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Lafcadio Hearn

El romance de la Vía Láctea y otros estudios e historias

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Título original: The Romance of the Milky Way: And Other Studies & Stories

Primera edición: septiembre 2015

De la traducción © Margarita Adobes, 2015

De las ilustraciones © Javier Bolado, 2015

© Chidori Books S.L., 2015

Archiduque Carlos, 64-1º-4ª, 46014 Valencia

http://chidoribooks.com

Diseño de cubierta: Terelo

Maquetación: digitalebooks.es

ISBN: 978-84-944215-2-5

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Tabla de contenido

Portada

Portadilla

Créditos

Sobre la presente edición

Introducción

El romance de la Vía Láctea

Poesía de espíritus

I. Kitsune-bi

II. Rikombyō

III. Ō-gama

IV. Shinkirō

V. Rokuro-kubi

VI. Yuki-onna

VII. Funa-yūrei

VIII. Heikegani

IX. Yanari

X. Sakasa-bashira

XI. Bake-Jizō

XII. Umi-bōzu

XIII. Fuda-hegashi

XIV. Furu-tsubaki

Últimas preguntas

La joven del espejo

La historia de Itō Norisuke

Más extraño que la ficción

Carta desde Japón

Notas

Enlaces

SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN

Lafcadio Hearn, sin duda, ha pasado a la historia como el gran divulgador de Japón en Occidente. Nacido en 1850, de origen greco-irlandés, periodista y escritor en Estados Unidos y en las Antillas Francesas y, más tarde, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad Imperial de Tokio, este sensible y desarraigado espíritu halló al fin su definitivo hogar en Japón, de cuyas gentes y cultura quedó prendado desde que desembarcara en Yokohama en 1890. Contrajo matrimonio con una japonesa, con quien tuvo cuatro hijos y con quien formó la familia que siempre había anhelado, adoptó la nacionalidad nipona y, a través de sus escritos, se convirtió en uno de los más reputados intérpretes del fascinante pueblo japonés.

En el presente volumen, como no podía ser de otra manera, se recogen historias de seres sobrenaturales, por los que Hearn desde joven sintió una particular inclinación, si bien no todas las obras aquí reunidas se ciñen exclusivamente a los temas con los que se suele asociar el nombre de su autor, pues junto a estos relatos de índole mitológica y fantástica también encontrará el lector algunos breves ensayos que nada tienen que ver con ellos. En el primero de estos ensayos, de género filosófico, Hearn reflexiona sobre las cuestiones últimas de la vida (qué hay más allá de la muerte, qué sucede con nuestra consciencia una vez concluye nuestra permanencia en el mundo físico que conocemos) y nos desvela sus impresiones sobre la obra de otro sobresaliente pensador, Herbert Spencer (1820-1903), filósofo, psicólogo, sociólogo, y uno los más conspicuos positivistas británicos de la época. Entre las obras más destacadas de Spencer, merecen especial mención los once volúmenes dedicados a la filosofía sintética y Primeros principios, ambas citadas por Hearn en Últimas preguntas.

Otro ensayo de temática no mitológica cierra el presente libro. Lleva por título Carta desde Japón y está fechado en Tokio en agosto de 1904, poco antes del fallecimiento de Hearn en septiembre del mismo año. En él, el autor, testigo de los hechos en primera persona, nos relata cómo se vio afectada la vida diaria de la población civil por la Guerra Ruso-Japonesa, que enfrentó a ambos países entre el 8 de febrero de 1904 y el 5 de septiembre de 1905. Sin duda, un documento histórico de gran valor, por cuanto nos aproxima al conflicto desde un punto de vista social, alejado del frente de batalla.

Por último, también encontrará el lector una breve pieza que nada tiene que ver con Japón, y que, aun representando una muestra de otra de las facetas del escritor —que también se interesó por las sociedades afroamericanas y criollas, presentes en el crisol de culturas que eran las calles de Cincinnati, Nueva Orleans y el Caribe, donde vivió y trabajó—, resulta, tanto por su ambientación en una plantación antillana, como por su contenido, cuando menos, chocante en contraposición al resto de trabajos aquí reunidos.

No obstante, la mayor parte del contenido de estas páginas lo ocupan seres fantásticos y leyendas. Muchas de ellas son de origen chino, como el mito de Tanabata, la historia de Orihime y Hikoboshi, que da título al presente recopilatorio; en otras ocasiones, sin embargo, los protagonistas son seres sobrenaturales y espíritus, o amores que trascienden el tiempo y el espacio. Algunos de estos textos presentan, asimismo, la singularidad añadida de que afrontan el estudio de la fecunda mitología nipona desde una perspectiva inusual, ya que el autor, lejos de limitarse a disertar sobre su origen o características, nos aproxima a ella recurriendo a poemas, ora antiguos y tradicionales, ora extraños y alejados de cualquier ortodoxia.

