A través de esta colección se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e instituciones públicas del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual sólo está completo y tiene razón de ser cuando se comparten sus resultados con la comunidad. El conocimiento como fin último no tiene sentido, su razón es hacer mejor la vida de las comunidades y del país en general, contribuyendo a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad informada y madura, mediante la discusión de las ideas en la que tengan cabida todos los ciudadanos, es decir utilizando los espacios públicos.

Con la colección Pública Social se busca darle visibilidad a trabajos elaborados en torno a las problemáticas sociales de un país multicultural conformado por un sinnúmero de realidades que la mayoría de los mexicanos no saben que existen para ponerlos en la palestra de la discusión.

Algunos títulos de esta colección

El turismo en el Caribe Mexicano. Génesis, evolución y crisis

Rafael I. Romero Mayo

ISBN: 978 607 8348 11 4

Los sobrevivientes del desierto. Producción y estrategias de vida entre los ejidatarios de la Costa de Hermosillo, Sonora (1932-2010)

Emma Paulina Pérez López

ISBN: 978 607 8348 34 3

Visión social del desarrollo sustentable

Eduardo Guerrero y Jorge F. Márquez (coordinadores)

ISBN: 978 607 8348 51 0

El indigenismo del PAN y el festejo del bicentenario del Estado mexicano

Natividad Gutiérrez Chong

ISBN: 978 607 8348 55 8

Reorganización del territorio y transformación socioespacial rural-urbana. Sistema productivo, migración y segregación en los Altos de Morelos

Estela Martínez Borrego, Matthew Lorenzen Martiny y Adriana Salas Stevanato

ISBN: 978 607 8348 57 2

Gestión y desarrollo de la micro, pequeña y mediana empresa. Investigación económica

Edgar Sansores Guerrero y Sergio Monroy Aguilar (coordinadores)

ISBN: 978 607 8348 68 8

El pensamiento filosófico de Joaquín Sánchez Macgrégor

Roberto Mora Martínez

ISBN: 978 607 8348 58 9

Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.

Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento

por escrito de los legítimos titulares de los derechos.

Primera edición: febrero de 2016.

D.R. © 2016, Marcos Cueva Perus

De la presente edición:

© Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V., 2016

Cerro Tres Marías Núm. 354

Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200

Ciudad de México.

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www.libreriabonilla.com.mx

D.R. © 2015, Universidad Nacional Autonoma de México

Avenida Universidad 3000, C. U., Delegación Coyoacán

C. P. 04510, Ciudad de México

ISBN: 978-607-8450-26-8

ISBN ePub: 978-607-8450-33-6

Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial: Juan José Colsa

Portada: Teresita Rodriguez Love

Edición digital para ePub: KubikPress

Hecho en México

Contenido

Una breve presentación

Palabras introductorias

I

II

Capítulo I

En el principio fue el montaje

Publicidad

Televisión

El montaje periodístico

El número que habla

¿Y las ciencias sociales?

Internet

Adaptarse: ¿para ser como quién?

¡La sociedad, afuera!

¡Llegó tu coach!

¿Hay un montaje social?

Gestionar lo con-sabido

Adiós a la sociedad…

Amor al arte

Del montaje a una técnica para reproducir

Capítulo II

Cultura y saber en América Latina

El cortesano y el idólatra

El fracaso liberal

Ciencia, ¿sin conciencia?

Fin de siglo

La palabra es la palabra

Educación de masas: populismo… y otro tanto de lo mismo…

¿Al fin solos?

