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Filosofía radical y utopía

Inapropiabilidad, an-arquía, a-nomia

 

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA

Ciencias Sociales y Humanidades

Filosofía

Title

 

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Título original: Filosofia radical e utopia: inapropriabilidade, an-arquia, a-nomia

© Andityas Soares de Moura Costa Matos

© De la traducción y prólogo, Francis García Collado

Primera edición, 2015

© Siglo del Hombre Editores

Cra 31A n.º 25B-50, Bogotá D. C., Colombia

pbx: (57-1) 337 77 00, fax: (57-1) 337 76 65

www.siglodelhombre.com

Carátula

Alejandro Ospina

Diseño y diagramación

Ángel David Reyes Durán

Conversión a libro electrónico

Cesar Puerta

e-ISBN: 978-958-665-348-0

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

  

ÍNDICE

PRÓLOGO
Filosofía radical: la tarea del parresiasta

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1. La filosofía radical y sus enemigos

1. ¿Fundamento?

2. ¿Método?

3. ¿Derechos fundamentales?

CAPÍTULO 2. UTOPÍA E HISTORIA

1. Utopía: lugar absoluto

2. Crisis y tiempo-ahora

3. Anticampo: antídoto para la dialéctica del progreso

CAPÍTULO 3. A TRAVÉS DEL ESPEJO: TRABAJO, ESPECTÁCULO, ESPECULACIÓN

1. La filosofía radical es filosofía política

2. Trabajo

3. Espectáculo

3.1. Un fin en sí mismo

3.2. El espectáculo como nueva temporalidad

4. Especulación

CAPÍTULO 4. VIOLENCIAS

1. Fuerza, violencia, inacción

2. Excepción revolucionaria

3. Revoluciones críticas y espectaculares

3.1. El telón de fondo

3.2. Luchas en red

3.3. Antropología política de la apuesta

4. Contra la representación

CAPÍTULO 5. AN-ARQUÍA, A-NOMIA

1. Multitud: comunidad inapropiable

2. El orden sagrado del nómos

3. La ley de la selva

BIBLIOGRAFÍA

 

PRÓLOGO

Filosofía radical: la tarea del parresiasta

Ser conocido al margen de las relaciones espectaculares, eso equivale ya a ser conocido como enemigo de la sociedad.

Guy Debord,

Comentarios sobre la sociedad del espectáculo

Sebald escribió en una de sus obras que algunos antropólogos sostienen una curiosa hipótesis sobre el emplazamiento que los dioses tienen en el imaginario de las diferentes culturas. Según su explicación, la razón por la que ese primate que llamamos ser humano tiende a buscar la salvación dirigiendo la mirada hacia las alturas tiene su origen en nuestro pasado primitivo. Es decir, que si hombres de diferentes épocas y culturas buscan y creen encontrar la protección o la redención, ya sea clavando los ojos en el Olimpo u orando con la vista fija o perdida en el cielo cristiano, eso se debe al hecho de que cuando nuestros antepasados intentaban escapar de alguna fiera que los perseguía para devorarlos, estos trepaban hacia las copas de los árboles y se escondían en su espeso follaje. Esa mirada encauzada hacia lo alto como salvaguarda efectiva, habría dado paso a ese impulso simbólico, en este caso metonímico, que hace que los seres humanos aún continuemos buscando e identificando las alturas con la protección.

En este sentido, y ya no deteniéndonos ante la mera búsqueda e identificación de lo elevado con la salvación, sino en el intento de ir un paso más allá, nos encontramos con el carácter heterónomo al que el ser humano se ha habituado. Me refiero en este caso literalmente al de la procedencia de la norma. Siguiendo el mencionado impulso metonímico, esta parece provenir del exterior del grupo, lugar del que adquiere su carácter incuestionable a la vez que dificulta la autonomía a la hora de cuestionar o elaborar nuevas normas, o aun peor, de plantear la posibilidad de la autolimitación ante la realidad de la existencia del otro.

Este carácter heterónomo, puramente metonímico, y su consideración de que la justificación debe estar más allá de los seres humanos que forman un grupo o la sociedad, no es algo que se desprenda de modo natural de eso que algunos llaman naturaleza humana. Pese a ello, es muy común que se aluda a, por ejemplo, las jerarquías que se encuentran en los grupos del resto de primates, cayendo así en un peligroso descriptivismo complaciente, cuando no en una párvula falacia naturalista. En caso de poder hablar de la naturaleza humana difícilmente podremos hacerlo como de algo que espera ser descrito y desvelado. Parece que el falible vehículo de traducción y transcripción de eso que llamamos realidad, el lenguaje, nos invita a la prudencia. Y es que este nos recuerda que la naturaleza humana se encuentra como algo abierto al mundo y, por ende, expuesto al cambio. De modo que el descriptivismo realista metafísico termina por justificar las mayores atrocidades al dar estatuto de racional, verdad y esencia desvelada al mundo que se muestra ante nuestros ojos. Sin embargo, en contraposición, la actitud hermenéutica se percata de que todo aquello que se encuentra ante nuestra mirada debe su lectura, no a una expresión del ser, sino al carácter interpretativo al que todo discurso se encuentra ligado.

