Rendón Ortiz, Gilberto. Los cuatro amigos de siempre – 1ª ed. – México: Ediciones SM, 2016

Formato digital – (El Barco de Vapor, Naranja)
ISBN: 978-607-24-2426-5

1. Literatura mexicana - Literatura infantil 2. Amistad – Literatura infantil
Dewey M863 R46

Manuelito

SOS GRANDECITO para jugar a esas cosas —ha dicho la tía Fanny.

Me gusta la música de sus palabras. Me gusta toda la tía Fanny, pero a veces me duele la música de su voz.

La tía Alba vino también de Costa Rica, pero ella es más seca de voz y de cuerpo y de carácter.

—Usted ya no debe andar inventando cosas así. No es un chiquillo.

Es más seca, pero casi nunca se enoja conmigo, no que me dé cuenta. Lo único gracioso que yo le veo es que me hable de usted. A los grandes les habla de tú, o más bien de ese modo que hablan los ticos el tú. Ella no es tica, sino mexicana, pero se ha hecho al modo de los habitantes de Costa Rica, al igual que la tía Fanny. Las dos son hermanas de mi papá.

Yo me he puesto serio y ellas dicen que no me enoje porque me veo “muy feo”. Me tratan como a un pequeño, y luego dicen que ya estoy grande.

La verdad es que no me enojo con ellas.

Me pongo serio, preocupado. Y, sí, también rabioso, pero no en su contra, no sé contra quien, porque a lo mejor ellas tienen razón y ya no soy un niño.

Lo siento en el pecho, como algo que se agazapa a la espera de poder saltar. Veo las cosas de otro modo, como si de golpe los ojos los tuviera más arriba; siento los brazos más largos, el rostro como que se me ha hecho de ángulos. Siento que en cualquier momento voy a ser otro.

¿Y si ya he dejado de ser niño? ¿Cómo se sabe eso?

¿En qué momento preciso deja un niño de ser niño?

¿Hay una regla para medir la infancia?

¿Cuando mi abue me reveló el secreto de los Santos Reyes, me abrió los ojos-puertas para pasar al mundo de los adolescentes, de los que adolecen de infancia y de edad madura, de los que están en medio de dos mundos...? ¿Por eso es que ahora me atormento y lloro y no sé dónde estoy, si allá o acá?

No lo sé; el cuerpo me duele más y me canso mucho y tengo siempre sueño. Es lo único que sé.

Además, cuando mi abuelita dijo eso de los Santos Reyes prometió que me traerían regalo una vez más, hasta los doce años, y ésos todavía no los tengo, sino que los cumplo dos días antes del día de Reyes.

Yo me atengo a la promesa y ya sé lo que voy a pedir. Y no me importa que sea lo último que me traigan, sino que cumplan con la última vez.

Bueno, pero lo que me hace rabiar y llorar no son los Reyes Magos, ni las tías, ni la abuela, ni los primos que ya están aquí de vacaciones (ya sé que se van a burlar-compadecer de mí, peor que en las fiestas pasadas si abuelita no regresa pronto), sino el miedo que siento de que este año ellos, mis amigos, los cuatro magníficos, no vuelvan más. ¿Por qué? Por lo que dicen las tías: que ya no soy un niño. Si ellos piensan igual, van a decir lo mismo: que ya estamos grandecitos para jugar a esas cosas.

—Pero decíme, tía —imito su modo de hablar—, ¿cuándo se deja de ser niño?

—Cuando se abren los ojos, cuando el cuerpo se despierta, cuando... —recita la tía Alba bruscamente, llevando la cuenta con los dedos.

A la tercera respuesta se interrumpe de golpe, me mira sorprendida y corre a darme un beso, seco como es ella, en la frente. Creo adivinar una húmeda mirada, pero no logro fijarme bien en sus ojos, porque igual de improviso sale de la habitación diciendo:

—Siga usted jugando, Manuelico, no escuche a esta vieja...

Y yo recupero la espada que armé con las piezas del mecano y el escudo de lámina (que también salió del mecano), y me apresto a combatir a los capitanes turcos que tienen sitiada Candía. El juego es en silencio porque la tía Fanny se queda a cuidarme y me da pena gritar como genízaro delante de ella.

Luego que me canso, no de jugar sino del cuerpo y de la mente, no me quiero dormir; quiero estar alerta, a ver si, en un descuido de la tía Fanny, ellos vienen por mí.

Bueno, a ver si los dejan venir a jugar conmigo.

A los cuatro; sí, a los cuatro. O a uno tan sólo. Hoy, con las cosas que dicen las tías, me conformo con que venga uno solo.

¿Y si ya son hombres ellos y si ya son adolescentes, y si ya no son niños? Entonces no vendrán, ¿verdad?

