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Índice

 

 

 

Portada

Índice

Introducción

 

Primera parte. La resignación del mundo

Capítulo 1. La imparable escalada del Mal

Capítulo 2. La inevitable ‘somalización’ del mundo

Capítulo 3. Los ‘resignados-mendigantes’

 

Segunda parte. El Renacimiento avanza

Capítulo 1. Indicios leves de un nuevo Renacimiento

Capítulo 2. Los que se hacen cargo de su vida personal

Capítulo 3. Los artistas

Capítulo 4. Los emprendedores particulares

Capítulo 5. Los emprendedores sociales

Los que gestionan sus empresas teniendo en cuenta los intereses de las próximas generaciones de accionistas

Los que se preocupan de los intereses de las próximas generaciones para administrar sus empresas

Los que crean fundaciones

Los que crean empresas de economía social

Los que limpian el mundo

Los que transforman la escuela para ayudar a los niños a tomar las riendas de su vida

Los que mitigan los fallos del Estado

Los que alimentan al mundo

Los que cuidan al mundo

Capítulo 6. Los activistas

Los que renuncian a su vida en el mundo para ayudar a los demás a través de la oración y la acción que la primera les inspira

Los que ayudan a los demás a ser responsables

Los que ayudan a que los demás escojan su vida

Los que transgreden y traicionan a los poderes a los que sirven

Los que se encuentran a sí mismos dedicándose a la política

Los que eluden el destino previsto y transforman al mundo con sus palabras

 

Tercera parte. Los pensadores del ‘convertirse en uno mismo’

Capítulo 1. Lo que dicen las religiones y las filosofías

Capítulo 2. El ‘convertirse en uno mismo’ en el pensamiento moderno

 

Cuarta parte. Las cinco etapas del ‘convertirse en uno mismo’

El Acontecimiento, la Pausa y el Camino

Capítulo 1. Tomar conciencia de la alienación

Capítulo 2. Respetarse y hacerse respetar

Capítulo 3. No esperar nada de los otros

Capítulo 4. Tomar conciencia de la unicidad

Capítulo 5. Encontrarse, escoger la propia vida

 

Conclusión. Convertirse en uno mismo, aquí y ahora

Agradecimientos

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

Introducción

 

 

 

 

En un mundo que hoy ya nos resulta insoportable y que pronto lo será todavía más para mucha gente, no cabe esperar nada de nadie. Ha llegado la hora de que cada uno se haga cargo de su vida.

No se conforme usted con pedir una prestación o una ayuda al Estado, libérese de la rutina, de los hábitos, del destino ya marcado, de una vida que otros le han elegido. ¡Elija su propia vida!

Independientemente del sitio donde le haya tocado estar en este mundo, ya sea hombre o mujer, o del lugar que ocupe en la sociedad, compórtese como si ya no esperase nada de la gente del poder; como si nada fuera imposible para usted. ¡No se resigne! No se limite a denunciar el horror económico mundial, no se conforme con indignarse: ambas actitudes no son otra cosa que formas de cobardía social.

Para lograrlo, para alcanzar el éxito en la vida propia, confíe en sí mismo. Respétese. Atrévase a pensar que todo está abierto para usted. Tenga el coraje de cuestionarse, de trastocar el orden establecido, de emprender y considerar su propia vida como la aventura más hermosa.

Para hallar la fuerza para hacerlo, reflexione sobre todas las demandas que condicionan su futuro. Entonces se dará cuenta de que es usted mucho más libre de lo que cree; de que con independencia de quién sea usted, de su edad, de sus recursos materiales, de su sexo, de su origen y su situación social, puede hacer frente a dificultades que le parecían insuperables, cambiar radicalmente su destino, el de aquellos a quienes ama o le aman y el de las generaciones futuras, de los cuales dependen su bienestar y seguridad.

Las mujeres se encuentran especialmente desfavorecidas. Si ellas lo consiguen, van a revolucionar el mundo.

