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Título:

Woody. La biografía

© David Evanier, 2015

Edición original en inglés: Woody: The Biography

St. Martin’s Press, 2015

Publicado por acuerdo con St. Martin’s Press, LLC.

En asociación con International Editors’ Co.

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2016

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: noviembre de 2016

De la traducción del inglés: © Guillermo Ortiz

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16714-84-1

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER sobre imagen de Photofest.

Depósito Legal: M-37493-2016

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

A Dini Evanier, Andrew Blauner,
Gary Terracino y Mark Evanier.

Índice

Introducción: Cómo llegué a Woody

I      El encanto fue la causa

II    ‘Escribir le salvó la vida’

III    El auténtico Broadway Danny Rose

IV    ‘Woody, c’est moi’

V     Un baño de miel

VI    ‘Tan duro y romántico como la ciudad que amaba’

VII   La mujer que salva a Leonard Zelig

VIII  Dick y Woody

IX    ‘Destellos fulgurantes de grandeza’

X     Sexo, mentiras y cintas de vídeo

XI    Woody se saca (otra vez) un conejo de la chistera

XII   Bolas de acero

Epílogo. Emocionar a todo el mundo

Notas

Filmografía

Bibliografía

Listado de imágenes

Agradecimientos

INTRODUCCIÓN

CÓMO LLEGUÉ A WOODY

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Llamé al timbre.

Un amigo suyo me había dicho que él nunca miraba el correo. Tanto si era verdad como si no, quería asegurarme de que supiera que estaba escribiendo una biografía suya y me gustaría hacerle algunas preguntas. Así pues, le escribí una carta y se la llevé a su casa.

Un tipo de aspecto agradable se asomó desde la planta superior para ver quién era yo. “Tengo una carta para el señor Allen”, le dije. “Espere un momento –respondió, y poco después abrió la puerta. Sonrió, aceptó la carta y dijo–: Estupendo”.

Lo había conseguido. Bueno, no del todo. Había llegado hasta Allen pero sin llegar a conocerlo en persona.

En mi carta me presentaba y le contaba a Allen que ya había entrevistado a Jack Rollins, su mánager de toda la vida, así como a los críticos cinematográficos John Simon, Annette Insdorf y Richard Schickel; a Cynthia Sayer, que tocaba el banjo en su banda; y a Sid Weedman, quien conoció a Woody cuando empezaba en la industria, aquellos días en los que escribía y actuaba en el complejo Tamiment, situado en las montañas de Pocono. También le confesaba que, en mi opinión, Delitos y faltas y Zelig eran sus dos obras maestras.

Al día siguiente, recibí un correo electrónico de Woody. (Siempre dice que no usa el correo electrónico, así que supongo que le dictó la carta a su asistente, Gini).

Desde entonces hemos ido manteniendo una breve correspondencia. Él va eligiendo las preguntas que prefiere responder, pero siempre con una amabilidad irreprochable.

Después de escribir cinco biografías, he aprendido al menos una cosa que me parece esencial: la imagen icónica por la que conocemos a una gran figura tiene poco que ver con lo que él o ella realmente es. Nadie lo ha tenido más difícil que Woody Allen a la hora de darse a conocer de verdad, pues siempre se ha asociado inmediatamente su personaje público con su auténtica personalidad. Nunca me olvidaré de cuando tuve que encargarme de la biografía de Tony Bennett, el ser más dulce y adorable del mundo, y lo primero que me dijo Lennie Triola, promotor de conciertos y representante de distintos músicos, fue: “Hay un ogro detrás de esa puerta”. Fuera cierto o no, el caso es que esa observación me dio mucho que pensar. Woody Allen ha agravado el problema al ser el más abierto de todos los guionistas-directores-actores, tomando prestados pasajes de su vida para meterlos en sus películas mientras insiste en que, aunque algunos pocos detalles quizá sean reales, la mayor parte está exagerada y adornada. También es el único cómico de la historia de Hollywood capaz de introducir un mismo e inmutable personaje en todo tipo de géneros cinematográficos –comedia, comedia romántica, sátira, drama– y aun así conseguir que no desentone. Siempre el mismo personaje con la misma personalidad. Nadie más ha conseguido hacer algo así. Es algo extraordinario que lo obliga a vivir siempre en el confuso límite entre el personaje que interpreta y la persona que realmente es.

Groucho siempre era Groucho, haciendo de Groucho. Jack Benny siempre era Jack Benny, con sus propios chistes característicos. Todas las películas de Bob Hope están construidas alrededor del estilo cómico de Hope. Según el guionista y director Gary Terracino, “los cómicos actuales (Will Ferrell, Adam Sandler) van en otra dirección. En sus comedias nos muestran su lado cómico más auténtico, pero cuando hacen un drama entierran a su personaje por completo para demostrar que son ‘actores de verdad’”.

Woody es Woody en todas sus películas, representa siempre el mismo personaje cómico, aunque en cada una funcione de una manera distinta. A diferencia de Groucho, Bob Hope y Jack Benny, Allen no solo es actor sino también guionista y director. Sabe exactamente cómo encajar a su personaje. Así, podemos entender Zelig como una metáfora implícita de su propia carrera y su trabajo como actor.

Allen diseña al milímetro lo que quiere hacer y tiene el control absoluto sobre sus películas. “Lo controlo todo, y cuando digo ‘todo’ quiero decir todo –le confesó a John Lahr–. Puedo hacer la película que me dé la gana. Abordar cualquier tema, sea cómico o más serio. Puedo elegir al actor o actriz que considere más oportuno, puedo rodar y rodar una misma escena todas las veces que desee mientras no me salga del presupuesto. Controlo los anuncios, los tráilers, la música”. Lahr le preguntó qué pasaría si no pudiera controlar completamente sus películas. “Me retiraría”, afirmó. No cabe duda de que lo decía en serio.

