portada

Biblioteca Mexicana

Director: Enrique Florescano
SERIE POLÍTICA

Hacia una nación de ciudadanos

Hacia una nación
de ciudadanos

ENRIQUE FLORESCANO
y JOSÉ RAMÓN COSSÍO D.
(coordinadores)

Fondo de Cultura Económica

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA
Y LAS ARTES

Primera edición, 2014
Primera edición electrónica, 2015

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

Índice

Presentación, Enrique Florescano y José Ramón Cossío D.

Principios, derechos humanos y valores cívicos. Un enfoque liberal igualitario, Rodolfo Vázquez

Ciudadanía mexicana: breve reseña sobre su manufactura legal, Roberto Lara Chagoyán y Dulce Alejandra Camacho Ortiz

La democracia constitucional y la participación ciudadana, Lorenzo Córdova Vianello

Ciudadan@s y ciudadanía, José Ramón Cossío D.

Los ciudadanos y sus derechos, José Ramón Cossío D., Gabino González Santos y Rodrigo Montes de Oca Arboleya

Ciudadanos inesperados. Algunas pistas para pensar la ciudadanía más allá de su dimensión legal (México, siglos XIX al XXI), Paula López Caballero y Ariadna Acevedo Rodrigo

¿Y tú, qué ciudadan@ quieres ser? Ciudadanía y derechos humanos de l@s niñ@s, Guillem Compte Nunes y Mónica González Contró

Una ciudadanía fuerte para un tiempo difícil: retos del ciudadano, Jesús Rodríguez Zepeda

Ideas de la ciudadanía, Fernando Escalante Gonzalbo

Ciudadanía y participación ciudadana en México, Alberto J. Olvera

México: una ciudadanía demediada, Luis Salazar Carrión

Ciudadanía y desigualdad, Faviola Rivera Castro

Derecho a la información, la otra gran desigualdad en México, Jenaro Villamil

Ciudadanía y cultura, Eduardo Nivón Bolán

Patrimonio, derechos culturales y ciudadanía, Lucina Jiménez López

Mujeres y ciudadanía: de la exclusión a la lucha por la igualdad, Lucía Melgar

Fundamentos de la construcción de ciudadanía mundial, Juan Manuel Ramírez Sáiz

Acerca de los autores

Presentación

ENRIQUE FLORESCANO
y JOSÉ RAMÓN COSSÍO D.

Hacia una nación de ciudadanos nació de la reflexión acerca de la circunstancia actual del país: la crisis del Estado de derecho y el déficit en la definición y puesta en práctica de los derechos y deberes ciudadanos. En amplios y diferentes sectores de la sociedad es clara la percepción de que las responsabilidades contraídas por el Estado para proteger la vida y la seguridad de la comunidad enfrentan desafíos inusitados y crecientemente regresivos. Es notorio, además, que las responsabilidades y derechos de las personas, tal como los establece la Constitución, se incumplen una y otra vez. Como lo dice uno de los autores, “la Constitución fue vista siempre como un programa, una síntesis de aspiraciones políticas, y no como una ley que debe ser cumplida a cabalidad. Esta tradición de pensar la ley como un horizonte por alcanzar sigue vigente, alimentando la ficción jurídica, la simulación”.1 Buena parte de los ciudadanos que deberían ejercerlas, está lejos de las prácticas y acciones que hacen operativo el cumplimiento de sus deberes y derechos cívicos. Ambos temas tienen íntima conexión con la democracia constitucional realmente existente y los retos que le imponen al ciudadano.

Derechos y valores cívicos, defensa real por parte de las instituciones del Estado de esos derechos y, en especial, de la protección de los sectores más indefensos, son temas que hoy rebasan los marcos jurídicos, políticos y sociales. Adicionalmente, en las últimas décadas ocurrieron modificaciones y variaciones importantes en la definición de los derechos y deberes del ciudadano, así como en el marco legal que los comprende debido a la forma en que fueron realizadas. Por ello, una gran parte de la población ignora tales cambios. En el caso de los jóvenes que hoy llegan a la mayoría de edad, es aún más lamentable que desconozcan los derechos y deberes que deben ejercer para convertirse en ciudadanos activos.

En una primera conversación, los coordinadores llegamos a una conclusión semejante a la que, creemos, tiene buena parte de la población. Por ello pensamos elaborar un libro que nos hiciera conscientes de esta situación y proporcionara los instrumentos críticos, con los matices necesarios, del estado actual de los derechos y deberes ciudadanos en particular y de la ciudadanía en general. De inmediato percibimos que ésta era una tarea colectiva, que sólo podría llevarse a buen fin con la participación de expertos que pudieran componer un cuadro general pero preciso de la compleja gama de problemas conceptuales y prácticas de los derechos y valores ciudadanos que comprende la realidad mexicana. Con ese propósito convocamos a los 20 autores que participan en este libro. Gracias a ellos fue posible presentar en estas páginas un cuadro histórico del lento reconocimiento de los derechos humanos esenciales y de los valores cívicos que los sostienen, tanto en su desenvolvimiento libre y democrático como en su desarrollo particular en México y las principales clases conceptuales para comprender cabalmente esta pluralidad de fenómenos.