Por tanto, para empezar, podríamos apuntar a una de las grandes y arduas tareas para las que la presente obra cumple un gran servicio: alejar la idea de la lechuza hegeliana según la cual la filosofía vendría a realizar dicha descripción racional del despliegue de la Idee en el mundo. Y es que si de algún modo puede ser pensado el pensar, es en su radical interpretación constante. Esto es, en tanto toma de conciencia de que todo será abordado como ex-sistencia, como algo arrancado de la rigidez y la inalterabilidad del ser y arrojado al espacio-tiempo.

A nuestro alrededor tenemos no solo multitud de gobiernos explícitamente heterónomos, ya sean regímenes teocráticos o poderes pretendidamente laicos, que en su imaginario se creen ora herederos ora deudores de la gracia divina. Dicha preeminencia del carácter heterónomo en nuestras sociedades puede entenderse como un tipo de mal común que se muestra contrario al pensar hasta los últimos resultados, al que el autor de esta obra se entrega.

Y es que Filosofía radical y utopía no es solo una obra crítica sobre muchos de los asuntos en los que se apoya la justificación heterónoma que gobierna al mundo, sino un trabajo que bebe de una de las nociones más olvidadas e importantes que dan sentido a la filosofía: la parresía. Ante la justificación y el refuerzo de las fosilizadas verdades en materia de descripción del mundo a las que acostumbra rendir culto la filosofía académica, la obra de Matos se erige como un reducto fiel al espíritu parresiasta que hay tras el pensamiento radical, nada temeroso de llegar hasta las últimas consecuencias de ese mismo pensar. Dicha actitud parresiasta no es un acto de temeridad o desconocimiento del peligro, sino precisamente la lúcida y plena conciencia de que solo allí donde nos arriesgamos sabemos que hemos llegado a tocar fondo. Es así como tomamos conciencia de que pensar no es un acto inofensivo e inocuo, sino de compromiso con lo social, razón por la que el autor identifica filosofía radical con filosofía política.

Ante un panorama repleto de vedettes espectaculares que danzan al son del nuevo concepto de turno, mientras se espera la fabricación de algún otro producto de consumo calificado como filosófico, obras como la presente azuzan como un tábano al pensar y avivan el fuego que empuja a no dejar que ninguna idea sobre el ser humano cristalice. Todo en aras de evitar que algún iluminado intente gobernar a los seres humanos con su idea cerrada respecto a estos y su naturaleza. La necesidad de replantear de un modo contundente diferentes conceptos atrapados en el ámbar de la academia hace que Filosofía radical y utopía nos recuerde que la lectura de una obra de filosofía no siempre fue una experiencia gratificante por su intento de agradar al lector, sino por hacer que se le removieran las entrañas al sacudir fundamentos que parecían imperturbables en ese sueño, ya de por sí letárgico, sobre la adecuación entre aquello que se muestra y su carácter justificativo racional trascendental.

Es por esto que el tipo de experiencia obtenida con la lectura de esta obra nada tiene que ver con el intento de contentar al lector, sino por ofrecerle una exposición radical sobre diversos conceptos aceptados como innegables e intocables, dado su valor, para seguir perpetuando el mismo mundo como sistema coherentemente racional. De modo que estamos ante un planteamiento radical —y no meramente crítico— sobre, por ejemplo, nociones como trabajo, utopía y crisis. Estos temas, pretendidamente consabidos, aparecen aquí no re-pensados, sino pensados de modo radical, sin concesiones junto a otras nociones de peso asimiladas de modo ensídico como pura convencionalidad lógica, religiosa o científica. Así sucede con, por ejemplo, la idea de tiempo, que hace que la obra de Matos aparezca como un indicativo saludable, como un punto de inflexión en el panorama mediático del “pensar”.

Es decir, que lejos de encontrarnos ante una obra más que nos hable sobre las categorías económicas que justifican la existencia del trabajo, pudiéndonos llevar incluso hasta las viejas nociones de dignificación del ser humano que se desprenden de dicha actividad, en términos de filosofía radical, lo que hace el autor es llevar el pensamiento hasta su última expresión, hasta la última estación conceptual, agujereando así lo que Cornelius Castoriadis llamaba clôture de sens, es decir, el cierre de sentido ensamblista-identitario que dificulta pensar de otro modo, desde otro punto de vista y, en algunos casos, que imposibilita el pensar, y por eso resulta tan destacable el combate que libra el pensamiento radical.