Como artista, Allen nunca tuvo la tentación de venderse o de intentar ser distinto de como era; tampoco tuvo nunca el más mínimo interés en llevarse bien con los poderes establecidos. Solo le preocupa poder expresarse sin tener que pedir perdón. Ha conseguido estar siempre de actualidad sin necesidad de estar a la moda y es un artista auténtico que casi siempre prefiere las historias contadas de un modo tradicional a los excesos y las abstracciones.

Es el fenómeno más increíble de la historia de la industria estadounidense del espectáculo. John Ford, William Wyler, Charles Chaplin… cada uno de ellos aportó su enorme grano de arena, pero ninguno ha sido tan ecléctico como Allen, que puede hacerte reír a carcajadas o resultar desoladoramente conmovedor.

“A veces parece que Allen ha explorado todos los rincones de la existencia del hombre occidental –escribió Kent Jones para Film Comment–, la necesidad de liberarse de las decepciones del presente, buscar otros ámbitos de realización personal, escaparse de la monotonía de la vida en común, recuperar el pasado, consumar el amor, tener un poquito de suerte…”.

“Solo Chaplin se le acerca –afirmó Gary Terracino–, también Chaplin ha aguantado el paso de los años. Durante casi treinta o cuarenta años, fue increíblemente popular en todo el mundo. Pero incluso Chaplin acabó renegando de Charlot, solo para ver cómo su popularidad decaía. Woody nunca reniega de Woody”.

Allen, como Chaplin, fue “autodidacta, solitario, melancólico y meticuloso”, según John Lahr. “Los dos son genios de la comedia que crean vida sin ser verdaderos amantes de la vida”.

En su entrevista con Lahr, Allen definió así la diferencia entre el personaje cinematográfico de Chaplin y el suyo: “Yo aparecí después de Freud –afirmó–, cuando los debates se resolvían en la psique. Era algo interior. De repente, a todo el mundo le interesaba la psique. Querían saber qué estaba pasando en nuestras mentes”.

“En cuanto a la cantidad de su producción, es casi comparable a Shakespeare –asegura Alan Zweibel, guionista de Saturday Night Live, It’s Garry Shandling’s Show y El show de Larry David, a propósito de la obra de Allen–. Fijaos en todas sus películas, libros, obras de teatro, discos… en lo polifacético de su carrera: guionista, director, actor, etcétera”.

Todo lo que rodea a Allen es único, pero no solo en el cine sino en la cultura popular y en el mundo de los famosos. No hay nadie como él. Representa un tipo de hombre que nunca antes se había visto en una película. “Woody Allen ayudó a que la gente se sintiera más cómoda con su aspecto físico –escribió Pauline Kael–, y aceptara sus miedos respecto a la violencia, el sexo y todo aquello que les generaba ansiedad. Se convirtió en un nuevo héroe nacional. Los universitarios lo admiraban y querían ser como él”.

La riqueza de sus películas, sus múltiples capas y texturas, permiten verlas una y otra vez. Siempre hay algo nuevo que descubrir. Y también está la cuestión de su integridad a la hora de negociar y a la hora de tratar con los actores. No le importa si una actriz tiene más de cuarenta años. No le importa si un actor lleva años sin trabajar, como era el caso de Andrew Dice Clay en Blue Jasmine. Un actor no tiene que ser atractivo para aparecer en una película de Allen. A él no le importa quién sea el agente del actor. Todo lo que le importa es su talento. Esto no implica que sea un tipo suave y con poca personalidad. Nunca será así. Lo que está diciendo, en realidad, es “soy un artista; trata conmigo a ese nivel”.

Las obras de Allen anticipan mucho de lo que llegaría después: Borat y Bruno no habrían existido sin Zelig y Recuerdos, como no habrían existido las obras de Albert Brooks, Larry David o Garry Shandling. Allen se convirtió en algo nuevo, en la referencia para una generación. “Los antiguos cómicos eran graciosos –me contó una vez Alan Zweibel–, pero de repente llegó Woody y… ¡bum! Aquello era otro rollo. Una realidad, completamente nueva, que alguien estaba viviendo y explicando a la vez. Creó su propio universo y gracias a su personalidad podías meterte a fondo en él, en su fantasía sin sentido”.

Según Zweibel: “Con él te dejas llevar, piensas que es posible que empiece a llover dentro de su apartamento. Miras al tipo y te da la sensación de que, desde luego, a él le podrían pasar esas cosas. Es todo una locura. Además, es el cómico intelectual por excelencia. Por eso, cuando hace mención al Holocausto, a cualquier cuestión filosófica, a las grandes preguntas de la vida, sabes que va a dar un punto de vista interesante y enriquecedor. Estamos, por tanto, ante un verdadero intelectual que trata, entre chiste y chiste, sobre los grandes asuntos de la humanidad. Incluso cuando era guionista de Saturday Night Live, o cuando creé el Garry Shandling Show, Garry y yo teníamos a Woody como una especie de ídolo. Nos preguntábamos siempre: ‘¿Qué haría Woody en una situación como esta?’”.

Nadie ha abarcado tanto y de manera tan consistente: de lo sublime a lo mediocre. Está dispuesto a jugar con el fracaso, a extenderse y profundizar en los elementos sustantivos y formales de sus películas.

“Si miras con atención toda su obra –afirma Zweibel–, es fácil ver que algunas de sus películas menores las hizo únicamente para poder hacer una gran película después”. Vemos cómo crece como guionista, como director, como realizador, como ser humano. El asunto es entender el fracaso puntual como parte del proceso creativo. A veces tienes que errar dos disparos antes de acertar en la diana. Tienes que hacer determinadas cosas para llegar a algo grande, a algo genial. Hace algunos años, le oí decir a Rob Reiner: ‘Mira, aquí todos hacemos lo nuestro. Todos escribimos, todos hacemos películas, hacemos esto, hacemos lo otro. Y luego, aparte, está Woody’. Y tiene razón. Woody es un fuera de serie.

