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Pedro Ugarte

 

 

El mundo de los Cabezas Vacías

 

 

 

 

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Pedro Ugarte, El mundo de los Cabezas Vacías

Primera edición digital: enero de 2017

 

ISBN epub: 978-84-8393-595-8

 

Colección Voces / Literatura 163

 

 

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© Pedro Ugarte Tamayo, 2011

© De la fotografía de solapa: Rafa Rivas

© De la ilustración de cubierta: Daniel Tamayo Pozueta, 2009

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2011

 

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El mundo de los Cabezas Vacías

 

Nuestra familia era una tribu numerosa, llena de visionarios que atesoraban alguna singular revelación. Todos nos considerábamos seres únicos, beneficiarios de dones extraordinarios. Muy posiblemente aquel sentimiento, tan generalizado en nuestra casa, resultaba fuera de ella una verdadera extravagancia. Y muy posiblemente a eso se debiera que las cosas, en general, nos fueran mal. Mi madre, por ejemplo, iba dilapidando el patrimonio familiar en pos de un designio inadmisible: el premio que un bingo del barrio concedería al primer afortunado que llenara su cartón en menos de quince bolas. Puede parecer absurdo, pero a ese objetivo dedicó varios decenios de su vida. E ignoro cuál sería el sabor de aquel magno fracaso, ya que los cartones que adquiría en la sala de juego jamás lograban completarse en menos de quince bolas. Realmente nadie a su alrededor consiguió hacerlo nunca. Pero la leyenda de que aquel milagro podía producirse (de nada valía que yo insistiera en que los cartones constaban precisamente de quince números y que rellenarlos con menos de quince bolas cantadas era algo completamente imposible) llevó a mi madre a mantener una fe insignificante, la del juego, ese solaz tan triste que solo satisface a las personas sin ninguna imaginación.

Pues bien, eso era poco en comparación con la prodigiosa revelación que mi padre había recibido. De vez en cuando llegaba al buzón de casa un aviso de entrega de la oficina de correos. Aquel mensaje burocrático iluminaba su rostro, como si lo que hubiera llegado fuera más bien una carta de amor. Yo le envidiaba porque sabía que cada una de aquellas notificaciones daba sentido a su vida. Y como los avisos se repetían prácticamente todas las semanas, la vida de mi padre era una prolongada sucesión de alegrías postales.

–Hijos míos –declaraba, mientras alzaba solemnemente la última notificación de la estafeta–. He aquí una nueva victoria sobre el capitalismo.

Mi padre, por decirlo de algún modo, era anarquista. Y, como todos los buenos anarquistas, ostentaba una visión caótica del mundo. En los impenetrables fondos de su conciencia se arremolinaban las virtudes de la dieta vegetariana, la retórica devoción por el deporte, la desidia, el desorden, la humanidad como concepto teológico y, sobre todo, un odio irreductible a toda clase de gentes y organizaciones poderosas. La alergia a las jerarquías era el verdadero centro de su doctrina, si bien prefería predicarla de puertas para afuera y mantener en nuestra casa una implícita objeción a aquellos postulados: mi padre se comportaba como un tirano doméstico y más de una vez me abofeteó por causas fútiles o, lo que era más paradójico, por cuestionar sus ideas libertarias.

Mi padre también albergaba sentimientos solidarios, mareas de justicia social que vertía sobre las remotas masas de los países del Tercer Mundo, ciudadanos lejanísimos a los que nunca alcanzó a ver. La solidaridad que predicaba tenía siempre beneficiarios inasibles debido a sus malas relaciones con el resto de los mortales, empezando por los vecinos del edificio y terminando por cualquier distraído peatón que osara tropezar con él por las aceras. El carácter incongruente de aquella ideología se demostraba en su especial aversión a los mendigos urbanos, a los que consideraba vagos y asociales. Mi padre se llevaba mal con casi todo el mundo, y siempre me pregunté qué fundamento sustentaba tan vastos sentimientos solidarios cuando luego, en las distancias cortas, considerados de uno en uno, los seres humanos le parecían unos auténticos cretinos que merecerían desaparecer del planeta para siempre.