Lo tratado aquí no está designado con suficiente precisión por ninguna palabra en francés ni en ningún otro idioma que conozco. No se trata de resistencia, ni de resiliencia, ni de liberación, ni de desalienación, ni de plena consciencia. Propongo esta expresión: convertirse en uno mismo.

 

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El mundo es peligroso y lo será cada día más: la violencia acecha por doquier y se desencadena en miles de sitios en nombre de las peores intolerancias y de las ideologías más oscuras; vuelven a estallar guerras religiosas; se multiplican las secesiones; las diferencias ya han dejado de nutrirse mutuamente; el medio ambiente se degrada; los alimentos se encuentran cada vez más contaminados; el empleo desaparece; las clases medias se disuelven; el crecimiento no permite atender a las necesidades de una población urbana cada vez más densa y solitaria; aumentan las desigualdades entre unos cuantos ricos y una enorme cantidad de pobres. Uno tras otro, van desapareciendo todos los mecanismos de seguridad.

Como el crecimiento ya no está a la vuelta de la esquina, para mantener su nivel de vida que se encuentra amenazado por todos lados, estados, empresas y particulares viven cada vez más del crédito, a expensas de las generaciones anteriores, a las cuales despojan de su herencia, y de las generaciones futuras, cuyo patrimonio empobrecen.

Frente a tales peligros, la mayoría de los políticos y dirigentes de empresas, casi todos preocupados únicamente por su situación actual, se conforman con gestionar el día a día lo mejor que pueden. Los políticos tan sólo buscan aumentar su popularidad ante los votantes mediante decisiones demagógicas; y los que dirigen empresas hacen lo propio ante sus accionistas mediante la búsqueda frenética de beneficios.

Todos olvidan que los seres vivos de hoy en día tendrían sin embargo un interés egoísta en pensar a largo plazo, ya sea porque también pertenecen a generaciones pasadas (más de un tercio de la población actual ya estaba hace cincuenta años en este planeta), ya sea porque ya pertenecen a generaciones futuras (más de dos tercios de nuestros contemporáneos vivirán todavía dentro de treinta años).

Concretamente en Francia, los dirigentes que se han sucedido han dejado que el país se hundiera desde hace dos décadas en un lento declive, un letargo que podría ser mortal.

Cansado de haber dicho y escrito repetidamente durante tanto tiempo que resulta urgente reformar el gobierno del mundo, de Europa y de mi país; cansado de exponer con detalle las medidas urgentes que habría que tomar para evitar catástrofes ecológicas, recuperar un crecimiento sostenible y equitativo, proporcionar a cada uno los medios para que viva plenamente su libertad sin negársela a los demás; cansado de oír a hombres y mujeres del poder, de cualquier partido, de cualquier país, entre ellos el mío, que me digan en secreto que comparten conmigo el diagnóstico y las recomendaciones, que saben lo que se debería hacer, pero que ahora no es el momento de ponerlo en práctica debido a la crisis o a la ausencia de crisis, o a su popularidad o impopularidad; cansado de ver cómo se refugian tras su escepticismo, su cinismo, su narcisismo, su autosatisfacción, su egoísmo, su codicia, su apocamiento, su orgullo; furioso de verlos procrastinar como reyes holgazanes a los cuales sólo preocupa su propio interés, quisiera a partir de ahora decirles a todos y a cada uno de ustedes: ¡no esperen ya nada de nadie, hagan una nueva apuesta al estilo de Pascal!

Ese genio propuso, en su época, apostar por creer en Dios con independencia de toda revelación, creer sin pruebas; porque, decía, al hacerlo nadie tiene nada que perder. Si no existe, nadie será castigado por haber creído; si existe, tal vez será recompensado por haberle honrado.

Propongo actuar de la misma forma en el mundo de hoy: apostar por tomar las riendas de la propia vida, por encontrarse a uno mismo, independientemente de la hipotética acción de los otros. Porque en toda hipótesis tenemos todas las de ganar.

