QUERIDO SEÑOR DANIELS

V.1: Octubre, 2016


Título original: Loving Mr. Daniels

© Brittainy C. Cherry 2014

© de la traducción, Vicky Vázquez, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados.


Los derechos de esta obra se han gestionado con Bookcase Literary Agency.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen: Aleshyn Andrei


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-16223-64-0

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

QUERIDO SEÑOR DANIELS

Brittainy C. Cherry


Traducción de Vicky Vázquez
Principal de los Libros

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Sobre la autora

2


Brittainy C. Cherry siempre ha sentido pasión por las letras. Estudió Artes Teatrales en la Universidad de Carroll y también cursó estudios de Escritura Creativa. Le encanta participar en la escritura de guiones, actuar y bailar… Aunque dice que esto último no se le da muy bien. Se considera una apasionada del café, del té chai y del vino, y opina que todo el mundo debería consumirlos. Brittainy vive en Milwaukee, Wisconsin, con su familia y sus adorables mascotas. Es la autora de El aire que respira.

CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Epílogo


Sobre la autora

QUERIDO SEÑOR DANIELS


Una conmovedora historia de amor entre dos almas rotas


Ashlyn ha perdido a su hermana gemela y se

muda a Wisconsin para terminar el instituto.

Allí conoce a un músico de mirada profunda.

Conectan más allá de las leyes de la química.

Luego descubren que están en la misma clase.

Él como profesor y ella como alumna.


Un amor prohibido acompañado de las notas de Shakespeare



A todos los Tonys del mundo.


Os veo.

Os oigo.

Os siento.

Os quiero.


Y no estáis solos.




Prólogo

Daniel


~ Hace veinte meses ~


No sé qué contarte,

no sé qué decir.

Solo sé que preocuparme por ti me causa más dolor.


Romeo’s Quest



Estaba sumido en una miríada de pensamientos turbios y molestos cuando aparqué el Jeep cerca del callejón. Nunca había estado en esta parte de la ciudad. Ni siquiera sabía que existía. El cielo nocturno estaba embriagado de oscuridad, y el frío de los últimos meses de invierno afectaba a mi nivel de irritación. Miré el tablero de mandos del coche.

Las cinco y media de la madrugada.

Me había prometido que no volvería a ayudarlo. Sus actos habían formado un enorme cráter entre nosotros, destruyendo todo lo que solíamos ser. Pero sabía que no podía mantener la promesa de quedarme al margen. Era mi hermano. Incluso cuando metía la pata, algo que hacía a menudo, seguía siendo mi hermano.

Esperé al menos quince minutos hasta que vi a Jace salir del callejón cojeando, agarrándose el costado. Me incorporé en el asiento y nuestras miradas se cruzaron.

—Joder, Jace —murmuré saliendo del coche de un salto y dando un portazo. Al acercarme, una farola le iluminó la cara. Tenía el ojo izquierdo completamente hinchado y el labio inferior partido. Su camiseta blanca estaba manchada de su propia sangre.

—¿Qué coño ha pasado? —exclamé en voz baja.

Lo ayudé a subirse al Jeep. Él soltó un gemido. Intentó sonreír. Volvió a gemir. Cerré la puerta con fuerza y me apresuré a volver al asiento del conductor.

—Esos cabrones me han apuñalado. —Se pasó los dedos por la cara, cubriéndola de sangre. Se echó a reír, pero su aspecto evidenciaba la gravedad de la situación—. Le dije a Red que tendría su dinero la semana que viene —se estremeció— y envió a sus hombres para que se ocuparan de mí.

—Por Dios, Jace —suspiré alejándome del bordillo. Empezaba a amanecer, pero de alguna forma parecía estar más oscuro que antes—. Pensaba que habías dejado de vender.

Él se incorporó y me miró con el único ojo que podía abrir.

—Y así es, Danny. Te lo prometo. —Se echó a llorar—. Te juro por Dios que he acabado con eso. —Era evidente que no solo vendía, sino que además había vuelto a consumir. Mierda—. Iban a matarme, Danny. Lo sé. Los enviaron para…

¡Cállate! —grité, y sentí como la idea de que mi hermano pequeño muriera penetraba en mi mente. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y percibí el miedo fantasmal de lo desconocido—. No vas a morir, Jace. Cierra la boca.

Él sollozaba y gimoteaba de dolor. Un sonido profundo de pérdida y confusión inundaba sus lágrimas.

—Lo siento… No quería meterte en esto.

Lo miré y dejé escapar un profundo suspiro. Apoyé la mano en su espalda.

—No pasa nada —mentí.

Me había alejado de sus problemas. Me había centrado en mi música, en las clases. Estaba en la universidad, y me quedaba un año para convertirme en alguien. Pero en lugar de preparar el examen que tenía unas horas después, estaría vendando a Jace. Genial.

Él jugueteaba con los dedos mirando al suelo.

—No quiero seguir haciendo esto, Danny. Y he estado pensando. —Levantó la vista y entonces su mirada flaqueó—. A lo mejor puedo volver al grupo.

—Jace —le advertí.

—Lo sé, lo sé. Metí la pata…

—Hasta el fondo —señalé.

—Sí, vale. Pero ya sabes, la única vez que he sido feliz después de lo de Sarah… —Se encogió al oír sus propias palabras. Empezó a removerse inquieto en el asiento—. La única vez que he sido feliz después de aquel día fue cuando actué con vosotros.

Se me hizo un nudo en el estómago y no respondí. Cambié de tema.

—Deberíamos ir al hospital.

Abrió mucho los ojos y se negó rotundamente.

—No, nada de hospitales.

—¿Por qué?

Hizo una pausa y se encogió de hombros.

—Podría encontrarme la policía…

Arqueé una ceja.

—¿Te persigue la policía, Jace?

Asintió.

Solté un taco. Así que no solo estaba huyendo de la gente de la calle, sino también de los que encerraban a la gente de la calle. Me gustaría poder decir que me sorprendía.

—¿Qué has hecho? —pregunté enfadado.

