridad, y en el de Aristóteles, el “humanista” Sepúlveda justifica el derecho de los españoles sobre los indios por ser aquéllos de “ingenio más elegante”. Vitoria duda en este punto, pero no en el de la religión: en nombre, también, de la caridad.[8] En nombre de la caridad —philosophia Christi— proponía Erasmo que al bautizado se le preguntara, ya mayor, si quería continuar en la religión de sus mayores. En ese mismo nombre implanta Moro en Utopía la tolerancia con los ateos. Tenía razón aquel buen Padre que, en la reunión famosa de Valladolid —1527— en que se discutió la ortodoxia de Erasmo, se deshizo de las sutilezas cultas de los erasmistas con el argumento ad hominem de que él estaba seguro que el Cristo en que creía no era el mismo en que creía Erasmo. En efecto, dos philosophia Christi y, por consiguiente, dos imitatio Christi.

Philosophia Christi o evangelium aeternum, como se había dicho dos siglos antes durante el movimiento franciscano. El movimiento erasmista fue un movimiento fideísta. No es menester desfigurar los hechos históricos para sacarles todas las consecuencias. Basta con ser consecuente. La controversia de las dos verdades atraviesa todo el pensamiento medieval como la disputa de las dos potestades toda su vida política. Cuando ese pensamiento se estabiliza momentáneamente con la escolástica, la racionalización ha llegado a su límite y la fides quarens intellectum descansa con la obra lograda. Los misterios son impenetrables a la deficiente razón humana pero no irracionales. La invisible ciudad de los elegidos se estamentaliza o estatiza con el Régimen de príncipes. La línea contraria, que se había deslizado subterráneamente, aflora pujante con un Scoto y un Ockham y, después de consagrar el arbitrio divino, entrega el mundo y el Estado a la racionalidad del hombre. La bisectriz la trazan los erasmistas con su empeño racionalista y desmisteriador, con su philosophia Christi, filosofía en la que la prudencia, como dice Vives, se ha hecho cordura. En el segundo libro de la Utopía nos cuenta Tomás Moro por boca de Hitlodeo que, al tratar de averiguar en qué consiste la verdadera dicha y, por consiguiente, la verdadera moral, los utopianos mezclan con la filosofía, que se sirve de razones, los principios de su severa religión, porque la razón humana es “insuficiente y débil para averiguar la verdadera dicha”. Pero esta razón humana, tan deficiente, reclama, para su adhesión a los principios que le presta la religión, el poder fundarlos en razón. La terminal de esta trayectoria, la de la religión natural, la encontraremos en Kant, que, al someterse a la religión a los límites de la pura razón, la fundamentará en la razón pura práctica. Los dogmas de la religión cristiana sirven al propósito práctico y se mantienen en la medida en que este servicio los reclama: Dios y la inmortalidad como realidades prácticas y la vida de Jesús como paradigma moral. A la philosophia Christi corresponde una imitación de Cristo que, como puede verse en la Utopía, tiene muy poco del sombrío ascetismo kempista. La naturaleza, nos dice Rafael, empuja a los hombres a ayudarse mutuamente y, por la misma razón, a que cada uno busque también su propio contento como busca el de los demás. El ascetismo es respetado por Rafael, porque siempre hay que proceder con sumo cuidado en cuestiones de religión —¿acaso no quiso Dios ser adorado en diferentes religiones?— pero los utopianos se reirían de quien pretendiera demostrarles que la vida que llevan los “religiosos” que han hecho votos de castidad y de trabajos perpetuos es más razonable que la de aquellos otros “religiosos” que se casan y disfrutan honestamente de la vida.

