Portada: Como los pájaros aman el aire. Martín Casariego
Portadilla: Como los pájaros aman el aire. Martín Casariego

 

Edición en formato digital: octubre de 2016

 

En cubierta: fotografía de © Meredith Adelaide / Stocksy United

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Martín Casariego, 2016

Por mediación de MB Agencia Literaria, S. L.

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16854-90-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1. El barrio

2. Transformarse en fantasmas

3. Cuánto y qué pronto olvidamos

4. Buscando

5. Un campo con velas

6. El fotógrafo y la modelo

7. Ochenta

8. Chinches y farolas

9. Por el amor de una rosa

10. Alguien a quien amar

11. Un tesoro

12. La enfermera

13. Algo a cambio

14. Pálida y con cicatrices

15. El presente es un regalo

16. Un trocito de tarta

17. Unas manos bajo la mesa

18. Como los pájaros aman el aire

19. Una vela en Madrid

20. Con los cinco sentidos

21. Irenka1

22. El centinela inmóvil

23. Una visita intempestiva

24. Su vida culminó cuando conoció a Betty

25. Una vida triste y absurda

26. Un cuaderno de tapas verdes

27. El retrato 80

28. El contacto de unos labios en una mejilla

29. Vas a un funeral y estás feliz

 

Enciende una vela cuando te

enamores y apágala cuando

la mujer de la que te has

enamorado se enamore de ti,

porque ya no necesitarás

otra luz que la de sus noches.

 

PE CAS COR

 

 

Para Mayte, que siempre me pareció un poco rusa,
o lituana.

 

MARTÍN CASARIEGO

1
El barrio

En el barrio algunos nos llamaban el fotógrafo y la modelo.

Es cierto que le hice bastantes fotografías, y que la mayoría fueron de la clase que imaginaban quienes apenas nos conocían más que de vista, pero las que verdaderamente me interesaron no eran así.

Escogí vivir en aquella zona deteriorada y multicolor no solo por el precio de los alquileres, sino también por cortar en seco con mi pasado. Había llevado durante mucho tiempo una vida de plástico. Ahora, de querer ser lo que parecía, había pasado a preferir parecer lo que era; de hablar a los demás, a hablarme a mí mismo. Allí no me encontraría jamás a mi antigua esposa, ni a mis antiguos amigos (por llamarlos de alguna manera), ni, desde luego, a los compañeros de mi anterior trabajo, que había cambiado por uno más tranquilo, aunque mucho peor pagado.

El apartamento tenía unos treinta metros cuadrados, más el dormitorio de la planta alta, abuhardillado. En él, cuando terminaba de subir la escalera, debía agacharme. Un ojo de buey, en la pared a la que estaba arrimada la cama, proporcionaba una amplia vista de una parte de Madrid, un Madrid sin rascacielos que semejaba un inmenso pueblo cubierto por una lluvia de tejas y vigilado por un ejército de antenas.

Lo que le daba vida a mi pequeño piso era una terracita rectangular abierta en el tejado. Si me encaramaba al borde de este, la vista de Madrid se perdía en el horizonte. Nunca había estado en Argel, pero la primera vez que me senté allí pensé, sin saber realmente por qué, en aquella ciudad. Quizá me recordara alguna imagen de La batalla de Argel, que había visto en el Griffith. Veía las tejas, la ropa tendida, una bandera pirata en el tejado de enfrente, a la que la brisa hacía flamear, las plantas y macetas, y me sentía en paz.