Desde distintos enfoques y disciplinas, los autores presentan una revisión puntual de las varias concepciones y definiciones que se han dado del ciudadano, de los requisitos formales mediante los que se le declara como tal (nacionalidad, edad, género, modo de vivir, condición social, etcétera), ubicándolo en el marco político-jurídico que lo delimita (democracia, republicanismo, autoritarismo, etcétera). Estas definiciones son correlativas a los derechos que otorga el estatus de ciudadano (libertad, igualdad de derechos, elección libre de sus representantes, etcétera). Casi la mitad de los capítulos de este libro se concentra en las distintas acepciones de la ciudadanía y en los derechos y deberes relativos a la experiencia mexicana. Estos artículos recorren la historia de ese concepto hasta llegar a considerar la situación de los ciudadanos y las ciudadanas actuales, desarrollando este último punto con nuevas aproximaciones jurídicas y políticas que provienen de experiencias y conocimientos recientes.

Junto a los estudios que analizan los derechos y deberes ciudadanos desde la perspectiva jurídica, constitucional y política (internacional y nacional), otros atienden a los derechos de los niños y las niñas (menores de edad), y destacan los logros que ahora los protegen. En esta parte, por ejemplo, se equiparan los juegos infantiles y el juego en general con el juego político que se practica en la democracia partiendo de la idea de que el juego implica la igualdad de los participantes, soberanía popular y garantía de los derechos humanos.2 No solamente la mayoría de edad otorga las capacidades para ejercer una ciudadanía activa, los niños y jóvenes son capaces de participar como ciudadanos activos. De este modo, algunos autores proponen una alternativa para pensar la ciudadanía en su dimensión práctica, fuera de la noción de ciudadanía como estatus legal o ejercicio de derechos. De estas nuevas formas de ver a los ciudadanos se desprende que “las personas suelen apropiarse de la ciudadanía para practicarla a través de una serie de expresiones física y temporalmente más concretas que el mero principio evocado por la ley. Esto es, la gente no ejerce su ciudadanía impregnándose del ideal abstracto que este principio político promueve. Sino que dicho principio se concreta en objetos, circunstancias, retos, que son más tangibles y alcanzables, y que la encarnan, la cristalizan y terminan por representarla”.3

Otra parte de estos ensayos considera con lente crítica las limitaciones, deformaciones y carencias de la ciudadanía en la vida política nacional. Como dice uno de los autores: “la condición ciudadana significa la capacidad para intervenir en las deliberaciones acerca de la vida colectiva, la capacidad para participar en la toma de decisiones y de ocupar puestos de mando o representación”.4 Si bien es cierto que la condición ciudadana ha roto las barreras que antes la limitaban y obstruían, no ha ocurrido lo mismo en el renglón de los derechos y facultades. Éstos han cambiado profundamente en el transcurso del tiempo. La antigua tradición republicana se concebía como un gobierno de leyes y de participación de los ciudadanos en la vida política, donde el interés público era el tema prioritario. Más tarde, para la tradición liberal la ciudadanía comprendía el conjunto de “derechos que garantizaban la libertad de conciencia, la libertad personal y la de expresión, y la libertad de tránsito”. La tradición democrática es más compleja, pero sustancialmente descansa en la idea de la soberanía popular. ¿Pero quién forma ese pueblo y de qué modo puede efectivamente gobernar?, se pregunta Fernando Escalante Gonzalbo.5 Estas distintas formas de entender la ciudadanía y los derechos y deberes del ciudadano, han sido completamente trastocadas y puestas en otro orden de prioridades por el avance reciente de los llamados derechos sociales. Se trata de los derechos que abarcan desde los económicos, reclamados por los grupos más pobres, pasando por los de los trabajadores, quienes demandan una real igualdad de oportunidades, hasta llegar a los derechos étnicos, culturales, de género y del medio ambiente. Todos estos derechos han sustituido la antigua idea de la igualdad de todos ante la ley por la de la diferencia.6

A la complejidad de las concepciones clásicas e históricas de la ciudadanía se ha sumado en nuestros días la presencia activa de estas nuevas formas de legitimar la representación ciudadana. Ante las demandas cada vez más vigorosas, es todavía más acentuada la necesidad de fortalecer un orden legal que proteja y garantice los derechos de la ciudadanía.7 Alberto J. Olvera afirma que “los vínculos entre la ciudadanía y el Estado continúan teniendo en México dos formas principales: los del tipo corporativo, que caracterizan la relación con los grandes sindicatos del sector público y con los remanentes lejanos de organizaciones campesinas, populares y urbanas, y los de tipo clientelar, que operan de manera más descentralizada y son puestos en práctica por una gran variedad de autoridades políticas”. Complementa esta idea diciendo que en la transición que vivimos “continúa la fragmentación y parcialización de estos derechos. La única adquisición de los mexicanos en el prolongado proceso de transición ha sido la ciudadanía política”.8

Con todo, estamos hoy frente a un horizonte abierto: “las orientaciones de diversos movimientos civiles y el espíritu de algunas de las nuevas instituciones apuntan al ideal normativo del control social del Estado por vía de la lucha por los derechos. Pero sólo ahí donde se ha logrado una institucionalización con participación ciudadana en los ámbitos de decisión es posible hablar de un control social efectivo”.9 Además de estos planteamientos, Clara Jusidman, al revisar los textos que integran este libro, nos dijo que hay dos aprendizajes fundamentales en el desarrollo efectivo de la ciudadanía. El primero es construir ciudadanía con ejemplos relevantes que impacten realmente las conductas y costumbres de las personas. El segundo es la existencia en nuestros días de varias organizaciones civiles que trabajan en el desarrollo de ciudadanía mediante talleres con jóvenes e infancia, y que han desarrollado metodologías de enseñanza valiosas.