El bla bla blar crítico… y maravilloso

La parole et le sang, de vuelta

El cristianismo, de nuevo

Vienen los científicos

Para concluir

Palabras finales

Bibliografía

Sobre el autor

Una breve presentación

Este texto plantea que el saber es una forma de “tomar conocimiento”, por lo que no es lo mismo que “tener una información”: en ésta, muchas veces ya está dada alguna forma de conocimiento –la información está elaborada, o por lo menos presentada de un modo peculiar–. La existencia de mucha información –cosa que suele ocurrir hoy– no implica por fuerza un mayor saber, por lo que el conocimiento no es cosa de saturación de técnicas. Por lo demás, las sociedades no se relacionan todas de la misma manera con el saber: no lo hace igual una primitiva, que suele buscar “saber” a través de manifestaciones de la naturaleza, por ejemplo, que una religiosa, que deja el saber en el misterio, o una que está fuertemente tecnificada y que tiende a creer que saber es “aplicar”, tener un know how. Demostramos aquí lo anterior con una investigación detallada sobre el modo en que se ha planteado en América Latina el problema de saber (y del saber), distinto del saber mismo. El problema de saber se plantea en efecto de otro modo: ¿es o no necesario saber, y para qué? Este es nuestro punto de partida –aunque escogimos una forma de exposición que privilegie al lector– para señalar que no hay en América Latina un conocimiento general que simplemente debiera ahora “extraerse”. No es éste un texto sobre la “sociedad del conocimiento”, como quiera que sea entendida, ni sobre las llamadas TIC, las tecnologías –y no ciencias– de la información y de la comunicación. Nos ha interesado más indagar cómo se relacionan distintas sociedades con el saber: no existe un modo único de entenderlo, y no equivale a la técnica: que en el mundo actual haya un gran despliegue tecnológico no implica automáticamente más “saber”, y ni siquiera “saber hacer”. ¿Hay acaso más sabiduría o un mejor “saber vivir” porque hay más técnica? Una sociedad como la estadunidense sugiere lo contrario, incluso en la educación. El despliegue técnico bien puede acompañarse de pérdida de saberes –el saber leer, por ejemplo–.

En el recorrido que proponemos hemos hecho dos planteamientos: uno sobre el saber en el mundo actual, y otro sobre el mismo en las sociedades latinoamericanas. El primer planteamiento señala que lo que aparece como “saber” –sin serlo siempre, menos aún cuando aparece como técnica– en la actualidad es algo construido, sobre todo en los medios de comunicación masiva, aunque se presente como natural; la construcción no es inocente, por lo que la investigación nos llevó al problema del montaje, cuya relevancia pondremos de relieve. El segundo planteamiento demuestra que la relación con el saber es endeble en América Latina, por una herencia histórica –muy en particular, colonial– que privilegió la religión y la retórica, llegando a enfrentarse con una razón vista como extraña, cuando no amenazante, de la Reforma a la Ilustración.

Si bien existe conocimiento acumulado en la actualidad (en distintas formas según las sociedades, y en algunas “en bruto”, sin acumular), no es accesible o legible para todo el mundo, ni es forzosamente leerlo lo que más interesa, en la medida en que conocer no implica automáticamente realizar beneficios; en muchas sociedades suele imponerse lo último, por lo que interesa más el “cómo” lograrlo que el preguntarse por el sentido del “qué” se obtiene. Según veremos, la técnica suele imponerse a la ciencia, aunque la presuponga. No hay que confundirlas, aunque la confusión esté por momentos por doquier y haya que encontrar cómo debatir el punto.

Marcos Cueva Perus

Palabras introductorias

¿Qué es el cambio “científico-técnico” del que se habla con frecuencia desde hace varias décadas, para ser precisos desde los años setenta? Ante todo, se trata del cambio ligado a la aparición de la informática y recientemente de los aparatos digitales: esta técnica se aplica hoy de manera más o menos masiva, aunque la transformación estaba ya preparada desde finales de la Segunda Guerra Mundial. En el campo del conocimiento, la transformación ya tuvo lugar, y hace mucho.

En efecto, el cambio “científico-técnico” se da en este mismo orden: con la ciencia primero y la técnica después, por lo que a ésta le precede el conocimiento, que inventa y descubre antes de que sea aplicado lo descubierto. Aplicar no es conocer. Así, en la revolución informática primero se genera el conocimiento y luego se ensancha el capitalismo informático, cuando aquél se aplica y da lugar a la innovación que puede modificar distintos ámbitos de la vida. Conocimiento no es innovación inmediata ni segura: para empezar, tiene que haber garantía de que algo será provechoso o redituable, como se prefiera decir. Así por ejemplo, el valor y el beneficio económicos del conocimiento, como lo recuerda Migel Angel Rivera Ríos, no se transfieren ni se someten tan fácilmente a los actos de compraventa directa. Luego entonces, en este “capitalismo informático” –es uno de los nombres que recibe– resulta importante, siguiendo con Miguel Angel Rivera a David y Foray, “la transformación del conocimiento en información” como condición para que la información sea mercancía y se conecte al proceso productivo (Rivera Ríos, 2005: 122). Lo que esto significa es desde luego que información no es conocimiento.

