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Título:

Huellas. Tras los pasos de los románticos

© Richard Holmes, 1985, 2011

Edición original en inglés: Footsteps. Adventures of a Romantic Biographer Harper, 2011

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2015

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2015

Traducido de la edición en bolsillo de HarperPress, 2011
De la traducción del inglés: © Guillem Usandizaga, 2016

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está
permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su
tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin
la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16714-81-0

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Vista desde el monte Holyoke, Thomas Cole, 1836

Depósito Legal: M-37492-2016

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Para Vicki y esos niños

ÍNDICE

I       1964. Viajes

II      1968. Revoluciones

III     1972. Exilios

IV     1976. Sueños

Nota del autor

I

1964. VIAJES

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I

Toda la noche oí ruido de pasos: cerca del río a través de los árboles oscuros o en la carretera iluminada por la luna que va de Le Puy a Le Monastier. Sin embargo, no vi nada aparte de las estrellas, que brillaban encima de mí en el lugar donde yo quería estar, solo, con la cabeza recostada en la mochila y la mochila sobre la hierba, tumbado en alguna parte del Macizo Central de Francia, soñando que los muertos resucitaban. Tenía dieciocho años.

Había empezado un diario de viaje con el que aprendía a escribir e intentaba descubrir lo que me pasaba, lo que sentía. No me complicaba demasiado:

Encontré una acequia seca, ancha y no excesivamente dura debajo de un espino, entre el sendero y el pequeño Loira. Allí volví a encender el candil, comprobé que en el suelo no hubiera hormigas rojas, desenrollé el saco de dormir y metí todas las mudas limpias entre mi impermeable, que hacía las veces de sábana, y yo. Enseguida me puse a mirar las estrellas y a pensar en todos los beatniks, vagabundos y viajeros à la belle étoile desde Robert Louis Stevenson hasta Jack Kerouac. La historia de que a las serpientes les atrae el calor corporal y entran en los sacos de dormir. Las cigarras y los ruidos raros que hace el río por la noche al pasar por encima de las piedras. Dormí a trompicones, pero sin que me molestaran personas ni animales, excepto una araña que se paseó por mi oreja. Vi una luciérnaga verde que parecía una chispa.

Me desperté a las cinco de la mañana entre una neblina resplandeciente y con el saco de dormir verde ennegrecido por el rocío, ya que toda la meseta de Velay está por encima de los seiscientos metros. Hice fuego con unas ramitas que había cogido la noche anterior y puse agua a hervir para preparar café en una lata de guisantes con un alambre retorcido alrededor que servía de asa. Entonces bajé hasta el Loira, que aquí es poco más que un arroyo, y me senté desnudo en una charca a lavarme los dientes. El sol salió a mis espaldas y el humo que desprendía el fuego se volvió azul. Me notaba eufórico y con un punto de locura.

Llegué a Le Monastier al cabo de dos horas en la furgoneta del tendero, una de esas Citroën cuadradas que parecen un retrete portátil, impregnada de olor a camembert y a manzana. Monsieur Crèspy, conductor y cicerone, se fijó en mi mochila y en el saco de dormir empapado mientras íbamos dando tumbos por las tierras altas y ondulantes. La conversación se desarrolló en una especie de tierra de nadie alejada del francés normativo. El deje meridional, influido por el patois, de Crèspy luchaba por hacerse entender ante el muro de mis frases aprendidas en clase. Tras algunas escaramuzas iniciales, adoptó una línea de actuación decidida.

–¿Vas a pie? –dijo alargando un brazo hacia las profundidades de la furgoneta y obsequiándome con una enorme pera amarilla.

–Sí, sí. Busco a un écossais, un escocés, un escritor que caminó por esta tierra tan hermosa.

–¿Es amigo tuyo? ¿Lo has perdido? –preguntó Crèspy frunciendo el ceño.

–No, no. Bueno… Sí. El caso es que quiero encontrarlo. –Por la barbilla me corría a chorros el jugo de pera.

Crèspy asentía esperanzado.

—Está rica la pera, ¿n’est-ce pas?

–Sí, está muy rica.

El Citroën dio un bandazo al tomar una curva y descendió hacia un valle rocoso, salpicado por algunos árboles y casas de labranza dispersas con tejados rosáceos y cabras atadas en pequeños prados resplandecientes de sol. El chapitel de una iglesia, encaramado sobre una ladera a lo lejos, señalaba el horizonte.

–¡Mira! Eso es Le Monastier. Tu amigo quizá te está esperando –dijo Crèspy con mucha seguridad.

–No, no lo creo –dije yo, pero era exactamente lo que me hubiera gustado.

Rebusqué en la mochila.

–Mire, este es el libro que escribió. Cuenta sus excursiones a pie.

Crèspy miró detenidamente el pequeño volumen marrón y el Citroën se balanceó de un lado a otro de la carretera, lo que hizo que el ruido de la fruta al rodar se volviera atronador. Apoyé el libro a toda prisa contra el salpicadero, con cuidado de no tapar la medalla de san Cristóbal ni la imagen de la Virgen engarzada encima de un cono de flores de papel. Pasé el dedo por el croquis de la portadilla: Le Monastier, Pradelles, Langogne, Notre Dame des Neiges, montaña del Goulet, pico de Finiels, Le Pont-de-Montvert, Florac, Gargantas del Tarn, St Jean-du-Gard… Para mí ya eran nombres mágicos, una letanía de montes y ríos atravesados a grandes zancadas por una figura solitaria que se reía, hacía señas e incluso se burlaba: ¡sígueme! ¡Sígueme!

Crèspy observó el mapa, luego mi cara, luego de nuevo el mapa, y cambió de marcha con aire reflexivo.

–Es lejos, es lejos.

–Sí –dije yo– son doscientos veinte kilómetros.

Crèspy levantó un dedo del volante.

–¿Y tú entonces eres escocés?

–No, no. Yo soy inglés. Mi amigo, o sea, el señor Stevenson, era escocés. Iba a pie con una burra. Dormía à la belle étoile. Y…

–¡Ah, entonces es eso! –interrumpió Crèspy a voz en grito, apartando ambas manos del volante y dándose una palmada en la frente–. ¡Ya entiendo, ya entiendo! Sigues los pasos de Monsieur Robert Louis Steamson. ¡Bravo, bravo!

