portada

La geometría
y el mito

Un ensayo sobre la libertad
y el liberalismo en México, 1821-1970

José Antonio Aguilar Rivera


Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2010
Primera edición electrónica, 2011

Esta publicación forma parte de las actividades que el Gobierno Federal organiza en conmemoración del Bicentenario del inicio del movimiento de Independencia Nacional y del Centenario del inicio de la Revolución Mexicana.

D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008

www.fondodeculturaeconomica.com

Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0700-3

Hecho en México - Made in Mexico

Para Charles A. Hale (1930-2008)
y Brian Barry (1936-2009), in memoriam

Agucé la razón

tanto, que oscura

fue para los demás

mi vida, mi pasión y mi locura.

                     Xavier Villaurrutia

               Epitafio a Jorge Cuesta

Prefacio

Cualquier observador atento de la realidad latinoamericana se sorprende por una paradoja: en muchos países existe un pasado liberal —a menudo mitificado— que forma parte de la historia oficial pero al mismo tiempo el liberalismo, usualmente denostado como “neoliberalismo”, es un epíteto. En la patria de Benito Juárez hoy muy pocos intelectuales se atreven a reconocerse como “liberales”. Hay una historiografía liberal, pero no hay filósofos ni teóricos políticos liberales. En México la democracia se ha instalado, por fin, pero no así las libertades fundamentales de los individuos. Como afirma Fareed Zakaria: la democracia florece, no así la libertad.[1] ¿Por qué? Las páginas que siguen esbozan una respuesta. La historia embruja nuestra comprensión de la tradición liberal en México. Sin embargo, sin ella no hay comprensión posible. Es necesario conjurar la historia del liberalismo para exorcizar su influjo.[2]

El liberalismo es una ideología que ve hacia delante, no hacia atrás; cree en el progreso, no en la conservación del pasado. Sin embargo, en muchos países latinoamericanos, particularmente en México, el liberalismo es un mito fundador: se encuentra lastrado por la historia patria. Según el historiador Charles Hale, esa mitificación distorsionó los acontecimientos del siglo XIX y obstaculiza la comprensión histórica. En México, afirma, “ha habido una fuerte tendencia a hurgar en la tradición liberal, a menudo fundida con la tradición revolucionaria, en busca de antecedentes y justificaciones de las políticas actuales. También se suele emplear el mismo pasado liberal para criticar las mismas políticas”.[3]

En el siglo XXI hay muchos retos: políticos, filosóficos y económicos, pero muy pocas respuestas liberales. ¿Por qué está tan mal equipada esa tradición para lidiar con los desafíos del presente? La respuesta se encuentra, en parte, en la historia. En América Latina, como en Francia, durante el siglo XIX la preocupación central de los “amigos de la libertad” fue la limitación efectiva del poder político a través de constituciones escritas. El centro del proyecto liberal fue el constitucionalismo. No quiere decir esto que figuras como José María Luis Mora no se ocuparan de problemas filosóficos o económicos; sin embargo, el centro de su atención estaba en el diseño de instituciones. En prácticamente todos los países, aunque en algunos más que en otros (México y Colombia), un conflicto político consumió buena parte del siglo: la separación de la Iglesia católica y el Estado. Constitución y Reforma sintetizan bien las obsesiones compartidas; las guerras civiles y las discordias, el inicio de la vida independiente.

A la distancia podemos decir que la necesidad de centrar la atención en la escritura de constituciones empobreció de una manera singular la tradición liberal latinoamericana. Puso en segundo lugar —o desapareció del todo— otras preocupaciones de índole filosófica y económica. Hizo que el liberalismo adoptara un carácter excesivamente legalista y formal. La tradición liberal latinoamericana es rica en constituciones y pobre en ideas.[4] Esa tradición es nostálgica: añora un pasado de combate ideológico, pero al mismo tiempo es miope porque no puede articular respuestas coherentes a los retos del siglo XXI. Su arcaica armadura es inadecuada para pelear las batallas del multiculturalismo. Las cartas magnas se volvieron una verdadera obsesión: en ellas se cifraba el destino, la fortuna de la nación. Detrás de ese ímpetu constitucionalista se hallaba una enorme ingenuidad política y económica. La realidad cambiaría tan pronto fuera proclamada la carta magna. Con contadas excepciones, los liberales latinoamericanos fueron lectores, no pensadores. No hubo Hamiltons, Madisons ni Jeffersons. Los hispanoamericanos emularon ideas provenientes de Europa y los Estados Unidos. Pocas veces produjeron las suyas propias. Eran consumidores de lo que se producía en las metrópolis. Se fascinaron con el Curso de política constitucional del francés Benjamin Constant (1814) porque les ofrecía un manual, una guía práctica, de cómo hacer sus constituciones.

