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Teoría de los sentimientos morales

 

Adam Smith


Selección e introducción de Eduardo Nicol

Traducción de Edmundo O’Gorman

Fondo de Cultura Económica

La primera edición del FCE fue publicada en 1979
Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2004
Primera edición electrónica, 2010

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ISBN 978-607-16-0273-2 (ePub)
ISBN 978-968-16-7339-0 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico


 

Introducción

 

 

En filosofía se ha considerado tradicionalmente que la relación entre el hombre y la verdad era puramente intelectual. Se ha reconocido que, en la vida efectiva del hombre, no toda afirmación era sustentada en un proceso racional, pero ha habido una cierta resistencia a llamar verdad a cualquier afirmación que no tuviese aquel sustento. Esto ha sido tan manifiesto que aun los filósofos y los teólogos cristianos, a pesar de que han reputado a la fe como algo superior a la razón, han seguido teniendo de la verdad una idea intelectualizada, en tanto que filósofos y en tanto que teólogos. Las excepciones no hacen más que confirmar, por contraste, esa generalidad de la tradición, que viene de Grecia.

Un sentido no puramente intelectual de la verdad lo encontramos, con un matiz peculiar que desemboca en el escepticismo, en los antiguos sofistas; con otro matiz, en las llamadas escuelas socráticas; con otro, en san Agustín; con otro, en Pascal, quien nos habla de las razones del corazón que la razón no entiende; finalmente, y para no hablar de filósofos contemporáneos, lo encontramos también en los moralistas ingleses: Shaftesbury, Hutcheson, Adam Smith. En todos ellos existe la creencia, más o menos explícita y preferente, de que la verdad no es algo puramente intelectual, de que no es un producto de la pura razón, de que en la verdad se implica la vida entera del hombre. Tal vez creyeran esto porque presintiesen que aquella razón no es tan pura como ha pretendido el racionalismo, sino que contiene esas saludables “impurezas” de la carne y de la sangre, o, como dice Pascal, del corazón.

Naturalmente, cualquier sospecha sobre la pureza de la razón pone en crisis la tradicional idea de la verdad. Siendo la verdad un producto puro de la razón, sus caracteres esenciales son la universalidad y la necesidad. Parece al intelectualismo que sólo con estos caracteres puede la verdad ser considerada como tal; es decir, puede surtir esos efectos de convicción que conducen al consenso de todos frente a la evidencia. De este modo, la verdad no sólo es universal, es decir, para todos, sino que, además, es para siempre, es eterna e intemporal, es independiente de quien la formula. ¿Cómo, en efecto, podría ser considerado una verdad aquello que lo fuese ahora, pero no después; aquello que fuese verdad para mí, pero no para ti? Esto parece muy claro. Y, sin embargo...

Sin embargo, no deja de extrañarnos un poco la pluralidad y diversidad de pensamientos que se nos proponen como verdaderos, como definitivos, absolutos, universales, necesarios y eternos en el curso de la historia de la filosofía. También es tradicional que los escépticos exhiban esta pluralidad de verdades como un argumento para negarlas a todas. Pero, mientras tanto, el racionalismo sostiene esto: que cualquier intromisión del sentimiento o de cualquier elemento vital en la esfera supuestamente pura de la razón, conduce también al escepticismo. Porque, claro: se reconoce que la vida de cada hombre es distinta, y si esta vida se entromete en la verdad, la verdad será distinta para cada hombre. Esto equivaldría, al parecer, a que no hubiese verdad ninguna. La consecuencia para la ética es que ésta deja de ser posible, y se desvanece en un relativismo subjetivista.

Ahora bien ¿es efectivamente cierto que esto que podemos llamar la vitalización o humanización de la verdad, conduzca al escepticismo? Pienso, por el contrario, que no conduce siquiera al eclecticismo, el cual nos llevaría a pensar que la verdad anda un poco repartida, y que todos guardan alguna parte de ella. No es eso. Sin duda, la verdad es absoluta y sólo puede ser absoluta; pero está por verse que, por ser absoluta, deba ser universal e intemporal. Ante todo, no es la razón pura ni la pura razón la que elabora la verdad, porque no hay razón pura. Y, en segundo lugar, esta verdad que surge de la razón y de todo lo demás que constituye la vida del hombre, es un hombre el que la prefiere y quien cree en ella, y es suya propia, como es propia también su vida, de la cual aquella verdad constituye una expresión. Una verdad es absoluta sólo cuando es auténtica.