—No importa. —Lo miré fríamente y él suspiró—. No fue culpa mía, Danny. Te juro que no. Mira, hace unas semanas Red me pidió que moviera un coche. No sabía qué coño había dentro.

—¿Moviste drogas?

—¡No lo sabía! ¡Te juro por Dios que no lo sabía!

¿Qué puñetas decía? ¿Pensaba que estaba moviendo unos putos bastones de caramelo?

Continuó hablando:

—El caso es que los policías encontraron el vehículo cuando paré en una gasolinera para echar gasolina. Cuando salí de allí, el coche estaba rodeado. Un policía me vio alejarme rápidamente del coche y me gritó que me detuviera, pero no lo hice. Eché a correr. Al final resulta que pasar tanto tiempo en la pista de atletismo del instituto me vino bien —dijo con una risita.

—Ah, ¿te hace gracia? ¿Crees que tiene gracia? —Me hervía la sangre—. ¡Porque yo me lo estoy pasando en grande, Jace! —Bajó la cabeza—. ¿A dónde te llevo?

—Llévame a casa de mamá y papá —dijo.

—Estás de broma, ¿verdad? ¿Mamá lleva un año sin verte y ese es el primer lugar que se te ocurre? ¿Presentarte lleno de sangre y magulladuras? ¿Es que quieres matarla? Y ya sabes que papá no se encuentra bien…

—Por favor, Danny —gimoteó.

—Mamá sale a pasear por el muelle a esta hora… —le advertí.

Se sorbió los mocos y se pasó los dedos por debajo de la nariz.

—Esperaré en el embarcadero y aprovecharé para limpiarme. —Hizo una pausa y se giró hacia la ventanilla del copiloto—. Voy a limpiarme —volvió a susurrar.

Como si no hubiera oído eso antes.


* * *


Tardamos veinte minutos en llegar a casa de nuestros padres. Vivían en un lago a unos pocos kilómetros de Edgewood, Wisconsin. Papá le había prometido a mamá que algún día tendrían una casa en un lago, y hacía unos años que se la había comprado. Le hacía falta una reforma, pero era toda suya.

Aparqué detrás del cobertizo. El barco de papá estaba dentro, esperando a que pasara el invierno. Jace dejó escapar un suspiro y me dio las gracias por haberlo llevado. Entramos en el cobertizo. La luz matinal atravesaba las ventanas.

Me acerqué al barco y me metí dentro para coger unas toallas de debajo de la cubierta. Cuando volví a incorporarme, vi que Jace se había sentado y se estaba mirando el corte.

—No es muy profundo —dijo, presionándolo con la mano. Saqué una navaja, rasgué una de las toallas y la apreté contra la herida. Jace miró la hoja y cerró los ojos—. ¿Papá te ha dado su navaja?

Miré el trozo de metal que tenía en la mano. La cerré y me la guardé en el bolsillo.

—La tomé prestada.

—Papá no me dejaba ni tocarla.

Miré el corte que tenía.

—Me pregunto por qué.

Antes de que tuviera tiempo de responder, se oyó un chirrido cerca del muelle.

—¿Qué coño…? —murmuré y salí a toda prisa. Jace me seguía de cerca cojeando—. ¡Mamá! —grité.

Un desconocido con una sudadera roja tiraba de ella mientras le apuntaba a la espalda con una pistola.

—¿Cómo nos han encontrado? —murmuró Jace.

Lo miré confundido.

—¡¿Lo conoces?! —pregunté asqueado.

Y cabreado.

Y asustado.

Sobre todo asustado.

El desconocido levantó la vista y nos vio a Jace y a mí, y habría jurado que sonreía.

Sonrió antes de que se disparara la pistola.

Y echó a correr mientras mamá se desplomaba.

La voz de Jace se alzó hasta el cielo. Sonaba espesa, llena de rabia y miedo. Corrió hacia mi madre pero yo fui más rápido.

—Mamá, mamá. Te pondrás bien. —Me giré hacia mi hermano y le di un empujón—. Llama al 911.

Él se levantó con la cara cubierta de lágrimas y los ojos rojos.

—Danny, mamá no… No está… —Hablaba balbuciendo, y lo odié por pensar lo mismo que pensaba yo. Me metí la mano en el bolsillo, saqué el móvil y se lo puse en las manos.

—¡Llama! —ordené sosteniendo a mi madre entre mis brazos.

Miré en dirección a la casa y vi la cara de mi padre justo cuando se daba cuenta de lo que había pasado. El momento en que comprendía que, en efecto, había oído un disparo, y que, en efecto, su esposa estaba inmóvil. Su salud era delicada, pero aun así corrió hacia nosotros.

—Sí, hola. Nuestra madre… ¡Le han disparado! —Tan solo oír las palabras de los labios de Jace hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.

Acaricié el pelo de mi madre y la abracé mientras mi padre se acercaba a toda prisa.

—No… no… no… —murmuró, dejándose caer al suelo.

La apreté con más fuerza. Me agarraba a ella y a mi padre. Ella me miró con sus ojos azules, pidiéndome en silencio que le diera respuestas a unas preguntas desconocidas.

—Estás bien. Estás bien… —le susurré al oído.

Le estaba mintiendo y me mentía a mí mismo. Sabía que no iba a sobrevivir. Algo dentro de mí me decía que era demasiado tarde y no había esperanza. Pero no podía dejar de repetirlo ni de pensarlo. Y no podía dejar de llorar.

Estás bien.



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Capítulo 1

Ashlyn


~ Presente ~


La muerte no asusta; no es una maldición.

Pero, joder, ojalá me hubiera llevado a mí primero.


Romeo’s Quest



Me senté en el último banco de la iglesia. Odiaba los funerales, pero pensé que en realidad sería raro que me gustaran. Me pregunté si habría gente a la que le gustara ese tipo de cosas. Gente que apareciera allí para empaparse de la tristeza como una forma enfermiza de entretenimiento. Ya sabes lo que dicen: no puedes deletrear «funeral» sin «fun».*

Estoy bien.