”Cuando hablamos de Carl Reiner, Woody, Buck Henry, Larry Gelbart… –continúa Zweibel–, hablamos de gente que no escribía solo para un medio. Estaban abiertos a todas las posibilidades. Eran escritores. Escribían algo y luego decidían de qué forma se expresaría mejor su idea: en un libro, una obra de teatro, un programa de televisión, un artículo en una revista… Y Woody es uno de ellos: si eres escritor, ¡escribe! Deja que el texto te diga lo que tiene que ser en vez de intentar moldearlo y convertirlo en otra cosa. Esta es la manera de contar determinada historia. Deberías dejarlo como un artículo de tres páginas para The New Yorker. O, sin duda, esto debería ser una obra de teatro, por la razón que sea. Woody nos decía eso todo el rato. En su famoso relato ‘El episodio Kugelmass’, tenemos a un tipo que está casado por tercera vez y no consigue ser feliz. Tiene una vida de mierda, es profesor de universidad, lee Madame Bovary, y se acaba colando en el libro, ¡porque ahí se siente mejor! Woody tiene un talento extraordinario para saber cuándo hay que utilizar la imaginación, como en ‘Kugelmass’, o cuándo es mejor hacer algo visible y meterlo en la pantalla, como la madre judía que flota sobre el protagonista en Edipo reprimido. Eso dice mucho de él, ¿verdad?”.

Allen habla desde el presente, pero sus temas son inmortales: el recurrente misterio y sufrimiento –con sus buenos momentos ocasionales– de la experiencia humana. “Siempre aparecen las mismas cosas, una vez tras otra –ha afirmado Allen–. Son las cosas que están en mi cabeza y siempre busco nuevas maneras de expresarlas. ¿Qué temas se repiten? En mi caso, desde luego, la capacidad de seducción de la fantasía y la crueldad del mundo real… Lo que me interesa son siempre los problemas irresolubles: la finitud de la vida y la sensación de absurdo y la desesperación y la incapacidad para comunicarnos. Lo difícil que es enamorarse y que ese amor dure. Estas cosas me resultan mucho más interesantes que… no sé… la ley electoral”.

Allen formó parte de lo que el escritor y crítico de cine, J. Hoberman, llamó “la nueva ola” judía entre 1967 y 1973, que empezó con Barbra Streisand en Funny Girl y terminó con Tal como éramos, un periodo durante el cual “el humor judío dominaba la escena con total confianza en sí mismo […] Esta nueva concepción de la visibilidad cultural que merecían los judíos estadounidenses está detrás de una docena o así de películas, todas caracterizadas por su insolente humor negro y su sátira social, que incluían como protagonista a un hombre judío (casi siempre) joven (a veces), neurótico y (en resumen) no del todo admirable, que había cortado con sus raíces pero se mostraba receloso respecto a la América blanca de clase media. El odio hacia uno mismo se mezclaba con el ensimismamiento, el narcisismo apenas se podía distinguir de la liberación personal y la alienación servía para confirmar la identidad”. Hoberman se refería a Los productores, El graduado, Toma el dinero y corre, Complicidad sexual (Goodbye, Columbus), El ángel Levine, El lamento de Portnoy, ¿Dónde está papá?, Te quiero, Alice B. Toklas, El rompecorazones y Adiós, Braverman. Hoberman consideraba que El rompecorazones marcaba el ocaso de esta edad de oro. “Los personajes de etnia judía perdieron su protagonismo aunque la caracterización étnica siguiera de moda”. Tras las películas de judíos llegaron las que contaban los problemas de los negros en los barrios bajos y las vidas de los italoamericanos. Escribió: “El fin de la nueva ola judía supuso también el fin del antihéroe urbano y neurótico. O, más bien, se concentró en la persona-personaje de Woody Allen, al menos hasta que volvió a aparecer, de nuevo como un listillo pero algo menos insufrible, en las telecomedias de la década de 1990”.

Allen era, y sigue siendo, abiertamente judío, y lo era en una época en la que los judíos podían aspirar como mucho a protagonizar películas menores. Los judíos habían sido cómicos talentosos pero que rozaban la parodia (Groucho Marx), o se habían visto obligados a comportarse como wasps, protestantes anglosajones blancos (Lauren Bacall, John Garfield). Allen era una estrella del cine y era judío al cien por cien; al comportarse como tal representaba un nuevo Estados Unidos emergente y multicultural.

Ya en 1969, Allen se declaraba apolítico sin avergonzarse de ello, aunque sus seguidores se empeñaran en atribuirle las distintas ideologías que ellos fueran profesando en cada momento. En una entrevista que anticipaba en varios años lo que sería Zelig, mostró su desprecio por el rock and roll, Woodstock y la mentalidad de borregos de los movimientos políticos de masas que usan planteamientos utópicos para acabar en el fascismo, a la vez que defendía la visión solitaria e independiente del artista. “Cuando estaba representando Sueños de un seductor –le confesó al escritor Robert B. Greenfield–, decidí no trabajar el día de las protestas contra la guerra de Vietnam por razones puramente personales. Los chicos venían y me decían ‘Bien hecho, tío’. Ahora parece tan fácil darle una explicación política a todo… Los chicos son muy manipulables. Gracias a ellos, en los últimos diez años mucha gente se ha hecho millonaria con las drogas, los discos y la ropa. Su música es demasiado simple. Me gusta, pero no es excusa para no leer, no pensar… y luego culpar de todo a McLuhan y su rollo de la aldea global. Fui a ver Woodstock. El chico que estaba delante de mí no hacía más que repetir ‘Qué bonito, qué bonito’ como si estuviera intentando convencerse a sí mismo. John Sebastian canta una canción sobre unos críos y todo el mundo se pone a gritar. No tienen ningún criterio ni veo arte verdadero por ningún lado. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, pocas veces se ha dado una reunión de auténticos genios. La mayoría de la gente se pasa el día preguntándole al tipo de al lado qué tiene que hacer”.

“Woody consiguió ser innovador como cómico y director sin tener que subvertir en ningún momento el viejo orden –en palabras de Gary Terracino–. Él hacía lo suyo y era algo completamente nuevo y moderno… pero ni era un hippie ni un revolucionario ni pertenecía siquiera a la izquierda de Hollywood. Era nuevo y suponía un soplo de aire fresco sin resultar peligroso; era un gran artista, aunque al alcance de todos los públicos; era un vanguardista, pero pisaba terreno seguro”.