Así, a través de ángulos, perspectivas y condiciones variados, aquí se construye una primera versión de las diferentes condiciones del ciudadano en México a través de sus variantes fundamentales, con el fin último de que los distintos enfoques enriquezcan y abran el camino hacia una ciudadanía realmente activa. En ello descansa la posibilidad de solución a muchos de los grandes desafíos que actualmente enfrentamos.

Presentación

 

1 Véase “Ciudadanía y participación ciudadana en México”, de Alberto J. Olvera, pp. 232 y ss.

2 Véase “¿Y tú, qué ciudadan@ quieres ser?”, de Guillem Compte Nunes y Mónica González Contró, pp. 159 y ss.

3 Véase “Ciudadanos inesperados. Algunas pistas para pensar la ciudadanía más allá de su dimensión legal (México, siglos XIX al XXI)”, de Paula López Caballero y Ariadna Acevedo Rodrigo, pp. 135 y ss.

4 Véase “Ideas de la ciudadanía”, de Fernando Escalante Gonzalbo, pp. 211 y ss.

5 Idem.

6 Véanse “Ciudadanía y desigualdad”, de Faviola Rivera Castro, pp. 263 y ss.; “Derecho a la información”, de Jenaro Villamil, pp. 279 y ss.; “Ciudadanía y cultura”, de Eduardo Nivón Bolán, pp. 297 y ss.; “Patrimonio, derechos culturales y ciudadanía”, de Lucina Jiménez López, pp. 325 y ss., y “Mujeres y ciudadanía”, de Lucía Melgar, pp. 348 y ss.

7 Véase “México: una ciudadanía demediada”, de Luis Salazar Carrión, pp. 248 y ss.

8Idem.

9Idem.

Principios, derechos humanos y valores cívicos. Un enfoque liberal igualitario

RODOLFO VÁZQUEZ

Desde principios de los años setenta del siglo pasado, y hasta la fecha, el pensamiento liberal —especialmente en su vertiente igualitaria— ha mostrado una gran vitalidad, que se ha evidenciado en diversos ámbitos del pensamiento práctico: ética, filosofía jurídica y política, bioética, entre otros. El núcleo de ideas que conforma su propuesta doctrinal ha girado en torno a la relevancia del individuo como agente moral y racional, y a una serie de principios, derechos y valores que han perfilado un tipo de ciudadanía acorde con los postulados de un Estado democrático y social de derecho. Preguntémonos en primer lugar, cuáles son esos principios y derechos, y en qué concepción de la persona se sustentan.

PRINCIPIOS NORMATIVOS, DERECHOS HUMANOS
Y PERSONAL MORAL

Desde el punto de vista de la ética normativa y partiendo de la deliberación moral como práctica real para superar conflictos y alcanzar consensos, debemos asumir la libre aceptación de principios para justificar acciones y actitudes, a riesgo de incurrir en inconsistencias pragmáticas. El principio que sirve de fundamento para tal libre aceptación es el de autonomía personal. Este principio es distintivo de la concepción liberal de la sociedad y prescribe, en términos de Carlos S. Nino:

[...] que siendo valiosa la libre elección individual de planes de vida y la adopción de ideales de excelencia humana, el Estado (y los demás individuos) no debe intervenir en esa elección o adopción limitándose a diseñar instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada uno sustente e impidiendo la interferencia mutua en el curso de tal persecución.1

El principio de autonomía permite identificar determinados bienes sobre los que versan ciertos derechos cuya función es poner barreras de protección — “cartas de triunfo” en la terminología de Dworkin—2 contra medidas que persigan el beneficio de otros, del conjunto social o de entidades supraindividuales. El bien más genérico protegido por este principio es la libertad de realizar cualquier conducta que no perjudique a terceros. De manera más específica, protege el reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad; la libertad de residencia y de circulación; la libertad de expresión de ideas y actitudes religiosas, científicas, artísticas y políticas, y la libertad de asociación para participar en las comunidades voluntarias totales o parciales que los individuos consideren convenientes. Este elenco de derechos corresponde a los llamados derechos de primera generación, o derechos civiles y políticos.

Ahora bien, si la autonomía personal se toma aisladamente, puede llegar a ser un valor de índole agregativa. Esto quiere decir que, al menos en una versión utilitarista, cuanta más autonomía existe en un grupo social, la situación es más valiosa, independientemente de cómo esté distribuida esa autonomía. Sin embargo, esta situación contraviene intuiciones muy arraigadas en el ámbito del liberalismo. Por ejemplo, si una élite consigue grados inmensos de autonomía a expensas del sometimiento del resto de la población, este estado de cosas no resulta aceptable desde el punto de vista liberal. Por esta razón, es necesario defender un segundo principio, que limita el de la autonomía personal: el principio de dignidad personal, que prescribe: “Siendo valiosa la humanidad en la propia persona o en la persona de cualquier otro, no debe tratársela nunca sólo como un medio sino como un fin en sí misma y no deben imponérsele contra su voluntad sacrificios o privaciones que no redunden en su propio beneficio”.