–Sí, sí, ¡sigo sus huellas!

Nos reímos y el Citroën siguió su camino guiado por la providencia divina.

–Ya lo entiendo, ya lo entiendo –repitió Crèspy. Y creo que fue la primera persona que lo entendió.

Robert Louis Stevenson llegó a Le Monastier en septiembre de 1878. Tenía veintisiete años, hablaba bien francés y ya había pasado algunos veranos en el extranjero: cerca de Fontainebleau, y en los canales de Holanda, remando en canoa con un amigo. De la experiencia surgió su primer libro, An Inland Voyage [Un viaje al continente], que a pesar de su estilo fantasioso refleja una actitud hacia el viaje que a mí, hijo de los 60, me cautivaba.

En resumen, creo que estaba tan cerca del nirvana como es deseable en la vida cotidiana; y si eso es así, felicito sinceramente a los budistas […] La mejor forma de imaginárselo sería suponer que uno se emborracha hasta las cejas y sin embargo sigue sobrio para disfrutar de la borrachera […] ¡Una lástima tener que gastar dinero en láudano cuando aquí hay un paraíso mejor gratis! Al fin y al cabo, ese estado mental fue la gran hazaña de nuestro viaje. Es lo más lejos que conseguimos llegar.

Ese tipo de viaje también era el que me interesaba a mí: en el nirvana y lo más lejos posible. Tras diez años de internados ingleses en los que me habían criado monjes católicos, me moría de ganas de campar a mis anchas. Quería pensamiento libre, viaje libre y amor libre. Supongo que un affaire de coeur extranjero habría sido lo mejor de todo; y en cierto sentido es lo que me pasó.

Al principio no caí en preguntarme qué hacía Stevenson en ese pueblo remoto “de las tierras altas francesas”. Yo sabía que él quería ser escritor y había publicado artículos en las revistas de Londres, pero todavía se esforzaba en afianzar su independencia de su familia, radicada en Edimburgo. Lo educaron en un calvinismo estricto, un punto de vista que él rechazó; y querían que fuera ingeniero. Por el contrario, llevó la vida de un bohemio literario, fue amigo de Edmund Gosse y Sidney Colvin, le gustaba llevar sombreros de ala ancha y chaquetas de terciopelo, y se escapaba a Francia en cuanto podía.

Ese otoño, mientras se hospedaba en el pequeño hotel de Le Monastier, se hizo amigo del médico del pueblo e “inspector de carreteras y puentes” y escribió un breve ensayo sobre el lugar, Un pueblo francés de montaña. La descripción me cautivó enseguida.

Le Monastier es la cabeza de partido de un cantón montañoso del Alto Loira, el antiguo Velay. Como su nombre indica, el pueblo es de origen monástico, y todavía conserva la mole torreada del monasterio y una iglesia […] Se encuentra en la ladera de un monte que domina el río Gazeille, a unas quince millas de Le Puy, en lo alto de una carretera empinada donde en invierno los lobos a veces persiguen las diligencias…

Stevenson decidió tomar ese camino hacia el sur, pero a pie, en compañía de una burra que le llevaba el equipaje. De este segundo viaje surgió su segundo libro –el pequeño volumen marrón que llevaba conmigo como si fuera la biblia–, Viajes con una burra por las Cevenas.

Esa mañana, en Le Monastier, la burra de Stevenson estaba en boca de todos. Una vez apeado de la furgoneta, me invitaron a pasar a la trastienda de la épicerie y Madame Crèspy me sirvió el desayuno.

–Cuando Monsieur Steamson estuvo por aquí, las mujeres hacían encaje de bolillos –dijo con el acento de la zona–. Pero necesitarás un burro, como él. Tienes que ir a ver al Docteur Ollier.

Le encomendaron a Mademoiselle Crèspy, que me miraba con sus ojos oscuros y vivaces, que me acompañara hasta el médico.

—Sin burro no es divertido –observó ella, haciendo vibrar agradablemente la erre de la palabra coloquial rigolo y tomándome de la mano. Mademoiselle Crèspy tenía unos nueve años.

Le Docteur, un hombre alto y paciente, me acompañó a su consultorio y me sirvió un medicamento amarillo que resultó ser un licor.

—Desde luego, está el asunto del burro. Tendrás que consultar al alcalde. Todo el mundo se lleva un burro.

–¿Todo el mundo?

–Mademoiselle Singer se llevó un burro. Se perdió en una tormenta en el Lozère. Es una montaña muy alta. Los bomberos de Bleymard salieron a buscarla con linternas.

Acepté otro medicamento amarillo.

—¿Y fue hace poco esto de la señorita Singer?

–Sí, sí, fue en 1949. Hay que estar atento a las víboras –concluyó el Dr. Ollier.

–O sea que quieres alquilar un burro –dijo el alcalde mientras caminábamos de un lado a otro del patio adoquinado del antiguo palacio episcopal.

Me entró vergüenza.

—Sigo a Stevenson, pero llevo mochila.

El alcalde reflexionó.

—Bueno, Monsieur Steamson llevaba una burra. Sale en su libro. Es entrañable que un escritor lleve un burro. Es su compañero de viaje.

El sol caía a plomo, el licor me subió a la cabeza y tuve una vaga sensación de que las cosas se me iban de las manos antes incluso de empezar. Era asombroso lo real que resultaba la presencia de Stevenson en Le Monastier. Me reafirmé a la desesperada.

—No, no quiero un burro. Mi compañero de viaje… ¡es el propio Monsieur Stevenson!

El alcalde frenó en seco, se quitó las gafitas doradas y me dio una palmada en el pecho.