Cada vez que pasaba alguien por mi lado, titubeaban conteniendo la respiración. Pensaban que estaban viendo a Gabby.

—No soy ella —les susurraba, y entonces fruncían el ceño y seguían avanzando—. No soy ella —murmuré para mis adentros, removiéndome en el banco de madera.

Cuando era niña estuve enferma. Entre los cuatro y los seis años, entraba y salía del hospital continuamente. Supongo que había un agujero en mi corazón. Tras muchas operaciones y muchas oraciones, pude continuar teniendo una vida normal. Mamá creía que iba a morirme, y no podía evitar pensar que le decepcionaba que fuera Gabby la que hubiera muerto en lugar de mí.

Había empezado a beber otra vez cuando descubrió que Gabby estaba enferma. Había hecho todo lo posible por ocultarlo, pero una vez la sorprendí en la habitación. Estaba llorando y temblando en la cama. Cuando me tumbé a su lado para abrazarla, olí el whisky en su aliento.

Mamá nunca había manejado bien las situaciones difíciles, y el alcohol era siempre su manera de lidiar con los problemas. No resultó ser muy buena solución cuando Gabby y yo tuvimos que quedarnos con nuestro abuelo durante sus visitas a la clínica de rehabilitación. Después de la última vez, prometió dejar la botella para siempre.

Mamá estaba sentada en primera fila con su novio, Jeremy, la única persona capaz de asegurarse de que se vistiera cada día. No habíamos hablado mucho desde que Gabby fue tan egoísta como para morirse. Siempre la había querido más a ella. No era un secreto. A Gabby le gustaban las mismas cosas que a mamá, como el maquillaje y los realities. Siempre se reían juntas y se divertían mucho mientras yo me quedaba sentada en la habitación o en el sofá leyendo mis libros.

Sé que los padres siempre dicen que no tienen favoritos, pero ¿cómo no va a ser así? A veces tienen un hijo que se parece tanto a ellos que jurarían que Dios los había hecho a su imagen y semejanza. Eso es lo que Gabby era para mamá. Pero otras veces te sale una hija que se entretiene leyendo el diccionario porque «las palabras molan».

¿Adivinas quién era esa?

Me quería bastante, pero desde luego, no le gustaba. A mí no me importaba, porque yo la quería a ella por las dos.

Jeremy era un hombre decente, y me preguntaba en secreto si sería capaz de traer de vuelta a la madre que tenía antes de que Gabby se pusiera enferma. La madre que solía sonreír. La madre que podía soportar mirarme. La madre que me quería pero a la que no gustaba demasiado. Echaba mucho de menos a esa madre.

Arañé el esmalte negro de mis uñas y solté un suspiro. El cura seguía hablando de Gabby como si la hubiera conocido. No era así. Nunca habíamos ido a la iglesia, así que el hecho de estar en una en ese momento era un poco dramático. Mamá siempre decía que la iglesia estaba dentro de nosotras, y que podíamos encontrar a Dios en todas partes, así que no tenía sentido ir a un edificio cada domingo. Yo opinaba que era su manera de decir «los domingos duermo hasta tarde».

No podía seguir dentro de la iglesia ni un segundo más. Para ser un lugar de fe y oración, era bastante sofocante.

Giré la cabeza hacia las puertas de la iglesia al oír otro himno. Por Dios bendito. ¡¿Cuántos himnos quedan?! Me levanté del banco y salí fuera, sintiendo como el calor del verano me golpeaba la piel. Hacía más calor que otros años. Me estiré el vestido negro que estaba obligada a llevar e intenté mantener el equilibrio sobre los tacones. No estaba acostumbrada a esa altura.

Cualquiera pensaría que era raro que llevara el vestido que había elegido mi difunta hermana, pero así era Gabby. Siempre había sido un poco morbosa, hablando de su muerte antes de que llegara, incluso antes de enfermar. Quería que estuviera guapa en su funeral. El vestido me quedaba un poco pequeño en la cintura, pero no me quejé. ¿A quién podía quejarme de todas formas?

Me senté en el primer escalón de la iglesia y coloqué los codos a ambos lados del cuerpo, presionándolo con fuerza hasta sentir un poco de dolor. Los funerales son aburridos. Observé a una hormiga despistada recorrer el escalón. Parecía aturdida y confusa, yendo de atrás hacia delante, de izquierda a derecha, de arriba para abajo.

—Vaya, parece que tenemos mucho en común, señora Hormiga.

Me protegí del sol con la mano y miré el cielo. Era uno de esos estúpidos cielos azules tan llenos de felicidad y esas chorradas. Aunque me cubría los ojos, el sol me quemaba y me calentaba llenándome de arrepentimiento y culpa.

Bajé la cabeza y observé los escalones de cemento mientras hacía círculos redundantes con la punta de mis tacones. Tenía mis dudas, pero estaba casi segura de que la soledad era una enfermedad. Una enfermedad infecciosa y repugnante que se adentra lentamente en tu sistema hasta apoderarse de ti, por mucho que intentes resistirte a ella.

—¿Interrumpo? —dijo una voz detrás de mí. La voz de Bentley.

Me giré y lo vi con una cajita en las manos. Me sonrió, pero tenía la mirada triste. Di unas palmaditas en el escalón a mi lado y él aceptó de inmediato mi invitación silenciosa. Gabby también lo había vestido a él. Llevaba una americana azul encima de su camiseta gastada de los Beatles. Seguramente la gente que estaba en la iglesia lo había mirado raro por haber elegido ese atuendo, pero a Bentley le daba igual lo que pensaran los demás. Solo le importaba una chica y sus deseos y necesidades.

—¿Cómo estás? —pregunté, colocando la mano en su rodilla.

Sus ojos azules se encontraron con mis ojos verdes, y soltó una risita. Pero los dos sabíamos que era una risa que escondía sufrimiento. Hice una mueca de tristeza. Pobrecito. Enseguida colocó la caja a su lado y dejó caer los hombros. Se llevó las manos a la cara y se hizo un ovillo. Di un resoplido, casi sintiendo cómo su corazón se rompía en mil pedazos. Solo había visto a Bentley llorar una vez, y fue cuando consiguió entradas para ver a Paul McCartney. Este tipo de lágrimas era muy diferente.