El humanismo representa uno de los momentos culminantes en la historia del pensamiento humano. Podríamos anunciarlo como el albor de la filosofía moderna y ponerlo en parangón con el de la filosofía griega, y a Moro, con su muerte, a la altura de Sócrates. Los dos mártires auténticos de la filosofía, testigos de la razón ante la razón de Estado, de la utopía ante la topía: fe en la razón o razón en la fe, superposición exacta, en ambos casos, aunque de movimiento contrario; descubrimiento y redescubrimiento. Moro, que es un político, persigue a los herejes, a los fanáticos, que en su estolidez llenan de supersticiones la religión, como si no tuviera ya bastantes, y Sócrates, filósofo ambulante y de plazuela, persigue como un tábano a los políticos haciéndoles hablar para poner en evidencia su arrogante ignorancia. Por ser amigo de los amigos de los treinta tiranos la democracia ateniense persigue hasta la muerte a Sócrates, y la malquerencia de Ana Bolena mata a Tomás Moro. Ésta puede ser la explicación psicológica, que no va a ninguna parte. La verdad que interesa es que los dos mueren defendiendo la razón de república contra la razón de Estado. Y en este punto tocamos uno de los enigmas del destino humano. ¿Quién tenía razón? “Para lo trágico auténtico es menester que las dos potencias en lucha estén justificadas cada una por su parte, que sean éticas; tal ha sido el destino de Sócrates” (Hegel). Tal fue también el destino de Moro: las dos potencias en pugna tenían razón.

¿Cuál era la razón que defendía y por la que murió Moro? En el rompimiento con Roma veía el fracaso de la civilización europea, cuya exaltación es la Utopía; en la reforma de Enrique VIII y del alto clero y nobleza que le secundan, ve la consagración oficial y el exacerbamiento de las depredaciones que nos describe en el libro primero y que fueron la pesadilla de sus cristianas vigilias forenses, que alivió con el sueño humanísimo de la Utopía. Acaso también sabe cómo se está frustrando la gran ocasión de América, como lo veía utópicamente Quiroga. En fin, él, que no hizo otra cosa en toda su vida —y en toda su Utopía— que tratar de humanizar el fanatismo católico, se encuentra con el espectáculo de Alemania, avispero de todos los fanatismos.

Sin embargo, la historia iba por ahí. También, por consiguiente, la razón de Estado. Emancipación de Roma, atesoramiento de riquezas, nacionalismo; reforma, capitalismo y grandes potencias. Todo esto pedía la razón de Estado y para todo esto proclamaba El Príncipe su razón de Estado. ¿Se ha reparado en que, cuando Moro nos describe a Utopía, Maquiavelo traza, con su buido estilo, el breviario de la razón de Estado, poniéndola al servicio de su nacionalista razón de Estado?

Los dos tienen la antitética conciencia de su obra. “Muchas repúblicas y principados —nos dice Maquiavelo— han sido imaginados que nunca se ha visto o conocido que existieran en realidad. Y la manera en que vivimos y aquella en que debiéramos vivir son cosas tan diversas que aquel que abandona la una para entregarse a la otra está más cerca de destruirse que de salvarse: porque aquel que obra con un perfecto patrón de bondad en todas las cosas tiene que perderse entre tantos que no son buenos. Por consiguiente, es necesario que un príncipe que quiera mantener su posición, aprenda a ser otra cosa que bueno y a usar o no su bondad según la necesidad lo requiera.” La política europea de la época, sin excluir, claro está, la de los antimaquiavélicos, nos dice a gritos que era Maquiavelo quien estaba en lo cierto, que tenía, por entonces, la razón de su parte: que era la parte del Estado y de la época. Pero ¿quién de los dos tenía la razón del todo?

II

Ego tanquam Prometheus in Caucaso detineor.

Campanella, en su apología de la Ciudad del Sol, comienza apoyándose en la autoridad del mártir Moro. La diferencia entre las dos obras salta a la vista. Si Moro instruye deleitando con el estilo más sabroso, sin despegar los pies de su humana Utopía, conduciéndonos a ella después de un largo recorrido doliente por los ámbitos de su patria, Campanella nos coloca de rondón a las puertas de la ciudad, nos planta en medio de su visión metálica y luminosa. ¿Por qué se le ocurre, al hablar de la salud de los vigorosos heliopolitanos, decirnos que padecen mucho de epilepsia, enfermedad buena para el ingenio y de la que padecieron, entre otros, Hércules, Sócrates y Mahoma? Las comparaciones son siempre odiosas y, en el caso de Campanella, la comparación tan corriente de los valores literarios de la Urbs Heliaca con la Utopía, odiosísima, porque ambas son incomparables.