En efecto, una de dos: o bien, que es lo más probable, los poderosos, públicos y particulares, no estarán a la altura de los retos; entonces, cada uno habrá actuado a tiempo para lograr aliviar, al menos para sí mismo, su frustración; o bien, al contrario, los hombres con poder se decidirán por fin a afrontar los retos ecológicos, éticos, políticos, sociales y económicos de nuestra época. Y aquí, una vez más, una de dos: o bien fracasarán, lo cual nos llevará de nuevo al caso precedente; o bien triunfarán, y nadie habrá perdido nada por apuntarse, en el mejor de los casos, por iniciativa personal, a la abundancia recobrada.

Esta libertad, desde luego, objetivo final, no es y no será nunca ilimitada: el propio Blaise Pascal nos recuerda que nuestra vida se desarrolla en el interior de una prisión, definida por las circunstancias de nuestro nacimiento y las exigencias de nuestra muerte. A nosotros nos corresponde derrumbar sus muros. También compara Pascal la libertad de cualquier hombre con la del campesino: su cosecha depende en igual medida de su trabajo como de la lluvia y la fertilidad de su tierra, factores que no están en sus manos.

Hacer una apuesta como esta no es tan evidente: muchas personas se resignan a no ser otra cosa, durante toda su vida, que lo que los demás han decidido que sean; llevan la existencia que los otros, o el azar y la casualidad, han trazado para ellas allá donde han nacido. Por miedo. Por pereza. Por pasividad. En el mejor de los casos, estas personas sobreviven lo mejor que pueden, encontrando a veces exiguas alegrías en las anécdotas de su destino.

Otras personas creen que evitarán eso indignándose; critican, se manifiestan, protestan. Nunca convierten su indignación en actos concretos. Ni para alcanzar el éxito en su propia vida, ni para mejorar la de los demás. Allá donde se encuentren, no hacen nada más que mantener su conciencia tranquila y proponer temas de conversación respetables.

Otras personas, por último, rechazan el destino que la sociedad, la religión, la familia, la clase social, la nación donde han nacido, sus medios materiales, su sexo o su herencia genética pretenden elegir para ellas. Se apartan de cualquier clase de determinismos; eligen en base a su propia voluntad, sin someterse a los dictados de sus mayores, estudios, oficio, aspecto físico, opción sexual, lengua, cónyuge, una causa por la que luchar, un ideal, una ética. En ocasiones abandonan a su familia y a su país. Buscan en qué son únicas. Se forjan una utopía y tratan de hacerla realidad. O, de una manera más modesta, deciden tomar las riendas y no esperar ya nada de nadie: ni empleo ni plenitud. Intentan, por lo tanto, llegar a ser ellos mismos. No todos lo conseguirán, sin duda, pero por lo menos habrán sido libres intentándolo.

Tal consejo no es, obviamente, fácil de seguir: durante milenios príncipes y sacerdotes, en nombre de los dioses, han impuesto su poder a los hombres, los cuales, a su vez, han impuesto sus caprichos a las mujeres y a los niños. Todavía actualmente, la suerte de casi todos los humanos –sobre todo la de las mujeres y los niños– depende de fuerzas abrumadoras, visibles o invisibles, materiales o inmateriales, económicas o ideológicas, financieras o políticas, religiosas, militares o climáticas; de la buena voluntad de los demás, de sus deseos, de su locura, violencia o indiferencia.

Cada cual, incluso en el seno de las clases medias de los países ricos, puede pensar que no tiene ningún poder sobre el entorno, la paz, la guerra, el crecimiento, el empleo, la evolución del clima y de las tecnologías; ningún poder, por tanto, sobre lo esencial que conforma su vida. Y en realidad son muchos los que no cumplirán sus sueños. No son –ni nunca lo serán– los artistas o médicos que hubiesen soñado ser.

Y no obstante: casi todos los humanos, hombres y mujeres, hasta los más débiles, los más desheredados, los más golpeados por las diferentes fuerzas que se disputan el mundo, tienen la capacidad de tomar las riendas de su propia vida. Si sienten la necesidad vital de liberarse; si aprenden a no resignarse, a resistir, a encontrar en su vida interior y en el ejercicio de su razón una forma de liberarse de los determinismos que les esclavizan.