Cuando tuve algunos años me atreví a manifestarle aquellas objeciones, pero él sonreía, suficiente, y hablaba sin compasión de mis problemas: yo confundía la poderosa solidaridad internacional con la insignificante caridad cristiana, con ese estúpido amor al prójimo que solo había servido para abotargar la conciencia de los pueblos a lo largo de la historia. Con el paso de los años conocí a mucha gente que, en ese aspecto, era una réplica perfecta de mi padre, individuos con un excelente concepto de sí mismos, individuos que presumían de una sólida conciencia social pero individuos que, al final, no acertaban a encontrar nadie concreto sobre quien depositar el más mínimo gesto de generosidad, de nobleza o de justicia. A estos individuos se les denomina intelectuales.

Mi padre no trabajaba, lo cual era, en su opinión, una muestra más de su insobornable carácter:

–Yo no me vendo.

Esa era una de sus frases favoritas, pero no la única:

–El mundo está lleno de cabezas vacías.

Y en casa, por supuesto, todos callábamos, sin recordar siquiera que si sobrevivíamos era precisamente gracias al dinero de mi madre, una pequeña herencia que, a pesar de su afición al juego, aún no había desaparecido del todo y nos permitía vivir sin trabajar, en medio del desgobierno doméstico y de cierta inclinación a la vagancia colectiva.

Los días de mi padre eran un atareado deambular por los pasillos de casa (el pijama siempre envuelto en una bata ancestral) mientras lucía una revuelta cabellera que hablaba también de sus agitaciones ideológicas. Siempre iba gruñendo algo, rumiando pensamientos, anatemas, alguna crítica implacable a las multinacionales, la iglesia o el estado. Por la noche era imposible asistir con ánimo pacífico a las amenidades de la televisión: todos los que por allí asomaban eran en su opinión unos cabezas vacías, un hatajo de mercenarios vendidos al dinero de las multinacionales, la iglesia o el estado, y que se dedicaban irremediablemente a anular la conciencia crítica del pueblo.

A mi madre aquel discurso le resultaba indiferente, atareada como estaba en sus diarias excursiones hasta el bingo, pero para nosotros, cuando aún éramos pequeños, las palabras de nuestro padre lograban fascinarnos. Cada vez que él empezaba a lanzar improperios ante el televisor nos excitábamos y, enfadados, aún sin saber exactamente por qué, repetíamos sus palabras, ebrios de emulación filial.

–¡Imbéciles, mal nacidos! –rumiaba nuestro padre, levantando el puño ante el presentador del telediario.

–¡Imbéciles, mal nacidos! –repetíamos nosotros, cegados por la luz que irradiaba nuestro líder.

Por supuesto, a medida que íbamos creciendo, el sentimiento que nos inspiraba nuestro padre pasaba de la admiración a la vergüenza, y dejábamos de compartir su indignación. Los más inquietos estudiábamos, buscábamos trabajo, huíamos de la casa familiar y por fin nos olvidábamos de él. Cuando todos ya nos habíamos convertido en adolescentes problemáticos, a los que el solo recuerdo de nuestro padre nos abochornaba íntimamente, el más pequeño de nosotros, Dimitri, de seis años, aún le acompañaba en sus furiosas invectivas.

–¡Imbéciles, mal nacidos! –gritaba Dimitri, hacia el televisor, cada vez que nuestro padre gritaba lo mismo.

Y él sonreía, satisfecho, y dedicaba al pequeño algunas palabras elogiosas.

–Este chico sí que viene despierto –decía, revolviendo su pelo con un vigoroso frotamiento–. Y no como vosotros, majaderos.

Todo lo cual, claro, no hacía más que aumentar nuestra vergüenza, porque en Dimitri nos veíamos a nosotros mismos hacía algunos años, compartiendo aquella fascinación por un iluminado. Para mi padre el hijo menor resultaba siempre el más inteligente, ya que era el que jaleaba sus palabras, gestos y movimientos con una convicción absoluta, pero aquello solo fue como el segundo sarampión de nuestra infancia. Creo que él nunca se dio cuenta de que bastaba el transcurso del tiempo para que sus vástagos renunciaran a seguirle.

