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EL GRIAL OCULTO

Un relato de la Granja Groosham

ANTHONY HOROWITZ

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ilustraciones de
Juan Moreno

traducción de
Ana Tamarit Amieva

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en inglés, 1999
Primera edición en español, 2003
      Quinta reimpresión, 2011
Primera edición electrónica, 2013

Estrictamente Confidencial

Para el Reverendísimo Morris Grope

Obispo de Bletchey

Querido Obispo:

Llevo ya tres meses en la Granja Groosham y me la estoy pasado terriblemente mal. Los maestros aquí son unos monstruos. Los niños son malvados… y lo que es peor, les gusta ser malvados. ¡Incluso reciben premios por ello! Odio tener que fingir que me gusta estar aquí, pero por supuesto es la única manera de garantizar que nadie descubra quién soy realmente.

Sin embargo, todo el tiempo estoy pensando en mi misión, en la razón por la que me mandó aquí. Usted quería que encontrara el modo de destruir la escuela, con todo y la isla en la que se asienta. La buena noticia es que creo que lo he logrado.

Al menos he encontrado cómo hacerlo.

Al parecer todo el poder de la Granja Groosham se concentra en un tazón de plata. Lo llaman el Grial Oculto y lo mantienen escondido en una cueva a la que nadie se puede acercar. Pero una vez al año lo sacan y se lo dan como premio al niño o la niña que haya obtenido la calificación más alta en los exámenes. Esto ocurrirá dentro de pocas semanas.

También he estado investigando un poco. Buscando en la biblioteca de la escuela encontré un viejo libro de brujería y hechizos. Al final había un poema que decía:

Guárdate de la sombra que, en el prado,

Tranquila espera hallarte descuidado.

Allí donde en su tiempo comenzó San Agustín

y cuatro caballeros a un hombre dieron fin.

Si a este lugar el grial fuera llevado

Los días de la Granja Groosham habrán finalizado.

¡Y ahora la buena noticia su santidad! He descifrado el poema. Y si puedo tener el Grial en mis manos, habré cumplido mi misión y la Granja Groosham dejará de existir.

Con los mejores deseos para usted y la señora Grope, de su obediente servidor

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Agente secreto en la Granja Groosham.

El Día de los Deportes

01e.jpgra el Día de los Deportes en la Granja Groosham —la carrera del huevo y la cuchara— y el huevo iba ganando. Corría sobre sus largas y elegantes piernas mientras la cuchara luchaba por no quedarse atrás. En otra esquina del campo, la carrera de tres piernas acababa de ganarla, por segundo año consecutivo, un niño con tres piernas; mientras que la carrera de padres se había tenido que cancelar cuando alguien recordó que ningún padre había sido invitado.

En la tarde había ocurrido un desafortunado incidente. Gregor, el conserje de la escuela, fue descalificado del tiro de jabalina. Deambulaba distraído por el centro del campo y, aunque él no participaba en la competencia, tuvo la desgracia de que una de las jabalinas lo traspasara fatalmente. La señora Windergast, la prefecta de la escuela, lo llevó a la enfermería junto con los dos metros de aluminio que salían de su hombro, pero al llegar allí descubrió que Gregor no podía pasar la puerta.

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Fuera de eso, todo había sucedido sin contratiempos. La carrera de maestros la ganaron, por tercer año consecutivo, el señor Tragacrudo (protegido con su ropa negra) y el señor Creer. Como uno era vampiro y el otro fantasma, no fue ninguna sorpresa que la carrera terminara en una muerte súbita. A las cuatro en punto, el salto de altura fue reemplazado por el té de altura: tradicionalmente servido en las almenas de la escuela.

Si alguien hubiera visto a los sesenta y cinco niños y niñas reunidos con los siete maestros alrededor de sándwiches y fresas con crema, habría pensado que era un día de deportes común y corriente, en una escuela común y corriente. . . aun cuando el edificio se pareciera un poco al castillo de Frankenstein. Observando más de cerca, se hubiera desconcertado al ver que, además de su uniforme deportivo, en la escuela todos llevaban un anillo negro idéntico. Pero sólo si llegaba a ver al señor Escualo y al señor Falcón, las cabezas de la escuela, podría haber empezado a adivinar la verdad.