En esa defensa tenemos las páginas correspondientes a las comentadas de Platón y Moro, y así, una perfecta trilogía donde nos marcan el sentido de sus respectivas proyecciones políticas. También aquí, como en el caso de Moro, vemos muy claro el propósito práctico y la idea de que no hay república que merezca ese nombre si no está basada en la comunidad. “Que todas las cosas sean comunes, como entre amigos”, decía Platón recogiendo el proverbio griego, sentencia que repite también Moro. Pero los amigos verdaderos de Platón —dioses o hijos de dioses— en el topos ouranos no en su utopía de tierra adentro. Para estos cristianos recalcitrantes la tierra debe ser la patria de los amigos.[9]

La comunidad paternal cristiana de Moro, que es más bien una comunidad de oficio humano, en Campanella se convierte en una comunidad ideal de ser, como en Platón. Una comunidad tan una, que el mismo instinto de conservación nos debe llevar a ella, donde todas las funciones, como en enérgica comparación, subraya Campanella, tienen la misma nobleza fundamental. Es la segunda utopía pero la primera que establece la organización deliberadamente científica de la comunidad. Ch’or l’Eterna Ragione pria tutti i regni umani compogna in uno che renda il caos tutte cose all’uno. El sistema metafísico, totocientífico, es completo; nada se le escapa a Campanella, ni siquiera la significación de los más extraños parecidos, como esos peces con figura de obispo. La astrología misma ¿a qué necesidad responde si no a la predicción?

Si los cuerpos celestes son las causas primeras de los fenómenos, es natural buscar en sus conjunciones el anuncio de lo venidero. La astrología, en Campanella, como la alquimia en Bacon, está en los umbrales de la ciencia moderna. En la parte exterior de la primera muralla circular aparece dibujada y descrita toda la tierra, en la parte interior las figuras matemáticas, “en mucho mayor número que las conocidas por Euclides y Arquímedes”.

La Bilancetta —balanza hidrostática para determinar la densidad de los cuerpos— es el primer fruto arquimédico de Galileo, antes que el telescopio (1609) le aporte la corroboración empírica de la hipótesis copernicana y el estudio del movimiento parabólico de los cuerpos arrojadizos ilustre triunfalmente la colaboración entre la técnica realista y la ciencia idealista predicada por Leonardo. La astronomía de Campanella es bastante confusa; como se deja decir por el Almirante, astrologizaba demasiado pero en su sistema metafísico cerrado tiene lugar preponderante el conocimiento directo de la naturaleza y la explicación matemática, lo mismo que “los maravillosos ingenios” son parte importante en la vida de los heliopolitanos.

La época de Campanella está bajo el signo de la revolución copernicana como la de Moro lo estuvo bajo el de América y las dos atravesadas por la razón de Estado. “Así España descubrió el Nuevo Mundo para que todas las naciones estuvieran bajo una sola ley. No sabemos nosotros lo que hacemos, pero Dios sí, cuyo instrumento somos. Los españoles buscaron nuevos países por el deseo de oro y de riquezas, pero Dios trabaja para más altos fines.” Esto dice Campanella de la época de Moro, y de la suya: “Si usted supiera lo que nuestros astrólogos dicen de la venidera y de nuestra época, que en cien años de su historia lleva más dentro de lo que ha llevado el mundo entero en cuatro mil años, de las maravillosas invenciones…” Pero el hombre no es sólo hijo de las estrellas, sino, también, criatura de Dios, no está gobernado sólo por la necesidad sino, también, guiado por la metafísica:

“Si no hubiera ninguna causa sobre nosotros, podías darnos algo tú, Maquiavelo. Pero como todos nuestros planes se derrumban si no tomamos en consideración todas las causas, así te equivocas y así caen también todos tus discípulos.” Platón contra la ananke y Campanella contra la fortuna.