Había en mi padre, de todos modos, algo indomable que me gustaba, como si muy al fondo de aquella imposible ideología consistente en estar en contra de todo y de todos habitara algo parecido a la verdadera dignidad. Supongo que en eso también tenía que ver el paso de los años: los hijos, al principio, admiran a sus padres por las más peregrinas razones; luego, cuando crecen, comprueban que son seres patéticos; y solo al final, cuando uno ya se ha hecho mayor y sus padres se han convertido en ancianos, aprende a tolerar sus defectos, como si fueran simpáticas manías.

La televisión, en la salita de nuestra casa, era un espléndido acicate para sus ejercicios de columnismo oral. Acompañado de la familia, mi padre se sabía en posesión de un público favorable, o al menos lo suficientemente atemorizado como para no llevarle la contraria. Era entonces cuando empezaba la perorata diaria. Cada noticia del telediario iba seguida de irrefrenables críticas morales.

–«La banca ha conseguido este año mil millones de beneficios». ¡Malditos pajarracos! ¡Habría que pasarlos a cuchillo! ¡Ladrones!

Aunque a veces su espíritu crítico alumbraba sentimientos mucho más extravagantes:

–«Este fin de semana han muerto diez personas en la carretera». ¡Les está bien empleado! ¡Domingueros de mierda!

Solo el más pequeño (papel que al final quedó para Dimitri, como definitivo hermano menor de la familia) jaleaba aquellas pulsiones, mientras que los demás asistíamos en silencio, presintiendo que más allá solo anidaba el cerebro de un tarado.

Comprender lo de mi madre era mucho más difícil. Realmente dudo que compartiera uno solo de aquellos sumarísimos criterios. Dudo incluso que le importara nada que no fuera el bingo y aquella operación, casi cabalística, de rellenar algún día un cartón con menos de quince números, pero juzgaba que un padre siempre es un padre y eso significaba que no solo nos prohibía criticarlo, sino que la prohibición le afectaba a ella también. Mi madre aseguraba que él era hombre de muchas lecturas y yo al principio la creí. Pero con los años comprobé que mi padre jamás leía nada que no fuera el periódico (un almanaque de papeles que desordenaba compulsivamente a primera hora del día y que le acompañaba a lo largo de la jornada) y que prefería de él las tiras cómicas, los crucigramas y el pronóstico del tiempo. En algún momento de la adolescencia, cuando asoma la sospecha de que el padre de uno es un idiota, me atreví a observarle que nunca se paraba en las páginas de política (a las que debería prestar más atención un sujeto como él, tan sensible a los problemas sociales) o que era incapaz de sostener la lectura de un artículo. Pero su visión del mundo estaba preparada para tales impugnaciones:

–Los periódicos, de política, solo dicen tonterías –sentenciaba–. El mundo está lleno de cabezas vacías.

Y ante aquellas palabras lapidarias retrocedí mentalmente a mis certidumbres infantiles, preguntándome si acaso mi padre no sería un tipo inteligente, complejo, capaz de detectar a las primeras de cambio las trampas con que la sociedad pretende convertirnos en un rebaño de ovejas consumistas.

Pero con el tiempo saqué mis propias conclusiones: definitivamente mi padre era un imbécil, un ser impresentable, y me conjuré para que mis amigos nada supieran de él. Me avergoncé de mi familia, me avergoncé de lo que habíamos sido y de lo que habíamos llegado a ser. No creo que, en ese sentido, fuera más cruel que cualquier adolescente. Si acaso, ellos eran más crueles que yo ya que se sentían avergonzados de nobilísimas personas. Solo yo tenía verdaderas razones para avergonzarme de mis padres: todos los padres, al final, parecen unos idiotas. Pero en mi caso se añadía el agravante de que lo eran de verdad.