El principio de dignidad personal permite identificar ciertos bienes y los derechos correspondientes, íntimamente relacionados con la personalidad del individuo. El bien genérico es, sin duda, la vida misma y, más específicamente, la integridad física y psíquica del individuo; la intimidad y privacidad afectiva, sexual y familiar; el honor y la propia imagen; la identidad y memoria históricas. Estos derechos han sido genéricamente considerados como derechos personalísimos.

Ahora bien, todo individuo tiene el derecho a valerse de los recursos necesarios o a la obtención de bienes primarios para poder llevar a cabo una vida autónoma y digna, en igualdad de condiciones con respecto a todos los demás. Se requiere, por lo tanto, de un principio cuya directiva implique el trato igual a las personas, o un trato diferenciado si existen diferencias relevantes, así como la seguridad de una participación equitativa en los recursos o bienes disponibles: el principio de igualdad. En un primer acercamiento, el principio normativo de igualdad se puede enunciar como sigue: “Todos los seres humanos deben ser tratados como iguales”.

La realidad en la que se muestra dicho principio presenta una enorme multiplicidad de rasgos, caracteres y circunstancias de los seres humanos. El principio de igualdad intenta determinar cuándo está justificado establecer diferencias en las consecuencias normativas y cuándo no es posible. Cuando no existen diferencias relevantes el tratamiento debe ser igual, pero cuando las hay, debe ser diferenciado. Entre ambos tipos de tratamiento hay un orden lexicográfico, es decir, la diferenciación basada en rasgos distintivos relevantes procede sólo cuando no se discrimina por rasgos irrelevantes. Por ello, resulta muy apropiada la enunciación del principio de igualdad en los siguientes términos: “Una institución satisface el principio de igualdad si y sólo si su funcionamiento está abierto a todos en virtud de principios de no discriminación y, una vez satisfecha esa prioridad, adjudica a los individuos beneficios o cargas diferenciadamente en virtud de rasgos distintivos relevantes”.3

Ejemplos de rasgos no relevantes que no justificarían un trato discriminatorio entre las personas serían la raza, el sexo, las preferencias sexuales, el origen social o las convicciones religiosas. Si el principio de igualdad no se reduce exclusivamente al problema de la no discriminación sino al tratamiento diferenciado cuando existen diferencias relevantes, la cuestión es cómo determinar que un rasgo o característica es relevante, y de acuerdo con tal criterio proceder a la discriminación. Varios son los principios que se han propuesto para la justificación de un tratamiento diferenciado. Por lo pronto, cabe mencionar que el principio de igualdad, referido al problema de la justicia distributiva, tiene que ver primordialmente con la distribución de bienes públicos y los derechos que sirven para su protección: los llamados derechos de segunda generación o derechos económicos, sociales y culturales.

Llegados a este punto vale decir que la combinación de los principios de autonomía, dignidad e igualdad de la persona constituye una base normativa suficiente para que de ella se derive una amplia gama de derechos humanos y, a partir de ellos, definir a las personas morales como aquellos individuos que poseen las propiedades necesarias para gozar o ejercer tales derechos. ¿Cuáles son las propiedades que caracterizan a la persona desde el punto de vista de una concepción liberal?

a) Las personas están constituidas por su capacidad de elegir fines, adoptar intereses y formar deseos;

b) tal capacidad es previa —supone un sujeto subyacente— a cualquier fin, interés o deseo;

c) esta separación de la persona de cualquier fin, interés o deseo permite también aislarla del flujo causal —económico, histórico, político, social— en el que estos últimos, como cualquier fenómeno empírico, están inmersos;

d) las personas morales están también separadas entre sí. Esto significa que tienen sistemas separados de fines e intereses y que son centros independientes de elecciones y decisiones, y

e) como consecuencia de todo lo anterior, si algo conforma una persona moral nada que esté compuesto por ella o esté constituido a partir de ella puede ser también persona moral. En particular las entidades colectivas —comunidad, nación, Estado, etcétera— no son personas morales, es decir, no poseen los atributos de individualidad, autonomía y dignidad que caracterizan a las mismas.4

A partir de los principios, derechos y una concepción de la persona moral acorde con los mismos, es posible desprender una serie de valores que conforman lo que llamaríamos un “carácter liberal”. Por supuesto, este carácter liberal (igualitario) no se desentiende de las virtudes cívicas, sólo que éstas deben cumplir un papel secundario o instrumental con respecto a los tres fines que caracterizan su propuesta normativa, y que no debemos perder de vista, de cara a posturas conservadoras:

1. la posibilidad de que los individuos desarrollen y ejerciten su capacidad de revisión racional, es decir, hagan valer su autonomía personal; 2. que el Estado no debe de tomar en cuenta los méritos intrínsecos de los planes de vida elegidos por los individuos, es decir, debe concebirse como un Estado no perfeccionista, y 3 las desigualdades moralmente arbitrarias son injustas y deben ser rectificadas.5 Dicho esto, ¿cuáles son los valores que conforman el carácter liberal de un ciudadano en el marco de un Estado democrático y social de derecho?