Resulta complicado o injusto en la era de las etiquetas calificar este libro como perteneciente a la filosofía del derecho o a la filosofía política, ya que sin duda estamos ante una obra de filosofía en sentido lato; cuestión que hoy en día no podría entenderse sin el “apellido” radical, al haberse desvirtuado tanto conceptualmente y haber sufrido un vaciado de sentido que ha apartado a la filosofía como pensar dirigido hasta las últimas consecuencias para situarlo como discurso de la justificación, descriptivismo y égida del conformismo que le permite subsistir y la mantiene como objeto de consumo.

En definitiva, como hemos apuntado, estamos ante el acto parresiasta del ponerse en riesgo al pensar hasta las últimas consecuencias y expresar aquello en lo que uno confía al haber sido acompañado tanto por el pensar más radical como por la evidencia de que las afirmaciones vertidas están siendo protegidas por la vida de aquel que las profiere en una situación de claro enfrentamiento jerárquico. Así sucede con el esclavo que declara a su amo el trato injusto que este le dispensa, o el trabajador que reclama sus derechos laborales pese a la posibilidad de perder su trabajo o cualquiera que expone las injusticias pese a saber que, tal como reza la cita de Debord que encabeza este prólogo, quedar al margen del espectáculo hace que cualquiera sea conocido como enemigo de la sociedad, cuando paradójicamente es precisamente el acto parresiasta el que se situaría del lado de la defensa de la misma.

Pero es que, como señala Matos, ya hace mucho tiempo que la filosofía se convirtió en una disciplina inocua, ajena a la realidad social. De modo que solo un análisis valiente, radical, puede sacarla de la mera justificación de la realidad circundante a la que la filosofía actual, aparentemente incapaz de ser creativa, se ha visto condenada a justificar, repetir, apoyar, respaldar y describir como un escribano fiel al dictado de una realidad disfrazada y transmitida como lo real, pese a lo absurdo e infantil de dicha consideración. Es en este sentido que el libro que el lector tiene ahora en sus manos no es un manual, sino un martillo pneumático.

La necesidad de análisis que no sean epígonos de otros. La necesidad de obras originales, no como producto, sino como fractura con la realidad asimilada que nos ofrece el espectáculo. Estas y otras cuestiones hacen que su lectura sea necesaria para aquel que, lejos de querer engalanarse y adornarse con las ínfulas de la filosofía, prefiera ensuciarse en el lodo del pensamiento radical, que tal como el autor expone a lo largo de su obra, debe identificarse de manera coincidente con la filosofía política.

Una de las enseñanzas que pone sobre la mesa esta obra es la de la necesidad, en tiempos como los actuales, de cuestionar las antiguas verdades, ya sea sobre la noción de tiempo o sobre la violencia, pero no como un mero divertimento intelectual, sino como un compromiso social radical que conducirá al lector, en más de una ocasión, hasta los límites de todo lo que hace tiempo cayó en manos de un tipo de poder más preocupado en perpetuar antiguas jerarquías que en combatir las desigualdades con las que, asegura, intenta acabar. Así sucede, por ejemplo, mediante el cuestionamiento de nociones espectacularizadas como la de los derechos fundamentales o la necesaria diferencia entre la noción de revolución crítica o espectacular. Considerando la fuerza que ejerce la mediatización de la realidad por imágenes como verdades incuestionables en la sociedad del espectáculo, Filosofía radical y utopía resulta un buen antídoto para tratar de modo serio la naturalización a la que dicha situación conduce al albergar en su poder gran cantidad de nociones asimiladas como cabales que, en realidad, no son más que un oxímoron peligroso y demencial; tal como sucede con el tan común y extendido concepto de “democracia representativa”.

Sin duda, esta obra nos recuerda el intento taimado en ocasiones, y en otras desesperado, de aquellos que muchas veces enarbolan y agitan la bandera de la democracia y los derechos fundamentales a la vez que tratan de apartar a los individuos de cualquier compromiso político para que prefieran ser representados, o bien caer en ese fascismo que se extiende de modo insospechado hasta el punto no solo de hacer preferible la representación en materia política, sino incluso ante la petición cada vez mayor de borrar la esfera pública y la política de la cabeza de los seres humanos.