He dicho al principio que mi padre se sentía preso de la euforia cuando llegaba un aviso de correos. Cada vez que aparecía en el buzón de casa uno de aquellos documentos él lo blandía con gesto triunfal, como si el impreso confirmara la buena dirección de todas sus opiniones. Y esto era así porque mi padre había encontrado una espléndida estrategia, en su opinión, para luchar contra el capitalismo. En cierta ocasión, mi madre trajo del supermercado un bote de champú que estaba completamente vacío. Ella quiso bajar de nuevo para que se lo cambiaran por otro, pero no tuvo tiempo de hacerlo: mi padre, encolerizado, se había hecho con el envase y corría ahora por casa, como un león despeinado, echando pestes contra las multinacionales.

–¡Te han robado! ¡Esos malditos capitalistas te han robado! ¡Eres una verdadera estúpida!

Acudir al súper para cambiar el envase le pareció a mi padre una claudicación. Sintió que tenía algo que hacer. Le dijo a mi madre que se olvidara, que él se ocuparía del asunto, con la resolución de un ciudadano consciente de sus derechos. Entonces corrió a uno de los altillos de casa, llenos de enseres inútiles y cacharros desportillados, rescató una vieja máquina de escribir, la puso sobre la mesa de la cocina y comenzó a redactar una epístola en la que glosaba la dimensión intolerable de la estafa. Cuando reunió cinco o seis folios de abigarrada prosa, llena de insultos, reafirmaciones ideológicas y confusas declaraciones sobre un futuro más justo para la humanidad entera, nos convocó a todos en el salón, nos los leyó en voz alta y después los metió en un sobre que decidió enviar a la empresa fabricante. La culminación de aquella tarea fue para mi padre una especie de bálsamo, pues durante varios días permaneció sereno, callado, como si su agitada conciencia se sintiera confortada por algo que los demás ni siquiera podíamos sospechar.

La sorpresa se produjo dos semanas después, cuando llegó a casa un grueso paquete. La empresa fabricante nos enviaba una muestra de todos sus productos, y con ella una carta en la que lamentaba aquel error, verdaderamente excepcional, en su cadena productiva. La empresa se deshacía en disculpas, felicitaba a nuestro padre por su atenta misiva y declaraba, por último, que para ellos lo más importante era la felicidad de sus clientes. Durante dos o tres meses aquello pareció una fiesta. Hubo jabones y champús para todos. Incluso mi madre se regaló algunos baños de sal, a cuenta de ciertos sofisticados mejunjes que la empresa producía y que había incorporado al envío.

Mi padre, acaso algo aturdido por los excelentes resultados de su iniciativa, nos reunió en la sala y precipitó uno de sus discursos más inenarrables. Mientras todos permanecíamos sentados él daba vueltas por la habitación, sacando y metiendo las manos en los bolsillos de la bata, haciendo gestos ostentosos o levantando un índice tenaz de dictador, con el que iba subrayando sus palabras más belicosas. Declamaba, pero realmente parecía estar pensando para sí. Había descubierto, dijo, una nueva manera de combatir el capitalismo. Era necesario dejarse de retóricos discursos: lo importante era la acción. La gente se engañaba formulando vagas críticas políticas, sin comprender que lo decisivo era estar en las trincheras, mantener posiciones ofensivas, combatir al enemigo en su terreno. Muchas serían las balas necesarias en la tremenda guerra que se avecinaba, pero qué mejor que efectuar ya el primer disparo. Aseguró que nuestra vida iba a cambiar a partir de aquel momento y que si toda la humanidad siguiera sus teorías el capitalismo se derrumbaría en poco tiempo, prácticamente en cuestión de segundos. Azorado, aún confuso por la luz cegadora de su última revelación, mi padre abandonó la sala, se internó en la cocina y pasó varias horas tecleando enfebrecidamente sobre la máquina de escribir.

