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Primera edición digital: octubre 2016
Imagen de la cubierta: Procsilas | Foter.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: José Cabrera
Revisión: Sol Salama

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Antonio Vidal
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16881-86-4

Antonio Vidal

La justicia del mendigo

«Usar de venganza con el más fuerte es locura, con el igual es
peligroso, y con el inferior es vileza».

Pietro Metastasio

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Cita
  5. La justicia del mendigo
  6. Mecenas
  7. Contraportada

Lunes, 5 de mayo de 2014

 

La primavera estaba en todo su esplendor y se hacía notar en la capital gaditana. El cielo presentaba un azul intenso, sin una sola nube, y permitía que el sol se asomara descaradamente por encima de los edificios que rodeaban el extenso recinto de los Jardines de Varela: un amplio parque ajardinado que fue construido sobre el terreno que ocupaba el antiguo cuartel del Ejército de tierra.

Era aproximadamente la una y media de la tarde cuando la mujer dejó las bolsas de la compra apoyadas en el suelo. Tras buscar en su interior, extrajo de una de ellas un envoltorio de papel de aluminio para ponerlo en las manos del mendigo. «Gracias, señora», agradeció el joven sin techo que se encontraba en una de las cuatro esquinas que delimitaban el parque de ocio. Estaba sentado con las piernas cruzadas sobre unos papeles para evitar el contacto directo con el sucio enlosado.

El joven indigente tenía el pelo largo, castaño y muy enmarañado. Lucía una densa barba que camuflaba su fina cara, y sus pequeños ojos azules y claros brillaban como dos monedas en el fondo de un estanque. Estaba delgado y sus hombros apenas sostenían la camiseta blanca que vestía sobre unos pantalones vaqueros. Llevaba puesta una desgastada gorra de visera corta, color beis y de estilo militar, que le protegía de los rayos del sol que incidían directamente sobre su cara. A su izquierda, una estropeada mochila deportiva de color rojo que contenía todas sus pertenencias, y frente a sus piernas una cesta de mimbre que contenía algunas monedas que apenas sumaban tres euros.

—Antes de entrar en el mercado te he visto y he pensado que te vendría bien un buen bocado. Estás muy delgado, hijo —dijo la señora, de voz aguda.

—Ni se imagina lo bien que me viene. Le doy las gracias de nuevo.

—No tienes por qué. Vosotros no tenéis la culpa, es este país que está lleno de políticos ineptos y de sinvergüenzas corruptos, y lo peor es que la gente no mueve un solo dedo para ponerlos en su sitio. Si la justicia funcionase como debiera, serían ellos los que ocuparían las calles.

El mendigo asentía lentamente con la cabeza mientras escuchaba la crítica.

La agradable señora, de unos sesenta años de edad, sacó de otra de las bolsas una lata de cerveza que a simple vista se apreciaba que estaba muy fría. Le extendió la bebida y le dijo:

—Aquí tienes, para que lo eches para abajo.

Al joven se le iluminaron los ojos cuando vio la lata roja a la que las gotas de condensación le resbalaban por los bordes.

—Ya le estoy bastante agradecido por el bocadillo, no es necesario que…

—Calla y acéptalo —ordenó la mujer—. Cada día veo a más jóvenes como tú, que apenas llegan a los cuarenta años, durmiendo en cajeros y tirados en la calle entre cartones. No quiero ni imaginar que uno de mis hijos acabara así; sólo de pensarlo se me ponen los pelos de punta.

El mendigo extendió el brazo para coger la lata de cerveza. Sentía en su mano derecha el calor del bocadillo y en la izquierda el frío del sudado envase metálico.

—No recuerdo la última vez que me llevé a la boca comida caliente. Hay muy poca gente que tiene detalles como estos.

—No sé qué es lo que te habrá llevado a acabar en la calle, pero mi instinto me dice que eres un buen chico, y no como los dos indeseables que se sientan aquí todas las mañanas. Por cierto, ¿dónde se habrán metido? —Giró la cabeza de izquierda a derecha.

—Perdone, ¿a quiénes se refiere?

—Es la primera vez que te veo sentado en esta esquina. Normalmente la ocupan dos hombres muy desagradables y maleducados. Uno de ellos es alto y rubio, con el pelo largo; el otro es más bajito y tiene aspecto agitanado. No estoy muy segura, pero haciendo una estimación diría que rondan los cincuenta años.

El joven puso cara de sorpresa debido a que desconocía el hecho y anotaba mentalmente la valiosa información.

—Te hablo de dos individuos que son muy conocidos —explicaba la mujer—, y tienen su fama bien ganada. Todos los que sabemos cómo se las gastan, evitamos pasar por su lado ya que nunca se sabe de qué manera van a reaccionar. Se encaran con todo aquel que les mira y en más de una ocasión han tenido que intervenir agentes de la Policía Nacional.

Escuchaba con atención las palabras de la señora de traje negro y pelo corto color caoba. «¿Estará guardando luto?», pensó por su indumentaria oscura y la ausencia de joyas. Miró disimuladamente a sus piernas para observar que presentaban varices, lo que evidenciaba que padecía problemas de circulación.

—Cuando llegué, aquí no había nadie —informó el joven—. Llevo poco en la calle y me he sentado en el primer sitio que he visto. No creo que moleste a nadie, o eso espero.

—Te deseo, por tu bien, que no tengas problemas con ellos. Ha-ce algún tiempo, semanas o meses, no lo recuerdo con certeza, Antonio Malia, un viejo empresario conocido de la ciudad, ocupaba esta esquina —Hizo una pausa y sacó un pañuelo que tenía en uno de los bolsillos del traje para secarse el sudor—. Perdona, hijo, hace mucho calor.

El joven sonrió por la forma tan simpática con la que la mujer se pasó el paño por el rostro.

—Como te contaba, Antonio, de buenas a primeras, dejó de ponerse aquí, mejor dicho, desapareció, y desde entonces el rubio y su amigo ocupan su lugar. No estoy segura de si es cierto o no, pero dicen que apareció muerto en la bahía. Sea como sea, ya no lo he vuelto a ver.