En los tiempos en los que la filosofía cada vez más intenta autoprocesarse como producto en el espectáculo, a un servidor no le queda más que halagar la obra que el lector tiene en sus manos. Y no solo eso, sino que, además, dado que la presente traducción fue finalizada antes de la publicación de esta obra en la edición en lengua portuguesa en 2014, hay algo de privilegio en esta invitación a la lectura. Sin duda, si hay alguna cosa prescindible en esta obra, eso son estas palabras que la encabezan.

Ahora que los derivados encapsulados bajo el nombre de filosofía se encuentran por todos lados, obras como esta resultan imprescindibles, y no por el mensaje profético que algunos podrían creer que van a encontrar en su interior; y es que, siguiendo al autor, todo profeta en el fondo no es más que un conservador. Con la paulatina transformación inicua del pensamiento agudo y crítico en mera expresión atractiva, inocua y llamativa, las palabras y argumentaciones aquí vertidas no pueden más que contribuir a la radicalización del pensar. Y es que no es de extrañar que este sea el lugar que el tiempo que nos ha tocado vivir le ha reservado a la madre del gesto inquiridor, al acto del pensar, al cuestionamiento desgarrado y meticuloso que debería representar la filosofía. Pero sobre todo, de esta podríamos decir con el autor de este libro, que dado que ya hace tiempo quedó relegada a mera disciplina inofensiva centrada en analizarlo todo a posteriori, se le puede augurar a esta obra una recepción poco deseable en los ambientes ordinarios en los que más que pensar se gestionan palabras y se fabrican discursos. Pero bien, como es consabido, es la mirada de la infancia la que teme al diablo pintado. Tal vez por ello debemos devolver la mirada al mundo, ya no como discurso que nos adorne y otorgue méritos académicos, sino como compromiso vital que nos permita diferenciar en cuanto a lo humano se refiere entre el vivir y la mera supervivencia. Si bien hace tiempo que bajamos de las pobladas copas que forman los bosques, no podemos pasar por alto que la salvación para muchos sigue encontrándose entre el follaje, ya no de los árboles, sino del formado por la cantidad de hojas impresas de los libros que, solo por su espesor y antigüedad, a muchos les parece que albergan la verdad cuando en realidad, en general, no son más que religión. Es decir, un re-legere, la relectura que de tanto ser repetida termina por considerarse “verdad”. Ahora lean la obra y entréguense, ya no al placer, sino a eso más visceral que en psicoanálisis se llama goce.

Francis García Collado (entre Barcelona y Goiânia), enero de 2015

 

Capítulo 2

UTOPÍA E HISTORIA

... porque el tiempo está cerca.

Apocalipsis, 1:3.

1. UTOPÍA: LUGAR ABSOLUTO

Parece utópico el gesto que pretende trascender a aquello que siempre ha sido. Y si el derecho se funda como orden que garantiza la separación entre oprimidos y opresores, sujetos y objetos de la fuerza considerada necesaria para la convivencia social, intentar pensar otros ámbitos en que este pueda actuar se revela como una tarea que flirtea con lo impensable y se arriesga a caer en las trampas de un discurso insostenible.

La comunidad y la política que vienen de Agamben y que nadie sabe de qué manera vienen; la violencia pura de Benjamin que aniquila toda violencia mediadora (fuerza) y, por eso mismo, no es perenne y no puede generar nada, solo un gran y fértil vacío que no se puede explicar; el comunismo de Marx, proyecto condenado a la eterna dimensión de proyecto: todos ellos son ejemplos de formas de utopía tal como las comprende una filosofía radical.

Tal vez la principal característica de estas propuestas sea su común intempestividad. Los proyectos filosóficos de Agamben, Benjamin y Marx —todos ellos incomprendidos e incluso ridiculizados por la filosofía oficial de sus respectivas épocas— son sabores distintos de un mismo vino. Estos autores se arriesgan a pensar en el límite de lo dado y de lo heredado, granjeándose el desprecio fácil y la sonrisa altiva de aquellos que saben muy bien que las cosas no cambian y, que si aceptara —o fueran obligados a— cambiarlas, exigirán planes, estrategias y, claro está, liderazgos reales e ideales.

Pero la filosofía radical solo puede vivir en la dimensión de la utopía que, más que un no lugar, es el lugar por excelencia: aquel que no puede moverse de sí mismo sin perderse, y que por esa razón se traduce en una exigencia absoluta: que nos dirijamos a él. Aquí la montaña no va a Mahoma, como en el perverso juego capitalista en el que todo es dado listo y en bandeja, incluso las resistencias que se le oponen y que, no por casualidad, se han mostrado desde hace 150 años como las más fieles colaboradoras del sistema, forzando al capital a transformarse y a perfeccionar sus mecanismos de dominio. Y este es, en efecto, el sentido de la crisis del capitalismo: una crisis que no cambia nada en el campo de la producción y, mediante nuevas formas biopolíticas, redistribuye únicamente fracasos por medio de discursos que predican el sacrificio de las poblaciones mundiales ante la especulación. Por otro lado, la filosofía radical quiere el cambio, negándose a contemplar atónita el mundo que siempre termina en una cínica negación de esta posibilidad.