Pauline Kael fue una de las críticas de cine más divertidas de su oficio; conseguía comunicar de forma natural a los lectores de The New Yorker su entusiasmo por el cine, en torno al cual parecía girar toda su vida. ¿Quién si no podía ponerle a un libro un título tan insinuante como I Lost It at the Movies [Perdí el control en el cine] y no provocar ninguna agitación entre el público? Al fin y al cabo, su escritura tenía a menudo un aire orgásmico. “Hay que abrirse a la idea de emborracharse de cine –escribió en 1990–. Nuestras emociones se elevan para estar a la altura de la fuerza que sale de la pantalla y no dejan de crecer a lo largo de nuestra vida como espectadores”. Era de las pocas críticas capaces de mostrar la mayor agudeza para dar en el clavo y a la vez escribir las frases más cautivadoras, incluso cuando se equivocaba por completo. Estaba tan inmersa en sus sentimientos que podía arrastrar consigo al lector adonde ella quisiera. (Allen le dijo al director Peter Bogdanovich que “Kael tiene todo lo que necesita un gran crítico de cine excepto criterio”). Era tan buena que a veces parecía más novelista que crítica; cuando se equivocaba, era fácil perdonarla, pues estaba desarrollando su propio universo. De Toma el dinero y corre dijo que era una “una comedia insignificante, floja aunque bienintencionada, blanda como unas zapatillas”. Estaba completamente equivocada, pero ¡qué frase tan buena! Con algo más de juicio, escribió en 1980 que

Woody Allen, cuyos personajes antes eran complejos de inferioridad con piernas, logró que todo el país empatizara con los sentimientos de aquellos que sabían que nunca podrían encajar en las imágenes de la perfección wasp que saturaba sus vidas. Siempre era el mismo tipo bajito, listo e inseguro, el inadaptado urbano que temblaba con solo pensar en una pelea porque sabía que físicamente nunca podría estar a la altura de los hombres grandes, fuertes y silenciosos de los que se alimentaba el mito, los auténticos machotes. Hombres grandes y fuertes que a su vez sabían que ellos tampoco estarían nunca a la altura de dicho mito. Al expresar su terror neurótico hacia prácticamente cualquier cosa que formara parte del mundo real, Allen se convertía también, de alguna manera, en su portavoz. En las décadas de 1940 y 1950, cuando Bob Hope interpretaba a esos héroes con un punto cobarde, la cobardía no tenía ningún atractivo político o sexual; sin embargo, a finales de los 60 y a lo largo de los 70, cuando Woody Allen mostraba sus pánicos parecía hacerse eco de todo el ambiente antimacho de la época. En la desaliñada y peluda era de la contracultura, los estadounidenses ya no intentaban ajustarse a un aspecto en el que solo una minoría podía llegar a encajar. Woody Allen ayudó a que la gente se sintiera más cómoda con su aspecto físico y aceptara sus miedos respecto a la violencia, el sexo y todo aquello que les generaba ansiedad. Se convirtió en un nuevo héroe nacional. Los universitarios lo admiraban y querían ser como él.

Según Brian Kellow, el biógrafo de Kael, Pauline consideraba que, pese a sus críticas a la Asociación Nacional del Rifle y al gobierno de Nixon en El dormilón, y aunque era tremendamente popular entre los jóvenes, Allen era “de todo menos subversivo”. Más bien al contrario: estaba demasiado inadaptado como para convertirse en un héroe de verdad para los movimientos jóvenes y era un nostálgico con un profundo amor por la cultura pop tradicional. Allen conoció en persona a Kael cuando estaba rodando en California y entablaron correspondencia. Le envió el guion de Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo, pidiéndole sugerencias y una opinión crítica. “No tenía miedo de pensar distinto a ella”, escribió Kellow, y se mostraba firme en su postura. “Por otro lado, sabía que siempre tendría en ella a alguien que lo escuchara con comprensión cuando se quejaba de las humillaciones que sufrían los directores con talento en Hollywood, como cuando le escribió en el verano de 1973 para hablarle de esa falta total de ideas en la industria que a él le resultaba tan agobiante”.

A Kael, que era judía, le gustaban los Allen y Streisand del principio, cuando, como actores judíos, eran mordaces y divertidos (también le gustaba Dustin Hoffman). Se distanció de Allen cuando decidió seguir su camino, juntarse con los gentiles y perseguir a las shikse.1 Mostró la misma actitud con Hoffman tras El graduado. Todavía en 1980 criticaba a Allen por retratar a sus personajes judíos como si fueran payasos y estereotipos de desequilibrados, poniendo como ejemplo el flashback que hace de su familia judía mientras está comiendo con la familia de Annie Hall. Kael, como siempre, tenía una intuición especial para estas cosas. Allen prefirió evitar la discusión pero cuando recreó la misma escena nueve años más tarde, en otro flashback al pasado dentro de Delitos y faltas, representó a una familia judía que, esta vez, era seria y auténtica. Allen, cuyo devoto ateísmo le había hecho rebelarse contra el judaísmo en sus primeras obras, fue capaz de escribir en esta ocasión acerca de una familia judía ortodoxa con respeto y un cierto pesar por no ser capaz de compartir su fe esperanzadora en la existencia de un dios vivo y misericordioso.

Kael citaba a Miguel Ángel, quien dijo aquello de “Aquel que camina tras los pasos de otros nunca conseguirá avanzar”. En consecuencia, diferenció entre dos clases de grandes directores: el primero, Jean Renoir, quien “con su simpleza magistral y un estilo visual limpio, sin querer interferir nunca en la escena, ayudaba a la gente a encontrar su propio camino. No hace falta seguir los pasos de Renoir porque él mismo abre infinitos caminos por los que aventurarse”. Renoir señala un camino y de esa manera crea un modelo que los demás pueden hacer suyo. El otro tipo de director es Jean-Luc Godard, “a quien solo puedes seguir si pretendes que te destruya. Los demás directores ven la impetuosidad y la velocidad y la ostentación de su complejidad, son siempre conscientes de ello y les encanta y, por supuesto, están en su derecho. Pero no pueden seguir sus pasos. Tienen que encontrar otros caminos porque Godard va quemando el terreno por donde pisa”. Allen está más cerca de Renoir en este sentido. Ha cambiado la cultura pop y ha influido en Hollywood de mil maneras distintas.