Sin perder un detalle, escuchaba la historia que le contaba la mujer. Le interesaba estar informado y tenía que saber dónde se estaba metiendo.

—Me ha dicho que era empresario, ¿qué le hizo acabar en la calle?

La señora entornó los ojos y soltó un largo resoplido antes de responder:

—La crisis le dio un buen azote y arrasó con sus negocios. Así es la vida, el destino es muy caprichoso.

«Dígamelo a mí», pensó el joven.

—Espero no tener que vérmelas con ellos.

—Ten cuidado, hijo. Bueno, te dejo que tengo un millón de cosas que hacer. Que tengas buen provecho —Se agachó realizando un gran esfuerzo, y flexionó sus hinchadas rodillas para recoger las bolsas.

—¿Quiere que le ayude a llevarlas? —Se disponía a ponerse de pie al ver las dificultades que tenía la mujer para recuperar las bolsas del suelo.

—¡De eso nada! Disfruta de la comida, que yo puedo cargar con la compra perfectamente, llevo años haciéndolo. Hace tiempo que mis hijos se marcharon de casa y mi marido falleció hace ya diez años.

—Lo siento mucho.

—Es ley de vida. Él, que está ahí arriba —Levantó la cabeza y miró al cielo—, es el que decide cuándo tenemos que partir.

—Perdone, pero me veo obligado a insistir. Es lo menos que puedo hacer para agradecerle el gesto.

—Siéntate, por favor.

El mendigo desistió en su ofrecimiento.

—Por cierto, señora, me llamo Ángel.

La mujer sonrió.

—Y yo Eloísa.

Después de la escueta presentación, la señora reanudó su camino. Andaba con mucha dificultad, y su pequeño y grueso cuerpo se balanceaba de un lado a otro con cada paso que daba; intentaba mantener el equilibrio de la carga.

El joven esperó a que la mujer desapareciera de su vista para comenzar a disfrutar del preciado regalo. Retiraba el papel de aluminio con sumo cuidado. Tras descubrir la mitad del bocadillo, le pegó el primer mordisco, cerró los ojos y no pudo evitar soltar un «mmm…». La rica pieza de pan contenía unos filetes de lomo con unas sabrosas y frescas rodajas de tomate, todo ello acompañado por la refrescante lata de bebida de cebada que su adorable benefactora le había dado. Disfrutaba lentamente cada uno de los bocados como el náufrago, que ha sido rescatado y lleva meses sin comer, saborea un exuberante manjar.

Cuando se había comido la mitad, apuró los últimos mililitros de la bebida y envolvió el trozo de pan sobrante para guardarlo en una pequeña bolsa de plástico que introdujo después en su mochila, que tenía la cremallera rota; unos orificios en el contorno y una cuerda actuaban de cierre. Se levantó y tiró en la papelera que estaba a un par de metros el envase de cerveza.

En la acera de enfrente, a las afueras del mercado y a pocos metros de la esquina en la que se encontraba, una pareja de hombres de aspecto muy descuidado y peligroso no paraba de mirarle. Cuchicheaban y le señalaban. Sus indumentarias hablaban por sí solas y no cabía la menor duda de que se trataban de indigentes. Uno de ellos, el más alto y corpulento, que rondaba el metro noventa, le fulminaba con la mirada. Tenía el pelo largo y rubio, unos marcados rasgos sajones, y vestía una camiseta negra sobre unos pantalones vaqueros raídos. Llevaba puesta una chaqueta vaquera y unas botas militares muy estropeadas. El compañero, de un metro sesenta de estatura, moreno y de pelo negro azabache, le hablaba al oído mientras asentía con la cabeza; vestía una camiseta oscura, quizá azul, y un pantalón vaquero negro. «Supongo que Eloísa se refería a estos dos», pensó.

El joven se percató de que algo se estaba cociendo. La situación le puso en alerta y, aunque ignoraba lo que se traían entre manos, era consciente de que él era el objetivo de las miradas. Ocasionalmente giraba la cabeza de forma disimulada para echar una ojeada a la pareja. Algo le decía que no tardaría en recibir una visita. Y sucedió tal y como pensaba. Los dos hombres cruzaron la calle y caminaron unos metros por la acera hasta detenerse junto a él.

—¡Eh, tú! —dijo, con acento y un tono de voz grave y hueco, el hombre alto de pelo rubio.

El joven ignoró sus palabras y mantenía la vista al frente.

—Parece que es sordo —añadió el compañero de rasgos agitanados, al ver que no reaccionaba.

La actitud del rubio no dejaba ninguna duda a la hora de determinar quién era el líder de la pareja. Al ver que el joven mendigo permanecía impasible, y que despreciaba su aviso, se acuclilló posando los brazos sobre sus rodillas con el fin de ponerse cara a cara. Frunció el ceño y clavó su mirada en los ojos del chico, sin parpadear. Su tono de color de pelo estaba acorde al de la espléndida perilla que lucía, rubia y poco cuidada, que escondía una boca llena de dientes amarillentos y rotos. Su tez, agrietada y repleta de manchas, indicaban que era un perro viejo del mundo callejero. Sin duda eran secuelas de largas exposiciones al sol y cientos de noches durmiendo a la intemperie.

—Te estamos hablando, ¿no nos entiendes? —preguntó el rubio, en otro intento por llamar su atención.

El chico no desviaba la vista y seguía sin moverse. Ocultaba su inquietud. «Tiene acento alemán», pensó Ángel. El visitante colocó la cara tan cerca de la suya que podía sentir su nauseabundo aliento.

—Creo que te está ignorando —dijo el colega, de piel morena.

El joven mendigo aceptó que poco más podía hacer para impedir una discusión. No le convenía seguir haciendo oídos sordos a sus advertencias, por lo que decidió contestar para evitar que se sintieran ofendidos.

—Dejadme en paz, por favor. No estoy molestando a nadie.

—Me temo que eso no es cierto. Nos estás molestando a nosotros —replicó el gitano, mientras tocaba con su mano derecha el cordón de oro que rodeaba su cuello.