Verlo derrumbarse me hizo sentir muy impotente. Lo único que quería era absorber todo su dolor y enviarlo al espacio exterior para que nunca tuviera que volver a sentirse así.

—Lo siento, Bentley —dije en voz baja, y lo rodeé con mis brazos.

Él siguió sollozando un rato más y luego se secó los ojos.

—Soy un idiota por derrumbarme así delante de ti. Lo último que necesitas es ver a alguien desmoronándose. Lo siento, Ashlyn —suspiró.

Era el tío más agradable que había conocido. Es una pena que los tipos buenos sufran, porque todo el mundo sabe que el dolor de sus corazones es el más profundo.

—No te disculpes. —Entrelacé los dedos y apoyé la barbilla en las manos. Él ladeó la cabeza en mi dirección y me dio un golpecito en el hombro.

—¿Y tú cómo estás? —preguntó mirándome con los mismos ojos cariñosos de siempre.

Mi hermana se habría enamorado perdidamente de él por aquel gesto de venir a ver cómo estaba. Seguro que en el mundo que había después de este, estaba con Tupac y la madre de Nemo con una sonrisa en la cara.

Una sonrisa asomó a mis labios y recordé que no era la única que estaba sufriendo. Bentley significaba muchísimo para Gabby, pero Gabby era el universo de Bentley. Tenía dos años más que nosotras. Lo habíamos conocido cuando estaba en el tercer año de instituto. Gabby iba a segundo y yo a primero, ya que iba un curso retrasada a causa de mis problemas de salud.

En unas semanas, Bentley se iría al norte para empezar su segundo año de universidad. Estudiaba para ser médico, algo irónico, porque en ese momento padecía de un corazón roto que ninguna medicina podría curar jamás.

—Estoy bien, Bent. —Era mentira, y él sabía que era mentira, pero no importaba. No me haría preguntas—. ¿Has visto a Henry dentro? —dije, girándome un momento para mirar las puertas de la iglesia.

—Sí. Hemos hablado un rato. ¿Has hablado con él?

—No. Tampoco he hablado con mi madre. Desde hace días. —Bentley notó que me temblaba la voz y me rodeó la cintura para abrazarme.

—Es solo que está afligida. No lo hace con mala intención, estoy seguro.

Pasé los dedos por los escalones de cemento, sintiendo la textura rugosa contra mi piel suave.

—Creo que desea que hubiera sido yo —dije en voz baja. Una lágrima me cayó por la mejilla y me giré hacia Bentley, que parecía dolido al oír mis palabras—. Creo que ni siquiera puede mirarme porque, bueno… soy la gemela mala que ha sobrevivido.

—No —dijo con firmeza—. Ashlyn, no hay absolutamente nada malo en ti.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno. —Se incorporó y me dirigió una sonrisa bobalicona—. Soy médico. O al menos estoy estudiando para serlo. —No pude evitar reírme al oír su argumento—. Y para que lo sepas… Durante la última conversación que tuvimos Gabby y yo, no dejaba de repetir lo mucho que se alegraba de que no fueras tú.

Me mordí el labio intentando contener las lágrimas que se me agolpaban en los ojos.

—Gracias, Bentley.

—Aquí estoy, colega. —Me abrazó una última vez y luego nos separamos—. Esto me recuerda… —Cogió la caja que tenía al lado y la colocó en mi regazo—. Es de Gabby. Me pidió que te la diera para que la abrieras esta noche después del funeral. No sé qué hay dentro. No quiso decírmelo. Solo me dijo que era para ti.

Miré la caja de madera y pasé los dedos por ella. ¿Qué habría dentro? ¿Qué podía pesar tanto?

Bentley se levantó y se metió las manos en los bolsillos. Oí sus pasos al acercarse a las puertas de la iglesia. Cuando abrió una de ellas, los débiles sollozos procedentes del interior se hicieron más dolorosos a nuestros oídos. No levanté la vista, pero sabía que seguía ahí. Se aclaró la garganta y tardó unos segundos en volver a hablar.

—¿Sabes? Iba a pedirle que se casara conmigo.

La caja de madera me pesaba en las piernas, y el sol abrasador me perforaba el rostro, proyectando su luz con fuerza contra mi piel. Asentí sin darme la vuelta.

—Lo sé.

Un pesado suspiro escapó de sus labios al girarse para volver a entrar en la capilla. Me quedé allí sentada un rato más, pidiendo al sol en silencio que me derritiera hasta convertirme en una montaña de nada sobre los escalones aquella tarde. La gente deambulaba por allí, pero nadie se paraba para mirarme. Estaban demasiado ocupados viviendo su vida para darse cuenta de que la mía, de alguna forma, se había detenido.

Volvió a abrirse la puerta de la iglesia, pero esta vez fue Henry quien se sentó a mi lado. No dijo mucho, pero se mantuvo lo suficientemente alejado para evitar hacerme sentir incómoda. Se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su traje y encendió uno.

Una nube de humo salió de sus labios, y observé las formas hipnóticas que hacía en el aire antes de disiparse.

—¿No crees que es un poco lúgubre fumar en los escalones de una iglesia?

Henry dejó caer la ceniza del cigarrillo antes de hablar.

—Sí, bueno, el mundo acaba de enterrar a una de mis hijas, así que creo que puedo fumarme un cigarrillo en estos escalones y decir «que te jodan, mundo». Al menos por hoy.

Me eché a reír. Era una risa llena de sarcasmo.

—Me parece un poco atrevido por tu parte que nos llames hijas después de haber pasado dieciocho años en que solo nos llamabas por nuestro cumpleaños y nos enviabas postales navideñas. —Henry había conducido hasta aquí desde Wisconsin por primera vez en mucho tiempo.