El personaje cómico de Allen funciona en todo lo que hace. Tanto si es Virgil en Toma el dinero y corre, Isaac en Manhattan, Mickey en Hannah y sus hermanas, Cliff en Delitos y faltas, Boris en La última noche de Boris Grushenko, Fielding Mellish en Bananas, Danny en Broadway Danny Rose, Sandy Bates en Recuerdos, Joe en Todos dicen I Love You, Sheldon en Edipo reprimido, o Alvy en Annie Hall, podemos ver a ese alarmista irredento, un personaje que odiaba el colegio y que aún odia los bichos, el campo, el sol, los grillos, la cocaína, los intelectuales pretenciosos, las panaceas new age, la muerte, Los Ángeles, la marihuana, los aparatos mecánicos, el rock and roll, los hippies, los fanáticos de derechas, los nazis y los resfriados. Por si hubiera alguna duda de que estamos viendo al menos parte del auténtico Woody Allen en sus películas, hay que tener en cuenta la atormentada y perturbadora respuesta que le dio al director sueco Stig Björkman cuando este le preguntó por la actitud de Boris con respecto a la naturaleza en comparación con la vida urbana en La última noche de Boris Grushenko. Woody se sinceró, apelando a sus propios sentimientos: “Cuando ves algo bonito en la naturaleza, lo que admiras al principio es una bucólica escena pastoral. Desde un poco más cerca, lo que ves es bastante horrible. Si de verdad pudieras acercarte más, verías violencia y caos y asesinato y canibalismo”. Y puede que la vida urbana también te parezca bella, pero de cerca lo que hay es “la relación entre un hombre y los demás hombres. Algo bastante miserable, feo y horripilante”.

Sus personajes a menudo están obsesionados con el Holocausto, pero quizá el campo de concentración no sea sino una metáfora de la vida humana en su día a día. Al fin y al cabo, todos acabamos convertidos en cenizas, ¿no? Sabemos que cree que la vida no tiene sentido y que el amor es algo transitorio, que “el amor se acaba”. Sabemos que nunca se ducharía delante de hombres “de su propio sexo”. En todas sus películas, esperamos ver relaciones en las que “el corazón no siga las razones de la lógica”, un personaje que se enamora apasionadamente de alguien que lo rechaza mientras, a su vez, el rechazador está obsesionado con otra persona que lo trata de igual modo. Alguien deseado con pasión por otro alguien siempre desea con pasión a un tercero. Todo el mundo está con la mosca tras la oreja.

Sabemos que a Allen le encantan Ingmar Bergman, Marcel Ophuls, Frank Sinatra, Jean Renoir, Anton Chéjov, Satchmo, el baloncesto, Fiodor Dostoievski, Sidney Bechet, Rashômon, El limpiabotas, Los cuatrocientos golpes y El ladrón de bicicletas, y se siente atraído, aunque de forma algo ambigua, por la magia, los videntes, los adivinos y el espiritismo, los días lluviosos y melancólicos, además de adorar sin matices la música de Nueva Orleans y las canciones de los grandes músicos estadounidenses: los Gershwin, Irving Berlin, Cole Porter, y compañía; le encantan las mujeres neuróticas, temperamentales, los pares de hermanas, las “polimórficamente perversas”, así como las mujeres jóvenes y guapas de todo tipo. De vez en cuando, nos recordará hasta qué punto odia su talento para la comedia (“Siempre me persigue la imagen del payaso […] le doy más valor a la musa dramática que a la cómica”), que el drama le parece la forma de arte más auténtica (“Ojalá hubiera sido un gran autor dramático, pero qué se le va a hacer”), y que se considera un artista incompleto porque no ha escrito una obra que tenga la grandeza y la iluminación de un Ingmar Bergman, un Federico Fellini, un Vittorio de Sica, un Roberto Rossellini… o ni siquiera de un Tennessee Williams, un Eugene O’Neill o el Arthur Miller de Muerte de un viajante. Sarah Boxer, que cubrió la charla que Allen dio en 2002 en el número 92 de la neoyorquina calle Y, trascribió en The New York Times sus palabras: “No voy a andar quejándome a estas alturas… Está bien esto de no tener ningún talento, pero sí me gustaría hacer algo grande…”, para continuar: “No soy en absoluto humilde. Empecé con grandes expectativas y no he estado a la altura. He hecho algunas cosas que estaban bastante bien, pero tenía una concepción más alta de cuál podía ser mi lugar en el firmamento artístico. Lo que ha sido doblemente doloroso para mí es que nunca me han faltado las oportunidades. Lo único que se ha interpuesto entre la grandeza y yo he sido yo”.

Ahora bien, Tennessee Williams y Arthur Miller bajaron mucho el nivel después de sus primeras y deslumbrantes muestras de talento; algo parecido le sucedió a O’Neill, aunque pudo resurgir triunfal al final de su carrera con Largo viaje hacia la noche, Llega el hombre de hielo y Una luna para el bastardo. Allen, por el contrario, nunca ha decaído.