—Claro, claro –dijo sonriendo repentinamente–. Eres joven, muy joven y te deseo un buen viaje, de corazón–. Se volvió a poner las gafas, me estrechó la mano muchas veces y yo estreché la suya otras tantas–. Ya sabes –añadió al despedirnos– que Monsieur Steamson compró su burra por sesenta y cinco francos. Me costará encontrarte una ganga como esa. Pero, de todos modos, si quisieras…

Stevenson compró su burra por sesenta y cinco francos “y una copa de coñac”. Le puso Modestine y escribió que tenía el tamaño de un perro terranova grande y el color de un ratón. El animal tendría un papel destacado en su relato. Junto a ella pretendía cruzar una de las regiones más elevadas y agrestes de Francia, atravesando la remota zona fronteriza entre cuatro départements –Alto Loira, Lozère, Ardecha y Gard– y la cima de dos picos o cumbres de tierras altas, el Goulet y el pico de Finiels, de entre 1.200 y 1.650 metros. (A efectos de comparación, la montaña más alta de Gales alcanza 1.100 metros y la de Escocia, 1.320). Stevenson pretendía ir solo y ser autosuficiente y cargó la burra con un enorme saco de dormir diseñado por él mismo, cuatro metros cuadrados de hule impermeable de color verde, forrado con piel de carnero azul: “Había espacio de sobra para que una persona diera vueltas dentro; y en caso de necesidad podían caber dos”. Esta última precisión no encaja demasiado con el resto de sus planes. El saco de dormir tenía unos faldones de piel de carnero a cada extremo que por la noche servían de almohada y calientapiés, y durante el día de doble boca de una enorme alforja.

Me fijé en su aparejo con un interés profesional, desde el punto de vista de las necesidades mínimas. Incluía los siguientes artículos: dos mudas de abrigo completas; varios libros, entre ellos la Histoire des pasteurs du désert del padre Peyrat; una manta escocesa; una lámpara de alcohol y una sartén; un farol y unas cuantas velas; una navaja de veinte francos y algunas hojas, abridores y utensilios para quitar las piedras de las herraduras de los burros; una cantimplora de piel; un cuaderno escolar de ochenta páginas con las rayas azules que utilizó para el primer borrador de los Viajes, escrito en el camino normalmente por la mañana o en los albergues en los que almorzaba; muchas tabletas de chocolate negro y latas de salchicha ahumada (como alimentos sólidos); y, la primera mañana, una cesta en la que había una pata de cordero fiambre y una botella de Beaujolais. También se llevó un batidor de huevos para hacer el ponche de huevo y coñac que le gustaba desayunar con un café con leche.

En los bolsillos de sus pantalones de pana escondía un revólver, una petaca de coñac, una caja grande de tabaco y papel de liar. El artículo más misterioso de todos era un gran anillo de plata, como de gitano, que llevaba en el dedo anular, a pesar de que no estaba casado. En un principio supuse que sencillamente quería que lo tomaran por un gitano o un buhonero, en el auténtico espíritu “bohemio”. Desde luego, yo también llevaba uno; para ser exactos, un gran anillo de estaño –era lo máximo que me podía permitir– que compré en un tenderete de gitanos de Les Saintes-Maries, más de trescientos kilómetros al sur, en la Camarga.

El viaje de Stevenson solo duró doce días, pero su brevedad quedó compensada por la intensidad: fue una peregrinación completa en miniatura. Salió de Le Monastier al amanecer del domingo 22 de septiembre de 1878 –aunque la resistencia de Modestine a convertirse en su bestia de carga supuso que todo el mundo estaba oyendo la misa de mediodía cuando Stevenson avanzó de verdad monte arriba–; y finalmente llegó a Saint-Jean-du-Gard la tarde del 3 de octubre. A lo largo del camino, durmió tres noches al raso –à la belle étoile–, siete noches en albergues, y una en el monasterio trapense de Notre Dame des Neiges. Escribió unas veintitrés mil palabras en las entradas de su diario (un poco más de la mitad de la extensión final de los Viajes); hizo aproximadamente una docena de esbozos a lápiz; y gastó –según sus parcas notas– ochenta y cinco francos y diez sous.

Me propuse seguir sus pasos con toda la exactitud posible, sin mapas modernos (hasta Florac), pero yendo por los caminos y senderos antiguos entre todos los pueblos y aldeas que él mencionaba. A mí también me llevó doce días, de los que una noche la pasé en un hotel rural de Langogne; siete noches en campos y bosques; dos noches en graneros; y una noche –la última– bajo un castaño frondoso y venerable en el valle de Saint-Germain-de-Calberte. Me gasté noventa y ocho francos y cincuenta céntimos, pero solo tuve que pagar una noche de hotel y la gente me dio refrigerios en casi todo el camino. La mayor parte del dinero me lo gasté en cenas. Siempre me guardaba un poco de pan, algo de azúcar y a veces un trozo de paté para mi petit-déjeuner campestre al amanecer. El almuerzo normalmente consistía en una botella de cerveza Pelforth y un puñado de olivas negras. En las granjas, cuando pedía agua para la cantimplora, casi siempre me daban también citron frío o vino tinto; o café negro hecho como en Grecia, muy fuerte, con abundante azúcar, en un cazo calentado a menudo directamente en el fuego. Fumaba en pipa, lo que a menudo daba pie a conversaciones con la gente que me encontraba de camino: pastores, leñadores, abuelos mayores que salían a pasear cerca del cementerio del pueblo, agricultores que trabajaban en un rincón de un campo alto y remoto. Intercambié tabaco tantas veces como palabras, y la picadura inglesa podía ser agradable bajo la soledad de las estrellas.

También llevaba un sombrero, un objeto de fieltro marrón y estropeado, una especie de fedora antiguo, de ala ancha y con una curiosa cinta de cuero alrededor de la copa que le daba un aire pueblerino. Desde entonces he tenido muchos sombreros, pero excepto una gorra de Dublín ninguno ha alcanzado propiedades y poderes mágicos comparables. Este sombrero, Le Brun, aparte de cumplir las funciones normales de un sombrero, como proteger del sol y dirigir la lluvia abundante hacia el hombro izquierdo o derecho (al gusto), tenía varias virtudes sobrenaturales. Una era desviar relámpagos. Otra era ayudarme a ver en la oscuridad. Una tercera era propiciar sueños de lo más reales sobre Stevenson siempre que dormía con él tapándome la nariz.

Sin embargo, quizá lo más importante era la capacidad de Le Brun de hacer reír a los demás. Es un elemento crucial. Si un extraño con una mochila aparece en tu puerta, quizá al anochecer; o llama a la ventana de tu bar antes de que repartan el pan y la leche; o trepa por tu verja, sale de tu bosque, o avanza pesadamente por tu camino y hace que los perros ladren… ese tipo de extraño no siempre es un personaje bienvenido. Si no habla bien tu lengua todavía es más sospechoso e inoportuno; y si pregunta torpemente por su amigo “que estuvo aquí hace cien años, con una burra”, es comprensible que uno piense que se las tiene con un fou ou un méchant. Pero eso no ocurre con Le Brun. Realmente es imposible sentirse amenazado por alguien que lleva puesto a Le Brun. Uno no puede más que sonreír ante una aparición como esa: un type au chapeau incroyable!