VALORES CÍVICOS

No es posible justificar adecuadamente una postura liberal (igualitaria) desde el punto de vista político y jurídico si no se aceptan las siguientes premisas: la existencia de un pluralismo de valores y, a partir de su reconocimiento, la necesidad de promover la diversidad social y cultural para enriquecer la vida de cada uno de los individuos; la imparcialidad, que no debe confundirse con el escepticismo y la neutralidad con respecto a los valores; la laicidad y la deliberación pública; la responsabilidad, especialmente de los funcionarios con la debida publicidad de las decisiones; la tolerancia como valor activo muy distinto a la resignación y a la indiferencia y, finalmente, la solidaridad fundada en la justicia y en el reconocimiento compartido de los derechos humanos. Digamos unas palabras sobre cada uno de estos valores cívicos.

Pluralismo

El pluralismo es una teoría acerca de la existencia y de la naturaleza de los valores, de cuya realización depende el logro de una vida buena. Se puede hablar de un pluralismo descriptivo o bien, normativo. El primero ofrece una descripción de algunas características relevantes para la vida buena; el segundo, evalúa tales características con base en la contribución que ofrecen al desarrollo de una vida autónoma. Es en este último sentido que se dice que el Estado debe promover el valor del pluralismo en la medida en que la diversidad social y cultural contribuye a la formación y ejercicio de la autonomía personal.

Ahora bien, la aceptación del pluralismo no significa la negación de un consenso con respecto a los valores primarios que son necesarios satisfacer para el logro de una vida humana digna. Los bienes primarios o las necesidades básicas —libertades, alimentación, salud, educación, vivienda, seguridad social, entre otros— así como los derechos humanos, requieren de convenciones profundas a diferencia de las necesidades secundarias o derivadas que requieren de convenciones variables.6 Los primeros no están sujetos a negociación —se mueven en un contexto independiente de justificación—, los segundos sí. En otros términos, la posibilidad del pluralismo moral y de la autonomía personal supone la existencia de un “coto vedado”7 o de una “esfera de lo indecidible”.8 Un pluralismo moral así entendido excluye el desacuerdo y el conflicto entre los individuos y los grupos; se parte de un consenso profundo con respecto a los bienes básicos pero, al mismo tiempo, se deja un amplio margen para el desacuerdo, el diálogo y la negociación con respecto a valores que se sujetan a la contingencia de las diversas tradiciones culturales.

Imparcialidad

Cuando un liberal habla de imparcialidad parte de una distinción muy clara entre moral intersubjetiva y moral autorreferente. Con respecto a la primera, que supone una situación de coordinación o conflicto entre partes y es la que nos interesa en el ámbito público, resulta moralmente inaceptable mantenerse en la neutralidad porque si alguien evita influir en el resultado está de hecho ayudando a la parte más fuerte. En este sentido, es innegable que si un individuo se abstiene de participar en un conflicto en el cual el resultado tiene un significado moral, su abstención debe evaluarse también desde “un punto de vista moral”. Si se apela a un “punto de vista moral” el terreno en el que comienza uno a moverse es el de la imparcialidad. La imparcialidad puede exigir o bien una actitud de tolerancia —sobre la que volveré más adelante— o bien de decidida intervención en el conflicto, evitando caer, dentro de este último, en paternalismos injustificados.

Para comprender el alcance del valor de la imparcialidad, resulta ilustrativo analizar un voto concurrente del ministro José Ramón Cossío D. en un amparo directo en revisión (502 / 2007), donde se argumenta en términos del valor de imparcialidad. El caso puede resumirse en los siguientes términos:

El quejoso, que profesa la religión judía, alegaba que la Sala Familiar no había atendido su solicitud de ampliación del régimen de convivencia con su hija menor, con el fin de que pudiera asistir y poder celebrar con ella las festividades y tradiciones propias de su religión. Esta situación contravenía las disposiciones establecidas en la Convención sobre los Derechos de los Niños porque no se garantizaban los términos y condiciones idóneas para que la menor pudiera formarse un juicio propio acerca de la identidad y la práctica religiosa judías. El Tribunal Colegiado negó el amparo con una interpretación muy particular del artículo 24 de la Constitución Federal. El Tribunal consideró que la autoridad jurisdiccional no puede determinar lo pertinente respecto a la libertad religiosa, por impedirlo el principio de laicidad del Estado y que, en esa medida, no puede fijar un régimen de convivencia con el fin de que la menor asista a las celebraciones y festividades judías. La sentencia fallada por la Sala expresó el desacuerdo con la argumentación desarrollada por el Tribunal Colegiado en torno al contenido de la libertad religiosa, el principio de laicidad del Estado y las responsabilidades de la jurisdicción familiar en caso de conflictos de derechos.

