portada. Areopagítica

Areopagítica

Un discurso por la libertad de imprenta dedicado al Parlamento de Inglaterra

John Milton


Traducción y prólogo José Carner

 

 

 

 

 

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, Londres, 1644

Primera edición del FCE, 1944
Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2005
Primera edición electrónica, 2010

Título original: Areopagitica

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ISBN 978-607-16-0471-2

Hecho en México - Made in Mexico

Τουλευθρον δεκεινο, ειτιζ θελειπολει

Χρηστον τι βουλευμ’ ειζμεσου ϕερειν, εχων,

Και ταυθ’, ο χρηξων, λαμπρο ζεσθ’, ο μη θελων,

Σιγα τι τ ουιων εστιν ισαιτερον πολει

Eurípides, Suplicantes, 473-440

[¡Oye! todo el que pueda, debe dar consejo a su patria,

si lo halla justo. ¿Ves? Cada uno puede salir a la luz pública,

o esconder su grandeza, si le place callarse.

¡Hay algo, acaso, mejor que esa igualdad!

Versión directa del griego de Ángel María Garibay K.]

Prólogo

Puritano y humanista; soñador genial, por su propia conciencia reclutado para las lides polémicas, lo que le obligara a dejar, como él mismo nos cuenta en The Reason of Church Government, “la apacible, grata soledad con alegres y confiados pensamientos alimentada, para embarcarse en el revuelto piélago de ruidos y broncas disputas”; devuelto un día al ensimismamiento por la ceguera que le redujo a mirar

Beyond the visible diurnal sphere,

tinieblas que tal vez halló clementes y en parte inmunizadoras al encontrarse por ellas librado del espectáculo de la Restauración, John Milton encabeza, con todo su teísmo y su cristiana adhesión a la Biblia, para él perpetuo hontanar de libertad viril y de fiera pasión de justicia, ese famoso linaje inglés, llamado liberal, que salido en tan gran parte de tenaces discusiones teológicas, se consagró a favorecer el principado del hombre sobre su acuciada vida y a introducir entre los públicos recelos una clara linfa de esperanza.

La palabra libertad, deslucida, más que por el curso de los tiempos, por soba de gentes vulpinas y venales, acaso no necesite para recobrar sus fulgores más diligencia que el estrago de la nueva esclavitud humana. Acaso vuelvan a querer ser los hombres, hoy encorvados en el transporte de material para nuevas pirámides, o sepultados vivos, sin mayor protesta, en los cimientos de otras Nínives.

El poeta memorable del Paradise Lost y Samson Agonistes; épico y trágico soberano, encumbró a épica grandeza, como dijo Barry, la libertad de las prensas. Variamente resonante, pero siempre con poderío, capaz, como el órgano de Bach o de Haendel, de la traspuesta al sonido de los mayores meteoros, en esta Areopagítica se remonta, de unas vicisitudes particulares, a la cúspide segura de una estimación para todos los tiempos. Muchas de las mayores obras del mundo fueron obras de circunstancias. Pero sólo es vocación de los preferidos del Espíritu consumir en llama indomable y superviviente los acosos del lugar, del lunario y la laceria, de que ya, a medio atajo, no se acuidadan.

Por otra parte, ¿cómo no satisfacer aquí en el empeño de un prólogo, la curiosidad del primer impulso humano a que debemos un alegato tan indómito como rutilante?

Casó Milton a los treinta y cinco años con Mary Powell, de solos diecisiete. Era la adolescente señora Milton de familia estuardista, de hogar un día pudiente, y venido a menos. Había transcurrido poco más de un mes a partir de la boda, cuando pidió venia la esposa para volver a ver a los suyos; accedió el poeta, pero con la condición de que no se demorara la ausencia. Ya Mary Powell en la paterna casa de Forrest-Hill, en Oxfordshire, desahogaría en ambiente más congenial quién sabe cuántos mohínes por unas semanas reprimidos en el hogar puritano y pedagógico; y Milton recibió por escrito la noticia de que Mary permanecería definitivamente bajo el amparo de sus antiguos lares. Con mal sufrida intensa reacción, Milton se convirtió en amparador, en algunos tratados, de la doctrina y disciplina del divorcio, lo que le granjeó la animosidad de no pocos, y especialmente del clero. La Compañía de Libreros de Londres tomó parte en una intriga contra el poeta, por considerar que a la inmoralidad de aquella doctrina, se unía el desacato a la Orden de 14 de junio de 1643, anterior a la publicación del primer tratado en pro del divorcio, aparecido sin los requisitos en dicha disposición establecidos, o sea el registro y la licencia. Presentó su denuncia a la Cámara de Comunes la Compañía de Libreros, y pasó el asunto ante comisión de esta Cámara y la de Lores. Con tal motivo, y para su defensa, pero alentado a sustentar en ella el derecho a expresión escrita de todo pensamiento (salvo que llevara el odiado marchamo antipapismo), compuso Milton esta Areopagítica. Con ella consiguió el ardiente luchador su inmunidad y una victoria moral, aunque no la instada derogación de la Orden.

Mas para satisfacción de los lectores que, con lícita curiosidad se hallaren en estado de ánimo parecido al del niño que habiendo oído el episodio de Guillermo Tell y su hijo, acabó preguntando: “Y ¿quién se comió la manzana?”, convendrá decir que cuando Milton se hallaba decidido a nueva unión con dama de notable ingenio y belleza, un día, en una visita a unos parientes, vino Mary, muy rendida, a postrarse ante él, en patética solicitud de reconciliación. Intercedieron los presentes y cedió Milton al arte persuasivo de aquel llanto. Y tal vez fueron felices; y, como en un cuento rosa, tuvieron tres hijas.