—Parece que tenemos un novato. Carne fresca —añadió el alemán—. Vemos que eres nuevo en las calles, así que te vamos a informar de cómo funcionan las cosas por aquí: esta esquina es nuestra y tú la estás ocupando, ¿me entiendes ahora?

—¿Qué quieres decir?

—Me da la impresión de que no hemos empezado con buen pie. Vamos a comenzar de nuevo —sugirió el rubio—. Me llamo Karl, aunque unos me llaman Carlitos y, otros, el Alemán. Lo dejo a tu elección.

—Mi nombre es Ángel —respondió el joven, extendiendo la mano.

El Alemán la miró con desprecio y dijo:

—Y mi amigo se llama Rafael, conocido en la ciudad como el Gitano. Supongo que ya habrás oído hablar de nosotros.

—No —respondió el joven, con contundencia y disimulando perfectamente la verdadera respuesta.

El Alemán parecía sentirse ofendido.

—Bueno, Ángel. Como ya nos conocemos, creo que es momento de que te cuente algo importante —Se frotó las manos—: en la calle hay unas normas y tú acabas de violar una de ellas; sin duda alguna, yo diría que la más importante.

—No sé de qué me hablas —Ladeó la cabeza y frunció el ceño.

—¿Nos tomas por tontos? Te lo voy a dejar clarito. Lo que quiero hacerte entender es que nos has quitado el sitio. Llevamos meses en esta esquina y no vamos a renunciar a ella.

—Lamento decirte que no estoy de acuerdo contigo. Esta es mi ciudad, y que yo sepa ninguna esquina tiene nombre ni propietario.

El vendedor de lotería, que se encontraba en la puerta del mercado, era testigo de excepción de la escena.

—Supongo que esa es la norma que aplicabas en tu casa, puesto que se aprecia que no llevas mucho tiempo en la calle —dedujo el Alemán—. Probablemente en tu anterior vida tenías un bonito hogar, quizá una familia, y había unas normas establecidas. En la calle también hay unas reglas que tendrás que aprender. Una de ellas es que aplicamos la ley del más fuerte. El más fuerte es el que manda, el más fuerte decide cuándo y dónde ponerse, y para ello hace falta demostrar que lo eres. Bienvenido a la jungla callejera —Extendió los brazos y miró alrededor.

—No me voy a mover de aquí. Si queréis el sitio sólo tenéis que venir antes.

Por el momento, el joven camuflaba su nerviosismo y seguía con su postura; no tenía intención de ceder. «Eloísa estaba en lo cierto. Algo me dice que mi relación con estos personajes no va a ser precisamente amistosa», pensó.

En su primer intento, los acosadores no lograron su objetivo. El Gitano gesticulaba negando con la cabeza. Su compañero miraba al suelo acariciándose la perilla y, después de unos segundos de reflexión, giró el cuello para lanzar un escupitajo que cayó dentro de los papeles de periódico sobre los que el chico se sentaba; a punto estuvo de caerle en la rodilla. Se pasó la lengua por los labios y continuó con la conversación:

—Está bien. Hoy hace un día demasiado bonito como para estropearlo dándote una paliza. Te voy a conceder otra oportunidad: mañana no quiero verte por aquí, ¿entendido?

Ángel no respondió a la amenaza y le mantuvo la mirada.

—No he oído una respuesta, ¿ha quedado claro?

El rubio exigía una contestación pero el joven seguía sin abrir la boca.

—Agua, Carlitos —dijo el Gitano al observar cómo un coche patrulla de la Policía Nacional giraba la esquina y accedía a la calle.

—Piénsatelo, novato. Volveremos a vernos —dijo el rubio, dándole un par de palmaditas en el rostro.

Ángel lo fulminó con la mirada.

—Lo olvidaba, esto nos pertenece —indicó el Alemán. Barrió con la mano el contenido de la cesta de mimbre y se puso de pie para guardar las monedas en el bolsillo de su pantalón.

Ángel observó el movimiento invadido por una gran sensación de impotencia, pero tomó la sabia decisión de no actuar puesto que aún no sabía a quiénes se enfrentaba. Afortunadamente, la presencia policial les espantó.

Los dos hombres se alejaban del lugar dando por terminado el primer asalto. Volvieron la cabeza para dedicarle una última mirada de aviso al novato. El Alemán le hizo un gesto con la mano simulando un disparo y Ángel lo recibió sin reaccionar.

«Parece que ya tengo nuevos amigos», pensó el joven mendigo.

Se acercaban las dos de la tarde y la temperatura comenzaba a subir notablemente. Se podía ver cómo las personas que circulaban por la calle se deshacían de sus prendas de abrigo y se remangaban las camisas.

«Cada día son más jóvenes», dijo la mujer de una pareja cuarentona que pasaba por el lado del mendigo. Dejó caer una moneda de dos euros en la cesta, que había quedado vacía después de que sus visitantes se cobrasen el tributo en concepto de sanción. El joven asintió con la cabeza y les dedicó una agradable sonrisa.

En la puerta del colegio que estaba al cruzar la calle, frente a la esquina en la que Ángel se encontraba, se congregaban madres de todas las edades, una minoría de padres y algunas personas de avanzada edad, probablemente los abuelos de algunos chicos. Todos esperaban el sonido del timbre.

A las dos en punto, una fuerte sirena rompió el silencio anunciando el final de la jornada escolar. Pocos segundos después, una ruidosa y descontrolada estampida de niños y niñas con uniforme corría desbocada hacia la puerta; sólo dos chicos salían caminando con parsimonia y cabizbajos con un trozo de papel en la mano, porque con toda seguridad habían sufrido alguna amonestación.

Por su forma de actuar, se intuía que la mayoría de adultos tenían prisas. Algunos vestían la indumentaria de trabajo y tiraban de sus hijos, mientras estos se despedían con la mano de sus amigos. «Ya tendrás tiempo de jugar cuando acabes de hacer los deberes», le dijo una joven madre a su hijo mientras tiraba de él.