Allen respeta (aunque sin entusiasmo) Los viajes de Sullivan, la comedia americana de Preston Sturges. En dicha película, el director llega a la conclusión de que la comedia es una forma noble de arte porque, en un mundo de intenso sufrimiento y dolor, libera a los hombres de sus cargas y les ofrece momentos fugaces de alegría y alivio. A Allen le gusta la película pero llega a la conclusión exactamente contraria: la comedia es para él una traidora que se compromete con la realidad solo para convertirla en algo secundario, la dulcifica para aligerar así la angustia del alma. A Kent Jones le explicó que el final de Los viajes de Sullivan le parecía “una escapatoria fácil y comercial, porque la vida no tiene un destino o un propósito. [La película] es de un optimismo injustificado”. En 1987, durante una conversación con Michiko Kakutani, de The New York Times, dijo: “Cuando era joven, me gustaban todos los cómicos. Sin embargo, cuando empecé a leer en serio, descubrí unos cuantos autores dramáticos con los que también disfrutaba. A partir de ese momento, la comedia dejó de interesarme tanto, aunque sabía que se me daba bien. En la actualidad, no es que la comedia me apasione, precisamente. Si tuviera que hacer una lista con mis quince películas favoritas, probablemente no incluiría ninguna comedia. Eso no quita para que algunas comedias me parezcan maravillosas”.

Aspira a lo más alto en su trabajo pero se desespera ante la posibilidad de no conseguir sus metas. Ha dicho que quiere alcanzar el nivel del Largo viaje hacia la noche de O’Neill, pero teme acabar escribiendo algo parecido a The Edge of Night, un melodrama de intriga. “Siento esa aspiración constante a alcanzar el momento mágico –empieza a decir Allen–, pero al final…”. Desanimado, no es capaz de acabar la frase. En Conversaciones con Woody Allen le explicó a Eric Lax: “Tengo una concepción muy realista de mí mismo. Algunos creen que soy demasiado humilde o que caigo en la falsa modestia cuando digo que no he hecho una gran película… Digo la verdad. No me veo como un artista, me veo como un artesano del cine… No estoy siendo cínico, ‘artista’ es un término que me queda muy grande. Soy un currante con suerte”. Allen se refirió a sus limitaciones artísticas con mayor pesimismo aún en una entrevista publicada en Paris Review en 1995. La charla terminaba con la siguiente afirmación:

Lo digo sin falsa modestia alguna: no he hecho ninguna obra realmente significativa en ningún campo. Estoy totalmente convencido de ello. Hemos estado aquí sentados hablando de Faulkner, por ejemplo, y de Updike y de Bergman… quiero decir, está claro que no puedo hablar de mí mismo de la misma manera. En absoluto. Creo que lo que he hecho hasta ahora es… la hoja de lechuga que pones bajo la carne de la hamburguesa. Creo que si pudiera hacer, en lo que me queda de vida, dos o tres obras realmente brillantes –tal vez una película maravillosa o una gran obra de teatro o algo así– entonces sería interesante analizar todo lo hecho hasta ese momento como obras de desarrollo. Creo que ese es el estatus actual de mis obras: están esperando la joya que las corone.

Algunos críticos están de acuerdo con esta confesión y algunos van todavía más lejos, haciendo hincapié en la edad avanzada de Allen y en lo improbable de que consiga encontrar oro a estas alturas: “En términos generales, creo que está desperdiciando su talento –me dijo J. Hoberman–. Hace todas esas películas a toda velocidad y creo que, si había algo de profundidad en su cine, se ha acabado evaporando”.

Sin embargo, muchos otros disienten. Cuando le pregunté dónde situaría a Allen entre los demás directores estadounidenses a la historiadora y crítica de cine Annette Insdorf, directora de estudios cinematográficos en la universidad de Columbia y autora de un libro que es todo un referente acerca de las películas del Holocausto, Inedible Shadows [Sombras indelebles], me contestó: “Se ha ganado un puesto bien merecido en el panteón. Como Clint Eastwood, su personalidad se ha convertido en parte de nuestra cultura. Ninguno de los dos se contentó con actuar en las películas de otros; ambos se convirtieron en directores prolíficos y eficientes. Cuando me entrevistaron para American Masters (un documental de la PBS sobre Woody Allen), lo comparé con Chaplin y Orson Welles. Los tres eran autores auténticos cuyos personajes en la pantalla los hacían reconocibles para el público”.

“Creo que, al igual que Preston Sturges y Billy Wilder con anterioridad, es un guionista y un director con una voz distintiva y un espíritu satírico. Me gusta su tono, que es agridulce y se pone en duda a sí mismo. Sus mejores películas han influido en el proceso de la narración cinematográfica actual. No es de extrañar que François Truffaut y él se tuvieran tanta admiración”.

Cuando le conté a Allen que John Simon, que había sido extremadamente duro con algunas de sus primeras películas, había reevaluado su trabajo, me dijo:

Siempre me ha gustado John Simon. Lo cierto es que es un crítico que, aunque ha sido muy duro conmigo a lo largo de los años, siempre ha tenido mi respeto y mi simpatía personal en las numerosas ocasiones en las que hemos coincidido. Es tan cortante que puede resultar complicado al principio, pero siempre me ha gustado leerle y nunca he tenido en cuenta lo que me decían mis amigos acerca de sus constantes críticas a mi trabajo. Dicho esto, no me creo ni por un momento que ahora haya decidido reevaluar mis obras y dedicarles todo tipo de elogios. Eso sí, es un crítico divertido, interesante, muy inteligente y con una gran intuición, además de una persona a la que es fácil apreciar en la vida real a pesar de su desprecio absoluto por la imperfección.

Respondí enviándole algunos extractos de los comentarios que Simon me había hecho en los que realmente elogiaba el trabajo de Allen. Y este contestó: “Gracias por compartir conmigo los comentarios de John Simon. Por lo que me han dicho, siempre ha sido duro con mis películas y quizá esa severidad en el juicio sea necesaria para que los guionistas, directores y actores hagan su trabajo como deben”. Allen, como es sabido, forma parte de esas tres categorías. “Aún no ha hecho una gran película –me dijo Simon–. Pero si haces suficientes películas buenas, eso ya podría valer por una o dos películas geniales. Es increíble cómo le salen. No hay ningún patrón fijo en ellas. Está al tanto de lo que pasa en el mundo. Se ve que presta atención a lo que sucede a su alrededor”.