En contraste, para mediados del siglo XIX el pensamiento liberal inglés se movía más allá de los límites de los textos constitucionales. En 1859 John Stuart Mill publicó Sobre la libertad, donde hizo un recuento de las batallas de los amigos de la libertad en su lucha contra el despotismo y la arbitrariedad. El primer objetivo de los patriotas fue poner límites al poder del gobernante, y “esa limitación fue lo que entendieron por libertad”. Lograron este propósito a través de dos vías: el reconocimiento de ciertas inmunidades, llamadas libertades políticas o derechos, y el establecimiento de controles constitucionales por medio de los cuales el gobernante debía obtener el consentimiento de los gobernados para actuar. El segundo momento ocurrió cuando los ciudadanos decidieron que sus gobernantes debían, además, ser producto de la voluntad popular. Los magistrados debían ser delegados del pueblo y sus cargos debían ser revocables.

Conforme avanzaba la lucha por hacer que los gobernantes emanaran de la voluntad periódica de los gobernados algunas personas comenzaron a pensar que se le había concedido demasiada importancia a las limitaciones del poder mismo. Éstas [parecía] eran un recurso contra los gobernantes cuyos intereses estaban habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se deseaba era que los gobernantes se identificaran con la gente; que sus intereses y deseos fueran los de la nación. La nación no tenía que ser protegida de su propia voluntad. No existía el temor de que se tiranizara a sí misma.[5]

Mill sabía bien que ésta era una ilusión. La voluntad popular significaba en realidad la voluntad de la mayoría, no de todos. El pueblo bien podría desear oprimir a una parte de sus miembros. La posibilidad de opresión no desapareció con los gobiernos electos. No sólo eso; el advenimiento de los tiempos democráticos inauguró un nuevo tipo de férula: la tiranía de la mayoría. Al principio esta tiranía se concibió de manera convencional: como una forma de opresión que tomaba forma a través de los actos de las autoridades públicas. Sin embargo, algunos se percataron de que cuando la sociedad misma es el tirano —la sociedad actuando colectivamente sobre los individuos aislados que la componen— los medios de opresión no se restringían a los actos de los funcionarios. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios mandatos, y si proclama mandatos equivocados o si interviene en asuntos en los que no debería interferir, “practica una forma de tiranía más formidable que muchas formas de opresión política”. Aunque no pueda decretar penas corporales, la sociedad deja menos vías de escape pues esclaviza el alma misma. De esta manera, no era suficiente la protección contra la tiranía del magistrado; también era necesaria la protección contra la tiranía de la opinión y los sentimientos prevalecientes.

Mill abrió así el nuevo camino por el que se movería el pensamiento político liberal anglosajón en adelante. Abrió una fértil veta de reflexión que explotó temas como la autonomía individual, la elección de los propios fines, etc. Éste es un punto de quiebre con la tradición liberal continental. En el mundo influido intelectualmente por Francia el liberalismo siguió preocupado por limitar la autoridad pública y lograr que los gobernantes surgieran de la voluntad popular. Las instituciones y las elecciones siguieron ocupando el centro de la atención en nuestra parte del mundo. Si bien el mundo continental europeo no había logrado pasar la página, el atraso en América Latina fue todavía más severo. Mientras que en el resto de Europa los liberales quedaron detenidos en la segunda etapa descrita por Mill, lograr el gobierno democrático, en América Latina ni siquiera habíamos llegado al punto de salida. No sólo no habíamos dejado atrás el asunto de las limitaciones al poder político; en muchos sentidos estábamos atrapados en una situación que le antecedía: la posibilidad de crear una estructura política estable.[6] En cierto sentido, muchos países de Hispanoamérica no habían podido superar la etapa revolucionaria. En Francia, a pesar de que la forma de gobierno seguía siendo el asunto capital, surgió por lo menos un gran pensador que no sólo se ocupaba de cuestiones formales e institucionales: Alexis de Tocqueville dibujó los contornos del nuevo fenómeno democrático en los Estados Unidos. Fue él quien acuñó la expresión “tiranía de la mayoría” al describir el yugo de la opinión que encontró en América.