Pues las cabezas de la escuela eran exactamente eso: dos cabezas en un solo cuerpo; resultado de un experimento que había salido terriblemente mal. El señor Falcón, de barba y sombrero de paja, comía un pepino con una pizca de sal. El señor Escualo, sin barba y sin sombrero, masticaba una rebanada de pan con un poco de mantequilla. Los dos disfrutaban de lo que sería un sándwich perfecto cuando desapareciera por una sola garganta.

Desde luego, la Granja Groosham era cualquier cosa menos una escuela común y corriente. No sólo había un fantasma, un vampiro y un director con dos cabezas, sino que los otros maestros eran un hombre lobo, una bruja y una mujer de tres mil años de edad. Allí todos los alumnos eran los séptimos hijos de séptimos hijos y las séptimas hijas de séptimas hijas. Habían nacido con poderes mágicos y el propósito real de la escuela era enseñarles cómo usarlos en el mundo exterior.

—¿Cuál es la última carrera? —preguntó el señor Falcón, mientras se comía una salchicha de coctel. La salchicha arrugada al final del largo palillo de madera hacía pensar un poco en Gregor luego de su reciente accidente.

—La carrera de obstáculos —contestó el señor Escualo.

—¡Ah sí! Bien, bien. ¿Y quiénes son los finalistas?

El señor Escualo bebió un sorbo de té negro solo.

—William Rufus, Julia Green, Jeffrey Joseph, Vincent King y David Eliot.

El señor Falcón se metió dos terrones de azúcar y una cucharada de leche en la boca.

—David Eliot, eso va a estar interesante.

Diez minutos más tarde, David estaba parado en la línea de salida examinando el recorrido que tenía por delante. Tenía la seguridad de que esta carrera sería distinta a cualquier otra carrera de obstáculos en el mundo. Y estaba igual de seguro de que la ganaría.

Ya llevaba casi un año en la Granja Groosham. En ese tiempo había crecido quince centímetros y estaba más robusto, de modo que ya se veía más como un corredor de carreras que como un chico de la calle. Ahora llevaba largo su cabello castaño, peinado hacia atrás, descubriendo un rostro más pálido y más serio que el año anterior. Sus ojos verde azulados se habían vuelto alertas, casi sigilosos.

Sin embargo, los cambios más reales habían ocurrido en su interior. Cuando llegó a la escuela la había odiado… pero eso fue antes de que descubriera por qué estaba ahí. Ahora la aceptaba. Era el séptimo hijo de un séptimo hijo. Así había nacido y nada podía hacer al respecto. Le parecía increíble que alguna vez hubiera peleado en contra de la escuela y tratado de escapar. Ahora, un año más tarde, no existía ningún otro lugar en el que preferiría estar. Él pertenecía aquí. Y en sólo dos semanas se llevaría el primer premio de la escuela: el Grial Oculto.

Sintió un movimiento a su lado y vio a un chico alto que caminaba hacia la línea de salida, tenía el cabello rubio, los hombros cuadrados y un rostro guapo y sonriente. Era Vincent King, el nuevo alumno de la Granja Groosham. Llevaba apenas tres meses en la escuela, pero en ese tiempo había realizado progresos extraordinarios. A partir del momento en que descubrió los secretos de la escuela y obtuvo su anillo negro, se destacó y, aunque David le llevaba ventaja en los exámenes, había quienes decían que Vincent todavía podía alcanzarlo.

Quizá ésta era una de las razones por las que a David no le agradaba este niño. Los dos habían rivalizado desde el inicio, pero últimamente el sentido de competitividad se había desbordado y convertido en otra cosa. No sabía bien por qué, pero David desconfiaba de Vincent. Y estaba decidido a vencerlo.