En el tiempo de dolor y soledad comprendido entre mi separación y la enfermedad y muerte de Gafas había aprendido a querer mi barrio. Una noche me entretuve, callejeando hacia casa, en hacer una relación de lo que iba distinguiendo en el suelo, desde vómitos y latas hasta preservativos y excrementos, y lo encontré casi arqueológicamente instructivo, en lugar de asqueroso, sin más. Me gustaban sus calles, una librería-café, atestada de libros, en la que a veces compraba una novela y tomaba algo en una mesa a la entrada, ciertos bares y cafés, como el Nuevo Café Barbieri, con sus espejos y mesas de mármol y sillas de madera y columnas de hierro fundido y canapés de terciopelo rojo, en la esquina de Primavera y Ave María. Ya ni siquiera me repugnaba tanto el hedor a orines de la calle Primavera, apreciaba tener tan a mano la Filmoteca, o encontrarme en la calle Salitre con el club de fumadores de marihuana con la hoja de marihuana de metal colgada de la fachada, a modo de reclamo o anuncio medieval. Además de español, se oía hablar chino, indio, árabe, rumano, diversas lenguas africanas que no identificaba. Había mudanzas y pequeñas obras constantemente, negocios que abrían y cerraban, y a todo lo envolvía un paño de provisionalidad. De unos años para acá los robos proliferaban, aunque últimamente habían descendido gracias, en parte, a las cámaras instaladas en muchas esquinas. Salía del metro y bajaba hacia la plaza por la calle del Ave María, donde, fantaseaba, más de uno había rezado sus últimas oraciones, o por la del Olivar, si tenía ganas de variar un poco, entre restaurantes asiáticos, tiendas de chinos, locutorios, verdulerías con especias y frutas exóticas, y a menudo me cruzaba con algún borracho que insultaba a voces a alguien, real o imaginario, o con un loco que pregonaba su suerte por haber conocido en persona a Dios. Pensaba entonces que estaba donde debía estar.

Lo cual no era, sin embargo, ni un consuelo ni una alegría.

2
Transformarse en fantasmas

Callejeaba, pues, por ese barrio lleno de cuestas, por la calle Buenavista, la más empinada, con su hermosa curva de río, o por Argumosa, a la que llamaban la Playa por sus numerosas terrazas, por lo general abarrotadas, y con frecuencia me animaba a formular a gente diversa (hombres, adolescentes, mujeres, niños, viejos, españoles, extranjeros) una insólita petición: que se dejara fotografiar con unas gafas, unas gafas llamativas por anticuadas, de pasta, grandes y oscuras, provistas de gruesos cristales de miope. Unas gafas pasadas de moda.

Los cristales tenían forma de lágrima, una lágrima enorme y torcida. Pero, curiosamente, las fotos no me parecían tristes. Tampoco alegres.

Aquella colección de fotografías no empezó bien. El primer intento lo hice con el encargado del taller al que había llevado mi coche, un Ibiza abollado de segunda mano con el que me había encariñado, quizá porque no tenía ninguna relación con mi vida anterior, o porque había viajado con él a menudo para ver a mi padre.

La semana previa había estado con mi hermana en la casa de nuestro padre, recién muerto, para vaciarla. Nos repartimos algunos de sus efectos personales. Yo me había quedado con sus gafas.

Estaba a solas con el encargado en la oficina, pequeña y nada acogedora y descuidada, esperando a que me entregaran el coche, que se había averiado al regresar precisamente de ese viaje, cuando metí la mano en el bolsillo del abrigo y me encontré con los anteojos. Obedeciendo a un repentino impulso, dije, sacándolos:

—¿Se puede poner estas gafas para que le haga una foto?

El hombre, un tipo fornido (como solemos imaginarnos a los mecánicos), que no llevaba un mono azul manchado de grasa, sino una chaqueta barata de espiguilla y de color apagado, se quedó por un segundo desconcertado. Y luego se puso en pie rojo de ira.

—Pero ¿tú eres maricón, o qué te pasa?

Ahora el desconcertado era yo. ¿Cuál había sido mi error? ¿Proponérselo a solas, en aquel cuchitril travestido de oficina, con un teléfono viejo y un ordenador y una impresora y un calendario de una chica en biquini con el culo en pompa? Una chica preciosa, todo había que decirlo, aunque un tanto ordinaria, si acaso.

¿Y a qué había venido una petición tan extraña, tan fuera de lugar?

—No —dije sin levantarme, para no incitar al otro a una pelea—. No es eso.

Sin perder la dignidad, aunque ofendido por su tono, improvisé algo sobre mi padre, sobre las gafas, la muerte, el recuerdo y la memoria, y sobre cómo nuestros seres queridos, cuando dejamos de verlos, empiezan a diluirse, a desvanecerse, a transformarse en fantasmas, hasta volverse irreconocibles. Entonces, proseguí, reprochándome el ser un cobarde y no dar un guantazo a aquel cretino que me escuchaba como si le hablara en chino mandarín, entonces, cuando se han convertido en una especie de niebla, solo nos quedan las fotos para intentar devolverles su forma. En realidad pensaba, en medio de mi confusión, que si acababa a malas con aquel hombre mi automóvil reventaría en cualquier carretera, víctima de un sabotaje.