Son numerosos los acontecimientos que pueden provocar una toma de conciencia de esta naturaleza: una situación material que ha mejorado o empeorado; el sentimiento de una muerte cercana o de una salud espléndida; una reflexión serena o una crisis existencial; una pena profunda o un arrebato de euforia; un período de soledad o un flechazo amoroso; el deseo hacia uno mismo o la necesidad del Otro, cuya presencia ya constituye en sí una ruptura.

Se trata de mucho más que mera resiliencia; no es únicamente una cuestión de sobrevivir a las crisis, ni de salir de un apuro de la vida cotidiana, sino de encontrarse a uno mismo, de conseguir alcanzar el éxito en la vida, de descubrir la razón de su presencia en esta tierra para convertirse en uno mismo, y reunir el valor de apañárselas por su cuenta.

De este desapego con respecto a los demás, de ese tomar las riendas de sí mismo, surgirán legiones de creadores, ya sea en su vida privada o en su actividad profesional; vivirán lo que son y crearán para ellos y para el resto de la humanidad. Si aparecen en gran cantidad, si ayudan a muchos otros a convertirse en ellos mismos, las crisis se superarán pronto; prevalecerán la abundancia, la paz, la tolerancia y la libertad; entonces será posible hacer de nuestro planeta no un paraíso, pero sí por lo menos un mundo habitable para casi todos sus habitantes.

Para que cada uno lo consiga, será preciso que aprenda a distinguir lo que voy a llamar aquí el Acontecimiento, la Pausa y el Renacimiento. Que siga los ejemplos y el Camino en cinco etapas que describe a continuación este libro. Que se atreva a encarar la salvadora soledad.

Primera parte

La resignación del mundo

Capítulo 1
La imparable escalada del Mal

 

 

 

¿Es realmente posible tomar las riendas de la propia vida? ¿Es preciso arriesgarse? ¿No sería mejor mantenerse como espectador de una historia que nos sobrepasa, permitir que el azar y los demás escojan nuestro destino y conformarse con reclamar a los poderosos –estados y patronos– una parte más justa de las riquezas generadas?

En realidad, parece que el Mal prevalece por doquier, no dejando prácticamente lugar alguno a la esperanza del éxito individual. La violencia acecha y golpea en muchos lugares: escenarios de dramas que se iniciaron hace ya mucho tiempo, como el Próximo y el Medio Oriente; los sitios más insospechados, de Ucrania a África subsahariana. Y cada vez más, alcanza a civiles, mujeres y niños que los altos mandos utilizan cada vez más como esclavos, soldados, rehenes o escudos humanos.

El paro aumenta casi en todas partes y afecta sobre todo, y cada vez más, a los jóvenes, incluso a los titulados. Casi la mitad de la humanidad vive por debajo del umbral de pobreza y apenas cuenta con perspectivas de librarse de ello. Las desigualdades han pasado a ser enormes y no cesan de incrementarse. Las 85 personas más ricas del planeta poseen la misma riqueza que los 3.500 millones de personas más pobres.

La demografía continúa disparándose en numerosos países: así, la población de Nigeria se habrá multiplicado por cinco cuando termine este siglo, pasando de 174 millones de habitantes a 440 millones en el 2050 y a 914 millones en el 2100; la de la República Democrática del Congo pasará de 68 a 155 millones en el 2050; la de Níger, de 20 a 200 millones en el 2100; del mismo modo, las poblaciones de Tanzania, Etiopía y Uganda se doblarán, como mínimo, en treinta años. Las de la mayor parte de los países europeos, por el contrario, van a disminuir. A partir de ahora y hasta el 2050, Bulgaria perderá un 30% de sus habitantes, Ucrania un 25%, Rusia un 15%, Alemania un 12%. Por lo que respecta a Asia, Japón va a perder un 15% de sus habitantes. A mediados del presente siglo, habrá más franceses que alemanes, y, más adelante, si la tendencia continúa, más nigerianos que chinos. Si no se puede alterar esta tendencia, a finales de siglo habrá 7.000 millones de habitantes en las ciudades y 3.000 en las zonas rurales. A la vista de ello, parece difícil imaginar que sea posible proporcionar a todos los medios para trabajar, habitar, desplazarse, alimentarse; que sea posible garantizar una pensión digna a los 2.000 millones de personas mayores (cuyo número aumentará dos veces más rápidamente que el del resto de la población); que sea posible trasportar y acoger decentemente a los 1.000 millones de personas, cuando menos, que se verán obligados a exiliarse por motivos climáticos y políticos; o incluso que sea posible, sobre todo en Asia, conseguir que nazcan tantas niñas como niños debido a presiones culturales que las excluyen y a los progresos técnicos que ya permiten abortos selectivos. Ningún Estado dispone actualmente de los medios para influir de manera significativa en todos esos procesos que determinan todos los destinos individuales.