Su propósito en la vida no era tener una taza que pusiera «el mejor padre», y yo había aprendido a no darle importancia. Pero que viniera hasta aquí, precisamente hoy, e hiciera el papel de padre de luto era un poco dramático, incluso para ser el tipo que se fuma un cigarrillo en los escalones de la iglesia.

Dejó escapar un suspiro y guardó silencio. Permanecimos sentados bajo la mirada de la gente durante largo rato. Tan largo que empecé a sentirme mal por cómo le había hablado.

—Lo siento —murmuré mirándolo—. No quería decir eso. —No estaba segura de si me lo había tenido en cuenta. Supongo que a veces es más fácil ser mezquino que lidiar con el dolor.

Henry no tardó en desvelar el verdadero motivo por el que había salido a charlar conmigo.

—He hablado con tu madre. Lo está pasando muy mal. —No dije nada. ¡Pues claro que lo estaba pasando mal! ¡Su hija favorita había muerto! Henry continuó diciendo—: Hemos decidido que lo mejor es que vengas conmigo y acabes el último año de instituto en Wisconsin.

Esta vez me eché a reír a carcajadas.

—Sí, claro, Henry. —Al menos seguía teniendo sentido del humor. Un sentido del humor extraño, pero divertido. Me volví hacia él y vi que sus ojos verdes, iguales que los míos y los de Gabby, tenían una mirada sombría. Empezó a dolerme el estómago. Se me llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Va en serio? ¿No me quiere aquí?

—No es eso… —Le temblaba la voz. No quería ofenderme.

Pero sí que era eso. Ya no me quería. ¿Por qué sino iba a mandarme a la tierra de las vacas, el queso y la cerveza? Sabía que estábamos pasando por un mal momento, pero eso es lo que ocurre en las familias cuando alguien muere. Lo pasan mal. Van con pies de plomo. Gritan cuando lo necesitan y lloran durante los gritos. Se derrumban… todos juntos.

Volvieron los dolores de estómago que había padecido las últimas semanas, y me odié a mí misma por sentirme débil. Delante de Henry no. No te desmayes delante de él.

Me levanté del escalón, sujetando la caja de madera debajo del brazo izquierdo. Me sacudí el polvo del vestido con la mano derecha y avancé hacia la iglesia.

—De acuerdo —mentí. Mi mente estaba inundada de pensamientos aterrorizados sobre lo que se avecinaba—. Además… ¿a quién le importa que le quieran o no?


* * *


Había pasado una semana desde el funeral, y mamá se había quedado en casa de Jeremy la mayor parte del tiempo. Para ser sincera, no era exactamente cómo imaginaba que pasaría las últimas semanas de verano: llorando sola en casa a todas horas. Era oficialmente patética.

Por lo menos no había llorado durante los últimos diez minutos. Era una gran victoria.

Avancé por el pasillo, me detuve y me apoyé contra el marco de la puerta de la que solía ser nuestra habitación compartida. Ahí estaba, encima de mi cómoda: la pequeña caja de tesoros. Toda la vida de Gabby, o al menos la que soñaba que tendría, estaba dentro de esa caja. Estaba segura. Llámalo instinto, llámalo telepatía entre gemelas, pero estaba segura.

Era una cajita sencilla de madera, y tenía que abrirla la noche del funeral, pero hasta el momento solo la había colocado sobre la cómoda para contemplarla. La levanté y encontré la llave pegada en la base. Tiré de la llave y me acerqué a la cama individual que estaba en el lado derecho de la habitación, mirando la segunda cama que estaba al otro lado. Me dejé caer sobre la pesada colcha, y entonces metí la llave en la cerradura.

Abrí la caja de tesoros con calma. Solté el aire que había contenido, y derramé unas pocas lágrimas. Me las sequé de inmediato e inspiré profundamente.

Dos segundos. No había llorado durante los últimos dos segundos. Era una pequeña victoria.

Dentro de la caja había una cantidad enorme de sobres. Había un montón de púas viejas de Gabby encima de los sobres. Se le daba genial la música, y siempre intentaba enseñarme a tocar esa maldita guitarra suya, pero solo conseguí hacerme daño en los dedos y perder el tiempo cuando podía haber estado trabajando en mi novela inconclusa.

Enseguida me sentí mal por no haberme esforzado más en aprender a tocar la guitarra, porque ella se había tomado mucho tiempo en ayudarme a escribir mi novela. Ahora estaba segura de que nunca la terminaría.

En una esquina de la caja había un anillo: el anillo de novios que le había dado Bentley. Me lo pasé por los dedos un momento antes de devolverlo a su sitio. Esperaba que estuviera bien. Era lo más cercano a un hermano que tenía, y deseé que lograra volver a ser el que era: el chico adorable que siempre había sido.

El resto de las cosas que había en la caja de madera eran cartas, muchas cartas. Había al menos cuarenta sobres, cada uno numerado, marcado con palabras y sellado con un corazón. El primero decía «Léeme primero». Coloqué la caja en la cama, cogí el sobre y lo abrí lentamente.


Hermanita,


Me llevé los dedos a los labios y di un grito ahogado al ver que era una nota de Gabby. En mi interior, sentimientos encontrados, porque quería llorar al ver su letra, pero también quería reírme al ver que me llamaba «hermanita». Había llegado al mundo quince minutos antes que yo, y nunca dejaba de recordármelo: siempre me llamaba «hermanita» o «niña». Seguí leyendo, deseosa de devorar cada uno de los sobres que contenía la caja, ansiosa por sentirme conectada a ella, enseguida, allí mismo.


Déjame decirte en primer lugar que te quiero. Fuiste mi primer amor y eres mi mejor amor. Sí, ya sé que estas cartas pueden parecer algo morbosas, pero carpe diem, ¿no? Le pedí a Bentley que te dijera que las abrieras la noche del funeral, así que ya sé que seguramente habrás esperado uno o dos días.


«O siete», murmuré, y no pude evitar sonreír al leer la siguiente línea.