David observó mientras Vincent se estiraba preparándose para la carrera. No se dirigieron la palabra. Hacía tiempo que ya no se hablaban. En ese momento se cruzó Julia Green. Julia era la mejor amiga de David, los dos habían llegado a la escuela el mismo día, por eso le molestó ver que le sonreía a Vincent.

—Buena suerte —le dijo.

—Gracias. —Vincent le sonrió de vuelta.

David abrió la boca para decir algo, pero llegaron Jeffrey y William y entonces se percató de que era hora de tomar su lugar en la línea de salida. El señor Tragacrudo, quien enseñaba latín, apareció llevando una pistola de salida en su enguantada mano negra. El resto de los integrantes de la escuela observaban a corta distancia.

—Tomen sus lugares —dijo el maestro de latín.

Levantó la pistola.

—¡Sistite! ¡Surgite! ¡Currite!… (¡En sus marcas, listos, fuera!)

Disparó. Doscientos metros por encima de David, un cuervo graznó y se precipitó al suelo. La carrera había comenzado.

Los cinco corredores arrancaron por la pista hacia el primer obstáculo: una red que colgaba de un marco de madera a treinta metros de altura. Al principio, Jeffrey tomó la delantera, pero a David le divirtió verlo cometer el primer error trepando por la red. Por su parte, murmuró un rápido hechizo y levitó por encima de ella. William y Julia se convirtieron en libélulas y volaron a través de los hoyos. Vincent se desmaterializó y reapareció del otro lado. Los cuatro iban parejos.

El segundo obstáculo era una zanja poca profunda rellena de carbones al rojo vivo. Todos habían estudiado la caminata sobre fuego hawaiana y David ni siquiera titubeó. Atravesó la zanja de ocho zancadas y alcanzó a ver con el rabillo del ojo que William había olvidado amarrarse una de las agujetas, por lo que el fuego alcanzó a su tenis Nike. Ahora sólo quedaban tres.

Con el resto de la escuela animándolos, David, Julia y Vincent le dieron la vuelta a un roble al final del recorrido y desaparecieron totalmente. ¡Qué típico del señor Creer infiltrar un giro dimensional en la carrera! En un momento David estaba corriendo detrás del árbol, con las montañas enfrente y el césped meciéndose suavemente con la brisa, y un segundo después batallaba con una tormenta ciclónica de gases venenosos en un planeta perdido en alguna parte del otro lado del universo. Por su aspecto debía de ser Júpiter. Dieciséis lunas colgaban del cielo negro y la gravedad era tan intensa que apenas podía despegar los pies del suelo. El olor a ácido sulfhídrico lo hizo llorar y se alegró de haber reaccionado lo suficientemente rápido como para acordarse de contener la respiración.

Podía oír a Julia pisándole los talones, con los pies aplastando la goma naranja y gris de la superficie del planeta. Miró rápidamente sobre su hombro, y también vio a Vincent, ganando terreno. Se sorprendió al pasar junto a los restos de una sonda espacial de la NASA y continuó corriendo hacia una bandera plantada a unos trescientos metros de allí. Le castañeteaban los dientes, el planeta estaba frío hasta la escarcha. De pronto una nube de gas esencial lo golpeó cegándolo completamente y soltó un grito, pero entonces se dio cuenta de que otra vez tenía césped bajo los pies. Al abrir los ojos vio que estaba de regreso en la Isla Cadavera. Había pasado el tercer obstáculo. Adelante estaba la línea final, pero aún faltaban tres retos más antes de que la alcanzara.

Miró hacia atrás. Jeffrey y William habían quedado rezagados. Vincent había superado a Julia y estaba a escasos veinte metros. Por no perderlo de vista, David casi choca con el tercer obstáculo que era una gigantesca telaraña. Había sido tejida entre dos árboles y era prácticamente invisible hasta que uno se topaba con ella, por lo que David tuvo que girar intempestivamente para esquivar los hilos. Aun así, una sola hebra, gruesa y pegajosa, atrapó su brazo y perdió unos segundos preciosos en liberarse. Logró zafarse y saltó al piso dando una voltereta, se levantó y siguió corriendo.

