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Espacios de saber, espacios de poder.
Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica.
Siglos
XVI-XIX

 

 

 

 

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES SOBRE LA UNIVERSIDAD
Y LA EDUCACIÓN

Colección Real Universidad

Bonilla Artigas Editores

Iberoamericana Vervuert

 

 

 

 

 

OTROS LIBROS

DE ESTA COLECCIÓN

 

1. Un clero en transición. Población clerical, cambio

parroquial y política eclesiástica en el arzobispado de México,

1700-1749

Rodolfo Aguirre Salvador

ISBN: 978 607 7588 66 5

 

2. Espacios de saber, espacios de poder.

Iglesia, universidades y colegios

en Hispanoamérica siglos XVI-XIX

Rodolfo Aguirre Salvador (coordinador)

ISBN: 978 607 7588 92 4

 

3. Universidad y familia. Hernando Ortíz de Hinojosa

y la construcción de un linaje, siglos XVI-XX

Clara Inés Ramírez González

 

 

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INDICE

Presentación

 

I. Universidades, colegios y proyectos políticos

Pocos graduados, pero “muy elegidos”: la universidad del convento de los predicadores en la isla de Santo Domingo (1538-1693)

Una reyerta historiográfica

Una tierra difícil

El fin de una concordia

El estudio conventual

Una bula problemática

Proyectar una universidad

Del dicho al hecho

El colegio de San Pablo y la universidad de San Marcos

1. Los años iniciales del colegio de San Pablo

El conflicto con la universidad

La concordia de la discordia

Conclusión

La fundación del seminario conciliar y el fortalecimiento de la jurisdicción episcopal (Lima, 1564-1603)

El fortalecimiento de los estudios catedralicios

Los primeros intentos de creación del seminario conciliar

Dos proyectos en conflicto

Los primeros años del seminario.Entre la autoridad virreinal y el cercado de Lima

De seminario conciliar a universidad: Un proyecto frustrado del obispado de Oaxaca (1746-1774)

Planteamiento general

El obispado de Oaxaca y sus colegios

Las razones de un obispo

La oposición de la Real Universidad de México

Nuevos intentos en Oaxaca: el cabildo eclesiástico y el ayuntamiento civil

A manera de conclusión

 

II. La formación del clero secular y sus carreras

La formación de los sacerdotes de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica (1534-1821)

Introducción

El seminario tridentino de San Ramón Nonato

La preparación de los obispos

La educación y las redes sociales en los nombramientos del clero secular

Las capellanías

Los centros de estudios en Guatemala

A manera de conclusión

Generación tras generación. El linaje Portugal: genealogía, derecho, vocación y jerarquías eclesiásticas

Juan Jazo de la Mota Osorio y Portugal: el clérigo rentista

Pedro de Valdés y Portugal: de clérigo y abogado a inventor. Entre el mundo jurídico y la aptitud técnica

El clero secular en la universidad de San Felipe de Santiago de Chile (siglos XVIII y XIX)

Introducción

Algo de historia sobre los estudios universitarios en Chile, siglos XVII y XVIII

La cátedra y la prebenda

La cátedra y el servicio en curatos

La cátedra y las canonjías de oficio

Prebendados rectores de la universidad

Las oposiciones a las cátedras durante la época colonial

La Universidad de San Felipe ante el proceso independentista

Conclusiones

 

III. La fundación de centros educativos ante la sociedad

“Cuánto importa a la sociedad la educación de la juventud”: Iglesia y educación en la Nueva Vizcaya

Introducción

Escuelas de primeras letras

Escuela de gramática

Colegio seminario tridentino, 1705-1715

Colegio seminario de San Pedro y San Javier, 1715-1767

Otras instituciones educativas

Después de la expulsión de los jesuitas

La educación femenina

Restablecimiento de la Compañía de Jesús

Conclusiones

Para lo divino y para lo humano: los colegios jesuitas de Yucatán

Los colegios de Yucatán: educar en letras y virtudes. El colegio de San Javier (Mérida)

El seminario de San Pedro (Mérida)

La residencia San José (San Francisco de Campeche)

Para el universal consuelo de las almas

Reflexiones finales

Ilustración, educación y secularización: Las escuelas parroquiales del obispado de Michoacán (1765-1767)

La política de castellanización y las escuelas de castellano

El ilustrado Gerónimo López de Llergo y sus escuelas parroquiales de primeras letras

La difusión de las escuelas parroquiales y sus primeros nombramientos

La reglamentación de López de Llergo y el financiamiento de las escuelas parroquiales

A modo de conclusión

 