O siete. Pero sentía que habíamos dejado tantas cosas por terminar. Tantas cosas que no hemos podido hacer. Siento que no vaya a ir a tu graduación. Siento que no pueda emborracharme contigo cuando cumplas los veintiuno. Siento que no vaya a estar allí cuando firmes tu primer libro. Siento mucho, mucho que no pueda abrazarte la primera vez que te rompan el corazón ni ser tu dama de honor en tu sofisticada boda.

Pero necesito que hagas algo por mí, Ash. Necesito que dejes de culparte a ti misma. ¡Ahora mismo! ¡Para ya! Necesito que empieces a pasar página. Soy yo quien ha muerto, no tú, ¿recuerdas? Así que en la siguiente página encontrarás una lista de cosas por hacer antes de morir. Sí, la he hecho yo porque sé que tú nunca la harías. Cada vez que completes una acción, abre una carta. Será como si estuviera ahí contigo.

Lee la lista. NUNCA abras una carta hasta que hayas completado la tarea. Y por Dios, date una ducha, cepíllate el pelo y maquíllate un poco. Tienes un aspecto horrible. Un poco como un híbrido entre el diablo y Paco Pico.

Perdóname por todas las lágrimas, y perdóname por hacerte sentir tan sola y perdida. Pero confía en mí…

Lo estás haciendo genial, hermanita.


Gabrielle


Pasé a la siguiente página y miré mi «lista de cosas por hacer antes de morir». No me sorprendió lo acertada que era la lista con algunas de las cosas que decíamos que haríamos. Lanzarme en paracaídas, leer la obra completa de Shakespeare, enamorarme, publicar una novela y organizar una firma de libros alucinante con cupcakes, tener gemelos, salir con el chico equivocado, ir a la Universidad de California del Sur. Esas eran algunas de las cosas que soñaba que haría. Pero algunas cosas de la lista eran más propias de Gabby que mías.

Perdonar a Henry, llorar de felicidad y reír de tristeza, emborracharme y bailar en un bar, devolverle a Bentley su anillo de novios, cuidar a mamá, recrear la famosa escena de Titanic.

La puerta principal se abrió y vi a mi madre en la sala de estar, caminando de un lado a otro. Guardé las cartas en la caja y la cerré. Salí de la habitación, me acerqué a ella, y ella me miró durante largo rato. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y abrió la boca como si quisiera decirme algo, pero no le salió nada. Levantó y volvió a bajar los hombros, y no hubo más que silencio.

Parecía tan rota, tan agotada, tan destrozada.

—Mañana me voy a casa de Henry —dije moviéndome sin parar por la alfombra. Durante un breve instante, mamá se echó a temblar. Me planteé retirar lo que había dicho y quedarme en el apartamento, pero antes de poder ofrecerme, me contestó.

—Eso está bien, Ashlyn. ¿Necesitas que Jeremy te lleve a la estación de tren?

Negué con la cabeza. El corazón me golpeaba con fuerza en el pecho y cerré las manos en un puño.

—No, me las arreglaré. Y para que lo sepas, no voy a volver. —Se me quebró la voz, pero logré contener las lágrimas—. Nunca. Te odio por abandonarme cuando más te necesito. Y nunca te perdonaré.

Miró al suelo, con los hombros caídos. Luego levantó la vista para mirarme una última vez antes de volver a salir por la puerta principal.

—Que tengas un buen viaje.

Y con eso, me dejó allí, sola, una vez más.




* Juego de palabras. «Fun» en inglés significa «diversión». (N de la T.)

Capítulo 2

Ashlyn


Recuerda siempre nuestra primera mirada,

y le prometeré a tu corazón que seré suficiente.


Romeo’s Quest



El día siguiente no tardó en llegar. Estaba sentada en una estación de tren, sobre una maleta grande. Nunca había viajado en tren, y había sido una experiencia interesante.

Había aprendido tres cosas sobre los trenes: una, que a veces los desconocidos se sientan a tu lado y roncan y babean, pero tú tienes que actuar como si eso fuera normal; dos, una lata de refresco te cuesta más que comprar una manada de vacas; tres, los revisores tienen exactamente el mismo aspecto que el tipo de la película Polar Express, salvo porque no son personajes animados.

Los trenes siempre molan más en las películas y los libros, pero en realidad son solo coches sobre unas vías. Lo cual tiene sentido, ya que a los vagones también los llaman «coches». Bueno, a casi todos. El de delante se llama locomotora, y el de atrás es el vagón de cola.

Sonreí al pensar en la palabra «cola». Dila cinco veces sin reírte.

Cola.

Cola.

Cola.

Cola.

Gabby.

Oh no. Me estaba riendo sin parar y llorando al mismo tiempo. Todo me llevaba de vuelta a mi hermana. La gente que pasaba por mi lado debía de pensar que estaba loca, porque estaba riéndome sola. Para evitar las miradas, saqué un libro del bolso y lo abrí. A veces la gente es demasiado crítica.

Me coloqué el bolso de nuevo en el hombro y suspiré. Odiaba los bolsos, pero a Gabby le encantaban. Le gustaba todo lo relacionado con la ropa y ponerse guapa. Y se le daba muy bien. A mí en cambio no mucho, pero ella me decía que era guapa, y eso ya era algo.

¿Sabes qué es lo mejor de los bolsos? Que puedes meter libros. Estaba leyendo Hamlet por quinta vez en las últimas tres semanas. La noche anterior lo había dejado en la parte en que Hamlet le escribe a Ofelia para decirle que dude de todo lo que ven sus ojos excepto de su amor. Pero la muy tonta va y se mata más tarde en la historia. La maldición de salir en una tragedia de Shakespeare.

Estaba leyendo cuando vi por el rabillo del ojo a un hombre que salía de la estación arrastrando una maleta. Luego dejó la maleta apoyada contra la pared. Era extraño llamarlo «hombre» porque no era tan mayor, pero era demasiado adulto como para llamarlo «chico». Debería haber una palabra para describir esos años intermedios. ¿Tal vez chimbre? ¿Combre? ¿Chicombre?