Diez minutos después, apenas quedaban dos grupos reducidos de mujeres que conversaban mientras sus hijos jugaban alrededor. Algunos chicos presionaban a sus madres para que acabaran con la charla. «¡Mamá, tengo hambre!», exclamó sollozando un niño regordete a su madre, también entrada en carnes.

Un grupo de cinco niñas jugaban al pillapilla correteando de un lado a otro de la acera; otros dos chicos daban patadas a un balón de fútbol junto a la puerta del colegio, y peligrosamente cerca de la carretera. Lo pateaban con mucha fuerza y era predecible que algún puntapié lo lanzase a la calzada. No tardó en suceder. Una desafortunada patada del chico pelirrojo provocó que el cuero cruzara la calle para acabar en la acera donde el mendigo estaba sentado; el balón quedó a pocos centímetros de él. «¡Mamá, mamá!», dijo el otro chico escuchimizado de pelo rizado y dorado. Pero la madre estaba centrada en la conversación del grupo de amigas y no atendía a la llamada de su hijo. El pequeño, de pelo rubio, miraba con sus ojos de color miel donde había ido a parar el cuero mientras recordaba la última bronca que recibió, por el mismo motivo, la semana anterior. En un alarde de valentía, impropio para un niño de su edad, decidió ir al rescate de su adorado juguete obviando una regla de su madre: «Si la pelota se te escapa a la carretera, jamás vayas tras de ella». Pero el niño sabía que le regañarían tanto si iba como si no. «Si la recupero antes de que mi madre me vea, me libraré de la bronca», pensó ingenuamente. Observó que el semáforo estaba en verde para cruzar la calzada y estimó que era el momento perfecto. «Daniel, no lo hagas», le dijo en voz baja su compañero de juego, de pelo rojo y piel blanca. Daniel se volvió y colocó el dedo índice sellando sus labios en señal de que no dijera nada; el pelirrojo le respondió agitando la cabeza enérgicamente para que no lo hiciera.

Haciendo caso omiso al aviso de su amigo, Daniel miró a un lado y a otro, y al ver que los vehículos estaban detenidos, cruzó el paso de peatones sin quitar la mirada del muñeco del semáforo que seguía en verde. Al atravesar, se giró para observar cómo su amigo le miraba y agitaba la mano haciendo gestos para que se diera prisa en volver. Miró a la izquierda para observar a su madre, que permanecía ajena a lo que estaba sucediendo. «Tengo que coger la pelota rápido; cómo me pille me va a caer una buena». Dio un par de pasos tímidamente para acercarse al hombre que estaba sentado en la esquina y que custodiaba su balón.

—Creo que esto es tuyo —dijo el mendigo, esbozando una bonita sonrisa que exhibía una dentadura bastante cuidada.

El niño se quedó bloqueado ante las palabras del hombre y asintió con la cabeza agachada, con la mirada clavada en sus zapatos oscuros. Se sentía intimidado y nervioso. Jugaba con los dedos de sus manos y no sabía cómo pedirle el balón. Permanecía de pie firme con su polo blanco de mangas cortas y sus pantalones gris tergal.

El mendigo intentó romper la timidez del chico.

—No tienes que temerme, no voy a hacerte daño —Le hizo un gesto para que se acercase.

El chico avanzó dos pequeños pasos y respondió:

—Gracias, señor. Perdone si le he molestado.

—No tienes por qué disculparte, yo también jugaba a la pelota cuando era niño. Todos hemos hecho travesuras —Le guiñó un ojo dedicándole una pícara sonrisa.

El niño compartió la sonrisa y se le enrojecieron los mofletes. Comenzaba a tomar confianza y levantaba la cabeza poco a poco.

—Me llamo Daniel, señor.

—¿Daniel?

—Sí, Daniel Arriaga. Tengo que irme, si mi madre me ve aquí me castigará.

El mendigo cogió el balón de su lado y extendió los brazos para dárselo.

—¿Qué edad tienes, Daniel?

—Cinco años, señor. En realidad casi seis, en junio es mi cumpleaños.

—Eres demasiado joven para cruzar la calle tú solito, la carretera es peligrosa y a veces los conductores se despistan. No creo que tu madre esté de acuerdo con lo que estás haciendo.

—Tiene razón, señor.

El compañero de juego de Daniel, al ver que su amigo tardaba demasiado en volver, decidió avisar a su madre. La joven mujer, angustiada, barrió con la mirada su alrededor al ver que le había perdido de vista. «¿Daniel? ¿Dónde está Daniel?», preguntaba a la vez que sus amigas pararon de conversar para localizar al chico. «Está allí», dijo el pequeño Pablo señalando a la otra acera donde su amigo se encontraba conversando con un desconocido. «Esta vez sí que te la vas a cargar», pensó la madre, cuyo rostro reflejaba un gran enfado.

Begoña miró a ambos lados de la carretera para asegurarse de que podía cruzar sin peligro. Caminaba a paso ligero, todo lo que se lo permitían sus altos tacones, y atravesó la calle sin respetar el semáforo. A los pocos segundos alcanzó la esquina en la que su hijo charlaba con el mendigo.

—¡Daniel! —gritó, agarrando al chico por el brazo.

El niño abrió los ojos y se sobresaltó con el grito de su madre.

—¿Qué te dije que tenías que hacer si el balón se iba a la carretera?

—Lo sé, mamá. Te he avisado cuando la pelota ha cruzado la calle, pero… —Estaba nervioso y no era para menos.

—No hay peros que valgan. Además, ¿por qué molestas a este señor?

—No me está molestando, señora. Es un chico muy educado, le doy la enhorabuena —dijo el joven indigente.

—Muchas gracias, señor —respondió la madre suavizando el tono. Estaba asombrada por su correcta forma de hablar. La dulce voz del hombre le transmitía serenidad.