Este modo de considerar la verdad, además de aceptar los hechos, la historicidad esencial del hombre, es el único camino que queda para eludir el tropo de Agripa que parece interponerse, y según el cual la pluralidad histórica de verdades las anula a todas como tales. Al propio tiempo, esa vitalización de la verdad o, como preferiría decir, esa humanización de la verdad, no disminuye su carácter de absoluta. Lo que ocurre es que al trasladar la verdad del plano puramente lógico, racional, al plano vital, al ser integrada la verdad en la armónica complejidad de la vida humana, el vínculo que une al hombre con la verdad se convierte en un vínculo ético.

Desde siempre había sido un problema, teórico y práctico a la vez, la adecuación entre la verdad y la vida. La verdad era adecuación del pensamiento y la realidad. Y, luego, la vida tenía que ser adecuación de la conducta con la verdad. Eran, pues, dos adecuaciones distintas: la una, puramente intelectual; la otra, moral; la una, teórica; la otra, práctica. Pero el problema existía por la previa desvinculación de lo teórico y lo práctico, de lo intelectual y lo vital; por la intemporalización de la verdad, que la desvinculaba del hombre y de su vida. Para mí, lo problemático es justamente esta desvinculación; si no desvinculamos a la verdad de la vida, si no enajenamos al hombre de su verdad, no habrá para nosotros problema en adecuar la vida a la verdad, porque la verdad es la vida. Extraemos al logos del resto de la vida, y luego nos extraña que no podamos reconstruirlo en su primaria, original unidad. Porque la verdad es la vida, ella tiene, y tiene el vínculo del hombre con ella, carácter ético. Es un vínculo de fidelidad, razón de ser de la vida, como el que nos arraiga en el suelo que nos vio nacer, como el que nos une y nos mantiene unidos a todo lo que amamos y que consideramos muy nuestro, muy propio; algo que forma parte de nosotros mismos; algo que, cuando se pierde, produce en su ausencia como una mengua de nuestro ser propio, una soledad. La verdad, en las crisis llamadas intelectuales, puede perderse también como se pierde una persona amada, por muerte o por distancia, y su pérdida deja en nuestra alma también un vacío, como la ausencia de la persona. Por esto las crisis intelectuales son crisis existenciales, vitales. Entrar en crisis, es decir, dejar de repente de sentir el sustento de nuestras ideas y creencias, no es algo que le acontezca al puro pensamiento, sino a la persona entera. Hay ahí una ruptura, una dislocación, un naufragio, o como se quiera llamar; algo más análogo de lo que parece a lo que es cometer una infidelidad, o ser víctima de ella. Fieles o infieles, sólo podemos serlo con lo próximo a nuestro corazón, con lo que es muy nuestro, no con lo extraño. Y la verdad, venimos diciendo que es verdad legítima cuando es auténtica o propia; y cuanto más propia o personal, más verdad es, porque las verdades comunes, que son de todos, nos ligan menos que aquellas a que llegamos por nosotros mismos, y éstas hacen también nuestra vida más auténtica. Por lo mismo, la verdad auténtica es más respetable, porque es, para cada persona, su personalidad misma. Y no parece que haya, por el camino de la reflexión filosófica, otro modo posible, entre los que están hoy a nuestro alcance, de traducir en idea el afán de bondad.

La Razón accede a la divinidad en el siglo XVIII. Pero no es que la Divinidad sea considerada como Razón, porque esto es tan viejo como la filosofía. Es que la Razón parece sustituir a la Divinidad. La filosofía moderna se inicia, con Descartes, y sigue su marcha como un racionalismo. El siglo XVII ha sido llamado la época de los grandes sistemas: Descartes, Spinoza, Leibniz son, en efecto, los grandes sistemas del racionalismo. En el siglo siguiente parece como si el poder de creación, fatigado por el esfuerzo anterior, se agotase. Y como siempre ocurre en la historia del pensamiento, después de una etapa creadora viene otra de difusión. Pero la difusión de las ideas es el primer signo de su crisis. El siglo XVIII, pues, que asiste a la glorificación de la Razón, asiste también a los primeros embates que contra ella se dirigen. Esta orientación crítica, sin embargo, no anuló al racionalismo, en sus términos tradicionales; no fue todavía una crítica a fondo como la que, por todos lados, se le dirige en nuestros días. Aquellas críticas del siglo XVIII desembocaron a lugares muy distantes: del empirismo se pasa al logicismo de Kant y al psicologismo de los moralistas ingleses. Pero es importante observar cómo la crítica de la razón plantea en ambos el problema ético.