No sé la edad que tienen, pero de golpe no creo que hayan envejecido. Los cuatro al mismo tiempo. No, habrá uno, a lo mejor Karl, que sea más niño que los otros. De marzo a diciembre son... nueve meses. ¿Es bastante tiempo para crecer tanto?

¿Quién lo sabe?

¿Y si nos queda un poquitito de niños? ¿Una cositita, así, chiquitica? ¿Cómo saberlo? ¿Dónde está ese metro que mide a los niños y les dice cuánto les falta para dejar de serlo?

Me da un sueño irresistible, ya estoy cabeceando. ¿En qué iba? Sí, ya sé. La tía Fanny me mira. La tía Alba se fue llorando. Abue no viene, sigue en el hospital. ¿Qué más? Que ya no soy un niño.

A lo mejor ya estoy grandecito, como dicen ellas, y mis amigos ya no regresan más. ¡No, eso no, ellos vendrán! No puedo perder la esperanza, yo los voy a esperar siempre, aunque deje de ser niño y ya no juguemos a esas cosas. Podíamos fumar y platicar sobre las noticias del periódico y hacer juntos cosas de grandes. ¡Oh, Dios, ojalá no sea muy aburrido ser grande!

Sí, los voy a esperar siempre, como otras veces, aquí sentado.

En mi silla de ruedas.

Emilio

AL PRIMERO QUE CONOCÍ fue a Emilio. Él dejó el portón de la huerta abierto, de par en par.

—Uno nunca sabe si tiene que salir corriendo —se decía cuando entró a cortar unos mangos.

Había, casi a la entrada, unos mangos manila muy bajitos, pero la huerta es enorme y está llena de cientos de árboles diferentes.

—¡Mompracem! —se imaginó Emilio apenas arrinconó su bicicleta junto a un árbol de litchis.

Y, fascinado con la huerta, se puso a explorar el lugar.

Yo lo vi desde la terraza de mi cuarto cuando llegó ante los guanábanos.

Mi abue me había sacado un rato a asolearme a la terraza bajo el filtro de una enredadera de maracuyás.

Iba Emilio vestido de blanco bien blanco, deslumbrante el pantalón corto, los tenis, las calcetas blancas, la camisa blanquísima y bien blanco el sombrero blanco de explorador.

Así a lo lejos se me antojó como una figura arrancada de un libro de cuentos.

Descubrió que lo veía y trató de esconderse detrás de un árbol.

Yo agité mi mano saludándolo y él volvió a aparecer, no muy confiado.

—¿No hay perros? —preguntó.

—No —respondí—. Había una perra hace tres o cuatro años, pero se la llevaron a otra casa.

—¿Puedo cortar un mango?

—¡Ven! —exclamé.

Tenía un pequeño morral al hombro. Me lo imaginé lleno de fruta y añadí:

—De este lado hay mango maduro... Yo te digo en qué árboles la fruta está buena.

—Me gustan los mangos verdes.

—No sabes... El mango criollo, verde; el mango fino, maduro...

—Mejor ven tú...

Me quedé callado un momento. ¿Cómo decirle que mis piernas son dos hilachos que no me llevan a ninguna parte?

—No me dejan.

En ese momento llegó mi abuelita. El chico se escondió y vio asombrado que, en efecto, yo era un prisionero.

—Ya estuvo suave de sol, hijo...

—No abue, quiero estar un rato más aquí afuera.

—No puedo dejarte en la terraza. Estoy ocupada, hoy no vino la muchacha y debes estar adentro... Hago de comer, espero visitas, escribo, barro, coso... Te quiero cerca.

Ni cerca ni lejos en realidad. La abuelita está abajo y yo en mi cuarto, arriba. A veces grita y me pregunta qué estoy haciendo.

—¡Juego a los piratas! —le contesto.

O le digo que estoy leyendo un libro o que no estoy haciendo nada, o no digo nada si me quedo dormido.

Ella se ocupa de mí, pero tiene trabajo. Escribe para un periódico, una, dos, tres notas diarias. Me toma la temperatura, me da las medicinas, corre a verme si la llamo, me besa y a veces se entretiene un rato platicando conmigo.

Le gusta escribir y leer. Por eso me ha llenado el cuarto de libros. A mí también me gusta leer. Ahora lo entiendo. La lectura alivia la pesada carga que represento para abuelita.

Pero hoy, me refiero a ese día hace veinte meses, cuando apareció Emilio con su exótica blancura, no quiero ver libros, ni jugar con la imaginación. Hay un chico de verdad en la huerta ¡y yo aquí encerrado!

No podía dejar de pensar en el chico de blanco. Quería decirle que hay unos mangos agusanados. Este año no les pusieron insecticida a tiempo. Los gusanos se entierran en el suelo y se mueren o no sé en qué se transforman, pero dejan sus huevos enterrados y al año siguiente salen a vivir de nuevo del mango. De esa variedad nada más. Los otros árboles están buenos y resisten la plaga.