La recepción de Tocqueville en México es muy significativa. Cuando finalmente fue leído y empleado en los debates constitucionales de 1842 y 1856-1857, los mexicanos encontraron útil la parte menos original del libro, la que se ocupaba de describir las instituciones políticas de los Estados Unidos. Los argumentos más importantes sobre el efecto de la igualdad en las sociedades democráticas, la tiranía de la mayoría, el efecto de las costumbres y los hábitos no suscitaron el interés crítico de los lectores mexicanos de Tocqueville.[7]

El liberalismo, como fenómeno histórico y como teoría política me ha obsesionado por tres lustros. Puedo rastrear la primera pasión, para describir el sentimiento que me produjo, cuando en 1994 los rebeldes zapatistas pusieron en la discusión pública un programa completo antiliberal; no sólo en las propuestas de cambio constitucional por las que propugnaban sino en su visión de la historia del país y en los principios filosóficos que abrazaban. Una respuesta cabal a ese reto implica un alegato en tres pistas: institucional, filosófica e histórica. En mi trabajo me he propuesto hacer precisamente eso: una revisión comprensiva de las políticas multiculturales, de su crítica filosófica al liberalismo y de su relato del pasado. Me he ocupado de los aspectos institucionales y la teoría en otros lugares.[8] Este libro busca en turno repensar críticamente la tradición liberal en México.

Quiero agradecer la ayuda de Roberto Gómez Mostajo en la investigación y revisión de este libro. De la misma manera agradezco las críticas y sugerencias de Josefina Vázquez, Catherine Andrews, Javier Garciadiego, Erika Pani y Eduardo Posada. Las discusiones en los coloquios de Tepoztlán del Liberty Fund fueron cruciales para reflexionar sobre muchos de los temas y autores de que se ocupa este libro.

[Notas]


[1] Fareed Zakaria, The Future of Freedom, Nueva York, Norton, 2003, p. 17.

[2] Segmentos de este ensayo aparecieron en José Antonio Aguilar Rivera, “La geometría y el mito: un ensayo sobre la libertad”, en Sergio Sarmiento (coord.), Segundo concurso de ensayo Caminos de la libertad. Memorias, México, Fomento Cultural Grupo Salinas, 2008, pp. 33-49.

[3] Charles A. Hale, “Los mitos políticos de la nación mexicana: el liberalismo y la Revolución”, en Historia Mexicana, vol. XLVI, núm. 4 (abril-junio de 1997), p. 820.

[4] Véase José Antonio Aguilar Rivera y Gabriel Negretto, “Rethinking the Legacy of the Liberal State in Latin America: The Cases of Argentina (1853-1916) and Mexico (1857-1910)”, Journal of Latin American Studies, vol. xxxii, núm. 2 (mayo de 2000), pp. 361-397.

[5] John Stuart Mill, On Liberty, Chicago, The University of Chicago Press, 1952, p. 268.

[6] José Guilherme Merquior, Liberalism Old and New, Boston, 1991, pp. 75-80.

[7] José Antonio Aguilar Rivera, “Omisiones del corazón: la recepción de Tocqueville en México”, en Revista de Occidente, núm. 289 (junio de 2005), pp. 17-35.

[8] José Antonio Aguilar Rivera, El fin de la raza cósmica: consideraciones sobre el esplendor y decadencia del liberalismo en México, México, Océano, 2001; José Antonio Aguilar Rivera, El manto liberal: los poderes de emergencia en México, 1821-1876, México, UNAM, 2001; y José Antonio Aguilar Rivera, El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos, México, Taurus, 2004.

Primera parte

El momento decimonónico

La idea de que el liberalismo fue una ideología exótica en tierras americanas se remonta a mediados del siglo XIX y todavía hoy encuentra eco en observadores e historiadores. Por ejemplo, Enrique Montalvo Ortega afirma que “en México y América Latina el terreno no estaba abonado para el desarrollo del liberalismo, por el contrario, se presentaba adverso a una organización liberal e individualista de la sociedad”.[1] Del mismo modo, en una obra colectiva en honor del historiador Charles A. Hale, autor de libros canónicos sobre el liberalismo mexicano, Fernando Escalante afirma:

En el pensamiento político mexicano del siglo pasado dominan indudablemente algunos de los temas básicos de la tradición liberal: la exigencia de una delimitación legal, rigurosa del poder político; la defensa de derechos y libertades individuales que tienen un lugar más o menos decisivo en el orden jurídico; la idea de la representación política como fundamento de la legitimidad; una acusada vocación laica, secularizadora e incluso anticlerical. Sin embargo, dichas ideas aparecen entreveradas con otras, mezcladas con una práctica y una estrategia políticas que no son sólo distintas, sino opuestas a ellas.[2]