La chica de la pâtisserie de Florac, la rubia más guapa de todas las Cevenas, se rio tanto con la forma como Le Brun dejaba al descubierto a su portador con un súbito y ridículo chorro de agua de lluvia que caía sobre las baldosas relucientes de su tienda que le ofreció gratis una bandeja de éclairs si Monsieur salía y volvía a hacerlo en cinco minutos, “quand mon amie Sylvie est descendue”.

Pero me estoy yendo por las ramas. El principio del viaje fue duro para ambos. Durante todo el primer día, desde Le Monastier hasta Le Bouchet, una distancia de veinticinco kilómetros por caminos empinados, cubiertos de polvo caliente y dorado, Stevenson tuvo problemas humillantes e interminables con Modestine. La burra se negaba a subir cuestas, se quitaba la alforja a la mínima provocación, y en los pueblos buscaba el aire fresco de las tiendas tras las cortinillas de cuentas. Stevenson se vio obligado a atizarle sin tregua, primero con su propio bastón de paseo y luego con una vara llena de espinas que un campesino había cortado de un seto en la ascensión de la larga cuesta hasta Goudet. En Costaros, los vecinos del pueblo intentaron intervenir y tomaron partido por la burra francesa frente al tirano extranjero: “Ay –gritaron–, ¡qué cansada está la pobre bestia!”. Stevenson perdió los nervios: “Preocupaos de vuestros asuntos, a no ser que queráis ayudarme a llevar la cesta”. Y se alejó entre las risas de los domingueros, que acababan de salir de la iglesia y se sentían caritativos.

Sin embargo, mientras azotaba al animal por las laderas rocosas cubiertas de tojo bajo el sol abrasador de la tarde, el propio Stevenson se sublevó ante la brutalidad de llevar a una burra. Más tarde escribió en su diario de camino: “El ruido de los palos que yo mismo le daba me ponía enfermo. La miré en cierta ocasión y le encontré un ligero parecido con una señora conocida mía que hace tiempo me agobiaba con sus atenciones; ese recuerdo aumentó aún más el horror ante mi crueldad”.

Mientras subía trabajosamente por las mismas laderas, sudando bajo el peso de la mochila, estuve dando vueltas a esas palabras. ¿Solo respondían a la famosa fantasía stevensoniana? ¿Pensaba en alguna mujer concreta? Me picó la curiosidad; me hubiera gustado preguntárselo. Sin embargo, es cierto que cuando uno viaja solo la mente se llena insospechadamente de las personas a las que uno tiene cariño, las personas que uno ha dejado atrás.

Stevenson no tardó en conocer más facetas de la personalidad de Modestine:

Nos encontramos otro burro paciendo a placer a la vera del camino; y ese otro burro resultó ser macho. Modestine y él se reconocieron entre relinchos de alegría y tuve que separar a la pareja y romper el incipiente idilio con una nueva serie de febriles bastonazos. Si el asno macho hubiese hecho honor a su sexo me habría pateado y descuartizado a mordiscos; lo digo a modo de consuelo, porque demostró a todas luces no ser digno del afecto de Modestine. No obstante, el incidente me entristeció, como me entristecía todo lo que me recordaba el sexo de mi burra.

Finalmente Stevenson se dio cuenta de que Modestine había estado en celo casi todo el viaje. Esto lo llenó de inquietud; ya que como yo empezaba a sospechar, durante ese recorrido solitario de otoño Stevenson andaba preocupado con asuntos de amistad, amor y sexualidad.

Sentado en un banco arenoso debajo del puentecillo de Goudet, con las aguas frescas y turbias del afluente del Loira hasta la barbilla, yo reflexionaba sobre estas cuestiones mientras silbaba. Llevaba puesto a Le Brun, pero poco más, y me fundía en el agua que corría entre destellos y parecía, por un momento, como el tiempo mismo, un medio suave y fluido por el que uno podía desplazarse a voluntad, río arriba o río abajo, adonde uno quisiera, con un despreocupado movimiento de pies. Una risita aguda que venía de arriba me sacó de mis ensoñaciones: dos niños asomados al pretil me señalaban: “Mais qu’est-ce-que c’est que ca! c’est un nomade-non, c’est un fou!’’. Hui a la sombra de un árbol donde estaba mi ropa, muerto de vergüenza. No es tan sencillo deshacerse del tiempo, la ropa o las convenciones, ni siquiera ahí. Le Brun colgaba de una rama y se burlaba discretamente de mí. Volví al camino polvoriento.

A pesar de sus problemas con la burra, Stevenson llegó al albergue de Le Bouchet justo después de que anocheciera, bastante antes que yo en ese primer día. Empecé a darme cuenta de lo fuerte que debía de estar físicamente. Bajando a Costaros, con un sol rojo bajo y caluroso, me puse a temblar del agotamiento y en un momento dado me caí de cabeza en una acequia. Me salieron morados en los hombros por culpa de la mochila, en el pie derecho tenía unas ampollas espectaculares y estaba bajo de moral. Me quedé dormido en el banco de una pequeña cafetería de paneles oscuros, tumbado por un vaso verde de sirop, y me echó a la calle en penumbra madame la patronne, airada. Me parecía que no me las arreglaba demasiado bien.

Désolé, madame –murmuré; y es exactamente como me sentía: desolado. Pronto me iba a acostumbrar a ese sentimiento. Es como se sienten todos los viajeros cuando se acerca la noche y se iluminan las ventanas de casas en las que no los conocen y donde no pueden entrar.