—¡Vamos Vincent! ¡Tú puedes!

David sabía que a él lo alentaban tantas personas como a Vincent, pero igual lo irritaba escuchar ese nombre gritado por sus amigos. Su enojo lo azuzó y cubrió fácilmente las seis vallas que tenía por delante sin siquiera pensar en los diez mil voltios de electricidad a los que estaban conectadas. Sólo quedaba el agujero sin fondo atravesado por dos delgados tablones para alcanzar la meta.

Su pie golpeó el tablón izquierdo. Tenía menos de seis centímetros de ancho y se arqueó levemente bajo su peso. David se tambaleó mientras recuperaba el equilibrio y entonces cometió su segundo error. Miró hacia abajo. El agujero atravesaba toda la tierra por el centro y salía por el otro lado. Un resbalón y estaría en Nueva Zelandia. A David nunca le habían gustado las alturas, y en ese preciso momento estaba suspendido sobre lo que parecía el hueco de un elevador, aunque sin las ventajas de éste. Nuevamente perdió tiempo luchando contra la oleada de vértigo y náusea. En ese momento Vincent lo rebasó.

David ni lo vio. Apenas fue consciente de que una silueta lo rebasaba por el otro tablón. Mordiéndose el labio, se obligó a continuar. Diez pasos, la superficie de madera se arqueaba y balanceaba bajo su peso, y llegó al otro lado con Vincent entre él y la meta. Mientras tanto, Julia lo había alcanzado, usó el mismo tablón que él y estaba tan cerca que casi podía sentir su aliento en la nuca.

Haciendo un último esfuerzo, David se lanzó hacia adelante. Podía ver la cinta roja que señalaba el fin de la carrera a cincuenta metros. Vincent iba justo delante de él. Los espectadores los animaba a los dos, el señor Tragacrudo sostenía un cronómetro, el señor Escualo y el señor Falcón aplaudían y la señora Windergast le daba respiración boca a boca al cuervo herido.

David no sabía lo qué iba a hacer hasta que lo hizo. Aún sostenía el hilo de la tela de araña y con un jalón lo arrojó hacia adelante. Incluso si alguien hubiera estado lo suficientemente cerca como para verlo, habría parecido un accidente, como si estuviera tratando de deshacerse del hilo. El pedazo de red se enrolló en el tobillo izquierdo de Vincent y se enganchó en su pie derecho. Esto no fue suficiente para detenerlo, pero lo hizo tambalearse y en ese preciso momento David se le adelantó y con un jadeo final sintió la cinta de la meta romperse contra su pecho.

La carrera terminó. Él había ganado.

La escuela entera enloqueció. Todos gritaban. David se desplomó en el césped mullido y rodó sobre su espalda mientras las nubes, la gente y la cinta giraban a su alrededor. Vincent se detuvo resoplando y apoyó las manos en los muslos. Julia llegó tercera, William cuarto. Jeffrey quien sabe cómo había quedado adherido a la tela de araña y todavía estaba suspendido en el aire un poco más atrás.

—¡Bien hecho, David! —el señor Creer estaba parado en la línea de meta con la sombra de una sonrisa en los labios, aunque todas sus sonrisas eran por naturaleza sombrías—. ¡Bien hecho!

David había derrotado a Vincent pero no estaba contento. Una vez que se levantó, se sintió avergonzado de sí mismo. Había hecho trampa frente a toda la escuela, lo sabía, y que Vincent fuera hacia él con la mano extendida sólo lo hizo sentir peor.

—Buena carrera.

—Gracias —David estrechó la mano deseando poder deshacer lo hecho, pero sabiendo que era demasiado tarde.

Giró y se encontró a Julia que lo miraba con extrañeza. Claro, se encontraba muy cerca cuando todo había sucedido. Si alguien pudo haber visto lo que hizo, era ella. ¿Pero qué es lo que haría? ¿Lo contaría?

—Julia… —trató de decirle.

Pero ella ya le había dado la espalda y ahora se alejaba.