Quizás un modo interesante de empezar a pensar en la idea de utopía sea verla, siguiendo el ejemplo de Gregory Claeys, como un marco que explora las relaciones entre lo posible y lo imposible, siendo irreductible a cualquiera de estos términos.1 En esa misma perspectiva, Agnes Heller afirma que la utopía no puede ser relacionada con un lugar hacia el cual se dirige la humanidad, un sueño por ser alcanzado o una estación siempre lejana a la que el tren de la historia nos conducirá un bello día. Al contrario, ya llegamos a la estación utopía, que es la (pos)modernidad.2 Lo que ahora importa es pensar en cómo nos apropiaremos de esta estación que, más que un no lugar —es decir, un inalcanzable otro lugar, un indiscernible lugar diferente—, es un lugar que concentra a todos los demás, y que por eso se abre a la experiencia histórica de lo discontinuo, de la transformación y de la alternatividad.

“Yo es un otro”: si nos tomamos en serio esta percepción de Rimbaud y comprendemos que el aquí y el ahora de la llamada “realidad objetiva” envuelve varias posibilidades de retomar el pasado para la construcción de futuros diferentes, el proyecto utópico radical pierde su supuesto carácter irrealizable y se vuelve obra viva e histórica. Únicamente así se hace posible entender que todos los lugares son susceptibles de ser mostrados en el horizonte de una historia que está por hacer, la cual se revela más fuerte que el capitalismo al implicar necesariamente más intereses, más posibilidades y más formas-de-vida. Es por este motivo que el capital odia a la utopía e intenta presentarla como sinónimo de delirio imposible; por su simple existencia en el campo de la potencialidad, la utopía demuestra el carácter ilusorio y convencional de la orden autopresentada en cuanto algo objetivo e irrevocable.3

George Sorel llena muchas páginas de sus Reflexiones sobre la violencia (Réflexions sur la violence) de 1906 polemizando contra los socialistas utópicos, los cuales, más que hacer la revolución, preferirían hacer “política” parlamentaria. Involucrado en los debates y la terminología de su tiempo, Sorel construye una imagen de la utopía que es completamente diferente a lo que aquí llamamos con ese nombre. Según afirma, la utopía sería un plan imaginario basado en las condiciones económicas actuales, razón por la cual podría descomponerse en partes y realizarse gradualmente, mediante constantes acuerdos con el poder existente. E incluso es este el significado general —aunque falso— del término que consta en el Dictionnaire de l’Académie de 1798: “plan de gouvernement imaginaire”. Este tipo de “utopía” criticada por Sorel representa un mecanismo desmontable, deliberadamente construido para que solamente algunas de sus partes puedan ser integradas en una legislación futura. Su función no es modificar el sistema existente, sino garantizar ciclos de crisis y reformas. Únicamente de este modo el capitalismo acepta discutir “con racionalidad” e “implementar” utopías. No es por casualidad que el mejor ejemplo de “utopía” presentada por Sorel sea la economía liberal, la cual concibe abstractamente a la sociedad en tanto espacio reducible a tipos comerciales puros que se autoorganizan mediante las leyes naturales de la competencia.4

A esa clase bastarda de utopía, Sorel opone el mito revolucionario de la huelga general, que actúa de manera inmediata y no está sujeta a ningún acuerdo o realización parcial, siendo ejecutable en un ahora absoluto, en su dimensión total y jamás compartimentalizable. En la concepción desarrollada en este libro, son estas características —inmediatez, intransigencia y totalidad— las que determinan el carácter utópico, y poco importa que Sorel prefiera considerarlo bajo el nombre de “mito”, reservando el término “utopía” para un uso polémico contra los socialistas parlamentarios “debatientes”, que él veía como traidores a la causa marxista. Tales personajes, ironiza Sorel, dicen creer que en un futuro lejano el Estado debe desaparecer; sin embargo, mientras tanto debe ser utilizado “de modo provisional” para engordar a los políticos.5

Uno de los rasgos fundamentales de la utopía es su incompatibilidad radical con el presente naturalizado del capitalismo, que se pretende inmutable y ahistórico. No es necesario que la verdadera utopía se justifique mediante planes generales, ya que esto la encerraría en los límites del sistema al que pretende destruir y, peor aún, en los dominios de lo calculable, terreno completamente monopolizado y controlado por el capitalismo. De acuerdo con la evaluación de Sorel sobre el mito, la cual yo considero aplicable a las utopías,

importa muy poco, por tanto, saber lo que los mitos contienen en términos de detalles destinados a aparecer realmente en el plan de la historia futura; estos no son almanaques astrológicos. Incluso podría suceder que no se produjera nada de su contenido.6