Campanella empieza su vida con una conspiración que le costará veintitantos años de prisión y en edad avanzada escribirá una defensa de Galileo. Todo con la misma unidad de propósito, pues si la conspiración fue una anticipación práctica de su república solar, la defensa de Galileo arrebata su astrología a todas las adherencias medievales. Tampoco su monarquía española —o francesa— y su teocracia universal pueden tergiversar el sentido claro de su ciudad, que es la suma de su pensamiento. ¿No se sentía con fuerzas bastantes para convertir al Papa en su cabeza settimontana? ¿No habían soñado también los erasmistas con el emperador? De Moro han dicho algunos intérpretes alemanes que su Utopía es la expresión del imperialismo naciente. Se fijan para ella en extremos como la licitud de la ocupación de tierras no labradas, el mercenarismo del ejército, la reserva del comercio marítimo, las colocaciones de dinero en países amigos, la política protectora de los utopianos, etc. Pero el propósito de universalidad de la Utopía,[10] propósito que ya se entrevé en Platón, es innegable y para quien quiera literalidad no falta en el texto. Pero Moro no podía imaginar, por lo mismo que hablaba en serio, que su república utópica se hiciera universal de momento ni tenía los mismos motivos de los Valdés o Erasmo para esperar mesiánicamente en el emperador. Moro, sin embargo, establece un régimen de transición, mientras todo el mundo se hace utópico, y en el que los pueblos utópicos, que bien pueden ser todos los cristianos, ejercen una hegemonía civilizadora sobre el resto del mundo a sus alcances. No deja de ser interesante, en este punto, recordar que Vasco de Quiroga escribió al Real Consejo de Indias un parecer, que no obtuvo respuesta, en el que proponía el régimen de Utopía como modelo para reorganizar todas las Américas, que ya estaban siendo incorporadas al cristianismo.[11] Así podemos figurarnos también que el universalismo monárquico y papal de Campanella no tiene el medievalismo que se le atribuye ni la simulación que se le imputa sino que representa el programa posconspiratorio una vez que se le evidenció el carácter prematuro de su quiliasmo repentista. Los conspiradores, fascinados por la personalidad de Campanella, le decepcionan, sin embargo: guastarono ogni suo pensier grande.[12]

Como en Moro, encontramos también la religión natural y el pensamiento de que la religión cristiana, cuando sea limpiada de sus abusos, dominará el mundo. Como en Kant. Si de Moro podemos decir que creía, de Campanella podemos más que dudar de su fe en la divinidad de Cristo. Su Papa-Sol gobernando al mundo hubiera sido un Papa muy particular. Su teocracia no quiere decir más que lo que nos dirá Rousseau con su religión oficial, sin duda inspirada en Moro: nada de dualidad de poderes, que la ciudad de Dios es ahora la del sol, la de Hoh, el Metafísico, con todo lo que ese astro significa en el mito de la caverna.

No sabemos si Platón ha salvado en algún momento el chorismos entre los dos mundos. Hay interpretaciones fundadas que dicen que sí. Pero me parece más seguro invertir los términos de la cuestión en la siguiente forma: no es Platón quien influye en Keplero o Galileo, por ejemplo, con aquel pasaje del Meno en que la idea parece concebida como hipótesis subyacente, sino más bien Keplero y Galileo, precedidos por Leonardo, entre otros, quienes influyen en el pensamiento de Platón, quienes, para responder a las necesidades mentales de su tiempo, para apresurar el dominio de la naturaleza, amoldan y aprestan ese pensamiento fundiendo hipotéticamente sus dos mundos como Moro y Campanella fundieron la República y las Leyes, sin darse cuenta de su titánica obra.