Ambos terminamos disculpándonos. El encargado incluso se declaró dispuesto a ponerse las gafas, pero se me habían quitado las ganas de empezar mi serie (pues en medio de aquel altercado había tenido la revelación de que debía hacer toda una serie) con aquel bruto, aunque al final hubiera demostrado ser un bruto con buen corazón.

¿Era todo el mundo, en el fondo, bueno?

Por supuesto que no, aunque fuera tentador pensarlo.

De vuelta a casa, la idea de hacer retratos de gente con las gafas de mi padre fue afianzándose. Quizá expresaría así que todos vemos borrosa la realidad, que todos necesitamos lentes para corregir nuestra visión difuminada e imprecisa del mundo y de nuestra existencia. O quizá esas fotos, cuando las tuviera, no querrían decir nada. O a lo mejor lo descubriría más adelante, cuando mi serie estuviera más avanzada. Pensaba que había dos clases de artistas: los que mostraban la vida y dejaban elegir el camino al público, y los que mostraban un camino, olvidando la complejidad de la vida y señalando a los espectadores por donde deberían ir. Y a mí, sin duda, me gustaban mucho más los primeros.

Un par de días después del incidente con el mecánico, una mendiga vieja con la cara chupada me pidió una limosna.

—De acuerdo —dije—. Pero no soy su hermano, así que tiene que darme algo a cambio. Quiero hacerle una fotografía con unas gafas.

Se las caló. Abrió la boca, en un remedo de sonrisa. Le faltaban varios dientes. Su retrato inauguró la serie, y la serie, el ir siempre con la cámara y haciendo esas fotos extrañas, me convirtió en alguien conocido en el barrio, un tipo chiflado y pintoresco, o un artista, cuando no ambas cosas a la vez. Muchos me saludaban por la calle, porque les había fotografiado, y en cierto modo, como aquella hoja metálica de marihuana, formaba parte de la decoración urbana. Pero en el fondo era un cuerpo extraño. Seguía completamente solo, cautivo de la miseria y de los hierros.

Tras hacer la foto a la pordiosera, pasé ante una juguetería y me quedé mirando un tren en el escaparate. Recordé un mercancías que Gafas me había traído de Francia. A menudo, en mis juegos infantiles, diminutos soldados Airfix tendían una emboscada a ese tren. ¿Sería de la misma marca que el del escaparate? ¿Qué había sido de aquellos vagones, de la locomotora, los raíles, las casitas, la chica que paseaba a un perro y el niño que montaba en bicicleta? ¿Cuándo me deshice de ellos? Como el cine, me habían hecho soñar con otras vidas.

Abrí la puerta de mi piso envuelto todavía en los vapores de la infancia, con el peso de saber que dentro nadie me aguardaba.

3
Cuánto y qué pronto olvidamos

En la oficina, en los bares, en las plazas, las conversaciones giraban en torno a la crisis, el paro, el fútbol, los nuevos partidos políticos y la corrupción. Desde mi separación andaba escaso de dinero, y cuando me agobiaba me acordaba de mi padre. Gafas me diría: ¿te parece que esto es una crisis? ¿Te parece que vives mal? Anda, piensa un poco, hijo.

Mi abuelo paterno había sido jugador y putero. Tuvo tres hijos. A veces a Gafas, que era el menor, lo dejaba esperando a la puerta de un burdel. Mi abuelo abandonó a su esposa y a sus hijos en 1935. En 1936, nada más estallar la guerra, huyó, pues lo buscaban para matarlo, y nunca más se supo de él. Mi abuela emigró a Burdeos, donde tenía una prima, y al poco de llegar a Francia falleció. Su prima crio a mi padre y a sus hermanos.

El mayor, mi tío, comenzó a trabajar con nueve años en una taberna, y mi tía a servir con ocho en una casa, para pagar los estudios del pequeño, mi progenitor. A Gafas su hermano mayor le llamaba cariñosamente Ardilla, y desde esa edad, cinco años, fue como un padre para él.

Así que cuando empezaba a agobiarme por asuntos en el fondo de poca monta, pensaba en la historia de mi padre y volvía a ser consciente de que, aun con poco dinero, era un privilegiado que vivía en una zona privilegiada del mundo.