Al ser potencia, la utopía se pone a salvo del avance del capital y de sus mecanismos “reales” de disuasión, apuntando atrevidamente para un futuro-presente que, después de todo, puede siempre llegar-a-ser. Al no estar sujeta a los imperativos de la objetividad y de la racionalización, la utopía es, literalmente, un riesgo incalculable para el sistema, un peligro latente, imposible de extirpar, ya que soñar con algo diferente y mejor forma parte del alma humana, incluso de la más sumisa.

Marx dijo en cierta carta —citada o probablemente recreada por Sorel— que “quien compone un programa para el futuro es un reaccionario”.7 Desde ese punto de vista, no hay nada más revolucionario que las utopías, ya que difícilmente pueden ser abarcadas por mecanismos o dispositivos de control. Prueba de ello es que incluso las distopías, que nos muestran en qué podemos transformarnos en caso de no rechazar la catástrofe capitalista, tienen, tal vez incluso más que las utopías, potencial liberador y crítico.

De aquí surge una paradoja: para controlar de modo efectivo las utopías, el “sistema de realidad” tiene que declararlas peligrosamente posibles, tratándolas, o bien como algo real, o bien como algo que puede llegar a ser real, cosa que ya sería un modo de admitir que la vía actual no es la única, existiendo muchas otras posibilidades. Sin embargo, para la utopía es esencial permanecer como utopía, es decir, como potencia-del-no. Solo así el poder no la puede atacar y reconfigurar, transformándola en dispositivo ideológico, tal como sucedió en la antigua Unión Soviética, donde se asistió ya no a la victoria de la utopía comunista, sino a su entierro.

En tanto potencia negativa, la utopía no se identifica con proyectos imposibles, fabulaciones o delirios, sino con el remedio para la ilusión de la realidad. Se trata de pensar la negación con la misma dignidad ontológica reservada a la afirmación. Esto significa que la utopía existe como dimensión crítica del estado actual de las cosas, apuntando para otras configuraciones que, sin embargo, no tienen que existir a hierro y fuego. Todas las alternativas para las cuales apunta la utopía están suspendidas en la esfera de las posibilidades. Solo una humanidad que dice no —es decir, emancipada de las ilusiones del progreso, de la objetividad y de la inevitabilidad del capital— puede (o no) realizar utopías.

Poder no realizar ya es, en sí, una utopía, oponiéndose a la realidad mezquina y pretendidamente objetiva del capitalismo en la cual poder hacer (en tanto posibilidad) no se da ni tan siquiera como potencia negativa. En el “fin de la historia” característico del sistema económico capitalista, nada puede ser o no puede ser: todo ya es, ahora y eternamente, en la tranquilidad aterradora de una temporalidad infinita, ahistórica, compacta y homogénea. Este es el verdadero sentido de las antiutopías —que no se confunden con las distopías— anunciadoras del fin de la historia, comunes a los antiguos ideólogos estalinistas y a los neoliberales actuales, como por ejemplo Francis Fukuyama.

Ambos grupos niegan la historia porque, como demostró Benjamin en sus Tesis, esta es esencialmente un espacio-tiempo de indecisión, discontinuidad y peligro, que abre a cada segundo una puerta estrecha por la cual pueda pasar el Mesías,8 es decir, la revolución total de la violencia pura, ya no comprometida con cualquier fuerza que mantenga el sistema. Sin embargo, esta puerta solo puede abrirse en el presente, aquí y ahora. De ahí el reto de concebir una comunidad que viva en ese tiempo-ahora (Jetztzeit) del que habla Benjamin, el cual se opone tanto al largo presente encapsulado en sí mismo (sin relación con la experiencia) como al mito de una clase de vanguardia que, en el futuro, asumirá las riendas del proceso histórico.9

Como parece indicar la falsa etimología que ve en la primera sílaba de la palabra proletario un signo de su carácter dirigido al futuro y hacia adelante, esta clase no gobernará ahora, sino en un momento que jamás llegó, en el cual su compromiso con el futuro se cumplirá. Lo que gobierna al ahora en nombre de la clase de vanguardia es, paradójicamente, su propia vanguardia, el partido, es decir, la vanguardia de la vanguardia. El partido sería así aquella parte del pueblo que ya es capaz de vivir el futuro en el presente y, mediante la fuerza, imponerlo a la realidad.10 Con esto, el tiempo se cierra sobre sí mismo y produce solo un retrato vacío, revelándose como mera sucesión y repetición de formas tradicionales, tal como la forma-Estado en la que el bolchevismo se convirtió rápidamente. Para abrir el tiempo-ahora es preciso abandonar toda concepción proyectiva y vanguardista. En lugar de clases o partidos de vanguardia, que se hable de multitudes presentes aquí y ahora en las calles. En lugar de proyectos, que vengan las utopías. Y estas son, al contrario de lo que se dice, radicalmente históricas.