La república de Platón se convirtió con san Agustín en la ciudad de Dios en marcha. Cuando los cristianos aflojan su peregrinación por el sendero invisible, prefigurado por la escala de Jacob, y vuelvan a platonizar, el fenómeno común será esa fusión de los dos mundos platónicos: el sensible y el inteligible. Cristo, la idea del Bien en persona, había bajado a la tierra y les había dicho: sed perfectos como mi Padre que está en los cielos. Al hacer de la tierra el escenario de su historia ya no pueden transigir con la dicotomía platónica. Tampoco el dominio de la naturaleza, inaplazable, lo permitía, y cuando se trate de dominar la historia llegaremos a la misma fusión.

“Ésta es la suma de la razón política, por nuestro siglo anticristiano llamada ratio status, en que se estima la parte más que el todo y a sí misma más que al género humano y más que al mundo y más que a Dios.” Y en un poema, escrito en la prisión: “Tú que amas la parte más que el todo y que crees que es más que la humanidad misma, tú, sagaz loco”. Al mismo tiempo arrancan la Utopía y el Príncipe, que se van a dividir los pensamientos y los hechos de la historia moderna de Europa. Como apunta Meinecke, la obra de Campanella y su vida entera están inspiradas revulsivamene por la razón de Estado. Pero en Maquiavelo tenemos, como dijimos, no sólo razón de Estado, sino también de estado, en oposición a razón de república, de comunidad. Razón que prefiere la parte al todo y que, como es natural, tiene la razón de su parte. Los dos tiranos del pensamiento humano, Platón y Aristóteles, se habían colocado, para siempre, uno en la razón de república y otro en la razón de Estado, uno en la utopía otro en la topía.[13] Platón polemiza contra la razón de Estado de los sofistas, y con la idea de comunidad levanta su república.

Le hacía falta, para oponerlo a la ananke de los de la razón de Estado, un mundo gobernado por ideas, en última instancia por el Bien, pero el chorismos abismático que la idea imponía había que zanjarlo en la acción haciendo de aquéllas su fin atractivo, superando la participación natural con la mimesis humana. Sócrates personifica la República como ésta ideifica a Sócrates. El justo, el político, la comunidad misma copian, imitan, lo mejor que pueden, la idea de la comunidad perfecta, aquélla donde “la ciudad es perfectamente una”. “En una tal ciudad, ya sean sus habitantes dioses o hijos de dioses, con tal que sean más de uno, la vida es perfectamente dichosa. Por eso no hay que buscar en otra parte el modelo de un gobierno sino que hay que adherirse a éste y acercársele lo más que se pueda.” (Leyes, Libro V.)

La comunidad, la unidad en que piensa Platón es tan absoluta que “hasta las mismas cosas que la naturaleza ha dado a los hombres en propiedad se hacen de alguna manera comunes a todos en la medida de lo posible, por ejemplo, los ojos, las orejas, las manos, y todos los ciudadanos se imaginan que ven, que entienden y que obran en común”. En sus Politikés, del libro primero de la Ética a Nicómaco, es donde Aristóteles nos dice aquello de que él es más amigo de la verdad que de Platón. Es decir, más amigo de la idea que se ha hecho de la virtud que de la idea que de la comunidad se hizo Platón. Lo que para Platón es república, comunidad, será para Aristóteles política, Estado. No puede haber ricos y pobres en la ciudad, nos dice Platón, porque entonces serían varias ciudades y no una. Para Aristóteles la razón de que haya varias formas de gobierno radica en que hay diversas partes en la ciudad, es decir, que hay ricos, pobres y medianos. Y después de descartar casi, por poco prácticas o viables, las mejores formas de gobierno —aristocracia y monarquía— recomienda como la generalmente mejor, como más adecuada a las posibilidades de los hombres, aunque, desgraciadamente, poco practicada en Grecia, el gobierno de los medianos en riqueza y en virtud. El Estado de Aristóteles trata de hacer felices a cada uno de los ciudadanos en la medida de lo posible.