IV. Luego de la expulsión jesuita: represión, censura y reajustes

La expulsión de los jesuitas y la represión del jesuitismo en Nueva España

El poder. La expulsión

El pueblo. La “general conmoción que han padecido las conciencias”

Extinción de la Compañía de Jesús, 21 de julio de 1773

Conclusión

La cancelación de lo escrito: Prácticas de censura libraria y documental en la universidad de Córdoba durante las direcciones jesuita y franciscana

La llegada de la imprenta y los primeros productos de sus tórculos

La censura de lo escrito

Formando ministros útiles: Inculcación de hábitos y saberes trasmitidos en el colegio de San Ildefonso (1768-1816)

Inculcación de hábitos

Saberes, métodos y exámenes

La distribución del tiempo

A manera de conclusión

 

V. Transiciones del periodo colonial tardío e independiente

El proyecto educativo en Yucatán a fines del siglo XVIII y principios del XIX: el seminario y la casa de estudios

El seminario conciliar

El proyecto de la universidad

La casa de estudios

Reflexiones finales

Los ámbitos de la educación como enclaves de poder: Córdoba del Tucumán entre la colonia y la Independencia

Los espacios de formación de la juventud en Córdoba

La universidad como ámbito de encuentro de las élites regionales

Refundación de la universidad: el triunfo de los Funes

 

Sobre el autor

 

Presentación

Es de sobra conocida la presencia de la Iglesia y sus instituciones en las sociedades coloniales de Hispanoamérica. A ella le fue delegada, desde el siglo XVI, autoridad espiritual, gubernativa e incluso política, dado que la monarquía la consideró uno de los principales apoyos para su dominio imperial. De ahí la influencia que alcanzó en múltiples aspectos, dos de ellos, sin duda, la educación y la formación intelectual de varios sectores sociales. En este sentido, la meta de la presente obra es hacer una revisión de las instituciones y los recursos de que dispusieron la Iglesia y sus miembros para incidir en la educación de las élites coloniales, en comparación con otros sectores menos favorecidos, como los pueblos de indios. Igualmente, ha interesado analizar el vínculo que se dio entre la adquisición de saberes y la búsqueda de poder. Así, la obtención de los grados académicos, de una identidad intelectual-corporativa, la consolidación de un colegio o la dirección de una universidad se tradujo también en la capacidad del clero secular o regular para formar letrados, quienes a su vez influirían en los destinos de la sociedad a la que pertenecían.

Durante la colonia, la Iglesia tuvo un doble compromiso: formar un buen clero, por un lado, y educar a la juventud seglar, por el otro. Pero la educación de esta última significó, ante todo, formar buenos cristianos, fieles al catolicismo y a la corona. De ahí que la fundación de establecimientos educativos estuviera entre las principales preocupaciones de los poderes públicos, pues era un asunto que no podía dejarse a la deriva. Dado que los saberes y los grados académicos daban prestigio y autoridad en sociedades altamente jerarquizadas, sus destinatarios debían ser bien seleccionados, según los principios políticos de cada época. De ahí que los centros educativos no fueran inamovibles, sino que cambiaran de acuerdo con los intereses de la monarquía, de la Iglesia o de la sociedad. En ese sentido, ESPACIOS DE SABER, ESPACIOS DE PODERes un trabajo colectivo que atiende la necesidad de profundizar en el conocimiento de las múltiples relaciones de la Iglesia hispanoamericana con las instituciones educativas, no sólo desde la óptica de trasmisión de saberes, sino también buscando clarificar los vínculos con los poderes públicos, desde el monarca, pasando por los virreyes, hasta las audiencias y las élites urbanas. Aunque los trabajos no necesariamente guardan continuidad espacial o temporal, el lector puede hallar temas transversales que subyacen a lo largo de las secciones; por ejemplo, la presencia jesuita como modelo educativo de referencia, de imitación o de rechazo; los intentos del clero secular por tener su propio modelo educativo, o la autarquía educativa del clero regular, por mencionar los más sobresalientes.