Para Escalante, en México simplemente no hubo liberales; por otra parte, identifica dos rasgos básicos comunes a casi todos los letrados del siglo XIX que son decididamente antiliberales: “una propensión hacia lo que Hayek ha llamado el ‘constructivismo’: la confianza en una explicación cierta, completa, definitiva del orden social, y la creencia, correlativa, en que es posible imponer una solución general al país mediante la acción del Estado, esto es: que cabe dar forma artificialmente a la sociedad, de modo que se ajuste con lo que parece deseable”. Esos dos elementos comunes, “el constructivismo y el jacobinismo […] contrastan con el espíritu liberal (acaso tendría que decir el espíritu del liberalismo inglés), en su definición más radical: la confianza en la espontaneidad social y la pareja desconfianza hacia las posibilidades de la Razón en el orden social”.[3] Ésta es la persuasión de Hayek, pero ¿es la del liberalismo en general?

La tesis de Escalante es un buen punto de partida para explorar la historia del liberalismo en México durante el siglo XIX. ¿Fue el liberalismo mexicano meramente epidérmico, una fachada ideológica para una imposibilidad histórica? Para cualquier trabajo serio de historia de las ideas es necesario contar con una definición de lo que se estudia, en este caso el liberalismo; curiosamente, algunos historiadores se resisten a definirlo. Por ejemplo, en una reciente crítica, por demás oportuna, al trabajo de Escalante, Alfredo Ávila le reclama que no haya escapado a “la tentación de buscar una definición, así sea mínima, para su objeto de estudio (con lo cual, de nuevo, esencializa un proceso histórico), con el fin de compararla con lo que sucedía en el siglo XIX mexicano”. Para Ávila, en el fondo de estas interpretaciones “se halla el supuesto positivista que distingue el discurso, o las ideas, de los hechos y la práctica, como si aquéllas no lo fueran también”.[4] Así, no se podría hablar del “liberalismo” (pues este concepto remitiría a una inexistente esencia liberal) ni tampoco en estricto sentido de historia de las ideas políticas, sólo de “lenguajes políticos”, contigentes a un contexto histórico determinado. Éste es un claro error. La crítica parte de un contextualismo mal entendido: las ideas son construcciones históricas, pero no son sólo “discursos”; utilizan lenguajes, pero no pueden reducirse a ellos. No es necesario recurrir al esencialismo para encontrar un conjunto de rasgos definitorios de una corriente o doctrina política a través del tiempo. Esta definición debe, para no ser anacrónica, casar con los entendimientos de los actores que se estudian. Como afirma Stephen Holmes, “la historia temprana del liberalismo, de hecho, no puede ser separada de la historia política, en los siglos XVII y XVIII, de Inglaterra, Escocia, los Países Bajos, los Estados Unidos y Francia”.[5] El énfasis en los lenguajes corre el riesgo de oscurecer las continuidades, disrupciones e innovaciones en las ideas políticas. Paradójicamente, el renacimiento de la historia intelectual puede empobrecer, en lugar de enriquecer, nuestra comprensión de las ideas políticas. El problema con la definición de liberalismo de Escalante no es que sea esencialista, sino más bien que es insatisfactoria. ¿Qué es el liberalismo? Aquí empleo la definición de Holmes:

El liberalismo es una teoría política y un programa que florecieron desde la mitad del siglo XVII hasta la mitad del siglo XIX. Tuvo, por supuesto, importantes antecedentes y todavía es una tradición viva hoy. Entre los teóricos clásicos liberales deben contarse a Locke, Montesquieu, Adam Smith, Kant, Madison y John S. Mill. Las instituciones y prácticas liberales se desarrollaron primero en los siglos XVII y XVIII en los Países Bajos, Inglaterra y Escocia, los Estados Unidos y (con menos éxito) en Francia. Los principios liberales fueron articulados no sólo en textos teóricos sino también en la Ley del habeas corpus inglesa, la Declaración de Derechos y la Ley de Tolerancia (1679, 1688-1689), las primeras diez enmiendas a la constitución de los Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (ambas de 1789). Las prácticas centrales de un orden político liberal son la tolerancia religiosa, la libertad de discusión, las restricciones al comportamiento de la policía, las elecciones libres, el gobierno constitucional basado en la división de poderes, el escrutinio de los presupuestos públicos para evitar la corrupción y una política económica comprometida con el crecimiento sostenido basado en la propiedad privada y la libertad de contratar. Las cuatro normas o valores centrales del liberalismo son la libertad personal (el monopolio de la violencia legítima por agentes del Estado que a su vez son vigilados por ley), imparcialidad (un mismo sistema legal aplicado a todos por igual), libertad individual (una amplia esfera de libertad de la supervisión colectiva o gubernamental, incluida la libertad de conciencia, el derecho a ser diferente, el derecho a perseguir ideales que nuestros vecinos consideren equivocados, la libertad para viajar y emigrar, etc.), y democracia (el derecho a participar en la elaboración de las leyes por medio de elecciones y discusión pública a través de una prensa libre).[6]