La mujer iba vestida con un elegante traje de color azul por encima de las rodillas, que se ceñía perfectamente a su estilizada figura de uno setenta y cincuenta y cinco kilos. Tenía el pelo castaño, largo y recogido con una elegante cola. Cualquier persona que no la conociera diría que no llegaba a los treinta años; sin embargo, a pesar de sus treinta y cinco, exhibía una piel tersa y morena. Sus ojos rasgados color miel, que heredó su hijo, se habían aliado en perfecta armonía con su fina nariz y su sensual boca de labios carnosos para otorgarle una belleza natural privilegiada. Su forma de vestir era exquisita, y se apreciaba a simple vista que pertenecía a una acomodada clase social.

—Yo también tengo un hijo de su edad, pero hace mucho que no lo veo —informó el mendigo.

—¿Dónde está su hijo, señor?

—Daniel, no seas indiscreto —regañó la madre—. No es asunto tuyo.

—No se preocupe, no me ha molestado. Mi hijo está con su madre, es ella quien se encarga de cuidarlo.

La madre de Daniel comenzaba a mostrar interés por la historia del joven, que no pudo evitar entristecerse cuando nombró a su hijo.

—¿Cómo se llama, señor? —preguntó el chico, sujetando el balón con las dos manos.

—Ángel, me llamo Ángel.

Daniel colocó el balón bajo su brazo izquierdo y extendió la mano derecha con la intención de estrecharla con la del mendigo. Este le mostró las palmas de las suyas, que estaban sucias.

—Lo siento, Daniel, pero no tengo las manos limpias.

El chico bajó la mano lentamente.

Begoña no podía evitar mostrarse sorprendida por la amabilidad y la educación del joven, cuyos ojos capturaron toda su atención.

—Ha sido un placer, Ángel, pero me temo que tenemos que marcharnos —dijo la madre, a la que le estaba resultando agradable el cruce de palabras—. Lamentablemente la situación actual ha hecho que nos acostumbremos a ver gente en las calles, y muchas veces no nos paramos a pensar que detrás de ellas hay personas; reconozco que es una afirmación un poco triste.

—Tiene razón —convino el mendigo.

—Espero que su situación personal mejore.

—Gracias, señora. Le deseo que tenga un buen día. Hasta luego, Daniel. Ha sido un placer hablar con un jovencito tan simpático.

El chico sonrió.

Después de la cordial despedida, madre e hijo comenzaron a atravesar la calle en dirección a la puerta del colegio. Daniel caminaba con una mano cogida a la de su madre mientras que con la otra sujetaba el balón de fútbol. Begoña, ocasionalmente, se giraba para mirar a la esquina. «¿Dónde se habrán metido los dos indeseables que se ponían aquí todas las mañanas?», pensó.

—Es un señor muy simpático, mamá.

—Parece un buen hombre. Supongo que habrá tenido mala suerte —respondió la mujer todavía asombrada por la formalidad del mendigo.

Terminaron de cruzar y Begoña se situó junto a su grupo de amigas, aunque antes de retomar la conversación con ellas le lanzó una clara advertencia a su hijo.

—Como vuelvas a ignorar mis órdenes, no jugarás con la consola de videojuegos en cuatro meses, ¿ha quedado claro, Daniel Arriaga?

Que su madre le llamara por su nombre y apellido, le decía a Daniel que estaba verdaderamente enfadada. Respondió asintiendo con la cabeza y se alejó para ir con su amigo Pablo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Sandra, la madre del pelirrojo amigo de Daniel.

—Se le ha escapado la pelota y ha ido a por ella. Me temo que no será la última vez, ya no sé ni cómo decírselo —respondió Begoña.

Sandra era una de las mejores amigas de Begoña. Se criaron juntas y sus padres eran conocidos empresarios y grandes amigos. Tuvieron sus hijos con poco tiempo de diferencia, por lo que Pablo era un mes mayor que Daniel. La mujer no gozaba de un buen físico, era un poco más bajita y ancha que su amiga y su forma de vestir no era tan exquisita. Su indumentaria habitual rara vez se desmarcaba de los pantalones vaqueros y las camisetas de tirantes.

En el grupo también se encontraba Laura, la madre de Julia. Por otro lado, Raquel, que era la madre de Yesenia y Jesica, las dos gemelas que jugaban habitualmente con Julia. A Raquel hacía poco tiempo que la conocían, ya que se incorporó al grupo dos años atrás. De todas ellas, era la única que no era natural de la capital. Se mudó a Cádiz desde Conil de la Frontera. Todas las madres, salvo Raquel, que superaba los cuarenta, tenían la misma edad.

A los pocos segundos de reanudar la conversación, Begoña se descolgó y pensaba en el encuentro con el indigente, que no le había dejado indiferente. «Esa mirada…», reflexionaba.

—Begoña —dijo Sandra, al ver cómo su amiga asentía mientras charlaban, pero parecía tener la mente en otro lugar—, Begoña, ¿nos estás escuchando?

—Perdón, se me ha ido el santo al cielo.

—¿En qué estabas pensado?

—Nada. Imaginaciones mías. La mirada del hombre de la esquina me resulta conocida.

—Normal. Tal y como están las cosas no te extrañe que sea el que te atendía en el supermercado, el recepcionista del taller al que llevas el coche… Vete a saber —explicaba Sandra—. Podría incluso ser tu peluquero, el que cerró el local hace tres meses.

—La verdad es que sus ojos se parecen a los de Quino, mi peluquero —Begoña mostraba un rostro pensativo.

—Por cierto, ¿sabes algo de Amelie? —preguntó Sandra, cambiando de tema de conversación.

—No —contestó Begoña—. Es un asunto que me tiene bastante preocupada. Desde que su marido, José, dejó de trabajar con Miguel, no sé nada de ellos. Ha sido todo muy sospechoso. De buenas a primeras es como si hubieran desaparecido del mapa. La he llamado por teléfono, enviado varios correos electrónicos, mensajes, y no responde. He pensado en ir a su casa y hacerle una visita, pero no he querido ser indiscreta.

—No sé por qué motivo decidió dejar el gabinete de tu marido, pero me pareció todo demasiado… raro. Quizá no fuese una ruptura amistosa —insinuó Laura.

—¿Qué has querido decir?

—Perdona si te ofende, pero ¿estás segura de que tu marido te ha contado todos los detalles?