De esa forma, el libro se ha dividido en cinco secciones, buscando una mejor exposición de los resultados obtenidos por los autores. En la primera sección, “Universidades, colegios y proyectos políticos, compuesta de cuatro capítulos, se da cuenta de la estrecha relación entre los intereses políticos de la Iglesia y sus empresas educativas. El trabajo de Enrique González, por ejemplo, nos muestra cómo el clero regular no fue ajeno al interés mostrado en otros sectores de la Iglesia por gozar del prestigio docente y el privilegio de otorgar grados, más allá de los objetivos propios de la vida conventual. Tal fue el caso de los dominicos de la isla de Santo Domingo, quienes, en medio de una población y una economía inestable, lograron en 1538 una bula del papa que les dio derecho a erigirse en universidad y conferir grados. En este detallado estudio se da cuenta de las difíciles circunstancias en que los religiosos comenzaron a otorgar grados, aun sin haber consolidado un estudio general, pues sólo enseñaban artes y latín. Con todo, como sugiere el autor, y a pesar de que no fue sino hasta el siglo XVII que se consolidaron más cátedras, la universidad de los dominicos ejerció el privilegio de otorgar grados, incluso de medicina; es decir, se trató de una universidad, sin estudio general de facultades, que intermitentemente concedió títulos de doctor. Los frailes de la isla vincularon la suerte de su universidad a la del convento, que nunca fue boyante. Peor aún, en la medida que jamás se configuró el proyectado cuerpo de doctores, el prior se limitó a usar la facultad de graduar como quiso o pudo, sin preocuparse por dar forma a una auténtica universidad. Es cierto que muchas universidades peninsulares de reciente creación hacían otro tanto; es decir, usaban de una bula para graduar, previo pago de derechos, y no para coronar la dedicación al estudio. En 1679 el arzobispo Fernández de Navarrete se quejó de la “facilidad grande” con que los dominicos otorgaban grados. A más de siglo y medio de erigida, y en vísperas de grandes conflictos con los jesuitas, la universidad de los dominicos seguía graduando sin mayor autoridad que la bula, al margen de todo control real, y para facultades en las que no impartía docencia, pues el único factor determinante seguía siendo la voluntad del prior.

Caso diferente fue el de los colegios jesuitas, instituciones que muy pronto arraigaron en las sociedades coloniales, provocando recelos de otras entidades previamente instituidas, como lo expone Pedro Guibovich en su estudio sobre el colegio jesuita de San Pablo y su disputa con la Universidad de San Marcos. Lima, como capital del virreinato que dominaba la escena en la América meridional, fue indudablemente el centro de poder y de cultura. En la época del virrey Toledo se sentaron las bases para ese poderío, y en ese contexto es que debemos entender los conflictos entre el colegio jesuita y la universidad. En este sentido, el autor nos presenta una explicación detallada sobre el conflicto en el que se jugaba la primacía docente y la concesión de los grados. Tanto los jesuitas como el claustro de doctores de la universidad buscaron ambas cosas, cada uno echando mano de los mejores resortes políticos a su alcance, por lo que intervinieron los poderes públicos del virreinato y de España. Esto debe llevar a preguntarnos cuál era la importancia de los estudios mayores y los grados para las sociedades del siglo XVI. El autor nos da elementos valiosos para entenderlo: cada cátedra, cada curso, cada grado o evento académico tenía, además del obvio valor intelectual y académico para los estudiantes, un valor social intrínseco; es decir, los conocimientos de latín, humanidades, filosofía o teología adquiridos en las aulas se traducían en prestigio y fundamento de poder y autoridad para las familias españolas de Perú, en una época en que nacía un nueva sociedad. Por otro lado, la formación de letrados, teólogos y clérigos que reafirmaran el poder hispánico en América era crucial para la corona, de ahí que se buscara que los mejores educadores, doctores universitarios y jesuitas llegaran a acuerdos sobre el rumbo que debían seguir los centros educativos. La corona no podía prescindir de ninguno de ellos, por eso buscaba equilibrios, sobre todo cuando se llegaba a conflictos como el que explica el autor. La concordia a la que llegaron finalmente, siguiendo la experiencia mexicana, a principios de siglo XVII, garantizó una coexistencia provechosa para las partes, especialmente para la corona y la élite peruana.

En contraste respecto a la consolidación de los colegios jesuitas, la fundación de seminarios conciliares, ordenada por el concilio de Trento, no fue fácil en Hispanoamérica, como lo demuestra el hecho de que muchos de ellos tardaron en abrir, y cuando alguno lo hizo tempranamente llegó a tener serios obstáculos para consolidarse. Tal fue el caso del seminario conciliar de Lima, como nos explica Leticia Pérez, quien detalla el contexto de esa fundación, a la que se opusieron no sólo los religiosos y los jesuitas, sino los mismos prebendados de catedral. Sin duda, detrás de cada fundación se hallaban intereses políticos, culturales y hasta económicos. Este trabajo demuestra que no debemos entender al clero secular como un todo uniforme; también, que la creación de seminarios tridentinos, en la que teóricamente debía estar interesado el mismo clero secular por ser una fuente para su propia reproducción, en la práctica podía convertirse en una manzana de la discordia, al ser entidades que rivalizaban con otras instituciones que ya satisfacían esa formación clerical, como las universidades y los colegios jesuitas. Por ello, cuando el arzobispo Mogrovejo se propuso abrir su seminario varias fuerzas se opusieron: los jesuitas, la universidad, el alto clero y los doctrineros, cada uno por sus propios motivos. Las fuentes económicas para el sustento de los seminarios conciliares estuvieron entre los principales problemas para su creación, pues si bien el concilio de Trento estableció que dichas fuentes serían las rentas eclesiásticas de cada obispado, los prelados indianos carecían de la fuerza política suficiente para hacer efectivo su cobro. Otros obstáculos fueron la renuencia de la clerecía a contribuir con el seminario y la expansión de los colegios de la compañía.