Localizar la utopía en la dimensión histórica del presente y pensarla bajo el punto de vista de la negatividad y de la potencialidad no significa privarla de la posibilidad de realizar de modo eficaz grandes proyectos de transformación social. Al contrario de lo que afirma T. J. Clark, que identifica erróneamente izquierda y utopía, la política gradual de los “pequeños pasos” rumbo a un mundo mejor no tiene nada de revolucionaria. Admitiendo una supuesta naturaleza trágica de la política —que en ningún momento él define con claridad—, Clark entiende que el papel de las izquierdas actuales queda reducido a organizar la crítica al sistema global capitalista, sin esperanza alguna de vencerlo, trabajando, al contrario, para la construcción de modificaciones y reformas bien precisas.11 De ahí surge su proyecto de una izquierda sin futuro, o, en sus términos, una izquierda que renuncie a su carácter mesiánico-utópico y deje de limitarse a hacer previsiones irreales y arrogantes sobre el fin del capitalismo.12

A lo largo de su ensayo, Clark adopta un aire de superioridad que él califica de “adulto”, en contraposición al carácter “infantil” de las izquierdas que denuncia, las cuales estarían “esperando la hora del recreo”, ya que se limitarían a una relación infantilizada con el futuro —exigida por el capitalismo de consumo y garantizada por la espectacularización de todas las necesidades y los propósitos humanos—13 y renunciarían a actuar en el presente inmediato.14 A través de un realismo mal disimulado, del más crudo y desnudo, Clark intenta justificar su propuesta mediante la sustitución de la argumentación por la ejemplificación y la de la crítica por la ironía. Su proyecto, abiertamente reformista, parte de la constatación de que la “salida de la modernidad” no será apocalíptica y grandiosa, sino un proceso larguísimo, chocante, banal y mediocre, con lo que se justificaría el papel igualmente minimalista que él reserva a las izquierdas.15

Sin embargo, un pensamiento actual que se pretenda crítico, no puede trabajar con categorías perfectamente sin sentido, como son las de “izquierda” y “derecha”, signos de una bipartición ideológica que ya no es funcional ni esclarecedora, ya sea en la teoría o en la práctica. La insistencia en resucitar estos cadáveres, aunque sea para quemarlos en efigie, tal como lo hace Clark, solo puede llevar a una enorme confusión, cuyos rasgos más característicos residen en la reducción de la utopía a la izquierda y en el empobrecimiento de la comprensión de la dimensión del tiempo, presentado como pura compartimentación historiográfica y no como realidad ontológica total, resistente a toda separación. Aferrado a un racionalismo realista pretensioso, Clark se muestra incapaz de reconocer el tiempo-ahora, así como el carácter indeterminado de la política que, trágica o no, siempre se muestra en la irreductibilidad de una apuesta.

Pero, más allá del carácter estetizante de su ensayo, Clark acierta al localizar la radicalidad en el presente. Sin embargo, esto no significa que debamos, como él hace, comprometernos con la versión de presente que el capitalismo ostenta, ahistórica e invencible, a la cual únicamente podríamos oponernos mediante pequeños proyectos reformistas que, por ello, serían las acciones verdaderamente “revolucionarias” de nuestro tiempo. Al contrario, la radicalidad del presente es un índice de la apertura de la historia, cosa que permite la transformación mesiánica, utópica y radical en el ahora. Para comprender esto, antes precisamos entender lo que es la historia desde una perspectiva filosófica radical.

2. CRISIS Y TIEMPO-AHORA

La filosofía radical es el pensar de la crisis. No en el sentido que Koselleck da al término, retirándole toda significación verdaderamente inaugural y originaria contenida en el vocablo griego kríno, que se encuentra relacionado a las ideas de corte, separación y decisión. Para Koselleck, toda la historia de la temporalidad moderna corresponde a la historia de la crisis, dado que vivimos en un longo presente incapaz de conectar las experiencias del pasado a las expectativas del futuro con el objetivo de crear sentido histórico. La modernidad empieza cuando esta posibilidad falla, mostrándose en cuanto estructura intrínsecamente inestable que se pone en juego al reestructurarse de modo continuo y cíclico bajo las formas-tipo del nacimiento-destrucción-muerte-regeneración.