A pesar de la disculpa, Begoña se sintió ofendida.

—Claro que sí, Laura. Miguel tiene muchos defectos, pero no es un mentiroso. Además, ya sabemos los problemas que tenían debido a la enfermedad de su pequeño Marcos. El tratamiento era costoso, probablemente el dinero ha sido el motivo por el cual decidió irse a trabajar a Emiratos Árabes, tal vez la oferta fuese mejor —explicó, intentando buscar una justificación razonable.

—¿Sin despedirse? ¿Sin un adiós? ¿Sin responder a las llamadas? —Laura ladeó la cabeza e hizo una mueca haciéndole entender a Begoña que pensaba que había algo más que eso.

—Solamente puedo deciros lo que me contó Miguel sobre el tema. Tomó la decisión de marcharse del gabinete por motivos económicos —Las observaciones de su amiga comenzaban a irritarle.

Begoña seguía conversando con el grupo mientras esperaba la llegada de su marido. Utilizar su coche particular para recoger a su hijo había dejado de ser una opción desde que comenzaron las obras del aparcamiento subterráneo situado bajo el parque. Aparcar por la zona se convertía en una odisea a esas horas de un día laboral. Para solventar este problema, la pareja encontró la forma de coordinarse y coincidir en la puerta de la escuela.

Rondaban las dos y veinte de la tarde cuando un sonido grave y potente se acercaba desde la avenida principal. Un imponente Porsche todoterreno, modelo Cayenne de color gris oscuro y cristales tintados, reducía su velocidad hasta pararse frente a la puerta del colegio. El atractivo conductor, de pelo largo y rubio, llevaba puestas unas gafas de último modelo de la firma Ray-Ban. Desde el exterior del vehículo, se podía ver cómo movía los labios y las manos mientras mantenía una conversación a través del sistema de manos libres.

—Bueno, chicas. Nos vemos mañana —dijo Begoña, despidiéndose de sus tres amigas.

Ante la mirada de las madres que quedaban alrededor, que cuchicheaban mientras ella y su hijo se acercaron a todocamino, Begoña abrió la puerta trasera y ayudó al niño a subirse. Lo sentó en la sillita reglamentaria y le abrochó el cinturón de seguridad. Después de darle un beso, cerró la puerta. Se dirigió a la parte delantera y tomó asiento en el lado del acompañante. Tras el discreto beso en los labios que le dio a su marido, miró hacia la ventana para despedirse con la mano de sus amigas.

—Papá, enciende el aire acondicionado, hace un poco de calor —dijo Daniel.

Begoña, al ver que su marido seguía con la conversación telefónica ignorando la petición de su hijo, bajó las ventanillas traseras.

—Mejor así, hace calor fuera y si encendemos el aire es probable que cojas un resfriado.

—De acuerdo, mamá.

Una vez que se acomodaron, el padre inició la marcha. El niño se despidió con la mano de Ángel cuando el vehículo pasó por su lado. Este le respondió agitando la mano y mostrando una sonrisa.

La familia formada por Begoña, Miguel y su único hijo, Daniel, tenía como residencia habitual un magnífico piso situado en el ático de un moderno edificio de reciente construcción ubicado en primera línea de playa. El proyecto lo había desarrollado su marido tras el concurso pertinente. En una hábil y astuta negociación con la constructora, Miguel consiguió adjudicarse el ático de mayor extensión, situado en la décima planta, y cuatro plazas de garaje adicionales. La superficie de la casa rondaba los ciento ochenta metros cuadrados, setenta de ellos dedicados a una espectacular terraza orientada al océano Atlántico. Disponía de dos cuartos de baño, un amplio salón, una gran cocina y cuatro dormitorios, uno de los cuales era usado por Miguel como despacho.

Mientras que su marido se encargó de la distribución de las habitaciones sobre los planos, Begoña fue la responsable de vestir el interior de la casa. Su buen gusto por la ropa se trasladaba a su arte en la decoración; a grandes rasgos, se podía decir que era una persona que gozaba de un gusto exquisito. Todo el mobiliario había sido elegido por ella, puesto que su marido, como estaba siendo habitual desde unos años atrás, apenas tenía tiempo libre.

Miguel Arriaga era un reconocido arquitecto. Su éxito profesional provocó que, paulatinamente, su vida laboral le fuese comiendo terreno a su vida familiar. Pero como se suele decir: las apariencias engañan. Cualquier persona ajena al círculo familiar formado por Miguel, Begoña y Daniel, les envidiaría. Varias propiedades repartidas por la provincia gaditana, dos vehículos familiares y una privilegiada situación económica indicaban que no les faltaba absolutamente de nada. Lamentablemente, esta afirmación sólo era aplicable a los bienes materiales, puesto que establecer un equilibro entre la vida familiar y laboral en esas circunstancias no era tarea fácil.

Por ello, Begoña llevaba unos meses luchando con su marido para hacerle entender que estaba descuidando sus responsabilidades con ella y su hijo, y no cabía ninguna duda de que su creciente éxito laboral era el principal motivo. La mujer recordaba con anhelo y alegría cuando decidieron tener un hijo. Su esposo se desvivía por ella y era el hombre perfecto; cenas románticas, viajes sorpresa y un sinfín de atenciones personales habían convertido a Begoña en la mujer más afortunada del mundo. «Espero que no cambies nunca», le decía una y otra vez a su marido. Sin embargo, la situación giró drásticamente cuando Daniel nació, y todas esas atenciones desaparecieron de un plumazo. La llegada del pequeño marcó un punto de inflexión en el que pasó de ser el mejor marido al peor padre jamás conocido.

Begoña era licenciada en Historia del Arte, y se preparaba unas oposiciones para el Estado cuando se quedó embarazada de Daniel. Se prometió a sí misma que, cuando la situación se estabilizara, retomaría el estudio para cumplir con el objetivo que se había marcado. Pero cuando el chico nació, y sin hacer nada por evitarlo, se acomodó en el estilo de vida que les proporcionaban los altos ingresos de Miguel, por lo que dejó sus ambiciones personales aparcadas en el olvido. Ella se encargaba de Daniel y de la casa de forma exclusiva, mientras que su marido se desvinculaba progresivamente de sus responsabilidades familiares para centrarse en su carrera profesional.