Los moralistas ingleses parecen haberse dado cuenta de que el dogmatismo racionalista ofrecía del hombre una imagen excesivamente descarnada o deshumanizada. Se empezó por considerar que la razón era en el hombre lo distintivo, lo esencial; luego resultó de ahí que era lo superior y excelso, y se estaba ya en camino de pensar que el hombre era sólo razón y que no había en su alma nada más: nada que valiese la pena. Los moralistas ingleses restauran en la consideración filosófica lo concreto de la experiencia humana y proceden a examinar y describir en este plano los sentimientos y los modos de la conducta. Así parece que en sus estudios se nos muestra otra vez al hombre, y por ello tienen esos estudios morales un primordial interés psicológico. Tal vez ninguno de ellos posea la genial perspicacia y el profundo sentido humano de un Pascal. Pero es significativo que, hablando de ellos, sea oportuno ponerlos en esa relación con Pascal.

Es más común establecer una conexión entre los moralistas ingleses y los enciclopedistas franceses. Unos y otros son “iluministas”. Y, además, en el racionalismo de los enciclopedistas se introducen ya los rasgos de un humanismo moderno, que deja atrás el modelo del humanismo clásico y se orienta hacia lo político —así como el humanismo de los ingleses se orienta preferentemente hacia lo económico—. Pero los ingleses, aparte de que se anticiparon a los enciclopedistas —como se anticipó la Revolución inglesa a la francesa—, ofrecen en este peculiar carácter suyo que es la atención al hombre concreto, la nota de antidogmatismo y antirracionalismo. En esa atención no alcanzan nunca profundidades muy recónditas del alma humana, sino que más bien se desenvuelven en una tónica general, muy británica, de seriedad y buen sentido.

El más genial de ellos fue Hobbes. Pero la imagen del hombre que él propuso no satisfizo demasiado a los propios ingleses (siempre los ingleses se sienten un poco alarmados por sus propios genios). En el siglo XVIII, después del gran trastorno político y religioso, el auge nacional de Inglaterra y el inicio de la economía y la técnica modernas parecían más bien predisponer en contra de las ideas de aquel pesimista, para el cual el hombre es un animal egoísta que sólo por coacción externa puede ser conducido a la realización de actos virtuosos. Quienes vienen después de Hobbes, en la tradición filosófica inglesa, no es que se muestren muy beatamente ilusionados sobre la naturaleza humana, ni se forjan las sublimes esperanzas en cuyo marco surgió la Revolución francesa. Su mismo buen sentido y su tino psicológico se lo impidieron. Pero, sin embargo, no dejan de rebatir aquellas afirmaciones tan rudamente pesimistas.

Shaftesbury, el primero entre ellos, rebate la idea del egoísmo radical del hombre y de su primaria naturaleza bélica, formulada en la frase antigua que Hobbes recoge: Homo hominis lupus. Afirma, por el contrario, que existe en el hombre una inclinación natural a la sociedad. Cada especie posee esta inclinación, por la cual es conducida a su mayor bien. Estas tendencias son, pues, dirigidas providencialmente, y de ellas resulta la armonía del orden universal. En cuanto al hombre, esta tendencia natural suya a la sociedad se completa con el sentido moral. Esta idea de que la moralidad sea objeto de un sentido, constituye una oposición de frente al apriorismo ético de los racionalistas. El sentido moral, en efecto, es innato y común, y en él se fundan nuestros juicios y valoraciones, y no en ninguna operación intelectual. A un a priori metafísico se sustituye un a priori natural —y la ética inicia con ello una progresiva desvinculación del campo de la Metafísica y se vuelve descriptiva—.

Hutcheson, asimismo, afirma la existencia del sentido moral. Este sentido no tiene ningún fundamento religioso, ni tampoco un fundamento social, porque derive de la experiencia o la convivencia con los demás. Tampoco presupone ninguna idea. Es, en suma, un sentido; es decir, algo natural en el hombre. Como todo sentido, tiene éste su objeto propio, el cual se nos hace patente en su misma actividad. Este objeto propio es una cualidad real de la persona: sería absurdo pensar —dice— que la persona es buena porque yo la juzgo como tal; por el contrario, yo la juzgo buena porque estoy dotado de un sentido moral que me permite descubrir su bondad.