La república de Platón trata de hacer una y feliz, en la misma medida, a la comunidad. “Nuestro propósito al fundar la ciudad no fue hacer a ninguna clase exclusivamente feliz, sino hacer a la ciudad, como a un todo, tan feliz como sea posible.” (Rep., IV.) La idea de justicia pasa, en la investigación platónica, de la ciudad al hombre y todas las virtudes se especifican primero en la ciudad. “Podemos decir, Glaucon, que un hombre es justo en la manera en que, según hemos visto, lo es la ciudad.” (Rep., IV.)

Para Aristóteles la coincidencia es sólo entre hombre virtuoso y buen ciudadano en la forma más perfecta de gobierno, casi impracticable. (Pol., III, cap. XVIII.) Insensiblemente pasa Aristóteles de la razón de Estado a la razón de Estado (libros IV, V, VI) como inversamente Maquiavelo del Príncipe —razón de Estado— a sus Discursos —razón de Estado—. Porque en eso coinciden la razón de Estado y la de Estado, según ha calado Campanella, en que se prefiere la parte al todo. Ya sea esta parte una clase en el Estado, ya sea un Estado entre los muchos. Mientras que la idea de comunidad pone siempre el todo por encima de las partes, la comunidad sobre la sociedad y, por fin, la humanidad sobre todo. “Sabréis que, en esta ciudad, todos sois hermanos” (Platón).[14]

III

Tenemos ciertas formas de oraciones implorando la ayuda y bendiciones del Señor para que nos ilumine en nuestras labores y para que las empleemos en buenos y santos usos.

Sería difícil, conceptualmente, colocar la Nueva Atlántida bajo el rubro de Utopía, aunque, haciendo un alarde, podríamos encontrar en la República un antecedente: en el libro séptimo, al discutir la preparación científica de los guardianes, se lamenta Platón de la postrada situación en que se encuentran los estudios estereométricos y espera que los estados se avengan a protegerlos. Pero no podía estar ausente en una edición de utopías del Renacimiento porque, como tal, ha sido considerada siempre y su mismo carácter fantástico ha influido no poco en el concepto corriente. No es, en ella, la comunidad la que está en juego, pues es la Nueva Atlántida un reino tudoriano, exornado de la suntuosa aristocracia renacentista y asistido de la tecno cracia más singular y poderosa. Lo que está en juego, son las esperanzas extraordinarias que al hombre le despierta el dominio ya iniciado de la naturaleza y que Bacon, que asume para sí el título de Alejandro el Grande del nuevo imperio, sueña como un cuento de hadas, libre de la marcha perezosa de rompehielos que tuvo que imponerse en su Novum Organum. Nada le será imposible al hombre, una vez que Bacon ha presentado las tablas de sus experimenta lucifera, desde un vino tan delgado que atraviesa la palma de la mano hasta el movimiento perpetuo, la generación espontánea y la trasmutación de los metales. Es, por decirlo así, un vástago de la utopía —la técnica—, que se ha emancipado autísticamente y que apenas si anuncia el retorno de su prodigalidad con aquella imploración al Señor para que sus obras no den frutos de maldición.

El título Nueva Atlántida es muy ilustrativo. Tenemos, nada menos, la réplica a la versión de la pérdida de la Atlántida del Timeo, réplica americana a la versión europea. La Atlántida se perdió por la inundación de sus grandes ríos y no, como refiere Platón, por una conflagración geológica. Y el pueblo que avanzó hasta el Mediterráneo y, según la versión platónica, fue vencido por los atenienses, es nada menos que el pueblo mexicano. Pero, en uno y otro caso, la versión es a costa de los atlánticos, pues los atenienses se revelaron como el pueblo más grande de la Tierra al acabar con aquella peligrosa invasión, y, según Bacon, las inundaciones acabaron con la cultura americana, no quedando más que unos cuantos indios montaraces de donde descienden los pueblos de América, lo que explica que sean los más jóvenes de la Tierra y, por consiguiente, los menos ingeniosos. Por eso su sueño, deliberadamente, se escapa de América —país de la utopía— y busca la Nueva Atlántida, CXXIXNovum Organum, [15]