Ciertamente los teóricos políticos que articularon de manera más coherente las aspiraciones liberales estuvieron inmersos en controversias contemporáneas. Cada uno de ellos

pasó su vida respondiendo a desafíos locales, defendiendo reformas específicas, lidiando con problemas circunscritos. Lucharon contra enemigos diferentes y se aliaron con fuerzas sociales distintas. Algunos eran de temperamento audaz; otros fueron más cautos […] sus epistemologías y creencias metafísicas a veces se contraponían diametralmente. También divergían unos de otros en un amplio espectro de políticas. Algunos mezclaron posiciones liberales con otras antiliberales. Ninguno puede ser comprendido completamente si es sacado de su contexto histórico intelectual y político para hacerlo marchar en un desfile canónico de grandes liberales.[7]

Y con todo, había muchos puntos en común: el tipo ideal del liberal era simultáneamente antimilitarista y anticlerical. También se oponía, en grados diversos, a los monopolios hereditarios; despreciaba los vínculos de vasallaje y buscaba hacer universal la condición de independencia personal. Para él, la autoridad legítima se basaba en el consentimiento popular, no en el derecho divino o hereditario. Probablemente defendería no sólo la política electoral sino el derecho de rebelión en alguna forma. Esperaba que el enfrentamiento sangriento entre facciones armadas pudiera ser, en algún grado, reemplazado por la negociación racional y el debate; proponía una expansión de la franquicia paralela al aumento del alfabetismo, el relajamiento de la ortodoxia religiosa y el abatimiento de las pasiones religiosas. Desde un punto de vista liberal, los valores políticos más altos son la seguridad psicológica y la independencia personal de todas las personas, la imparcialidad legal en el marco de un mismo sistema de leyes aplicadas a todos, la diversidad humana auspiciada por la libertad y el autogobierno colectivo a través de gobiernos electos.[8] Por supuesto este tipo ideal es sólo una construcción teórica: ningún cartabón serviría como una descripción perfecta. Aunque se pueden encontrar contraejemplos a cualquier generalización, el prototipo de Holmes es útil para definir el liberalismo. Si partimos de estas definiciones es posible encontrar no sólo liberalismo sino también liberales de diferentes cepas en México.

[Notas]


[1] Enrique Montalvo Ortega, “Liberalismo y libertad de los antiguos en México (el siglo XIX y los orígenes del autoritarismo mexicano)”, en Enrique Montalvo Ortega (coord.), El águila bifronte. Poder y liberalismo en México, México, INAH, 1995.

[2] Fernando Escalante, “La imposibilidad del liberalismo en México”, en Josefina Vázquez (coord.), Recepción y transformación del liberalismo en México. Homenaje al profesor Charles A. Hale, México, El Colegio de México, 1999, p. 13.

[3] Ibid., pp. 14-15.

[4] Alfredo Ávila, “Liberalismos decimonónicos: de la historia de las ideas a la historia cultural e intelectual”, en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, México, El Colegio de México, 2007, pp. 117-118.

[5] Stephen Holmes, Passions and Constraint. On the Theory of Liberal Democracy, Chicago, University of Chicago Press, 1995, p. 13.

[6] Stephen Holmes, The Anatomy of Antiliberalism, Cambridge, Harvard University Press, 1993, pp. 3-4.

[7] Holmes, Passions and Constraint, op. cit., p. 13. Esta definición se aviene bien con la que proporciona José Guilherme Merquior: “la doctrina liberal clásica consiste de tres elementos: la teoría de los derechos humanos, constitucionalismo y economía clásica”. (Liberalism. Old and New, Boston, Twayne Publishers, 1991, pp. 15-31.)

[8] Ibid., pp. 14-15.