Sin duda, los elementos que condicionaron la creación de seminarios conciliares en Indias remiten al proceso de establecimiento de la Iglesia diocesana, pues, más allá de ser tan sólo centros destinados a la formación de la clerecía, los seminarios serían puntales para el fortalecimiento de la jurisdicción episcopal. Así, señala la autora, la fundación del seminario de Lima correría en paralelo con la del asentamiento de la Iglesia secular. Para 1590 varios eran los seminarios conciliares del Perú que, luego de haberse creado, se vieron obligados a cerrar por falta de rentas, o bien fueron dejados a la administración jesuita.

Para el siglo XVIII, el contexto en que se desenvolvieron los seminarios conciliares ya era diferente, en el sentido de que tenían el apoyo de la monarquía para su desenvolvimiento normal, a tal punto que algunos intentaron convertirse en universidad. Así, Rodolfo Aguirre explica los intentos de un obispo de Oaxaca de mediados del siglo XVIII para convertir el seminario conciliar de Santa Cruz en universidad, a raíz de lo cual los involucrados discutieron sobre el papel de los grados, del clero secular, de la docencia jesuita y el futuro de la juventud de una región periférica de Nueva España. El autor señala que los seminarios conciliares de esa época no formaban solamente clérigos, sino también a muchos seglares que no tenían como destino la Iglesia, sino la abogacía, los tribunales u otras ocupaciones; en otras palabras, ayudaban a la educación en general de los hijos de familia. Sin duda que el estar bajo el patronato real los hizo partícipes de las obligaciones más amplias de la corona. De ahí que Carlos III mostrara interés por abrir una universidad en Oaxaca, a pesar de la oposición de la real audiencia y de la Universidad de México.

Con todo, el intento oaxaqueño se frustró. Aunque la Universidad de México fue tomada en cuenta por la corona, ello no fue el principal obstáculo, sino otros de índole local. De todas las diócesis novohispanas, la de Oaxaca era la cuarta en cuanto a ingresos de diezmos, muy por atrás de Puebla, Valladolid y México, por lo cual no quedaba claro si tendría suficientes recursos para fundar más cátedras para la universidad. El obispo promotor de la fundación no precisó los recursos para ello ni tampoco definió el siempre importante asunto de en qué instancia recaería el patronato de la nueva universidad o quién elaboraría sus constituciones. Este punto fue evidenciado por la Universidad de México, señalando que era impropio que un obispo gobernara una institución de ese tipo. Otro asunto que quedó sin resolver fue el de cómo se aseguraría la formación de clérigos al desaparecer el seminario. Finalmente, otro problema que el proyecto oaxaqueño no pudo acabar de resolver fue la lentitud de la procuración, pues entre un informe y otro que se pidiera en Madrid pasaban años enteros. Carlos III dio prioridad a otros asuntos educativos, como el futuro de los antiguos colegios jesuitas o la apertura del colegio de minería, el jardín botánico y las cátedras de anatomía y cirugía en la capital. En 1778, un nuevo obispo de Oaxaca se olvidó del asunto, mostrando así los límites del clero secular para crear universidades.

Para la Iglesia secular nunca fue fácil hacerse cargo de la formación y promoción de clérigos, dada la gran dependencia que desde el siglo XVI tuvo de los colegios jesuitas. Así se muestra en la segunda sección de este libro, “La formación del clero secular y sus carreras”. A diferencia de los religiosos, que siempre podían contar con sus escuelas y noviciados para su propia preparación, quienes aspiraban a ser clérigos no siempre tenían esas facilidades, por lo que para su educación debían depender de centros educativos a veces insuficientes y salir incluso de su obispado para graduarse. Un ejemplo de los obstáculos que debían vencer los clérigos para iniciar una carrera eclesiástica es el de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica. Gracias al trabajo de Carmela Velázquez es posible conocer los caminos que debían recorrer los clérigos de ese obispado para estudiar y graduarse. El seminario conciliar allí no se fundó sino hasta 1680 en León; en tiempos anteriores las familias debían enviar a sus hijos a Guatemala.