El chicombre también estaba en mi coche —es decir, en mi vagón— y lo había visto enseguida. ¿Cómo podía no haberlo hecho? La gente no solía parecerme atractiva, pero él iba a la cabeza. Llevaba el pelo largo, demasiado largo. Al menos eso era lo que pensaba hasta que se pasó los dedos por su melena castaña y la dejó caer perfectamente peinada.

Me sonrojé.

En el viaje a Wisconsin, se había sentado dos asientos detrás de mí. Cuando me levanté para ir al baño lo vi dándose golpecitos en las piernas de manera rítmica, y movía la cabeza de detrás hacia delante. A lo mejor era músico. Gabby siempre daba golpecitos con el pie y meneaba la cabeza.

Estaba claro que era músico.

Notó que lo miraba, y cuando levantó la vista para mirarme, me dirigió una amplia sonrisa. Eso me hizo sentirme muy pequeña, así que me concentré en la alfombra azul marino manchada de café y seguí avanzando. Tenía los ojos muy azules y llenos de interés. Por un segundo pensé que eran un pasadizo a otro mundo.

Ojos azules.

Preciosos.

Impresionantes.

Radiantes.

Suspiré.

Tal vez eran un pasadizo a un mundo mejor.

Cambiando de tema, la gente no debería usar nunca los baños de los trenes. Son bastante asquerosos, y pisé un chicle.

Cuando volví del baño, tenía el corazón en un puño porque sabía que tendría que volver a pasar junto al señor Ojos Bonitos. Mantuve la mirada baja hasta que llegué a mi asiento. Dejé escapar un suspiro, y entonces mi cabeza se giró involuntariamente hacia él. ¡¿Qué?! Malditos sean mis ojos por querer mirarlo otra vez. Me sonrió de nuevo e hizo un gesto con la cabeza. Yo no le devolví la sonrisa porque estaba demasiado nerviosa. Esos ojos azules tan extraños me ponían de los nervios.

Esa había sido la última vez que lo había visto. Bueno, hasta ahora.

Ahora yo estaba fuera de la estación. Él estaba fuera de la estación. Los dos estábamos fuera de la estación. Lo miré por un instante. Palpitaciones masivas.

Giré la cabeza en su dirección disimuladamente, como haciendo ver que miraba un punto detrás del señor Ojos Bonitos para comprobar si venía Henry. En realidad solo intentaba echar un vistazo al chicombre, que estaba apoyado en la pared.

Se me aceleró la respiración. Me había visto. Moví los pies por la acera y empecé a tararear, intentando disimular y fracasando estrepitosamente. Sostuve el libro delante de mi cara.

—«Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo» —citó.

Se me cayó el libro. Miré al señor Ojos Bonitos, confundida.

—Calla.

Su sonrisa desapareció y su rostro adoptó una expresión de disculpa.

—Oh, lo siento. Es que he visto que estabas leyendo…

Hamlet.

Se rozó con el dedo el labio superior y se acercó. Palpitación. Palpitación. Corazón. Corazón.

—Sí… Hamlet. Perdona, no quería interrumpirte —se disculpó, y tenía una voz muy dulce. Sonaba casi como sonaría la miel si tuviera voz. Pero no necesitaba una disculpa. Solo me hacía feliz que hubiera más gente en el mundo capaz de citar a William.

—No, no lo has hecho. No… no quería decirte que te callaras en el sentido de «cierra la boca y deja de hablar». Era más en el sentido de «¡cáspita, calla! ¡¿Sabes citar a Shakespeare?!» Era más bien ese tipo de «calla».

—¿Acabas de decir «cáspita»?

Se me hizo un nudo en la garganta. Me puse derecha.

—No.

—Eh… creo que sí.

Volvió a sonreír, y por primera vez me di cuenta del tiempo tan espantoso que hacía. Fuera estábamos a más de treinta grados. Me sudaban las manos. Tenía hasta los dedos de los pies pegajosos. Incluso tenía algunas gotas de sudor en la frente.

Vi como abría la boca y yo abrí la mía al mismo tiempo. La cerré de inmediato, porque quería oír su voz más que la mía.

—¿Vienes de visita o piensas quedarte? —preguntó.

Lo miré parpadeando.

—¿Eh?

Él se echó a reír y asintió con la cabeza.

—¿Vienes a visitar el pueblo o vas a quedarte un tiempo?

—Oh —respondí, y me quedé mirándolo demasiado tiempo sin decir nada más. ¡Habla! ¡Habla!—. Me he mudado. Aquí. Me estoy mudando. Soy nueva aquí.

Arqueó una ceja, mostrando interés.

—¿Ah sí? Bueno. —Arrastró la maleta que llevaba con la mano derecha, acercándose más a mí. Una enorme sonrisa apareció en su rostro, y extendió la mano izquierda hacia mí—. Bienvenida a Edgewood, Wisconsin.

Le miré la mano y luego volví a mirarle a la cara. Coloqué el libro contra mi pecho y lo rodeé con los brazos. No podía tocarlo con las manos sudadas.

—Gracias.

Él suspiró levemente, pero no perdió la sonrisa.

—Bueno, encantado de conocerte. —Retiró la mano y empezó a alejarse hacia el taxi que acababa de llegar.

Me aclaré la garganta, sintiendo cómo el corazón golpeaba las páginas de Hamlet y Ofelia, y mi cabeza se llenó de pensamientos vertiginosos. Los pies me exigían que me levantara, así que me incorporé de un salto y al hacerlo tiré mi maleta al suelo.

—¿Eres músico? —le grité al chicombre que se alejaba. Se volvió para mirarme.

—¿Cómo lo has sabido?

Di unos golpecitos con los dedos en el libro de la misma manera que lo había hecho él en el tren.

—Solo me lo preguntaba.

Entrecerró los ojos y me preguntó:

—¿Te conozco?

Arrugué la nariz y negué con la cabeza. Me pregunté si habría visto las gotas de sudor que habían salido volando de mi frente. Esperaba que no.