Para el ministro Cossío el Tribunal Colegiado entiende de modo radicalmente incorrecto lo que significa la laicidad o la neutralidad religiosa del Estado en el marco de una democracia liberal:

Mantener que la neutralidad estatal frente a las variadas creencias de los ciudadanos exige al Estado no actuar o no pronunciarse es olvidar que, en una gran cantidad de ocasiones, esa abstención no hace sino convalidar un estado de cosas profundamente asimétrico desde el punto de vista de los derechos y libertades de las partes. [...] lo que la Constitución exige fundamentalmente es imparcialidad, no inacción, y que el principio de separación entre las Iglesias y el Estado consagrado en el artículo 130 de la Constitución Federal no exime en muchos casos a los órganos estatales del deber de regular en distintos niveles (legislación, reglamentación, aplicación judicial) cuestiones que se relacionan con la vida religiosa de las personas.9

En aras de la protección del interés de la menor, que es sin duda la parte más vulnerable en este caso, así como de garantizar la igualdad en la pluralidad de creencias en el marco de una democracia liberal, se concede el amparo al quejoso. A la luz del fallo judicial, ser imparcial consiste en valorar el conflicto en términos de principios generales que se aceptan independientemente de la situación en particular, sin permitir que las preferencias o prejuicios personales influyan en el juicio. Insisto, en aras de salvaguardar los derechos de la parte más débil y de garantizar el principio de igualdad, el voto concurrente del ministro Cossío asume expresamente el principio de imparcialidad y rechaza la vía de la inacción o de la neutralidad.

Laicidad y deliberación pública

Si partimos de la premisa de que entre los planes de vida posibles de cualquier individuo se encuentran también aquellos que se sustentan en convicciones religiosas, en tanto libremente elegidos o ratificados en una etapa de madurez, son tan valiosos como cualquier otro plan de vida y su límite es, igualmente, el daño a la autonomía y bienestar que pudieran causar en terceros al momento de su puesta en práctica. Un liberal no está reñido con las convicciones religiosas. Él mismo puede tener las propias, pero está consciente de que los principios religiosos son inmunes al razonamiento y se reservan en el fuero de la conciencia personal. En este sentido, la religión no es una condición ni necesaria ni suficiente para la moral, mucho menos para el derecho y la política. Por ello, un individuo liberal entiende que un ordenamiento jurídico, así como cualquier política pública, debe estar dirigido tanto para creyentes como para no creyentes, agnósticos o ateos. En este sentido tiene razón Martín Farell cuando sostiene que

los principios religiosos son, necesariamente, de tipo metafísico, no susceptibles de prueba, dogmáticos, autoritarios y, en buena medida, inmunes al razonamiento. En la filosofía occidental se considera a los sentimientos religiosos generalmente como carentes de prueba, y las pruebas que han tratado de buscarse se han considerado inválidas. El orden jurídico, por su parte, está dirigido a todos, creyentes o no creyentes. Para cualquier contenido de orden jurídico hay que dar razones, proporcionar argumentos. Hay que discutir, y no dogmatizar.10

Ahora bien, a un ciudadano con convicciones religiosas, ¿le es posible participar en el debate público, democrático, y dejar entre paréntesis tales convicciones? La respuesta debe ser afirmativa. No se niega el derecho de todo creyente a creer lo que les parezca más adecuado para organizar su plan de vida personal. Lo que se afirma es que si son ciudadanos y, por tanto, partícipes en la deliberación pública, y tienen la pretensión de que sus convicciones sean coercitivas, entonces deben someter los contenidos de las creencias a un escrutinio racional y razonable. La premisa que subyace en el debate es la que prescribe que es moralmente correcto ejercitar la coerción sólo con base en consideraciones públicamente aceptables, sin violar el principio de simetría entre los participantes. Se trata de favorecer, como dijera el recientemente fallecido Albert Hirschman, un diálogo “amistoso con la democracia” transitando de un discurso intransigente, ya sea de corte conservador o progresista, a uno deliberativo, porque, finalmente, “un régimen democrático alcanza la legitimidad en la medida en que sus decisiones resultan de una deliberación plena y abierta entre sus principales grupos, cuerpos y representantes”.11

Responsabilidad y publicidad

La autonomía personal constituye una condición necesaria para la responsabilidad, la capacidad de comprometerse consigo mismo y con los demás, esto es que la exigencia de responsabilidades supone compromisos claros y fuertes. En este sentido, no parece difícil establecer los nexos obligaciones-responsabilidades-compromisos. Los códigos de ética profesional —del abogado, del contador, del médico— son un buen ejemplo de exigencias y determinación de compromisos, aunque resulta más difícil determinar cuáles deben ser las obligaciones si pensamos en un buen político, en un buen educador o en un intelectual comprometido. No es que para ellos no existan obligaciones —y en todo Estado de derecho deben positivizarse lo más claramente posible— sino que la variedad con la que se manifiestan en el ejercicio de sus actividades es un poco más difusa. Los principios generales que norman sus conductas deben adecuarse a circunstancias fácticas que exigen lo que los antiguos llamaban “la virtud de la prudencia”, el saber cómo actuar aquí y ahora, el desarrollo de un sano sentido común que sólo puede adquirirse a través de una experiencia más o menos prolongada. De no existir ésta, las obligaciones tienden a debilitarse y, por consiguiente, también los compromisos respectivos. Las obligaciones sustantivas terminan reduciéndose a obligaciones formales: el “buen” político terminará siendo el que sabe mantener contentos a sus electores o el que no incurre en corrupciones demasiado evidentes.12

No pueden existir responsabilidad ni compromisos reales si los principios normativos y las decisiones no terminan siendo públicos o transparentes. Violar el principio de publicidad implica tanto atentar contra la propia naturaleza del Estado de derecho como exponer al gobernante al descrédito por parte de la propia ciudadanía. La delimitación pública entre lo justo y lo injusto, de lo permitido y lo prohibido, es el fundamento de la misma seguridad jurídica, ya que es ella la que permite prever las consecuencias deónticas de sus acciones a los ciudadanos.