Con la fundación del seminario de San Ramón se garantizó entonces la formación de un clero nativo, que por lo regular descendía de las familias poderosas de la región. Quienes quisieran graduarse, no obstante, debían acudir a la Universidad de San Carlos o al colegio jesuita de Guatemala. Otro factor que posibilitó la generación de clérigos fue, como indica la autora, la fundación de capellanías, con cuyas rentas se facilitaron los estudios y la ordenación de varias generaciones de sacerdotes. No obstante la final consolidación de centros para educarse y graduarse, varios de los clérigos que ocuparon altos cargos carecieron de grados, contando en su lugar con buenas relaciones sociales y recomendaciones que pasaban por alto sus carencias. Sin duda que en ese obispado el factor familiar pesaba más en la carrera eclesiástica.

Hacer carrera en la Iglesia, sobre todo en diócesis con una gran población clerical y, por tanto, con mucha competencia, podía convertirse en una empresa por demás difícil, aun cuando se fuera miembro de una familia prominente y rica. Tal nos demuestra Marcelo da Rocha en su estudio sobre dos clérigos del rancio linaje Portugal, de la ciudad de México: Juan Jazo de la Mota y Pedro Valdés y Portugal. Ambas trayectorias clericales son, sin duda, un contrapunto a los modelos de carrera que en la primera mitad del siglo XVIII se desarrollaban en el arzobispado de México, y cuyo fracaso para ascender a las prebendas eclesiásticas muestra la importancia de contar con relaciones en el alto clero. El caso de Juan Jazo ilustra muy bien a ese sector del clero sin una vocación sacerdotal clara y que buscaba solamente vivir de una renta eclesiástica. Más compleja es la trayectoria de Pedro de Valdés y Portugal, descendiente de un linaje de primer orden en el mundo hispánico, quien sin embargo no logró acceder a los curatos y prebendas del arzobispado de México. Contando con grandes e innegables méritos familiares y con el hecho de haber promovido una técnica exitosa para el desagüe de las minas de Zacatecas, que hizo valer ante el virrey, sin embargo el clérigo Valdés no pudo hacer carrera en la Iglesia. Según el autor, ello se debió, por un lado, a que los méritos de la ascendencia familiar estaban siendo deslegitimados como vía de promoción y, por el otro, a su lejanía de los grupos clientelares que dominaban el ascenso dentro de la jerarquía eclesiástica.

Por otro lado, si deseamos profundizar hasta qué punto la educación y el futuro del clero secular iban de la mano debemos entonces voltear la vista al caso de Chile. Lucrecia Enríquez nos plantea dos etapas sobre la formación del clero secular de esa región: antes y después de la apertura de la Real Universidad de San Felipe en 1756. Si bien en el siglo XVII y primera mitad del XVIII los colegios dominico y jesuita pudieron conceder grados de bachiller, licenciado o doctor, según privilegio pontificio, a partir de 1756 la universidad monopolizó la graduación. Para el clero secular chileno las cátedras y los grados dinamizaron su carrera, facilitando su inclusión en las élites a fines del periodo colonial. Para las familias, la universidad ayudó a consolidar su poder a través de las cátedras y los altos cargos eclesiásticos de sus descendientes. Además, destaca la autora, la creación de esa universidad formó parte de un más amplio proyecto de la corona española, propio del siglo XVIII, de apoyar la consolidación del clero secular y disminuir la presencia de los religiosos. No obstante, con la independencia, en 1813 se creó el Instituto Nacional, en donde se reunió a los centros educativos, incluyendo a la Universidad de San Felipe. Cuando en 1814 las tropas españolas reconquistaron Chile, se restableció la universidad. No obstante, luego de la victoria del ejército de los Andes en Chacabuco, en febrero de 1817, el nuevo gobierno restauró el Instituto Nacional.

Otro actor fundamental en el desarrollo de las instituciones educativas regidas por la Iglesia en Hispanoamérica fue, sin duda, la misma sociedad en sus diferentes regiones. En la tercera sección, “La fundación de centros educativos ante la sociedad”, es posible advertir cómo el factor social podía ser determinante también en el devenir de la educación. En este sentido, Leticia Magallanes nos presenta una visión de conjunto de las institucio-nes educativas en el obispado de Nueva Vizcaya, en el norte novohispano, en donde se puntualizan cuatro etapas: el establecimiento de las primeras escuelas de primeras letras en el siglo XVI, la creación en el siglo XVII de la escuela de gramática latina jesuita, la fundación del seminario conciliar a principios del siglo XVIII y los esfuerzos por crear un colegio de monjas, así como los desajustes provocados entre la expulsión de los jesuitas y la independencia de México. La constante en Nueva Vizcaya fueron los repetidos esfuerzos de varios obispos, prebendados, jesuitas y religiosos por fundar y consolidar sus centros educativos ante una serie de obstáculos a veces insalvables, como la falta de financiamiento permanente, el visto bueno de la monarquía o el desinterés de una sociedad de frontera, que muchas veces estaba más preocupada por salvaguardar sus propiedades y su integridad que por la educación. En el caso de Nueva Vizcaya es claro que sólo la Iglesia y sus corporaciones podían hacerse cargo de la educación, pues fuera de ella difícilmente se pensaba en algo así; en especial los jesuitas, “columna vertebral” de la educación en esa región.