Mi padre se convirtió a partir de entonces en un narrador de ficción. Hizo un rápido recuento de todos los bienes de consumo que había en nuestra casa, pegó sobre la pared de la cocina una lista de empresas proveedoras y colocó a su lado un detallado cronograma. Cada lunes, con firmeza, dedicaba una larga carta a alguna compañía que suministrara a hogares humildes como el nuestro cualquier producto. Urdía historias increíbles acerca de tetra-briks de leche que habían aparecido rellenos de petróleo, botes de mayonesa que causaban infernales vómitos en los menores de edad, productos de limpieza que habían calcinado el cuero de un sofá o el trenzado de la alfombra. En su cronograma anotaba minuciosamente los productos de los que se iba ocupando y las distintas marcas a las que ya había elevado sus fabulosas protestas. Cuando terminó con lo más obvio tentó quejas más aventuradas: martillos cuya cabeza se pulverizaba al primer golpe, pinzas para la ropa cuyo plástico se licuaba bajo el duro sol de agosto, coladores con agujeros por los que podría pasar un puño.

Las cartas de mi padre eran largas, recurrentes, beligerantes, irritadas. No se ahorraba pintorescas descripciones de cómo cierto producto se había mostrado inútil hasta la estafa. Después dedicaba retahílas de insultos a la empresa fabricante: era una pandilla de bandidos de la peor especie. Solo al final, como no dándole importancia, como si solo de forma muy vaga aquel detalle pudiera apaciguar su indignación, conjeturaba que acaso en aquella empresa habitaba aún algún alma decente capaz de reparar el entuerto, alguien que, si tuviera la dignidad necesaria, no dudaría en enviarnos una partida de productos a modo de desagravio.

Y se multiplicaban los paquetes que llegaban a casa por correo, unos paquetes siempre acompañados de alguna carta comercial en la que el departamento de marketing o el servicio de postventa se deshacían en disculpas, asumían el error cometido, juraban revisar la mecánica de su cadena productiva y terminaban, por último, deseando que aquel humilde envío pudiera consolar a una familia que, al parecer, se había mostrado tan fiel a los productos de la marca.

Fue entonces cuando mi padre vivió el periodo más eufórico de toda su existencia. Estaba tan contento, aunque no se lo dijera a sí mismo, porque al fin se reconocía como una persona útil. Se sentía orgulloso de su aportación a la economía familiar. Incluso el pequeño Dimitri pudo decir en el colegio que su padre trabajaba, pero que lo hacía desde casa, en la cocina, con una máquina de escribir. Lo cierto es que si un día nuestro padre dirigía su objetivo a una partida de cuchillos pocas semanas después llegaba hasta nosotros una muestra de cubertería. Y quizás a aquello se le podría denominar trabajo, aunque el producto de tanta actividad epistolar nunca fuera dinero sino generosos pagos en especie. Hizo de la mesa de la cocina una oficina revolucionaria. Ahora había instalado corcheras en las paredes. Seguía elaborando listas de empresas y productos, pero también manejaba catálogos, folletos, ofertas comerciales. Dudo que la más beligerante asociación de consumidores haya trabajado tanto como lo hizo mi padre durante aquellos años.

Una de sus últimas iluminaciones se sustanció con el papel higiénico. Una prolongada diarrea del joven Dimitri logró inspirarle. En su larga carta subsiguiente, mi padre lamentaba ante la empresa fabricante que hubiéramos detectado en un paquete dos o tres rollos defectuosos, donde el suave tisú de doble capa había sido incomprensiblemente sustituido por una estraza áspera e inclemente, «que deja los traseros», describió, «en carne viva». El más pequeños de sus hijos, decía, había acabado «con el culo desollado», lo que nos obligó a una precipitada visita a los servicios sanitarios de urgencia. «¿Qué van a hacer ustedes?», concluía la misiva, con aire desafiante, después de haber retratado al pobre Dimitri padeciendo sufrimientos sin cuento y jalonando el relato con diversas alusiones a los derechos del niño y la explotación de la infancia. La carta se vio recompensaba por un envío del fabricante, que trajo hasta nosotros un cargamento de rollos de papel, un cargamento que acompañó nuestras operaciones escatológicas durante toda la primavera.