Un hombre mayor me detuvo, habló conmigo y me tomó del brazo. “Mais oui, la route de Monsieur Steamson–c’est par ici, prenez courage …”. Me llevó a las afueras del pueblo y me enseñó el vieux chemin, un camino de carros que conducía a las colinas bordeadas de pinos y cada vez más oscuras, en dirección a Le Bouchet. Entonces, inexplicablemente, volvimos sobre nuestros pasos y de repente me encontré sentado en casa del zapatero, bajo una reproducción amarillenta del Angelus de Millet, comiendo tortilla, bebiendo vino tinto de una jarra y riendo. Me acuerdo del mono azul del hombre, de su boina negra y de las manos artríticas, todavía ágiles y expresivas, sobre el mantel de cuadros rojos. Era uno de los que conocían bien el viaje con la burra, como si formara parte de la historia del pueblo. Hablaba de Stevenson como si hubiera hecho sus Viajes en los últimos tiempos, en un indeterminado “avant la guerre” en el que él mismo era un muchacho aventurero.

–Mira –dijo el hombre mayor– hay una época para divertirse y ver un poco de mundo. Yo también era así. Y ahora hago zapatos. Así es la vida, ya lo verás.

Aquella noche dormí al raso debajo de unos pinos que daban al este, en un terreno con un poco de pendiente y a cuya izquierda brillaban a lo lejos las luces de Costaros. La hierba estaba mullida y la pinaza parecía disuadir a los insectos. Metido ya en el saco, un grupo de grajos tardones vino volando desde el crepúsculo y se instaló en las ramas de los pinos, soltando risitas entre ellos. Me dieron una sensación de camaradería, incluso de seguridad: de los árboles de más abajo no podía subir nada sin molestarlos. Una o dos veces les hablé con voz ronca (era el vino), y ellos me respondieron con voz igualmente ronca: “Tais-toi, tais-toi”. Esa noche me dormí enseguida. Solo me desperté una vez, bebí dos sorbos helados de agua de la cantimplora y, al recostarme, vi la Vía Láctea entre las copas de los pinos, asombrosamente brillante, y sentí algo indescriptible, como caer hacia arriba en brazos de alguien.

En Le Bouchet, Stevenson compartió habitación en el albergue con un matrimonio de Alès que estaba allí de paso para buscar trabajo en Saint-Étienne. Compartir habitación era una práctica habitual en auberges rurales hasta finales del siglo XIX, pero la mujer era joven y Stevenson, a pesar de sus modales bohemios, era tímido. “Honi soit qui mal y pense, pero fui lo bastante delicado como para pasar vergüenza. Intenté no mirar a ninguna parte y no sé nada de la mujer excepto que tenía unos brazos hermosos, blancos y bien proporcionados; si durmió desnuda o con una combinación, declaro no saberlo; solo me consta que llevaba los brazos descubiertos”.

Por la mañana, el dueño del albergue hizo una aguijada para Modestine, mientras su mujer aconsejaba encarecidamente a Stevenson sobre lo que debía incluir su libro de viajes. “Si la gente labra la tierra en este o aquel lugar; si hay o no bosques; cómo son las costumbres de los habitantes; por ejemplo, lo que yo y el dueño de la casa le decimos a usted; las bellezas de la Naturaleza; y todo eso”. Stevenson anotó sus palabras con toda la gracia de que era capaz, y añadió que la mujer –a diferencia del marido– sabía leer y tenía dos dedos de frente, pero no era ni la mitad de amable. “Mi marido no sabe nada”, dijo ella con un movimiento brusco de la barbilla, según recoge Stevenson. “‘Es como las bestias’. Y el anciano caballero asintió con la cabeza como si fuera un cumplido”.

La hija menor, que cuidaba del ganado, estuvo maleducada y traviesa, hasta que su padre –sin la más mínima emoción– anunció súbitamente que la había vendido al monsieur extranjero como criada. Pidió la confirmación de Stevenson.

Stevenson le siguió el juego sin inmutarse. “Sí –dije yo–, he pagado diez medios peniques; no está mal, pero…

Pero –interrumpió el padre– Monsieur está dispuesto a hacer un sacrificio”.

Poco después, la niña salió corriendo de la cocina de losas de piedra, y al otro lado del establo contiguo se oyeron sollozos junto al mascar y el piafar de vacas y caballos. Stevenson corrió inmediatamente tras ella, lo aclaró todo y dio por terminada la broma entre carcajadas. Enseguida conectaba con los niños y aprovechaba instintivamente la idea de misterio y aventura de los pequeños, lo que los embelesaba y aterraba a partes iguales. Que la vendieran a una a un viajero extranjero melenudo con un saco azul enorme de lana no era mucho mejor que a una la persiguiera Pew el ciego dando golpecitos con su bastón a la puerta de la posada del Almirante Benbow.

La ruta de Stevenson daba ahora un giro y se dirigía hacia el sur: subía por las últimas tierras de labranza altas del Velay hacia Pradelles, y luego bajaba al pequeño pueblo de Langogne, a orillas del río Allier. Aquí Stevenson llegó a un territorio agreste, y a una nueva etapa en su peregrinación amorosa.

Describió el panorama inhóspito con el entusiasmo de un edimburgués liberado:

En la otra orilla del Allier, el relieve ascendía sin pausa hasta perderse en el horizonte: un paisaje cortezoso y descolorido de otoño, con manchas negras de abetos y caminos blancos que se adentraban en las profundidades del Gévaudan. Por encima, las nubes proyectaban una sombra uniforme y purpúrea, triste y un tanto amenazadora… Era una perspectiva poco alentadora, pero estimulante para el viajero. Y es que ahora me encontraba en el límite de Velay y todo lo que veía pertenecía a otra comarca, el Gévaudan, montañosa, yerma y solo recientemente librada del terror a los lobos.

Toda esa mañana, mientras intentaba alcanzar a Stevenson, pensé en lobos. Trepando por los caminos agrícolas, observé ante mí las colinas oscuras de Gévaudan y no vi a nadie excepto las figuras de peones lejanos que trabajaban en los campos resplandecientes.

Empecé a sentir un dolor persistente y extraño en el talón. Antes de Pradelles, la parte anterior de la planta del pie se me abrió, y quedó algo que se parecía a una tajada de lomo de cerdo, que sostuve abrumado de dolor bajo la bomba de agua del pueblo. El médico de Landos, con gafas de media luna doradas, se asomó a la ventana y anunció que se iba a comer. Entonces, al ver a Le Brun muy alicaído, añadió: Mais montez, montez quand même.