La huella jesuita en una zona de frontera debe compararse con la que dejaron en otras zonas alejadas de la capital novohispana, como la de Yucatán. En este sentido, el texto de Adriana Rocher se concentra en los tres colegios jesuitas que se fundaron en esa región: los de San Francisco Javier y San Pedro, en Mérida, y el de San José, en Campeche. Como en Nueva Vizcaya, los jesuitas sustentaron el principal proyecto educativo de la península, aunque con la gran diferencia de que el más importante centro, el de San Francisco Javier, fue reconocido como universidad con derecho a otorgar grados académicos. Alrededor de este colegio los jesuitas consolidaron su presencia educativa y social; además, sus catedráticos dieron vida también al más pequeño colegio de San Pedro, mientras que en el de Campeche sólo se enseñaban las primeras letras y la doctrina. Los colegios de Mérida pertenecieron a una sociedad dirigida por encomenderos, con aires señoriales, y coadyuvaron a que los hijos de esa élite se educaran y se insertaran en cargos de mando o gobierno, además de formar al clero secular yucateco. Los jesuitas no cuestionaron el orden social existente, pues su principal función era formar cristianamente y salvar almas. De manera secundaria, sí ayudaban a que hubiera cierta movilidad social, aunque siempre dentro de los márgenes que el régimen permitía.

Pero el clero no sólo se hizo cargo de colegios y universidades de estudios mayores sino también de la educación de los indios. En plena época de la secularización de doctrinas de la segunda mitad del siglo XVIII, en el obispado de Michoacán, un diligente canónigo y funcionario de la mitra emprende la innovadora tarea de crear escuelas parroquiales de primeras letras, independientes de las escuelas de doctrina tradicionales. Para Guadalupe Cedeño, la empresa del canónigo López Llergo, visitador del norte de ese obispado, que abarcaba las misiones franciscanas, fue muy singular por todo lo que representaba. No sólo trató de reforzar la evangelización, sino también intentó consolidar una mejor educación para indios e indias: lectura, escritura y aprendizaje de oficios. Esta inclusión de la alfabetización era una novedad en esa región, y era una clara expresión del pensamiento ilustrado, al considerar la educación como la mejor y más eficaz solución ante el bajo nivel de vida de los naturales. Los frailes se mostraron recelosos y eludieron con argucias la instalación de las escuelas. Igualmente, el canónigo presionó a favor de la conversión de esas misiones a parroquias, para facilitar su secularización.

A pesar de los firmes pasos que el visitador logró durante su recorrido, la inercia de tantos años y la falta de costumbre de enviar a los niños a una escuela, muchas veces inexistente, era todo un reto a superar. Otro de los mayores problemas que la mitra de Michoacán enfrentó fue el del financiamiento. Como no existían fuentes seguras, se autorizó a los maestros a negociar con los padres el pago de cuotas. Por lo que respecta a las mujeres, señala la autora, fue una etapa de reivindicación para ellas que muestra los ideales ilustrados de proporcionarles educación, a pesar de que el deseo de enseñarlas a leer, escribir o hacer cuentas estaba subordinado al principal objetivo de formar buenas esposas y madres. Los avances de López de Llergo en la fundación y reglamentación de las escuelas parroquiales, así como su recorrido, en general, pueden considerarse como exitosos. Sin embargo, la realidad es que estos centros educativos no se consolidaron con su visita, pues el canónigo sólo revisó una parte del obispado, quedando vastas regiones por revisarse y donde establecer escuelas parroquiales; además de que el financiamiento, uno de los principales problemas para el buen desempeño de estas últimas, no pudo resolverse del todo.