Pero esta curiosa forma de obtener cosas sin esfuerzo tenía que acabarse en algún momento. Mi padre ya había agotado todas las posibilidades, ya había reclamado a todas las empresas. Aún ideó algunas reclamaciones traídas por los pelos (navajas sin filo, lentes sin curvatura, bolígrafos sin tinta) pero, ante lo arduo que se le hacía encontrar nuevas oportunidades, optó por regresar a territorio conocido y realizar una segunda vuelta. El resultado había sido realmente triunfal: de cada diez cartas enviadas, más de la mitad se habían saldado con éxito. Por desgracia, la segunda vuelta obtuvo unos resultados más pobres. Apenas dos o tres fabricantes repitieron los envíos, con sus amables cartas llenas de buenos propósitos y de apelaciones a la calidad total, la mejora de los procesos productivos y la atención a sus clientes. Pero en la mayoría de los casos los nuevos envíos de mi padre obtuvieron un silencio inquietante y turbador.

Irresponsablemente, él no se dio por vencido. Fue entonces cuando inició su tercera vuelta, con cartas cada vez más largas, más doloridas, más insultantes, unas cartas donde retorcía los argumentos hasta lo inverosímil con tal de constatar su indescriptible sensación de agravio ante una estafa imaginaria. Fue entonces cuando comenzaron a llegarnos los mensajes hostiles: «Le agradeceríamos que dejara de molestarnos con sus quejas extravagantes»; «Queremos recordarle que ya hemos satisfecho en varias ocasiones sus demandas»; «Nuestro producto no se distribuye en esa ciudad, de modo que no vuelva a jurar que lo ha adquirido en la droguería de la esquina».

, susurré. En los juicios de mi padre siempre había algo exuberante e inexacto, pero al mismo tiempo, como por azar, anidaba en ellos una imprecisa versión de la verdad. Después de todo, aquella opinión podría haberla suscrito cualquier conocedor del género: una de las certezas más irrelevantes, pero al mismo tiempo más rigurosas, es que desde hace cuatro o cinco siglos la realidad viene siempre aderezada por una injustificable cantidad de novelas idiotas.

Sentí que algo así como un atisbo de ternura se escapaba de los ojos de mi padre. Nunca había visto en su mirada nada parecido. Quizás todo se redujera a que yo confundía la ternura con esa debilidad sobrevenida que lo había convertido en un vegetal dócil y tranquilo, un vegetal que iba agostándose mientras aguardaba la llegada del final.

–Voy a ayudarte –murmuró–. Este mundo está lleno de cabezas vacías y yo estoy aquí para aclararlo.

Sin mirarme, se levantó del sillón y se dirigió a la cocina. Entonces oí, desde lejos, el cansino teclear de su vieja máquina. No derramé una sola lágrima, pero tuve la sensación de estar llorando. Me pregunté qué extravagantes argumentos utilizaría mi padre para defender ante las editoriales los inalienables derechos de los autores desconocidos, inéditos y que además escriben cuentos, una especie, en fin, indefendible; me pregunté a qué editoriales mostraría su aberrante indignación; me pregunté incluso qué es lo que escribiría sobre mí. Fuera lo que fuera, yo deseaba intensamente que mostrara esa ciega admiración de hincha deportivo que sienten los padres por todo lo que hacen sus hijos. Hacía muchos años que me avergonzaba de mi padre y estaba convencido de que era un perturbado, pero en aquel momento padecí el vértigo de descubrir algo más grande: que le quería, que le quería tanto como cuando aún era niño y saltaba lleno de fe cada vez que él se pronunciaba sobre algo.

–El mundo está lleno de cabezas vacías –oí entonces, como un tenebroso oráculo que surgía de las entrañas de la cocina, o quizás de un lugar aún más lejano: ese lugar al que van los que se mueren.

–Sí, padre –respondí en voz baja, con un tono secreto y vulnerable.

Y entonces la monótona percusión de una máquina de escribir recobró su antiguo vigor, mientras seguía rebotando contra las viejas paredes de mi infancia.