El caudal de información –con el circuito integrado, la computadora, las telecomunicaciones– ha permitido ciertamente modificar la lógica de la productividad y cambiar mucho de la economía internacional. En la perspectiva informática, el conocimiento es codificable, procesable y almacenable, lo que explicaría cierto desinterés simultáneo por el saber y su origen, incluso contra lo sostenido por Rivera, para quien cuenta mucho en la actualidad un nuevo tipo de activo que es el activo de conocimiento, o el conocimiento como insumo (Rivera Ríos, 2005: 124 y 126). Lo que se “aplica” es un conocimiento (científico) que ha sido transformado, “procesado”, no el conocimiento en sí. ¿Cuenta el conocimiento o cuenta la técnica que lo “aplica”? No es lo mismo, ni todo el mundo es inventor. ¿Cuenta “saber” o “seguir las instrucciones” y hacer “operaciones”, así sea sin pensar? ¿No habrá tal vez confusión entre conocimiento y técnica? La pregunta puede hacerse de otro modo: ¿qué significado tiene el conocimiento? ¿No se corre el riesgo de confundir conocimiento y “operatividad” o circulación de información?

Este capitalismo informático, cabe precisarlo, no está hecho de un mundo “mental” desconectado de lo material, ya que se producen y se usan desde computadoras hasta teléfonos portátiles –instrumentos que tienen fabricantes y dueños–, además de filmes, videos o periódicos. No se está en un mundo de lo puramente intangible. Por lo pronto, entendemos entonces por “revolución científico-técnica” la revolución informática –hasta llegar a la digitalización– basada en conocimientos previos que se fueron acumulando y perfeccionando por décadas; no implica automáticamente un mayor o mejor saber, ya que éste no es un automatismo ni tiene un simple código por descifrar. Saber no es reproducir a partir de un código: no es entonces ningún automatismo.

Admitiendo que el conocimiento científico esté jugando un papel creciente, América Latina, tradicionalmente exportadora de mano de obra barata y recursos naturales, está mal preparada: entrar en el cambio científico-técnico supondría renunciar a sesgos que se dan como si fuera algo normal en la cultura local y que incluso son constitutivos de una identidad. Eso no es todo. Ciertamente, los países centrales y en particular Estados Unidos han avanzado en el cambio tecnológico y están a la punta de las tecnologías digitales, desde la codificación, acopio y transmisión de la información hasta la densificación de las conexiones, que hacen aparecer al mundo como mejor comunicado. Sin embargo, lo anterior ha provocado una escasa reflexión y ni la educación ni la cultura han tenido un progreso lineal en la gran potencia. Algo pudiera no estar del todo bien en la “dimensión cognitiva” e incluso en el planteamiento mismo del problema: ¿Para qué adaptarse y querer alcanzar el “cambio global” sin detenerse a pensar, y además alcanzar a otro que tal vez no piensa, aunque tenga mucho en la técnica, la información y el entretenimiento? ¿La técnica es utilizada para saber o para distraer de la posibilidad de saber? ¿En verdad es comprensible el mundo de hoy con solo aplicar tal o cual “técnica” que tal vez ni siquiera alcanza a ser método?

El propósito aquí no es reformular las respuestas, sino las preguntas: ¿Acaso el uso social actual de los adelantos tecnológicos permiten un mejor conocimiento del mundo? ¿Está el problema en la técnica o en una sociedad que tal vez habla sin decir, porque no tiene qué expresar, porque no tiene por objetivo “pensar” y cree que el mundo habla por sí mismo y/o que ya todo está dicho y “disponible”? No creemos en ningún automatismo –menos de supuesto origen marxista– por el que para salir de la crisis e inaugurar una nueva Edad de Oro haya simplemente que ajustar las relaciones sociales –y las visiones del mundo, la cultura, la estructura institucional y organizativa, los paradigmas sociales, etcétera– a las fuerzas productivas, que por cierto no son la técnica ni lo que Rivera llama el saber tecnológico y su práctica óptima (Rivera Ríos, 2005: 107). En otros términos, los problemas sociales no son todos problemas técnicos, así como –dicho sea de paso– las ciencias sociales no son nada más cuestión de aplicar algo prefabricado (glosándolo) o de seguir instrucciones.