Gran parte de la heterogeneidad de esta amalgama de relatos quizás se deba, tal y como se explica en la introducción, a que fueron recopilados, seleccionados y publicados tras la muerte de su autor en septiembre de 1904, como homenaje póstumo a la labor del incansable y depurado escritor que fue Hearn. La presente edición, pues, aunque renovada en cuanto a su formato y presentación, se ha gestado en el deseo de conservar íntegro su contenido original y se ha mantenido fiel a su primera edición, que vio la luz en octubre de 1905.

Así, con las peculiaridades y la variedad temática y narrativa de sus relatos, y con el ánimo de rendir un merecido tributo a su autor, confiamos en que el lector pueda disfrutar del mejor Lafcadio Hearn.

La editora

Valencia, septiembre de 2015

INTRODUCCIÓN

Lafcadio Hearn, conocido en Japón como Yakumo Koizumi, nació en Léucade, en las islas Jónicas, el 27 de junio de 1850. Hijo de madre griega y de un cirujano irlandés del ejército británico, fue adoptado por una tía abuela y educado para el sacerdocio tras el fallecimiento de ambos progenitores cuando Hearn era todavía un niño. A esta formación le debió su erudición en latín y, sin duda, algo de la sutileza de su pensamiento. No obstante, pronto comprendió que la perspectiva de una carrera eclesiástica estaba completamente alejada de su curiosidad intelectual y vívido temperamento, y a la edad de diecinueve años se trasladó a América en busca de fortuna. Después de cierto tiempo trabajando como corrector, consiguió empleo como reportero en un periódico de Cincinnati. Pronto ascendió a editorialista y, transcurridos unos años, partió a Nueva Orleans para unirse a la redacción del Times-Democrat. En esta ciudad vivió hasta 1887, escribiendo de manera ocasional historias fantásticas y sobrenaturales para su periódico, colaborando en revistas con artículos y reseñas, y publicando algunos libritos singulares, entre ellos Stray Leaves from Strange Literature y sus traducciones de Gautier. En el invierno de 1887 comenzó sus peregrinajes a países exóticos, sintiéndose, como él mismo escribió a un amigo, «una pequeña abeja literaria en busca de inspiradora miel». Tras un par de años pasados prácticamente en las Antillas Francesas, con temporadas de trabajo literario en Nueva York, partió en 1890 a Japón a preparar una serie de artículos para una revista. Aquí, gracias a una profunda afinidad con el carácter de este maravilloso pueblo parece que, súbitamente, se sintió al fin en su hogar: se casó con una japonesa, consiguió la nacionalidad nipona para garantizar que su familia pudiera heredar sus propiedades, fue profesor en la Universidad Imperial de Tokio y, a través de una serie de libros extraordinarios, se convirtió en el intérprete del auténtico espíritu de la vida y arte japoneses para el mundo occidental. Falleció allí por paro cardíaco el 26 de septiembre de 1904.

Salvo un conjunto de cartas familiares, ahora en proceso de recopilación, el presente volumen contiene todos los escritos que, con la suficiente madurez para su publicación, Hearn dejó dispersos en revistas o manuscritos. Vale la pena señalar, no obstante, que aun siendo perfecta la redacción de Últimas preguntas y completo el ensayo en sí mismo, el autor lo consideró como inacabado y, de haber vivido, habría revisado y ampliado algunas de sus partes.

Pero si este volumen adolece de falta de ese incomparable toque de exquisitez de su autor en cuanto a disposición y revisión, sin embargo, lo presenta en la plenitud de sus más característicos trazos, y es, tanto por estilo como por contenido, quizás, la más madura y significativa de sus obras.

En sus primeros días como escritor, Hearn concibió un ideal de trabajo, tan preciso como ambicioso. A principios de los años ochenta escribió desde Nueva Orleans en una carta inédita al reverendo Wayland D. Ball de Washington: «Los amantes de la antigua belleza me están demostrando las futuras posibilidades de un sueño largamente anhelado: la realización inglesa de un estilo latino, inspirado en los maestros extranjeros, ejecutado de manera aún más rotunda por ese elemento de fuerza característico de las lenguas del norte. Ningún hombre puede aspirar a lograr esto, pero incluso un traductor puede llevar sus piedras a los maestros canteros de una nueva arquitectura del lenguaje». En la consecución de su meta, Hearn se esforzó de manera infatigable. Concedió un minucioso y analítico estudio a la escritura de maestros del estilo, como Flaubert y Gautier, y escogió sus lecturas con particular esmero. Escribió de nuevo al mismo amigo: «Nunca leo un libro que no estimule poderosamente la imaginación, aunque siempre leo todo lo que contiene imágenes novedosas, curiosas y vehementes, sin importar el tema. Cuando el terreno de la fantasía está bien enriquecido con abundantes hojas caídas, las flores del lenguaje crecen de manera espontánea». Finalmente, para el arduo estudio de la técnica, a la vasta pero juiciosa lectura añadió un prolongado período de reflexión creativa. A un amigo japonés, Nobushige Amenomori, le escribió un pasaje que contiene de manera implícita una profunda teoría no solo de composición literaria, sino también de todas las artes:

En cuanto a su propio boceto o historia, si está muy descontento con él, creo que es probable que no se deba a lo que usted supone imperfección en la expresión, sino más bien al hecho de que algún pensamiento o emoción latente no ha quedado todavía definido en su mente con suficiente nitidez. Usted siente algo y no ha sido capaz de expresar ese sentimiento sólo porque aún no sabe qué es. Sentimos sin comprender la sensación, y nuestras emociones más poderosas son las más imprecisas. Esto debe ser así porque son un cúmulo de sentimientos heredados, y su multiplicidad superpuestos unos sobre otroslos desdibuja y los hace borrosos, aun cuando aumentan enormemente su fuerzaEl trabajo del cerebro inconsciente es el mejor para desarrollar tales sentimientos o pensamientos latentes. Al escribir sosegadamente una y otra vez sobre el asunto, me encuentro con que la emoción o idea a menudo se desarrolla por sí misma en el proceso, de manera inconsciente. Por otra parte, con frecuencia merece la pena intentar analizar el sentimiento que permanece difuso. El esfuerzo de intentar comprender con exactitud qué es lo que nos mueve a veces obtiene resultadoSi tiene algún sentimiento sin importar cuál espoderosamente latente en la mente (aunque solo sea una inquietante tristeza o un misterioso regocijo), puede estar seguro de que es posible expresarlo. Algunos sentimientos son, por supuesto, muy difíciles de manifestar. Le enseñaré un día de estos, cuando nos veamos, un escrito en el que trabajé durante meses antes de que la idea se revelara con claridadCuando llega el óptimo resultado, debe sorprenderle, pues nuestras mejores obras provienen del Inconsciente.

A lo largo de este estudio, la lectura y la meditada prosa de Lafcadio Hearn fueron madurando y depurándose de manera constante hasta el final. En su ejecución, el presente volumen es una de sus obras más admirables, por cuanto en sus más insignes pasajes, como el párrafo final de El romance de la Vía Láctea, su intensa y nostálgica musicalidad y su profunda evocación no tienen parangón salvo con la más elevada prosa inglesa.

En cuanto a su contenido, el libro es igualmente significativo. En 1884 escribió a uno de sus amigos más íntimos que al fin había encontrado sus cimientos intelectuales leyendo a Herbert Spencer, cuyas obras habían disipado todos los «ismos» de su mente y le habían dejado «el vago pero omnipotente consuelo de la Gran Duda». En Últimas preguntas, que choca, por así decir, con el tono preponderante de este volumen, tenemos una casi lírica expresión del significado que para él tenía la filosofía y psicología de Spencer. En este texto hallamos su característica fusión del pensamiento budista y sintoísta con la psicología inglesa y francesa, tensiones que en su obra «no se limitan a mezclarse bien —como dice en una de sus cartas—, sino que, absolutamente cohesionadas como los elementos químicos, irrumpen con fuerza». Y es también aquí donde nos sorprende con su más profunda observación. Por su constante previsión del horror que envuelve el formidable universo de la ciencia, por su poder para evocar y resucitar viejos mitos y supersticiones, y por su fascinante capacidad para emitir una luz fantasmal de soles desaparecidos en la oscuridad del abismo, fue el más lucreciano de los escritores modernos.

Si nos atenemos a su apariencia, Hearn no fue, en absoluto, un hombre físicamente atractivo. En el agudo retrato realizado por uno de sus compañeros japoneses para el Atlantic, en octubre de 1905, es descrito como «algo corpulento en los últimos años, de baja estatura, apenas cinco pies de altura[1], y marcha un tanto encorvada. De tez cetrina y bastante peludo. Con la nariz fina, aguda, aquilina, y los ojos saltones, de los que del izquierdo estaba ciego y, del derecho, muy miope».

El mismo escritor, Nobushige Amenomori, anotó un recuerdo, no de Hearn, el hombre, sino de Hearn, el genio, con que esta introducción a la última de sus obras bien puede concluir: «Conservaré siempre el vívido recuerdo de la visión que tuve cuando me alojé en su casa por primera vez. Al estar yo acostumbrado a permanecer despierto hasta tarde, estuve leyendo también en la cama aquella noche. El reloj dio la una de la madrugada, pero todavía había luz en el estudio de Hearn. Oí una tos sorda y ronca. Temí que mi amigo pudiera enfermar, así que salí de mi habitación y fui a su estudio. Sin embargo, al no querer molestarlo si estaba trabajando, únicamente abrí un poco la puerta con cautela y me asomé al interior. Vi la resolución de mi amigo al escribir en su elevado escritorio, con su nariz tocando casi el papel. Hoja tras hoja continuaba escribiendo. Por un momento levantó la cabeza y… ¡qué vi! No era el Hearn al que estaba acostumbrado, era otro Hearn. Su rostro estaba misteriosamente pálido, su enorme ojo brillaba. Parecía como si estuviera en contacto con alguna presencia sobrenatural. Dentro de aquel hombre de apariencia sencilla ardía algo tan puro como el fuego vestal, y en aquella llama habitó una mente que hizo brotar vida y poesía del polvo y que llegó a alcanzar las más altas cotas del pensamiento humano».

F. G.

Septiembre, 1905