La Areopagítica (nombre, como ya conoce el lector, derivado del que llevara el sumo tribunal ateniense, instalado en la colina dedicada al dios de la guerra: pues al dirigirse Milton al sumo tribunal inglés, se envuelve, por el buen parecer, en brocado renacentista), salió a luz en noviembre de 1644, un año antes de la batalla de Naseby. Regía los destinos de la Nación la asamblea a quien Milton, en otra de sus obras, así describe:

El Parlamento de Inglaterra, asistido por gran número de gentes que a él se manifestaron y a él se adhirieron, fidelísimos en la defensa de la religión y de sus libertades civiles, juzgando por larga experiencia ser la realeza gobierno innecesario, agobiador y peligroso, la abolió justa y magnánimamente, convirtiendo la regia sumisión en república libre, con maravilla y terror de nuestros vecinos émulos […] El concierto relativo al rey no era tal que no estableciera diferencia entre él y Dios, o en sus términos prometiera, como Job al Altísimo, confiar en él aunque nos matara. Pues bien sabía (el Parlamento) que el pueblo de Inglaterra es pueblo libre, y que le competía representar esta libertad.

Era aquel cuerpo representativo el conocido por “Parlamento Largo”, inaugurado el 3 de noviembre de 1640; el cual ora activo, ora expectante, hubo de abarcar una guerra civil; la ejecución de Carlos I; la instauración de una república única en la historia de Inglaterra; la dictadura de un antiguo ganadero, de cara purpúrea y abotagada, de gruesa alegría y voz desapacible, pero más temido y cortejado, según las crónicas, que ningún soberano de su tiempo; y finalmente la restauración de la monarquía. Casi veinte años de historia apasionada.

El genio liberal de Inglaterra debió gran parte de su desenvolvimiento a mercaderes y artesanos, religiosamente inconformistas o disidentes. La angostura fanática se compensó por un valor viril, de inmediata consecuencia cívica: la altanería de la conciencia. Al concepto inhumano, cruelmente artificial del cujus regio eius Religio se opuso un tan vario desmandamiento, que aseguró en lo profundo del espíritu inglés esa útil cortesía política, la cancha a las opiniones: esa admirable disciplina intelectual, la higiene crítica. De esta grandeza tuvo claro concepto Milton, como, a la vez que espiritual, intelectual. La razón no era para él, como para Lutero, una astuta ramera; y, aunque sin alusiones directas, claros están los términos elocuentes en que condena un trato como el infligido por ese pueblecillo levítico y medieval, Ginebra, a Miguel Servet. La reforma deberá ser de continuo reformada; degradaría al hombre la cautela anticonceptiva de la clausura de la inspiración. El pensamiento de Servet se acerca al del inspirador de la única secta protestante genuinamente intelectualizada, Sozzini, ese italiano pasajeramente vencedor en Polonia.

Por ello Milton es el antípoda de Bossuet. El argumento máximo de éste contra el protestantismo, la imposible verdad de lo que varía, es menos verdadero que la tesis de Milton: por referencia a nuestros flacos ojos, fragmentada aparece la verdad, en particular es destellos, acaso, al parecer, inconciliables. La robusta defensa por Milton de la libertad, en el orden religioso y ético, según principios valederos aun para deshacer, lejos de su ambiente o de sus días, los circunstanciales prejuicios, pósito de una lucha reciente, demuestran haberse sustraído Milton, para su gloria, al hecho tan común del antipapista convertido en papa.

En las postrimerías de la resonancia ciceroniana en letras inglesas, Milton expresa en su Areopagítica uno de los más altos ardimientos humanos, con excelente vena sarcástica contra la pequeñez reincidente, pero argumentando por lo alto, con tanta belleza como intrepidez. Su testimonio, más que un alegato, es una irrenunciable ejecutoria del hombre.

José Carner

Análisis de la Orden del Parlamento (14 de junio de 1643) contra la cual va enderezada la Areopagítica

1. Especifica el preámbulo haber venido siendo publicadas recientemente muchas obras “falsas … escandalosas subversivas y difamatorias”, “con gran desdoro de la Religión y el gobierno”; y haberse establecido hartas prensas particulares; e imputarse a “diversos (miembros) de la Compañía de Libreros” infracciones de los derechos de ésta.

2. “Disponen, por tanto, los Lores y Comunes en Parlamento”: 1) que no se imprimirá ninguna Orden “de ambas cámaras o de cualquiera de las dos” salvo por su mandato; 2) que ningún libro, etc., “será en lo sucesivo impreso o dado a la venta sin haber de antemano conseguido aprobación y licencia de la persona o personas que ambas cámaras o cualquiera de las dos designaren para la expedición de tales permisos”; 3) que ningún libro cuyo derecho exclusivo hubiere sido otorgado a la Compañía “para su alivio y el mantenimiento de sus menesterosos” será estampado por persona o personas algunas “sin licencia y consentimiento del maestro, celador y adjutores de dicha Compañía”; y 4) que ningún libro “ya impreso en esta nación, vendrá importado de allende los mares” bajo pérdida de tal a beneficio del poseedor “del derecho exclusivo”, y otras sanciones que fueren estimadas convenientes.