Es por ello que Koselleck concluye que la crisis es el modo especial que la modernidad inventó para describirse y, por tanto, autoconocerse,16 denunciando una especie de inflación en el concepto de crisis, que genera como resultado paradójico su completo vaciado. En la modernidad, todo estuvo siempre en crisis. Con su expansión semántica, la crisis llega a no significar nada hasta volverse algo “normal”. Pero una crisis permanente pierde todo su potencial. Al negarse a sí misma su carácter de apuesta, ella se muestra al final como una dinámica que favorece el mantenimiento del juego entre las “fuerzas dialécticas” que intentan aprisionar la realidad y mantener todo como siempre estuvo. Contra esta crisis normal que se llama modernidad, la filosofía radical prepara una verdadera crisis, es decir, un evento que, además de imprevisible e improbable, es incontrolable y fundador de mundo, nunca conservador.

La filosofía radical no está preocupada en describir la crisis o “normalizarla” —aunque críticamente, tal como Koselleck trata de hacer—, sino en producirla, negándose decididamente a discutir “alternativas” para las supuestas “crisis reales”, que no son más que mecanismos de adaptación del sistema económico-social-subjetivo característico de la modernidad capitalista. Contra la crisis estructural, la filosofía radical propone la producción de la crisis desestructurante, abierta e indigerible.

Por este motivo, la filosofía radical no puede contentarse con planes o leyes generales —ya sean estas jurídicas, metafísicas, racionales o económicas— que apunten hacia la autosuperación del capitalismo. Esto nunca va a suceder. Benjamin sabía que el Mesías únicamente vendrá si le abrimos camino, si osamos atravesar la puerta que, estando ante la ley, la transforma en barrera infranqueable, naturalizando la historicidad del mundo y de las luchas sociales de manera artificial, haciendo que parezca que aquello que es debe ser eternamente.

Benjamin dice integrar una “generación de vencidos”. Su papel para la historia es fundamental. Solo puede ser vencido aquel que luchó y, por tanto, no aceptó la inevitabilidad de lo real. Tal vez por eso Benjamin insiste al afirmar que, aunque derrotada, su generación está dotada de una “débil fuerza mesiánica” (Tesis II). Y aun débil, una fuerza es una fuerza. Puede que esta débil fuerza mesiánica no sea lo ­suficientemente poderosa para cambiar el mundo, pero sin duda puede acelerar el tiempo de las transformaciones, pese a que el coste sea exactamente la producción de una generación de vencidos que, al no esperar al Mesías, lo hizo presente con la derrota que presagia su venida.

La estructura del razonamiento benjaminiano es cabalística, pudiendo tener su origen en la obra de Franz Rosenzweig, para quien, sin la anticipación de la venida del Mesías y la tentativa de hacerla real aquí y ahora, no hay futuro de verdad, solo un pasado que se proyecta adelante de modo infinito y anodino.17 De modo muy similar, el deseo de cambio político que se pospone para mañana no engendra futuro ni cualquier (re)localización, solo deslocaliza y destemporaliza, sirviendo para naturalizar la precariedad del tiempo histórico en una linealidad hostil a la crítica y al tiempo real, que es, desde siempre, el tiempo en el que se puede hacer la revolución, el tiempo en que todo puede cambiar, el tiempo verdaderamente histórico.

Con Heródoto, la historia surge en Occidente como narrativa, recuerdo y accidente. La historia no se refiere a las grandes constantes y leyes generales de los filósofos y científicos presocráticos, y tampoco se confunde con el mito; esta pretende conseguir que las generaciones humanas se acuerden de algo hasta entonces imposible: un puñado de griegos se enfrentó y venció al poderoso imperio persa.18 Heródoto sabía que si este hecho no fuera constantemente narrado, se volvería imposible de nuevo. Solo mucho tiempo después, esta propensión originariamente revolucionaria de la historia, basada en la ruptura de lo ya establecido y de lo previsible, se abastardará al traducirse bajo la fórmula escolar de la historia magistrae vitae, que ve en el pasado un campo cerrado y repetitivo dotado de leyes lineales y generales, con el que los hombres deben aprender para evitar hoy los errores de ayer. No obstante, el pasado solo puede aparecer en el presente y ser citable, en sentido benjaminiano, cuando los hombres comprendan que la única forma de recuerdo es la actualización, teniendo por telón de fondo una temporalidad en constante ruptura, siempre abierta, irrepetible y, por eso mismo, entregada a sí misma en una dimensión propiamente transformadora, hecha de gestos humanos y no de finalidades preconcebidas.

Tesis II