Miguel, gracias a un proyecto perfectamente elaborado por su gabinete, y haciendo uso de sus geniales dotes de negociación, logró la adquisición del desarrollo de un importante proyecto inmobiliario en la ciudad que elevó su estatus profesional en apenas dos meses. Begoña se alegraba y admiraba su éxito, y pensó que con ello conseguiría un prestigio que les llevaría a tener un estilo de vida más desahogado. Por ese motivo, consintió asumir el mantenimiento del hogar y encargarse del cuidado de su hijo. Imaginaba que la situación sería transitoria y no permanente, pero desgraciadamente para ella, erró en su pronóstico.

Miguel crecía a pasos de gigante como arquitecto, pero a la vez, a los ojos de su esposa, se convertía en una máquina de hacer dinero. Poco a poco dejaba de ser ese magnífico joven de melena rubia y excelente estado físico del que se enamoró un sábado de julio en la playa de Zahara de los Atunes, allá por el noventa y ocho.

Fuera como fuese, Begoña tenía un gran reto cuyo objetivo se alejaba por días: conseguir que su marido volviera a ser un hombre familiar. No podía evitar sentirse culpable de la situación que la pareja estaba viviendo y pensaba que hubo un momento en el que debió ponerle freno. Reconocía que, posiblemente, el centrar toda su atención en su hijo no le hizo ver el viaje que su esposo había emprendido. Un viaje hacia el éxito profesional, el reconocimiento social y la opulencia, del que parecía no querer volver.

Habían pasado las dos y media de la tarde y ya no quedaba nadie en las inmediaciones del colegio. El conserje terminaba de cerrar la puerta metálica y del mercado apenas salía gente.

Ángel miró la cesta e hizo un rápido cálculo de la recolecta del día. Observó un mayor número de monedas doradas y chicas que plateadas y grandes. «Habrá unos cuatro euros», pensó. Vació el contenido sobre su mano e introdujo la recaudación en el bolsillo derecho de su pantalón vaquero. «Creo que va siendo hora de marcharse». Se puso de pie, se colocó el pantalón correctamente y se sacudió el trasero. Recogió del suelo su mochila e inició la marcha hacia la avenida principal. Las últimas noches las había pasado en un hueco que había encontrado bajo las escaleras de un edificio del paseo marítimo, pero después del encuentro con el Alemán y el Gitano, decidió que debía buscarse un lugar más seguro.

Atravesó la avenida para dirigirse a la playa. La tarde estaba perfecta y el sol se encontraba en el punto más alto del día propiciando una luminosidad espectacular al cielo de la ciudad. Los paneles electrónicos de publicidad marcaban una temperatura de veinticinco grados centígrados. Le faltaban unos metros para alcanzar el paseo marítimo cuando alguien llamó su atención. En uno de los bancos de un pequeño parque ajardinado, situado frente a un edificio oficial, había dos hombres. «Psss», dijo uno de ellos. Le hizo un gesto con la mano para que se acercase. El hombre estaba sentado en el respaldo del banco de madera. Vestía un pantalón de chándal azul con rayas blancas en los laterales, y llevaba puesta una camiseta de color roja que tenía inscrita propaganda de una bebida refrescante; fumaba un cigarrillo. Un ausente compañero estaba sentado debajo con la mirada perdida. Se balanceaba de adelante a atrás y a simple vista se podía deducir que no estaba en óptimas condiciones psicológicas.

Tras unos segundos de duda, Ángel decidió acudir a la llamada.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó el hombre sin pelo y con un marcado acento gaditano.

—¿A qué se refiere? —preguntó Ángel, confuso.

—Le has quitado el sitio al Alemán —respondió el calvo.

—No sabía que había que reservar plaza en las esquinas de la ciudad.

—El Alemán, menudo hijo de puta —dijo el que estaba sentado. Presentaba claros síntomas de embriaguez.

—Pues sí, hay que hacerlo —Le dio una calada al cigarro—. Te recomiendo que no le toques los cojones, porque acabará cortándote los tuyos y comiéndoselos crudos —Se inclinó hacia Ángel. Le hablaba en un tono serio que transmitía la importancia del aviso.

—Entiendo. Soy nuevo en la calle.

—Nosotros llevamos un par de años y créeme, por la noche las bestias acechan en las esquinas —advirtió.

—Lo tendré en cuenta.

—Deberías. Yo en tu lugar me preocuparía por buscar un lugar más seguro. No pasaría ni una sola noche más debajo de esa escalera.

«¿Cómo sabe dónde duermo?».

—No te asustes —dijo el gaditano, al ver la cara de sorpresa del joven—, aquí todos sabemos dónde para cada uno de nosotros.

—Gracias por el aviso. ¿Conoce algún lugar seguro donde pasar la noche?

—¿Seguro? —Soltó una sonora risotada— Te puedo decir cuáles son los menos peligrosos. En la calle no hay nada seguro.

—Soy todo oídos.

—Los coches —Le dio otra calada—. Los coches son el lugar más seguro.

—¿Coches?

—Eso es. En la zona industrial de la ciudad hay muchos vehículos de empresa abandonados, pero debes tener cuidado, porque si te metes en alguno que esté ocupado tendrás problemas, y creo que con el que tienes ya es suficiente.

—Entiendo.

—¿Sabes desbloquear cerraduras sin romperlas?

Ángel respondió negando con la cabeza.

—Entonces necesitarás hablar con el Chapista, él te dirá cómo hacerlo.

—¿El Chapista?

—Sí. Es uno de los nuestros. Un indigente que se suele poner en la calle Ancha, ya sabes, en el centro de la ciudad. Es un hombre bajito y regordete, inconfundible. Si te lo ganas, tarea difícil teniendo en cuenta lo desconfiado que es, te dirá cómo puedes acceder al interior del coche que quieras. Sólo tienes que decirle la marca y el modelo. Pero esa información tiene un precio, está claro que tendrás que pagar por ello.