Se mordió el labio inferior lentamente. Vi que levantaba y dejaba caer los hombros al suspirar.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

Él asintió y se pasó la mano por el pelo.

—Vale. Tienes que ser mayor de dieciocho para entrar. Te harán llevar un sello y te pedirán el carnet de identidad en el bar, pero puedes ir a escuchar. Eso sí, no intentes comprar alcohol. —Ladeé la cabeza sin dejar de mirarlo. Él se echó a reír. Ohh, qué sonido tan maravilloso—. El bar de Joe, el sábado por la noche.

—¿Qué es el bar de Joe? —pregunté. No estaba segura de si se lo preguntaba a él, a mí misma o a esas malditas mariposas que me rasgaban las entrañas.

—¿Un bar? —dijo en un tono agudo, y luego se echó a reír—. Toco con mi grupo a las diez. Deberías venir. Creo que te gustará. —Y entonces me dirigió la que, sin ninguna duda, era la sonrisa más amable en el mundo. Era tan dulce que me hizo toser nerviosamente y ahogarme.

Sonrió y me dijo adiós con la mano. Y con eso, cerró la puerta del taxi y desapareció.

—Adiós —susurré, viendo como el coche arrancaba. No aparté la mirada hasta que el taxi rodeó la esquina del aparcamiento y se alejó. Bajé la vista al libro que tenía entre las manos y sonreí. Iba a empezar de nuevo.

A Gabby le habría encantado aquel momento tan extraño.

Estaba segura.

Capítulo 3

Ashlyn


No voy a mirar atrás,

no voy a llorar.

Ni siquiera voy a preguntarte por qué.


Romeo’s Quest



El motor de la camioneta amarilla oxidada de 1998 rugía como si fuera a explotar cuando Henry aparcó en la estación de Amtrak. La estación estaba llena de familias que se iban o venían de viaje, de gente que se abrazaba y lloraba y reía. Todos sumergiéndose en el arte de la conexión humana.

Me hacía sentir incómoda.

Estaba sentada encima de mi maleta con la caja de madera de Gabby en el regazo. Me pasé los dedos por el pelo, deseando evitar las mismas conexiones que el resto de la gente parecía buscar.

Me estaba derritiendo debajo del vestido corto negro que llevaba, y el aire caliente de la noche de Wisconsin me subía por las piernas de forma desagradable. Me estaba quemando el culo allí sentada, pero no se me había ocurrido que Henry tardaría más de una hora en venir a recogerme. Debí haberlo sabido pero, ay. A veces me pregunto si escarmentaré.

Esperé a que Henry se acercara a la acera. El neumático frontal pasó por encima de una botella de agua vacía. Vi que la botella de plástico temblaba bajo la presión de la rueda, y el tapón salió disparado hacia la acera hasta aterrizar en mi pie. Me levanté de la maleta de flores vintage que mamá me había regalado por mi decimosexto cumpleaños, apreté el botón y tiré del asa, haciéndola rodar hasta la camioneta.

Buf, ¿por qué es tan ruidoso este coche?

Henry se bajó de la camioneta y la rodeó para saludarme. Llevaba una camiseta verde medio remetida en los pantalones vaqueros. Se le había soltado el cordón del zapato izquierdo, y noté un débil olor a tabaco en su barba, pero por lo demás tenía buen aspecto.

Por un segundo, pareció que quería abrazarme y experimentar la misma conexión humana en la que estaba participando la gente que nos rodeaba, pero cambió de idea al ver como me movía nerviosamente sobre mis tacones. Soltó una risita.

—¿Quién lleva un vestido y tacones en un tren?

—Eran los favoritos de Gabby.

Se hizo el silencio, y una enorme oleada de recuerdos empezó a llenar mi mente. Seguro que Henry también estaba recordando. Recuerdos diferentes de la misma chica extraordinaria.

—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó, señalando mi vida dentro de la maleta. No respondí. Qué pregunta más estúpida. Claro que era todo—. Déjame llevarla… —Dio un paso para cogerla, pero yo titubeé.

—Yo me encargo.

Suspiró y se pasó la mano por la barba entrecana. Parecía mayor de lo que debería, pero me imaginé que el remordimiento y la culpa eran capaces de hacerle eso a una persona.

—Vale.

Dejé la maleta en la parte trasera de la camioneta y me dirigí al asiento del copiloto. Tiré de la puerta y puse los ojos en blanco. No debería haberme sorprendido que esa chatarra estuviera rota. Henry era un profesional a la hora de romper y arruinar cosas.

—Lo siento, chiqui. Esa puerta me ha estado dando problemas. Puedes subir por mi lado.

Volví a poner los ojos en blanco y caminé hasta el asiento del conductor. Me subí esperando no enseñar la ropa interior a los coches que pasaban.

Condujimos en silencio, y me imaginé que así serían los próximos meses. Silencios incómodos. Interacciones extrañas. Encuentros raros. Puede que su nombre figurara en mi partida de nacimiento, pero cuando se trataba de ser mi padre, no destacaba por su habilidad para hacer acto de presencia.

—Siento que haga tanto calor. El maldito aire acondicionado se estropeó el fin de semana pasado. No esperaba que hiciera tanto calor. ¿Sabes que esta semana vamos a alcanzar casi los cuarenta grados? Maldito cambio climático —decía Henry. Yo no respondí, así que imagino que lo interpretó como una invitación para seguir hablando. No era una invitación de ningún tipo. Me gustaría mucho que dejara de hablar por hablar. Odio hablar por hablar—. Gabby me dijo que estabas trabajando en un libro, ¿eh? Te he apuntado a clase de Lengua con un profesor estupendo. Sé que la gente dice que contratamos a lo mejor de lo mejor, pero para ser sincero, hay unos pocos cabeza huecas por ahí. —Se echó a reír.

Henry era el subdirector del instituto Edgewood, que iba a convertirse en mi tercer instituto cuando acabaran los últimos días de vacaciones de verano. Pasaría los últimos ciento ochenta días de instituto con mi padre biológico dando vueltas por los pasillos. Genial.

—Da igual, Henry.