Las tijeras se cerraron de golpe, quedé embadurnado de pomada y los francos que ofrecí fueron rechazados. Salí cojeando de Landos en medio de una nube de vapores de Pernod, mentol y gel de cocaína.

Al pasar Pradelles me bañé en otro arroyo, esta vez discretamente rodeado de juncos. El calor todavía era sofocante y me tumbé en el agua fresca, sosteniendo solemnemente el pie vendado en el aire como una garza enloquecida. Me quedé dormido y el retumbar de truenos lejanos se mezcló en mis sueños con los gruñidos de esos lobos de antaño.

Sin embargo, Stevenson todavía iba tres o cuatro horas por delante de mí. Pasó por el puente de piedra que lleva a Langogne a primera hora de la tarde del lunes 23 de septiembre de 1878, “justo cuando la lluvia prometida empezaba a caer”. Una vez ahí, no obstante, decidió quedarse el resto del día en el albergue, y sabía que eso me daría la oportunidad de alcanzarlo. A Modestine le dieron de comer y la pusieron en una cuadra, y Stevenson dejó su mochila para que la arreglaran y luego se arrellanó en un asiento de rincón a leer sobre la legendaria “Bestia de Gévaudan”.

Este Napoleón Bonaparte de los lobos había aterrorizado a toda la región a mediados del siglo XVIII. Sus hazañas fascinaban a Stevenson de forma especial. Vagando por las montañas remotas entre Langogne y Luc, el animal había atacado ferozmente a niños que guardaban ovejas, o a mujeres solitarias que volvían de los mercados al anochecer. Estos ataques se alargaron durante toda la década de 1760. Cuando se encontraba a las víctimas, los cuerpos siempre estaban exangües, aunque no del todo devorados, y corrían rumores disparatados de vampirismo o cosas peores. El obispo de Mende mandó que los domingos se rezaran oraciones públicas en las iglesias rurales, y el intendente del Languedoc organizó cacerías de lobos con partidas de jinetes. El mismo rey acabó por ofrecer una recompensa de seis mil livres a quienquiera que matase a la Bestia.

Durante varias temporadas resultó escurridiza, y los mitos sobre el animal crecieron: la aparición en noches de luna llena, la afición a las tormentas, la capacidad de saltar de una cima a otra o de aparecer en dos lugares a la vez. Finalmente, en septiembre de 1765, un pastor de la comarca llamado Antoine disparó contra un lobo enorme que pesaba unos sesenta kilos. Lo disecaron y lo enviaron a la corte de Versalles entre grandes celebraciones. A la gente de la zona le pareció que se había quitado de encima una maldición.

Cuál fue su horror cuando, menos de dos años después, en la primavera de 1767, se reanudaron los ataques con una violencia todavía más desenfrenada. En las montañas de Lozère dos adolescentes quedaron prácticamente despedazados. Toda la población del Gévaudan entró en un estado de pánico supersticioso; se desatendió la agricultura y casi nadie salía de casa después de anochecer.

Cuando llegó el final, curiosamente fue discreto. Una noche de finales de junio de 1767, Jean Chastel, un leñador de la comarca que había salido a cazar a la Bestia, sufrió un ataque en un claro de bosque por parte de un lobo de buen tamaño contra el que disparó a bocajarro con una sola bala de mosquete. La muerte del animal acabó por fin con el reino de terror y Chastel se convirtió en un héroe popular. Sin embargo, este segundo lobo era un animal bastante común, con la piel ajada y doce kilos de peso menos que su predecesor. El misterio de la Bestia de Gévaudan perduró y seguía persiguiendo a la región incluso en tiempos de Stevenson. En Langogne, el escocés leyó una novela sobre el tema de Élie Berthet.

“Si todos los lobos fueran como ese”, observó pensativamente Stevenson, “habrían cambiado la historia de la humanidad”.

Los estudios modernos sobre el tema, ricos en explicaciones, eran a cada cual más fantasioso. Una escuela seguía una teoría de vampirismo; otra defendía la hipótesis de un terrateniente sádico de Gévaudan que aterrorizaba a sus arrendatarios con una manada adiestrada de lobos de caza; y una tercera, profundamente psicológica, presentaba al propio Jean Chastel como un asesino patológico que se disfrazaba con pieles de lobo. Sin embargo, mi hipótesis preferida era de una simplicidad siniestra. Proponía la estricta posibilidad zoológica de una familia de tres lobos solitarios (como los tres osos de “Ricitos de oro”) que, separados de la manada principal, habían probado las delicias de la carne humana y desde entonces atacaban en grupo. De ahí la inexplicable ferocidad de la Bestia; y también su capacidad de estar en dos sitios a la vez. Esta teoría tenía el gran atractivo de que dejaba un lobo suelto. Eso me gustaba mucho.

Fue pura coincidencia que en la última etapa de mi recorrido por la montaña hasta Langogne tuviera mi primer roce con una tormenta de las Cevenas. Estas tormentas son propias de esta región elevada, concentradas e intensas, y se mueven rápidamente de una cima a la otra, acompañadas de relámpagos en zigzag que me aterraban. Se me echó encima rápidamente desde el oeste, y parecía que me perseguía por los prados pelados, hasta que para mi gran alivio llegué a una aldea en un recoveco del monte con un minúsculo café-épicerie donde me guarecí una hora, mientras la tormenta pasaba dando golpes, gruñendo y relampagueando.

El dueño de la cafetería, un hombre menudo con el delantal exageradamente sucio, limpiaba filosóficamente los cristales de la entrada. La lluvia golpeteaba el toldo verde mientras hablábamos de forma deshilvanada sobre Stevenson y las tormentas.

–No siempre es prudente subir a la montaña –observó, mientras la ceniza de su cigarrillo de papier-maïs amarillo le caía sobre el delantal con el viento húmedo y cálido. Había algo lúgubre en su manera de torcer la boca. Asomó la cabeza afuera, miró fijamente arriba, hacia las nubes bajas y se encogió de hombros. “Mira, ahora ya escampa”. Volvió a la pequeña barra de zinc, ahuyentó las arañuelas con la mano, tosió, movió la cabeza (más ceniza) y me deseó suerte a su manera. “O sea que te vas a Gévaudan. Verás más tormentas, alors”.