Una etapa singular en Hispanoamérica se inició con la expulsión de los jesuitas, acontecimiento que tuvo amplias repercusiones en el ámbito educativo. Así lo reflejan los capítulos de la cuarta sección, “Luego de la expulsión jesuita: represión, censura y reajustes”, en donde los autores dan cuenta de la clara preocupación de la monarquía y la Iglesia secular por hacer una segunda expulsión, en esta ocasión, del legado intelectual jesuita depositado en sus ex discípulos. Hasta qué punto los jesuitas estaban arraigados en la sociedad novohispana, luego de dos siglos de presencia religiosa, educativa e intelectual, nos puede dar una buena idea el texto de Eva María Mehl en la investigación sobre la represión del jesuitismo en los años posteriores a la expulsión de 1767. La autora centra su exposición en el ambiente político y social vivido en Nueva España en esa época: desde las pastorales de los prelados Lorenzana y Fabián y Fuero, pasando por la ambigua actuación de la Inquisición, la supresión de las cátedras de autores jesuitas en colegios y universidad, hasta la persecución de la literatura panfletaria y el escurridizo asunto de las confesiones.

La desaparición física de los padres jesuitas no significó en manera alguna su desaparición intelectual o espiritual, sino que en la población se abrió todo un debate sobre la justicia o no del extrañamiento, así como sobre sus causas. No obstante la categórica orden de la corona para silenciar todo sobre la expulsión, en la práctica hasta los confesionarios se convirtieron en lugares de diálogo y discusión sobre el asunto. El acontecimiento dividió la opinión de los novohispanos, aunque es posible advertir un mayor pesar y resentimiento por la expulsión que una visión favorable. Hasta el tribunal inquisitorial mexicano mostró reticencias para actuar como la corona esperaba. Sin duda que la partida de los jesuitas trastornó el sistema de colegios y cátedras, y la apuesta era reponerlo de la mejor manera posible; en ello, los seminarios conciliares pasaron a un primer plano.

Otro ejemplo de la política borbónica de censura a doctrinas jesuitas o ajenas a sus principios políticos y doctrinarios fue el de la Universidad de Córdoba de Tucumán. Partiendo de la tardía llegada de la imprenta a esa ciudad, lo que no sucedería hasta la década de 1760, Silvano Benito llama la atención sobre el poder que en la sociedad tenía la escritura, no sólo como vehículo de mensajes, sino también como uniformadora de ideas y comportamientos; más aún, destaca que el Estado moderno asumió también el control de la escritura impresa, buscando la uniformidad de la sociedad gobernada. Después de la expulsión de los jesuitas, bajo quienes estaba el gobierno de la universidad desde 1622, ésta se les dio a los franciscanos, quienes se caracterizaron por estar a favor del regalismo y de la implantación de doctrinas galicanas y filojansenistas, acorde a la perspectiva reformista de la dinastía borbónica.

La óptica ideológica de la universidad cambió y se la intentó consolidar más aún después de la Revolución Francesa, mediante un esmerado control interno y externo de lo que se leía e impartía en las aulas. Controlar lo que difundía la universidad y sus graduados era importante por su proyección social. Para ello se practicó tanto una censura preventiva como una correctiva de lo que alumnos y catedráticos imprimían. El rector se convirtió en un instrumento clave de las políticas que el Estado intentó aplicar en las universidades, como, por ejemplo, vigilar que no se publicaran tesis a favor del regicidio y contrarias a las regalías de la corona u ofensivas a la Iglesia. En 1801 se creó el cargo de censor regio para las universidades de América, el cual daba continuidad, desde el exterior, a la censura de los rectores.

En cuanto a Nueva España, luego de la expulsión jesuítica el clero secular ocupó también un lugar central en los planes de la corona. Un ejemplo de ello fue la reapertura del colegio de San Ildefonso de México en 1768, bajo el gobierno de la mitra mexicana. Mediante un análisis de las nuevas constituciones de 1779 que rigieron el colegio ex jesuita, Mónica Hidalgo establece que el régimen interno de vida escolar y cursos tuvo como principal fin formar ministros útiles y fieles a los designios regalistas de la monarquía borbónica. Si, por un lado, el paradigma era formar colegiales disciplinados, religiosos, obedientes, mediante una normatividad estricta, puntual, que en realidad no se alejaba del periodo jesuítico; por el otro, la autora localiza en el nuevo plan de estudios los matices que hacían coincidir el tipo de saberes trasmitidos en las aulas con los principios políticos en boga del absolutismo monárquico. Los catedráticos de San Ildefonso tenían prohibido enseñar escuelas teológicas contrarias a Santo Tomás o San Agustín, así como doctrinas consideradas laxas o vetadas por el monarca. La reforma en los estudios gramaticales tuvo como fin enseñar menos latín a favor del castellano. Igualmente, se buscó introducir la ciencia moderna a través de las cátedras de matemáticas y de física experimental.

En las facultades de cánones el régimen intentó subordinar los estudios a las doctrinas que sustentaban el reformismo eclesiástico —como el conciliarismo, el episcopalismo o el galicanismo—, marginando la tendencia decretalista, símbolo del poder del papado. En las facultades de leyes se buscó el estudio del derecho patrio o real y del derecho natural y de gentes.