Los que también parecen indelebles son los recuerdos que guardamos de sus distintas obras: la cara de Isaac al final de Manhattan, esa mezcla de esperanza y de miedo cuando Tracy se marcha; la expresión en la cara de Broadway Danny Rose cuando Lou Canova le dice que se va a buscar otro mánager; la primera cita de Alvy Singer y Annie Hall, cuando él le propone besarse cuanto antes para poder quitárselo de encima y digerir mejor la comida; las siluetas de Isaac y Mary sentados en un banco mientras amanece, con el puente de la calle Cincuenta y nueve de fondo; el rostro de Cliff al ver a Hallie casada con Lester en Delitos y faltas; Annie Hall cantando “Seems Like Old Times”; las inquietantes palabras de esperanza expresadas por el profesor Levi al final de Delitos y faltas; Steffi levitando junto al Sena en Todos dicen I Love You… y tantos otros. Son escenas que nos acompañarán el resto de nuestras vidas, y Allen ha sido guionista, director y actor en todas ellas.

Sin embargo, a Allen le gusta encerrarse en sí mismo. “Woody es muy celoso de su privacidad”, escribió el montador Ralph Rosenblum en sus memorias, When the Shooting Stops. “Es muy reservado, extremada, a veces exageradamente, comedido. La opinión pública hace énfasis en su infelicidad, pero a pesar de todo lo que se ha escrito acerca de sus dos décadas de psicoanálisis, solo unos pocos íntimos conocen los pormenores de su sufrimiento”. Hay distancia, frialdad y tristeza, pero también generosidad, amabilidad, comprensión y alma. Broadway Danny Rose, una de sus mejores películas, de las más personales y conmovedoras, es el retrato de la persona en la que Allen podría haberse convertido: un perdedor en la periferia de la industria del espectáculo, justo lo contrario de lo que realmente ha acabado siendo. Sin embargo, hay aspectos de Danny Rose que reflejan la filosofía y la moral de Allen: su lealtad hacia aquellos que lo ayudaron, sus sentimientos hacia Jack Rollins, la persona que le cambió la vida y que se dedicó incansablemente a ayudar al prójimo, pero especialmente a Woody… Ahí no encontramos ninguna frialdad. También sentimos el calor con el que acoge en sus obras a los que luchan en la segunda división del mundo del espectáculo, los viejos villanos del vodevil, los magos, los malabaristas, los bailarines de claqué, todos aquellos que actuaban en el circuito del viejo Keith y en las Catskills.2 Cuando Danny, involuntariamente, provoca que los mafiosos le den una paliza a su ventrílocuo, lo visita en el hospital e insiste en pagar las facturas del tratamiento. Lo hace de una manera natural, sin alardes. Ese es su código moral. Allen no cae en sentimentalismos con estos dulces perdedores –a menudo se burla de ellos–, pero tampoco puede evitar amarlos.

A pocos guionistas se les cita tanto como a Allen. En un ejemplo más de su capacidad para poner el dedo en la llaga y del ideario social de su público progresista lo pudimos vivir en octubre de 2014, cuando David Greenglass, el hermano de Ethel Rosenberg cuyo testimonio envió a su hermana a la silla eléctrica, murió a los noventa y dos años. The New York Times incluyó un obituario de Greenglass en su portada que terminaba con una cita famosa de Allen, la referencia sarcástica que hace sobre Lester (Alan Alda), su pomposo cuñado en Delitos y faltas: “Lo quiero como a un hermano, David Greenglass”. Allen se ha convertido en una referencia cultural. Incluso sus escasas alusiones a la actualidad, por muy apolítico que sea (su amigo Marshall Brickman ha dicho en alguna ocasión que cuando él era un niño y protestaba contra la ejecución de los Rosenberg, Allen soñaba con convertirse algún día en agente del FBI), nunca pasan de moda y siempre son afiladas, irresistibles, inimitables y muy divertidas.

Allen decidió rendir homenaje a Nueva York en un momento en el que Nueva York estaba a punto de derrumbarse, cuando la ciudad dudaba de sí misma. La presentó como una gran ciudad para vivir justo al mismo tiempo que Howard Cossell proclamaba en televisión: “Señoras y caballeros: ¡el Bronx está en llamas!”.3 En plena huída de los blancos a otros barrios y ciudades, lo que Allen pretendía decir era básicamente, “Yo no me voy a ningún lado. ¿Por qué querría nadie irse de aquí?”.

¿Qué más sabemos de Allen? Que ama, exalta y se lanza a los brazos de Manhattan de forma apasionada, incondicional y romántica, especialmente la parte rica de Manhattan y sus habitantes, “esa burbuja burguesa”, como la llama J. Hoberman, esa isla de Manhattan que vio en las películas de Hollywood de los años 30 y 40, con su Upper East Side estirándose desde la calle Cincuenta y nueve a la Noventa y seis, con su Central Park, especialmente el lugar en el que Mariel Hemingway y él se montan en un coche de caballos en Manhattan. Exactamente el mismo lugar que vio de niño, en la escena de Nacida para la danza (1936) en la que James Stewart cantaba “Easy to love”.

Es consciente de su empeño por idealizar el Manhattan que tanto ama. “Tiendo a idealizar a la gente, a los héroes del mundo de la cultura y a la isla de Manhattan”, dijo en 1986. “Nunca conseguí madurar en ese sentido. Nueva York no es exactamente tal y como se muestra en Manhattan. Sé que si a las dos o a las tres de la mañana estás sentado cerca del puente de la calle Cincuenta y nueve, puedes correr peligro. Cuando rodé la escena en la que Mariel Hemingway y yo damos un paseo en un coche de caballos cruzando Central Park, pensé en poner de fondo algunos gritos, algún ‘Arriba las manos’. Pero al final, elegí una pieza muy romántica de Gershwin. Se ve que tiendo a crear momentos que se prestan al escapismo. Cuando estaba haciendo Manhattan, buscaba lugares que fueran realmente bonitos y era difícil encontrar sitios que no estuvieran en ruinas […] Fui muy selectivo en esa ocasión y luego hice lo mismo con Hannah, eligiendo las mejores localizaciones. La ciudad que presenté en la película era la ciudad tal y como yo quería que fuera y como puede ser hoy si te tomas la molestia de pasear por las calles adecuadas”.