Me fui, cubierto con mi sábana impermeable y con el sombrero colocado en un ángulo combativo. Salió el sol, y emprendí el descenso del último tramo hasta Langogne, a través de campos de hierba empapados llenos de ranúnculos relucientes. Me notaba extrañamente eufórico.

Pasaba un poco de las ocho de la tarde cuando por fin crucé el puente sobre el Allier y llegué a Langogne, en cuyas calles las sombras se alargaban. Los tenderos cerraban sus puestos y el ambiente estaba impregnado del olor de exprimir fruta y de freír ajo. Era el pueblo más grande en el que había estado en días, con una magnífica iglesia del siglo XI y un mercado medieval cubierto, alegre y animado, con grupos de familias sentadas en las aceras, parejas paseándose tomadas de la mano por la orilla del río y niños que pescaban foxinos con redes rosas y amarillas.

Sin embargo, aquí pasó algo raro. La sensación de que Stevenson me esperaba de verdad, en persona, se volvió abrumadoramente intensa. Era casi como una alucinación. Empecé a buscarlo entre el gentío, entre las caras de las puertas de los bares, en las ventanas de los hoteles. Volví al puente, me quité el sombrero de forma bastante formal, como si tuviera que encontrarme con un amigo, y caminé de un lado para otro, a la espera de algún tipo de señal. La gente me miraba: yo me sentía un bicho raro y no sabía qué hacía ni qué buscaba. El crepúsculo avanzaba y los murciélagos empezaron a volar a ras del río. Observé su vuelo oscilante sobre la superficie reluciente, de una orilla a la otra.

Y entonces lo vi, recortado con bastante claridad contra el cielo crepuscular: el puente viejo de Langogne. Estaba unos cincuenta metros río abajo, roto, desmoronado y cubierto de hiedra. De modo que Stevenson cruzó por ahí, no por este puente moderno. No había forma de seguirlo ni de encontrarse con él. Su puente se había derrumbado. Estaba fuera de mi alcance debido al paso del tiempo, y eso era lo verdaderamente triste.

El descubrimiento me sumió en una terrible melancolía. Era una estupidez, pero estaba al borde de las lágrimas. Quedarme en Langogne me resultaba insoportable, y después de una cena distraída subí la empinada cuesta poblada de plátanos de hojas susurrantes hacia Saint-Flour y Fouzilhac. Estaba oscuro como boca de lobo (mi vista había perdido la visión “de campo” al cenar con mucha luz) pero deseaba adentrarme en el Gévaudan. Abajo, a mi izquierda, oí un riachuelo que corría por lo que supuse que era una vega de pendiente suave, y pensé que acamparía ahí. Al desviarme entre los plátanos salté por encima de un muro bajo de piedra y me pareció que caía en un pozo sin fondo.

En realidad era un muro de piedra de cuatro metros y medio que terminaba en una extensión de zarzas; debajo de ellas, el terreno bajaba directamente hasta el río y, resbalando y soltando palabrotas en la oscuridad, seguí ese recorrido. Al cabo de una hora, mojado hasta la cintura, me registré en el único hotel de Langogne que aceptó a un viajero sospechoso después de medianoche. Le Brun lo hizo lo mejor que pudo, pero la broma no convenció del todo. En el bolsillo me encontré con que mi pipa tenía la boquilla rota.

Al dormirme en mi celda de lujo pensé que abandonaría el maldito viaje.

Tuve unos sueños alocados en los que a mi alrededor bailaban niños en un círculo burlón. Agitaban unas redes y cantaban:

Sur le pont d’Avignon
on y danse, on y danse…

Pensé mucho en ese sueño. En parte, parecía una proyección de las propias experiencias de Stevenson, cuando, la noche siguiente, se perdió por los senderos entre Fouzilhac y Fouzilhic. Empezaba a anochecer y no encontraba ningún lugar donde alojarse ni nadie que le indicara el camino. Pero él también se topó con niños extraños e irreales.

Al salir del bosque, vi cerca de mí una docena de vacas y otras tantas figuras negras, niños supuse, aunque la niebla había exagerado sus formas hasta hacerlos casi irreconocibles. Caminaban en silencio unos detrás de los otros dando vueltas en círculo, tomados de la mano unas veces, mientras otras rompían el circulo entre reverencias… al anochecer, en medio de los brezos, era un espectáculo extraño e increíble.

En parte también llegué a pensar que mi sueño era una advertencia: una advertencia de que no fuera tan infantil ni literal en mi búsqueda de Stevenson. Los niños bailaban y cantaban sobre el puente viejo de Aviñón: el puente que está roto, justo como el puente viejo de Langogne. Uno ya no podía cruzar esos puentes, como tampoco uno podía meterse literalmente en el pasado.

Había un vacío incluso en la imaginación. No quedaba más remedio que reconocerlo; fingir no servía de nada. Uno no podía jugar un papel en el pasado, uno no podía convertirlo en un juego de fantasía. Tenía que haber otra forma. De algún modo uno tenía que producir el efecto vivo siendo fiel al hecho pasado. Había que mantener la distancia adulta –la distancia crítica, la distancia histórica. Uno se encontraba en un extremo del puente roto y miraba con atención y objetividad al otro lado, hacia el pasado inalcanzable de la otra orilla. Uno le devolvía la vida, lo recuperaba, gracias a otras habilidades, artes y la magia adecuada.

¿Me he explicado? Intento transmitir la simplicidad de la idea, de lo que entendí. Para mí tuvo importancia porque probablemente fue la primera vez que intuí qué significa realmente el proceso (de hecho, toda una vocación) llamado “biografía”. Antes no había pensado en ello. “Biografía” significa un libro sobre la vida de alguien. Solo que para mí se iba a convertir en una especie de búsqueda, en seguir el rastro físico de la trayectoria de alguien por el pasado, en seguir sus pasos. Nunca los atraparía; no, en realidad nunca los atraparía. Pero quizá, si uno tenía suerte, podía escribir sobre la búsqueda de esa figura fugaz de tal modo que lo devolviera a la vida en el presente.

Al día siguiente me levanté de otro humor y subí por la misma cuesta bajo un sol radiante, en compañía de un pastor y su pequeño collie blanquinegro. El pastor dijo que llevaba ocho días de viaje y que iba a la granja de un primo, del otro lado del Tarn. Me arregló la pipa con un poco de bramante encerado, atado con pericia.