Por ello, en un Estado democrático de derecho, todo ciudadano debe tener acceso a la información que le permita ejercer el derecho de control de los funcionarios públicos y participar en el gobierno como verdadero elector. Justamente porque la publicidad es un principio normativo, puede servir como criterio para juzgar la calidad democrática de un sistema político: cuando está presente se habla de “razón de derecho”, cuando está ausente, de “razón de Estado”.13 Nadie mejor que Kant para destacar la importancia del principio de publicidad:

Son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otras personas cuyos principios no soportan ser publicados [...] Un principio que no pueda manifestarse en alta voz sin que se arruine al mismo tiempo mi propio propósito, un principio que, por tanto, debería permanecer secreto para poder prosperar y al que no puedo confesar públicamente sin provocar indefectiblemente la oposición de todos, un principio semejante, sólo puede obtener la universal y necesaria reacción de todos contra mí, cognoscible a priori, por la injusticia con la que amenaza a todos.14

Tolerancia

Una ética del pluralismo y de la imparcialidad es una ética de la tolerancia. Quizá sea ésta uno de los valores más identificados con un carácter liberal, sin embargo, no pocas veces su comprensión se desvirtúa hasta confundirla con actitudes sólo en apariencia próximas, como la indiferencia o la resignación. Vale la pena detenernos un poco en el análisis de su significado.

Decimos que estamos frente a un acto de tolerancia cuando:

Una persona A omite (es decir, no prohíbe)

por determinadas razones (es decir, pondera razones en pro o en contra)

intervenir en contra de B, pese a que

B lesiona una convicción relevante de A y

A tiende y puede actuar en contra de B, es decir, tiene competencia.

Las dos características relevantes de la tolerancia son: “la lesión de una convicción” y la “posibilidad de intervenir como una cuestión de competencia”.15 Con respecto a la primera sólo puede hablarse de un acto de tolerancia si se experimenta una lesión en una convicción relevante, es decir, la lesión de ideas o creencias que ocupan un lugar importante en el sistema personal de valores y reglas del sujeto tolerante. Cuanto mayor sea la importancia de la convicción, tanto mayor podrá ser el grado de tolerancia, y según sea el tipo de convicción que puede ser lesionada también lo será el tipo de tolerancia por manifestar mandatos de la estética, convenciones sociales, prejuicios, principios de racionalidad medio-fin, convicciones religiosas y convicciones morales.

Por lo que respecta a la segunda característica el tolerante es aquel que tiene el poder de tratar de suprimir o prevenir (o, al menos, de oponerse u obstaculizar) lo que resulta lesivo. La persona tolerante debe poseer, entonces, la competencia o facultad que le permita fácticamente intervenir en contra de una acción que lesiona sus convicciones. Esto supone, por supuesto, que el estado de cosas que se tolera pueda ser controlable: una catástrofe natural, en este sentido, puede ser soportada o no, pero resulta absurdo pensar que es objeto de tolerancia. De igual manera, el esclavo que recibe un mandato de su amo que lesiona sus convicciones, al carecer de competencia, no lo tolera sino que lo soporta. La competencia, desde luego, tiene sus límites. Evaluar si se debe intervenir o no, sólo es posible si lo que se tolera está tácitamente permitido en el sistema de reglas que mandan, prohíben o permiten las conductas humanas. Si esto es así, entonces el reconocimiento de derechos de cualquier tipo convierte en innecesaria la tolerancia.

Así definida, la tolerancia no se puede confundir con la paciencia. El paciente que rechaza una acción no está vinculado con una tendencia a la intervención, sino que actúa en la esperanza o en la certeza de que su objeto tiene una existencia transitoria. Sólo cuando se “agota la paciencia” y surge una tendencia a la intervención aparece la tolerancia. De igual manera, la tolerancia se distingue de la indiferencia. En ésta no se da la circunstancia de lesionar una convicción, es decir, el indiferente que parte de una posición escéptica o relativista no tiene elementos para rechazar una acción ni puede tener la tendencia a prohibir. El tolerante siempre parte de convicciones que considera objetivas. Por último, la tolerancia no se confunde con la resignación. El resignado no cumple con la circunstancia de poseer competencia, se caracteriza precisamente por carecer la misma. El tolerante siempre debe poder rechazar u obstaculizar las acciones que violentan sus convicciones, pero decide abstenerse por motivos que justifican dicha abstención. La tolerancia, entonces, no debe confundirse con la neutralidad. A diferencia de esta última, la tolerancia supone la actitud de no permitir el acto tolerado pero, además, exige la existencia de un sistema normativo superior al propio sistema básico que justifique la abstención.16