En 2008, Allen volvió a explicar su historia de amor con Manhattan. Nada había cambiado en su actitud. Uno puede sentir la intensidad, la pasión de su amor por la ciudad mientras su discurso salta de Times Square a Bank Street, en Greenwich Village y de ahí a la Quinta Avenida o a Central Park West, como si fuera una rayuela pintada en el suelo. Un amor que empezó a sentir cuando era un niño que acompañaba a su padre a la ciudad. En la revista New York le confesó a James Kaplan:

Siempre me ha dado rabia haber nacido demasiado tarde para la Nueva York de los años 20 y 30, porque una vez empezó la guerra, todo entró en decadencia. Los sitios empezaron a cerrar, la ciudad poco a poco se vio absorbida por los enormes conflictos sociales y el auge de las drogas; se disparó el problema de la criminalidad, la televisión hacía que la gente se quedara en casa y, así, la ciudad dejó de tener la vitalidad que había tenido cuando Broadway estaba lleno de espectáculos a los que ir y en cada calle había un club nocturno.

Pasé mi infancia en Brooklyn, y estábamos a una media hora en tren. A principios de la década de 1940, mi padre me llevaba de Brooklyn a Manhattan los domingos […] Paseabas hasta Times Square y miraras donde miraras podías ver los neones de las marquesinas de los cines […] al este y al oeste de la calle Cuarenta y dos y subiendo por Broadway. Nunca he visto algo parecido en mi vida. Era una sucesión de cines, todos con sus marquesinas llenas de neones, muchos de ellos con espectáculos en vivo; y las calles estaban hasta arriba de soldados y marineros, porque estamos hablando de los años de la guerra. Era exactamente la escena que un coreógrafo elegiría para una dramatización de Nueva York. Había unos tipos que vendían unas muñecas que parecían bailar sin necesidad de hilos y marineros que ligaban con las chicas en, ya sabes, los puestos de fruta. Ver todo eso a la vez resultaba impresionante…

París es la única ciudad, en mi opinión, que puede competir con Nueva York. París es una ciudad más bonita pero no más apasionante. Todavía fantaseo con el millón de historias interesantes que pueden estar ocurriendo en esos apartamentos de la Quinta Avenida y en esas casas de ladrillo rojo de Bank Street y Central Park West. Ya sabes, todavía vibra todo con tanto entusiasmo que no he sentido ninguna disminución de la intensidad en la ciudad. Sigue siendo Manhattan, esta isla pequeña y compacta donde siempre está pasando algo.

Allen/Isaac siente un amor incondicional por Manhattan, pero habla de la decadencia intelectual de la ciudad, de los problemas de una cultura “expeditiva” y de la tendencia a “tomar el camino más fácil”. Como pasó buena parte de su juventud leyendo cómics y llegó tarde a la filosofía, el arte y la literatura, Allen muestra un gran respeto hacia los considerados grandes pensadores –los artistas, los filósofos, los Marshall McLuhan– que constatan periódicamente el deterioro de la cultura estadounidense. Incluso sigue afirmando que no siente un especial placer al leer literatura seria, y se siente culpable por ello. Rinde pleitesía a los “intelectuales” y, al igual que Alvy Singer, fantasea con la idea de retar a esos grandes pensadores, como hace el pretencioso intelectual que ridiculiza a Fellini y a McLuhan en la cola de un cine neoyorquino en Annie Hall. (Alvy tiene que recurrir al verdadero McLuhan para pararle los pies a ese pedante; queda claro, por otro lado, que ni él ni Allen podrían soportar a McLuhan si tuvieran que leerlo ellos mismos). Del mismo modo, a Isaac/Allen le horroriza que intelectuales como Mary (Diane Keaton) y su amigo Yale (Michael Murphy) decidan incluir en su “Academia de los Sobrevalorados” a una serie de grandes autores como Isak Dinesen, Carl Jung, F. Scott Fitzgerald, Lenny Bruce, Norman Mailer y Walt Whitman. Isaac se queda consternado: “Todos me parecen magníficos, absolutamente todos los que habéis mencionado”.

¿Ha leído de verdad Isaac/Allen a todos esos escritores y por eso ha llegado a la conclusión por sí mismo de que sus nombres son sagrados, o simplemente está dándoselas de listo y siguiendo sin más la corriente literaria? Allen (él mismo lo admite) fue autodidacta y reconoce que en su educación hubo muchas carencias, quizá por eso intuye que debería reverenciarlos; sin embargo, a pesar de su profunda inteligencia, da la sensación de que solo ha curioseado en la literatura por obligación y sin demasiado entusiasmo, excepto cuando se trata de Dostoievski y Tolstói. Le dijo a Stig Björkman: “Nunca me ha gustado leer pero sigo leyendo mucho, aunque nunca por placer. Leo porque es importante leer. De vez en cuando hay algo que me gusta pero casi siempre me lo tomo como un trabajo”. Es difícil saber cuánto hay de verdad en esa afirmación. Allen tiene una fotografía de Dostoievski en su mesilla de noche (junto a las de Sidney Bechet y Cole Porter) y es evidente que lo admira. Todo empezó cuando intentaba ligar con chicas en Greenwich Village sin tener ni idea de quiénes eran Camus ni Sartre. Desde entonces, no ha dejado de mostrar una absoluta deferencia por los “intelectuales”. No hay el más mínimo indicio de que Yale, el amigo cretino de Isaac (el mismo que lo acaba traicionando al final de la película) tenga la profundidad intelectual ni la autodisciplina ni la ética de trabajo necesarias para escribir siquiera un ensayo decente sobre Eugene O’Neill. Con todo, no está muy claro si Isaac/Woody es consciente de ello. En seguida se da cuenta de la superficialidad intelectual de Mary pero aun así se enamora y lo pasa muy mal cuando ella lo rechaza.

Tanto en Annie Hall como en ManhattanDelitos y faltas