Stevenson tuvo un día duro por esas montañas. Hizo mal tiempo. Se metió en lodazales, se perdió por el bosque y finalmente se vio atrapado por una tormenta en el inhóspito pueblo de Fouzilhac. Nadie salió de casa para indicarle el camino a Cheylard. “C’est que, voyez-vous, il fait noir”, le decían. Stevenson da a entender que eran los recuerdos de la Bestia de Gévaudan lo que hacía que los hombres fueran tan reacios. Sin embargo, a esas alturas él mismo no podía lucir un aspecto demasiado tranquilizador: delgado, el pelo largo y enmarañado, los pantalones acartonados por el barro y una vaharada de la petaca de coñac. No resulta sorprendente que todo el mundo rechazara sus peticiones de que le indicaran el camino con una linterna. Se hacía tarde y cada vez llovía más. Siguió dando tumbos, solo.

Stevenson, a pesar de su fama de diletante, era decidido e ingenioso. Las agallas escocesas salieron a relucir en una crisis tan modesta como esta. Descartada cualquier idea de civilización, acampó solo entre las fuertes ráfagas de viento, al abrigo de una pared seca, ató a Modestine a una rama de pino cercana y le dio de comer con cuidado trozos de pan negro. Desenrolló el saco de dormir a la luz de la lámpara de alcohol, que había metido en una grieta del muro. Después de quitarse las botas y las polainas empapadas, se puso un par de medias de lana largas y secas, colocó la mochila debajo del faldón de lona de arriba para hacer las veces de almohada, se metió en el interior de lana del saco de dormir (donde todavía tenía sus libros, una pistola y mudas de ropa) y se ató con el cinturón “como un bambino”. Llegados a este punto procedió a cenar una lata de salchicha ahumada y un pastel de chocolate, regados con abundante coñac de su petaca, se lió y fumó “uno de los mejores cigarrillos del mundo” y se durmió como un niño, felizmente arrullado por los ruidos de tormenta del agreste Gévaudan. Dadas las circunstancias, me pareció una hazaña admirable.

Al día siguiente, miércoles 25 de septiembre, se levantó descansado y sin haber pasado frío, bajo la luz clara y gris del amanecer y con un viento seco y fresco. Cerró los ojos y reflexionó un instante sobre lo bien que había reaccionado, sin perder los nervios ni desesperarse en ningún momento. Al abrirlos de nuevo, vio a Modestine mirándolo con una expresión estudiada de paciencia y desaprobación. Se calzó rápidamente las botas, le dio a la burra el pan negro que quedaba y paseó por el pequeño hayal en el que se encontraba mientras consumía alegremente más chocolate y coñac. Lo embargaba una de esas sensaciones de éxtasis matutino que parecen afectar a la gente que duerme al raso. Más adelante escribió:

Ulises, abandonado en Ítaca y con la mente descentrada por la diosa, no se encontró más agradablemente perdido. Toda mi vida había buscado una aventura, una aventura pura y desapasionada, como las que sucedían antes a heroicos viajeros; por eso, al encontrarme aquella mañana en un rincón perdido de los bosques de Gévaudan –ignorante del norte y el sur, tan extraño a mi entorno como el primer hombre que pisó la tierra, un náufrago de tierra adentro–, sentí como si se realizaran en parte mis ensoñaciones diurnas.

Me encantaba la idea del “náufrago de tierra adentro”. Me parecía una idea muy sutil, casi poética, como si el viaje de verdad tuviera que ver con la desorientación más que estrictamente con la distancia. Se trataba de perderse y volverse a encontrar: arrojarse, como mínimo un momento, en el regazo de los dioses, y ver qué pasaba. Entendía, claro está, que el discurso literario de Stevenson sobre Homero, y más adelante sobre Bunyan, en parte era una burla de sí mismo. Sin embargo, luego me pareció que en parte también iba en serio, y que para Stevenson las “ensoñaciones diurnas” eran algo real, y que sus viajes también eran una peregrinación.

Lo que me desconcertaba una vez más era esa “diosa”. ¿Stevenson tenía en mente a alguna Circe concreta? ¿Quizá alguna mujer que lo había hechizado? ¿Estaban secretamente “descentrados” sus propios pensamientos por ese motivo, y la peregrinación era un intento de escapar de ella… o de apaciguarla? A medida que caminaba por los silenciosos senderos del bosque y me adentraba cada vez más en Gévaudan, caí en la cuenta de que yo también podía estar buscando a una mujer. Más allá de Fouzilhac, que nunca encontré, ni siquiera a la luz del día, me detuve ante una víbora que se desenroscaba lentamente sobre una piedra grande y plana que estaba en mi camino. Era pequeña, de un negro lustroso y bellamente zigzagueante sobre beis claro, y se echó a un lado con gran dignidad. En Cheylard, que es poco más que un claro con algunas granjas y una capilla, estuve un buen rato debajo de la estatua de madera de Nuestra Señora de Todas las Gracias.

Entonces nos dirigimos al monasterio trapense de Notre Dame des Neiges. Suponía que Stevenson quiso hacer examen de conciencia. Nuestro camino iba hacia el este, atravesaba un páramo alto más allá del Forêt de Mercoire, rumbo a Luc; luego giraba de nuevo hacia el sur por un valle remoto del Allier en dirección a La Bastide, donde los trapenses vivían en una ladera muy boscosa, fieles a sus antiguos votos de pobreza, castidad, obediencia… y silencio. De vez en cuando se daba permiso a los laicos del exterior para que se hospedaran “a modo de retiro”, compartiendo la dura rutina de los monjes, meditando, orando y haciendo balance de su vida. Para un calvinista no practicante como Stevenson no era una idea del todo extraña; mientras que para un católico no practicante como yo era de lo más familiar. Una breve visita parecía obligada.

Esta etapa del viaje duró dos días, interrumpidos por una noche en Luc. Stevenson durmió en la comodidad del auberge tras su aventura de Fouzilhac, mientras que yo crucé el río y acampé en un granero oloroso lleno de heno acabado de segar. Volví a verme atrapado en una tormenta que cayó sobre los páramos entre Cheylard y Luc, y me alegré de dormir a cubierto y del ruido tranquilizador y amable del ganado al comer.