Con todo, el valor de la tolerancia debe entenderse de forma temporal: se debe trascender el límite impuesto por la tolerancia y aspirar hacia el estado de respeto. No el respeto infundado, sino aquel que se sustenta en el reconocimiento de las diferencias y en los principios de autonomía y dignidad humanas como valores en ningún sentido negociables. La tolerancia sería un primer paso, una virtud transitoria, si se quiere, que debe dar lugar, finalmente, a la igual consideración y respeto de las personas en el contexto de una pluralidad diferenciada. En este sentido, y después de citar un pasaje ilustrativo de Goethe — “En realidad, la tolerancia no debería ser realmente más que un estado de espíritu pasajero, debiendo conducir al reconocimiento. Tolerar significa insultar”— Ernesto Garzón Valdés concluye con las siguientes palabras:

Todo demócrata liberal sensato debe, en el ámbito público, procurar reducir la necesidad de recurrir a la tolerancia afianzando la vigencia de los derechos fundamentales. Cuanto menos necesidad de tolerancia existe en una sociedad, tanto más decente lo será. En el ámbito privado, siempre habrá niños que nos tiren piedritas en la sopa y habrá que tolerarlos paternalistamente. Pero, en la medida en que las reglas de lo público penetran en lo privado y se afiancen los derechos de sus miembros, se reducirá también el ámbito de vigencia de la tolerancia.17

Solidaridad

Finalmente, ¿qué se entiende por solidaridad de acuerdo con el liberalismo igualitario? Por lo pronto, el valor de la solidaridad no debe entenderse como un buen sentimiento que acompaña a la justicia para perfeccionarla o que acompaña al otro en su sufrimiento. Más bien habría que decir que existe real y efectiva solidaridad cuando ésta se justifica a partir de un principio más radical, como es el de igualdad. La solidaridad con el que sufre y con el que se encuentra en una situación de desventaja resulta vacua si no existe la voluntad de remediar la situación, reconociendo sus necesidades básicas y posibilitando una distribución más equitativa de los recursos. El valor de la solidaridad no acompaña sino constituye a la justicia y existen derechos de los individuos y deberes positivos de equidad por parte del Estado que deben ser traducidos adecuadamente en un marco legal.

La solidaridad para un liberal igualitario debe entenderse como la conciencia conjunta de derechos individuales, a partir del reconocimiento de las necesidades básicas comunes. Desde la perspectiva del Estado, tal reconocimiento implica la exigencia de deberes positivos para la satisfacción de estas necesidades, las cuales, por cierto, preceden a las diferencias sin pretender ignorarlas, rechazarlas o subestimarlas. En este sentido, como bien afirma Javier de Lucas, ser solidario no se reduce a la mera actitud de constatación de la necesidad del otro o incluso de condolencia, sino a la exigencia de un comportamiento positivo en cuanto a la valoración ética de la relación con los demás.18 El deber de solidaridad contribuye así a la eliminación de formas de discriminación y a la protección de minorías y sectores de la población marginados, lo que puede por supuesto, implicar acciones paternalistas por parte del Estado plenamente justificadas.

BIBLIOGRAFÍA

Camps, Victoria, Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1990.

Cossío D., José Ramón, “Laicidad del Estado y libertad religiosa: cómo armonizarlas”, Letras Libres, núm. 112, abril de 2008, pp. 64-65.

Dworkin, Ronald, Taking Rights Seriously, Harvard University Press, Cambridge, 1978.

Farell, Martín, La ética del aborto y de la eutanasia, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1985.

Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 1999.

Garzón Valdés, Ernesto, “Acerca de los conceptos de publicidad, opinión pública, opinión de la mayoría y sus relaciones recíprocas”, Doxa, núm. 14, Alicante, 1993, pp. 82-83.

———, “Representación y democracia”, en Derecho, ética y política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993.

———, “‘No pongas tus sucias manos sobre Mozart’. Algunas consideraciones sobre el concepto de tolerancia”, en Derecho, ética y política, pp. 402-403.

———, “El sentido actual de la tolerancia”, en Cátedra Ernesto Garzón Valdés 2004, ITAM / Fontamara / UAM-Azcapotzalco / INACIPE, México, 2005.

Hirschman, Albert O., Retóricas de la intransigencia, Tomás Segovia (trad.), FCE, México, 1991.

Kant, Immanuel, La paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1985.

Kekes, John, The Morality of Pluralism, Princeton University Press, Princeton, 1993.

Kymlicka, Will, “Igualitarismo liberal y republicanismo cívico: ¿amigos o enemigos?”, en Félix Ovejero, José Luis Martí y Roberto Gargarella (comps.), Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad, Paidós, Barcelona, 2004.

Laporta, Francisco, “El principio de igualdad”, Sistema, núm. 67, Madrid, 1985, p. 27.

Lucas, Javier de, El concepto de solidaridad, Fontamara, México, 1993.

Nino, Carlos S., Ética y derechos humanos, Astrea, Buenos Aires, 1989.

Schmitt, Annette, “Las circunstancias de la tolerancia”, Doxa, núm. 11, Alicante, 1992.