Nuestra madre había fallecido hacía años de repente, tal y como había vivido: discretamente, sin molestar. Mi padre se iría desdibujando, como se había ido desdibujando ella. Cuando murió Gafas, quince meses antes de que yo conociera a Irina, mi hermana dijo:

—Mamá llevaba tiempo llamándole.

Yo no creía en esas cosas. Sentí un vacío terrible, aún más hondo que con la muerte de mi madre, porque ahora estaban muertos los dos, los únicos testigos de toda mi vida. Con ellos había perecido una parte de mí. ¿Quién me iba a querer de esa manera, quién durante tanto tiempo, quién me había visto crecer? ¿Quién iba a recuperar los recuerdos que con ellos se habían esfumado para siempre, trozos de mi vida? ¿Quién, al mirarme, iba a ver al niño que fui? Nadie, y de nada valía quejarse. La vida dio, la vida quitó.

La mayoría de sus pertenencias las metimos en unas bolsas de basura y las tiramos. Me quedé con las gafas porque únicamente yo le llamaba Gafas; lo hacía no porque siempre las llevara, sino porque me ayudaba a enfocar la realidad.

Había sido un año para olvidar; en otras palabras, un año inolvidable. Arrancó con la separación de mi mujer en enero y acabó con la muerte de mi padre en diciembre.

Paula, con la que llevaba veinte años entre noviazgo y matrimonio, mi única novia formal, mi única esposa, me abandonó por uno de mis mejores amigos. Yo le había metido en mi oficina y en mi casa (eso era quizá lo que más me había dolido, haber sido tan imbécil), y acabó quedándose con todo: con la mujer, con los hijos, con el chalé, hasta con el coche y con los demás amigos, que se habían enterado de lo que ocurría delante de mis narices antes que yo. Ninguno me avisó. Una historia tantas veces oída que creemos que es una leyenda urbana, hasta que te sucede a ti.

¿Fui el último en enterarme, o no me había querido enterar? De cuando en cuando me preguntaba eso. ¿Había enceguecido o había cerrado los ojos?

Pasé página. Dejé la empresa y busqué un apartamento barato en un barrio que me aislara de mi vida anterior. Como además no quería estar demasiado lejos de mi nuevo trabajo, elegí Lavapiés. A veces veía a uno o a varios negros o magrebíes contra la pared, con dos policías que les pedían la documentación, y esa imagen me parecía triste y dolorosa más allá incluso de los individuos concretos, porque hablaba de dos mundos, de dos continentes, de dos miedos.

Las primeras noches dormí sobre un colchón en el suelo, rodeado de cajas que me veía incapaz de abrir y con un viejo televisor siempre encendido y mal sintonizado al que no prestaba atención. Un televisor de otra época que zumbaba como una abeja, una terrorífica pantalla llena de puntos blancos y grises.

Había leído en una guía de Roma, y ahora lo recordaba, que antes de ser quemado Giordano Bruno había afirmado que el alma humana era, por especie y por naturaleza, la misma que la de las moscas, las ostras marinas y las plantas. Abatido, le daba la razón y pensaba que no era superior a una mosca, una ostra marina o una planta. Como el de ellas, mi destino era morir, ser olvidado y no dejar más rastro que el delgado hilo de la descendencia.

Me veía con mi exmujer en Roma, en Campo di Fiori, paseando de la mano, y me acordaba de la siniestra capucha de la estatua de Giordano Bruno.

Una noche reparé en una biblia olvidada en un cajón por el anterior inquilino. No me sentía con energías para abrir ninguna de las cajas con los libros que pude llevarme de casa, y entonces, a veces, leía algunas páginas al azar. En algún momento temí, y a la vez deseé, volverme religioso, pero eso no ocurrió. Las frases se me clavaban en el alma. He aquí que lejos de la fertilidad de la tierra será tu morada, y lejos del rocío que baja del cielo. A veces me sentía así, como si me hablara, o me condenara. Otras me consolaba. Algunas de aquellas frases las apuntaba en un cuaderno, con un rotulador azul claro. ¿No es una milicia lo que hace el hombre? Al acostarme, digo: «¿Cuándo llegará el día?». Al levantarme: «¿Cuándo será de noche?». El color alegre de mi rotulador me infundía algún ánimo, como una esponja mojada en los labios de un sediento.

Aparte de la lectura de la Biblia, únicamente salir a la terraza y sentarme en el tejado me aliviaba.