Los progresos tecnológicos, a pesar de ser espectaculares, no parecen ser capaces de mejorar significativamente, en las próximas décadas, la vida de la gente. De hecho, si las innovaciones más recientes (del teléfono móvil a internet, de los motores de búsqueda a la lectura del código genético) han revolucionado las formas de trabajar y de consumir (al suprimir la intermediación en sectores como el comercio o la cultura, al reformar la gestión de la empresa y de la Administración, al estimular intercambios), no han mejorado la vida de las personas tanto como lo hicieron la máquina de vapor, el motor de explosión o la electricidad. Además, el progreso técnico ha experimentado recientemente –y cada vez lo va a experimentar en mayor medida– efectos socialmente y políticamente negativos: innumerables robots suprimirán una cantidad innumerable de empleos; la internet de los objetos y del big data permitirá a los poderes públicos y privados vigilar y controlar cada vez más la vida de cada persona; finalmente, los objetos conectados, las nanotecnologías, las biotecnologías, las neurociencias, el corazón artificial, el útero artificial, el hombre-prótesis, hasta la clonación y las quimeras conllevarán desarrollos irreversibles de la naturaleza y de la humanidad. En este sentido tampoco, de momento, nadie está en condiciones, de modificar dichos desarrollos. La escalada del Mal parece ineluctable.

Por otra parte, el progreso técnico no facilitará los medios para evitar la proliferación de armas; tampoco ayudará a contener el aumento de la temperatura media del globo en tres grados desde este momento hasta el final del siglo; glaciares y casquetes glaciares seguirán fundiéndose, provocando, con la dilatación térmica del agua, un ascenso del nivel de los mares en casi un metro, lo que va a suponer una amenaza para ciento treinta y seis metrópolis costeras, entre ellas Nueva York, así como para algunos deltas muy populosos como el del Ganges y el del Brahmaputra.

La superficie terrestre y cultivable va disminuyendo, en especial en zonas densamente pobladas. Un 90% de la población urbana está sujeta a contaminaciones perjudiciales para la salud y que agravan las situaciones de hambruna. Casi cuatro millones de personas mueren cada año por causas únicamente atribuibles a la mala calidad del aire; este número se ha triplicado en apenas cinco años. Treinta y dos millones de seres humanos son refugiados climáticos. Más de cincuenta millones son refugiados políticos. De aquí al 2030, el número de catástrofes naturales se multiplicará por tres sin que nadie pueda evitarlo; las sequías serán más intensas, los ciclones tropicales más violentos, las precipitaciones más fuertes, los incendios más numerosos. Se prevé que al menos un 30% de las especies animales desaparecerán hacia el 2050. Las epidemias virales serán cada día más frecuentes; aparecerán nuevas enfermedades (desde el año 2000, cada dieciséis meses se descubre una nueva infección viral, en contraposición a una cada quince años en los años setenta), las cuales se propagarán cada vez con mayor rapidez debido al creciente nomadismo de las poblaciones.

El envejecimiento de la población, en fin, implicará un incremento sin precedentes de las enfermedades propias de la tercera y cuarta edad, particularmente los trastornos neurodegenerativos. Los estados tampoco podrán hacer nada al respecto. Los estados garantizan cada vez en menor proporción la seguridad de sus ciudadanos y cada vez son menos capaces de prestar los servicios que de ellos cabría esperar.