En la quinta sección, “Transiciones del periodo colonial tardío e independiente”, se abordan estudios de caso sobre la manera como las instituciones educativas sobrevivieron entre la expulsión jesuítica y el periodo de la independencia. Para Mérida, Yucatán, por ejemplo, Laura Machuca nos explica el devenir del seminario tridentino luego de la expulsión de los jesuitas. Este colegio fue el único centro de estudios mayores, destaca la autora, que hubo en Yucatán luego de la expulsión, por lo cual dominó la escena a fines del siglo XVIII. En el seminario se formaron no sólo los clérigos sino prácticamente todos los hombres que rigieron los destinos de la península. La época de mayor esplendor fue entre 1780 y 1814, cuando entraron al seminario 509 estudiantes. Algunos profesores quisieron renovar su plan de estudios pero los obispos lo impidieron; igualmente se pugnó por su conversión en universidad para continuar la tarea que había iniciado el colegio jesuita de San Javier desde el siglo XVII, pero la falta de claridad en el proyecto y el desinterés del obispo Piña y Mazo impidieron ese objetivo. Sólo en 1824 se abriría, aunque ya en un contexto completamente diferente. Quizá tales sinsabores llevaron a la creación de la Casa de Estudios en 1813, por parte de un grupo de profesores del seminario que buscaban un cambio. Para la autora, los fundadores de la casa querían cambiar el programa de estudios mayores que tradicionalmente se había enseñado en los colegios jesuitas y el seminario tridentino. La nueva institución representaba más que un experimento liberal, marcaba una ruptura con el antiguo régimen anquilosado y abría posibilidades a un grupo innovador. La Casa de Estudios causaría controversia en su época y sus críticos no pudieron percibir por entonces que aquélla había surgido como alternativa ante un régimen educativo caduco.

Por su parte, Valentina Ayrolo nos explica que entre 1621 y 1767 la educación de la juventud de Córdoba de Tucumán descansó en la universidad y el convictorio de Monserrat, los cuales funcionaron bajo la dirección diligente de los jesuitas. Tiempo después, al fundarse el seminario tridentino de Loreto, sus alumnos también fueron formados en las aulas de la universidad jesuita. A la mitra cordobesa, como en otros obispados, le iba bien descargar la formación de su clero en los jesuitas, ante la fragilidad de su propio seminario diocesano. Los jesuitas formaron, sin duda, a los hijos de la élite regional. Sin embargo, con el extrañamiento de la compañía ese equilibrio logrado terminó, generándose así tensiones y conflictos por ocupar el espacio antes detentado por los jesuitas, tanto en lo educativo como en lo social y político. En primer lugar estuvo el asunto de quién se haría cargo de la universidad y el convictorio, cuestión que terminó a favor de los franciscanos, como una medida para intentar terminar con la enseñanza de las doctrinas jesuitas en las aulas, por un lado, y hacerse de los servicios gratuitos de lectores franciscanos que no pagaría la real hacienda.

No obstante, señala la autora, el traspaso de la universidad a los religiosos se contaminó debido a la tensión entre los bandos pro y antijesuita de Córdoba, como se expresó en un conflicto entre el rector de la universidad, favorable a la expulsión, y el rector del seminario tridentino, crítico del extrañamiento. Igualmente se llegó a cuestionar la validez de los grados que los franciscanos siguieron dando, pues el privilegio había sido concedido a los jesuitas, no a ellos. Como resultado, en 1774 los alumnos del tridentino dejaron de asistir a la universidad. En 1784 el intendente, en su calidad de vicepatrono, intervino en la universidad, aliándose al bando pro jesuita de la ciudad. Esta acción provocó que el cabildo eclesiástico disputara también el gobierno de la universidad, lo cual logró en 1800, y en 1808 el deán Gregorio Funes fue nombrado rector. Sin embargo, con el inicio de la independencia, y al quedar en 1815 la diócesis sin obispo, la suerte de la universidad, del convictorio de Monserrat y del seminario tridentino, unidos al clero secular, cambió radicalmente, entrando en una irreversible decadencia.

ESPACIOS DE SABER, ESPACIOS DE PODER es uno de los principales resultados de los trabajos que se realizaron en el marco del proyecto de investigación 2008-2010: “El clero en Nueva España: educación, destinos y gobierno”, financiado por el Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica, de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el cual han participado historiadores de México e Hispanoamérica, a quienes agradezco enormemente su valiosa colaboración para el éxito alcanzado, así como a los dictaminadores del libro, por sus pertinentes sugerencias.

 

Rodolfo Aguirre

Febrero de 2011

 

I. Universidades,
colegios y proyectos políticos