Otra objeción contra la teoría de Hobbes proviene de Mandeville, aquel médico holandés que residió en Londres. Su posición es la de un rigorismo moral que tiene como consecuencia la refutación de Hobbes por medio de la paradójica aceptación de su tesis principal. El hombre es, en efecto, un ser movido por el egoísmo y la vanidad; pero así como, para Hobbes, la convivencia social y política y el gobierno sólo son posibles a base de contrariar esa tendencia natural del hombre; así como la moral viene a refrenar aquel estado belicoso primario, y por ello hace posible el provecho de todos, para Mandeville esas pasiones e impulsos primarios y egoístas son justamente los motores de la industria y del comercio, es decir, de todo lo que parecía en el siglo XVIII, especialmente a los ingleses, y aún parece hoy a muchos rezagados, el más alto signo del progreso humano. Según esto, la moral no sería la condición previa para que el hombre obtuviese beneficios en la convivencia social, sino que sería una lucha por la anulación de estos falsos beneficios. En resumen, pues, el pesimismo de Hobbes y el de Mandeville concuerdan en esto: el hombre es un ser egoísta; la moral va contra este egoísmo. Pero en Mandeville el egoísmo no es opuesto a la sociabilidad; y así como en Hobbes la supresión del egoísmo, o su mitigación, es condición de lo que él considera beneficio para todos, para Mandeville la lucha de la moral contra el egoísmo cierra la fuente de donde surge la industria humana. Y no estorba decir que esta severidad ascética de Mandeville constituye una intuición certera del sentido que tiene el auge moderno de la técnica y del industrialismo, los cuales en su época alborean, y en la nuestra lo consumen todo. Pues, en efecto, la potencia humana de donde emerge ese afán de transformar y utilizar la naturaleza, es una tendencia primaria, que puede llamarse inferior. El afán de productividad, de transformar y rehacer las cosas, de elaborarlas y manipularlas para someterlas a nuestro servicio, es un afán de poder y de dominio. La mano, que es el instrumento técnico del hombre, es asimismo el instrumento de lucha y de dominio. En la técnica, lo intelectual y lo espiritual quedan sometidos al servicio de lo impulsivo.

Pero el nacimiento de esta técnica, en su forma moderna, o sea con el auxilio de una ciencia rigurosa, pareció, a quienes lo presenciaron, una tan sorprendente maravilla, y la alteración de la forma de vida que acarreaba fue, en efecto, tan importante, que sólo así puede explicarse el hecho de que los filósofos llegaran a ser, a un mismo tiempo, economistas y de que la idea y el valor de utilidad fuesen considerados como supremos en rango y como motores principales de la vida humana. También por este lado, pues, los ingleses fueron innovadores, porque se anticiparon a los que, en el siglo XIX, hicieron de lo económico el fundamento de su teoría de la vida, entre ellos Marx.

Los rasgos característicos de esta filosofía inglesa llegan a su plenitud representativa en Adam Smith. En él parece lograrse una concordancia perfecta entre el egoísmo natural del hombre y la convivencia y beneficios sociales; todo ello, aunado por una Providencia más o menos laica, cuya misión, tanto como coordinar al universo entero, parece también consistir en una benévola protección del libre cambio y los buenos negocios (véase el Ensayo sobre la riqueza de las naciones, 1776).

Se ha dicho ya que una filosofía no puede ser comprendida sino en conexión con las demás creaciones culturales de la época en que se produce, justamente porque la filosofía es la expresión culminante de una época; es aquella creación del espíritu en que más auténtica y agudamente se encuentran representados los rasgos culturales de una época. Siendo esto así, podemos decir que, entre todas las direcciones de la reflexión filosófica, la ética es aquella en que el valor de representación histórica se hace más inmediatamente patente. En la ética se expresa lo que el hombre piensa de sí mismo y lo que el hombre espera del hombre. Y así podemos descubrir, a lo largo de la historia del pensamiento, éticas que exaltan y éticas que limitan y constriñen; unas que son propulsoras y otras que son ascéticas; unas geométricas y otras sutiles; unas rigoristas, dogmáticas o revolucionarias, y otras descriptivas, optimistas o acomodaticias. Cada una corresponde, por su carácter, y de un modo más o menos manifiesto y complejo, a una peculiar situación vital del hombre. Y si se ha dicho que la ética de Aristóteles representa el espíritu, la forma de vida y la idea del hombre de la burguesía ateniense en su plenitud, podemos afirmar que Adam Smith representa los ideales y el sentido de la vida de la naciente burguesía inglesa. Y así como de aquella burguesía griega surgió un tipo humano representativo, que fue el kalós kai agathós, de la burguesía inglesa ha salido el gentleman, cuyas virtudes y cualidades: la prudencia, el dominio de sí mismo, el sentido estético de la vida y otras con las que luego daremos, aparecen en este estudio con una representación que, si tal vez no es única o exclusiva, sí podemos decir que es auténtica.