—Comprendo.

—Bueno, creo que con esta lección ya está bien por hoy —Le dio la última calada y arrojó la colilla al suelo.

—Le agradezco la información.

—Manuel, me llamo Manuel —dijo, extendiéndole la mano—. Pero me llaman el Loco. Ya te enterarás de por qué.

—Encantado.

Se estrecharon la mano.

—A este no le hagas caso, está más para allá que para acá —dijo, haciendo referencia a su compañero.

Ángel no se molestó en presentarse, ya que parecía estar en otro planeta; quizá el responsable de ello era el cartón de vino tinto que estaba entre sus piernas. El anciano tenía el pelo largo y canoso y una abundante barba que le daban un aspecto peculiar. A pesar de la alta temperatura, llevaba puesto un pantalón de pana marrón debajo de una camisa de cuadros de manga larga.

—Te voy a dar un consejo más —prosiguió el elocuente gaditano, que parecía tener ganas de hablar.

—Le escucho.

—Deberías buscarte a alguien. La calle es dura, muy dura. Tener un colega de tu parte no te vendrá mal. Hay que tener amigos hasta en el infierno.

—Es una afirmación muy cierta.

—Aunque te garantizo que no va a ser fácil. La gente de la calle es desconfiada, somos desconfiados. Algunos simplemente se acercarán a ti para ganarse tu amistad, pero ten cuidado, quizá su intención es clavártela por la espalda cuando menos te lo esperes. Sin embargo hay gente buena, poca, pero aún quedan algunos dispuestos a ayudarte —Le obsequió con una amistosa sonrisa.

—Tendré en cuenta sus consejos.

—Recuérdalo, chico. Cuando emprendes un camino corres el riesgo de romperte una pierna; si vas solo te quedarás tirado, pero si tienes a alguien a tu lado te ayudará a continuar el sendero.

«Excelente reflexión», pensó Ángel asintiendo con la cabeza.

—De acuerdo, Manuel. Lo tendré muy en cuenta.

Tras la amena charla, y siguiendo los consejos del gaditano, decidió que tendría que buscar un coche abandonado en el que poder guarecerse. Inspeccionaría la zona industrial, pero antes de hacerlo, iría a donde tenía pensado antes de cruzarse con Manuel.

Atravesó la calle que separaba el parque del paseo marítimo y continuó caminando unos metros hasta llegar a una escalera que bajaba hasta la playa. Le apetecía dar un paseo y sentir el tacto de la arena bajo sus pies: un masaje al aire libre que la naturaleza le ofrecía totalmente gratis, y el espléndido día incitaba a ello. Se quitó las zapatillas Converse de color blanco y anudó los cordones para echárselas al hombro. La marea tenía un alto coeficiente, por lo que la bajamar dejaba al descubierto rocas que otros días no se podían apreciar. Personas de todas las edades disfrutaban de las condiciones climatológicas excepcionales. Unos hacían deporte, otros andaban por la orilla con los pies metidos en agua hasta los tobillos. Era difícil de describir lo que sentía, no se le ocurría nada que igualara la sensación de bienestar de aquel momento.

Ángel concluyó el acompasado y placentero paseo por la playa y llegó al límite de la ciudad. Al frente podía divisar cómo la arena se extendía hasta llegar al recinto militar conocido como Torregorda; a la derecha un infinito manto azul, y a sus espaldas quedaba la ciudad. Giró la cabeza hacia la izquierda. En la zona de Cortadura, dentro de un recinto amurallado, había una enorme bandera española que ondeaba tímidamente mecida por el suave viento de poniente.

Antes de salir de la arena, se dirigió al mar e introdujo las dos manos bajo el agua. Las agitó y posteriormente se las pasó por la cara y el pelo. Subió al paseo marítimo y se sentó en uno de los bancos para sacudirse la arena y colocarse las zapatillas. «Se acabó el descanso. Es hora de buscar un buen sitio para pasar la noche».

La zona industrial quedaba a menos de cinco minutos a pie. Abandonó el paseo marítimo, cruzó la avenida principal y se dirigió a un paso peatonal elevado que permitía atravesar la última zona de la ciudad por la que circulaba el tren. Llegó a la zona industrial y anduvo unos minutos explorando el terreno; observó algunos locales y naves industriales abandonadas en cuyas puertas se apreciaban señales de forcejeos. «Prefiero no saber lo que hay ahí dentro». Había pintadas en las paredes y puertas, símbolos extraños que probablemente representaban algún código de la calle, un código que todavía no dominaba.

Continuó recorriendo la zona en busca de algún coche que presentase síntomas de abandono. Tras revisar por las ventanillas el interior de varios de ellos, eligió la que consideró la mejor opción: una furgoneta Volkswagen que tenía a los lados pegatinas de publicidad pertenecientes a lo que parecía ser una empresa de reparto de prensa. Era de color blanca, por lo que se disimulaba la suciedad que realmente tenía. Las cuatro ruedas se podían observar faltas de presión, y en una de las escobillas del limpiaparabrisas delantero había panfletos de publicidad que, por las fechas, se deducía que tenían al menos dos meses de antigüedad.

Giró alrededor del coche con el objetivo de buscar marcas en las cerraduras y en los marcos de las puertas que hicieran pensar que había sido forzado. «Este me podría valer», pensó tras examinarlo y verificar que nada hacía pensar que estuviera ocupado. Una vez localizado el coche, sólo quedaba una cosa por hacer: abrirlo. Se acordó de las palabras de Manuel, el Loco, con el que había hablado unas horas antes. Pero su paseo por la playa le había robado bastante tiempo y no podía desperdiciar lo que quedaba de día localizando al Chapista. Era consciente de que si lo encontraba, no le iba a decir en una tarde cómo abrir el Volkswagen. Recordó las palabras de Manuel que le informaron de que tendría que ganarse su confianza.

No tenía otra opción que buscar una forma alternativa de acceder al interior de la furgoneta. Por esa razón, asumió que esa noche tendría que volver a dormir bajo el hueco de la escalera.