Por lo demás, no sería la primera vez –al menos no desde el siglo xx– que aparecen interrogantes sobre los efectos humanizantes o deshumanizantes de los adelantos científicos. ¿Acaso la técnica es garantía de progreso? Baste decir que la visión de la técnica no está separada de una visión de la sociedad en guerra, y que no faltan quienes digan que las sociedades actuales implican una forma particular de guerra, mediante el “control”. Lo cierto es que la revolución informática encuentra sus orígenes en descubrimientos bélicos que se remontan a la Segunda Guerra Mundial. Los polos fuertes de actividad tecnológica en Estados Unidos han sido Massachusetts (MIT) y California (Berkeley y Stanford), aunque se impuso finalmente el segundo en buena medida gracias a Silicon Valley (Rivera Ríos, 2005: 117). La revolución informática venía así preparándose desde la segunda posguerra del siglo xx (el transistor en 1947, la primera computadora comercial en 1951, el mainframe de IBM en 1953, los principios de la fibra óptica en la década de los setenta), al igual que las nociones básicas de la “sociedad del conocimiento” (el concepto de capital humano se creó en Chicago, durante los años cincuenta y sesenta, y desde 1962 en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). Sin embargo, el cambio técnico comienza a desplegar todo su potencial hasta los años ochenta, a través de la computadora personal. Esto se hace evidente en los noventa con la difusión de internet. Hasta los años ochenta, la visión del mundo no estaba tan influenciada por el cambio tecnológico. Se privilegiaba más bien la búsqueda del cambio social. Según veremos, las cosas han cambiado e incluso se han confundido.

¿Por qué la tardanza de los adelantos tecnológicos en propagarse? Aquí nos parece oportuno el señalamiento insistente de Miguel Ángel Rivera: el cambio tecnológico no puede separarse de las condiciones sociales en las cuales se produce, que al mismo tiempo contribuye a remodelar. Tal pareciera que hasta los años ochenta no existían condiciones para que pudiera propagarse el progreso técnico preparado en la segunda posguerra. La remodelación social posterior aparece como un proceso bastante acelerado. Remodelación no equivale a progreso, ya que éste no tiene un significado único. Hay contrapartes que sería apropiado no negar: por ejemplo, es preciso considerar que existen saberes elementales en riesgo. Es lo que constata Raffaele Simone en las últimas décadas del siglo xx: el texto y el libro, por ejemplo, han perdido el lugar privilegiado al cual se aplicaba “la acción del ojo”, y no queda claro si se trata de un adelanto o de una regresión. En efecto, pareciera que “el esfuerzo de leer” no puede hoy competir con “la facilidad de mirar” (Simone, 2001: 41 y 100). No siempre fue así, al grado que Simone se pregunta si no hay al mismo tiempo una vuelta al dominio del oído (Simone, 2001: 39). En todo caso, no siempre se adujo que se trataba de adaptarse o perecer. El cambio científico-técnico se ha acompañado de la destrucción de saberes que conviene interrogar para permitirles hablar, aunque tampoco algo que está escrito es por definición un “saber”.

Dejemos sentado que no hay automatismos: en ciernes desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el cambio técnico no se propaga sino hasta en tiempos muy recientes –por ejemplo, desde hace aproximadamente dos décadas en el caso de internet–. No basta con conocer (ciencia) y aplicar (el “cómo”, la “técnica”): según veremos ahora, hubo de darse una remodelación social por la cual la técnica pareció tomar el lugar que ocupaban anteriormente las instituciones. Son también dos modos distintos de entender cómo “funciona” la sociedad –si funciona– y cuál es el lugar de los individuos en ella. Es a partir de los años ochenta del siglo xx que se produce esa remodelación. Hasta entonces, el “saber” se entendía de otro modo, y por cierto que ocurría lo mismo con la cultura, que no era vista hasta hace algunas décadas como un “hábito” o una “conducta” adquirida o por adiestrar, para seguir –como se hace hoy– un modelo de ciencias del comportamiento. La cultura no equivalía a “instrucciones” (con sus carácter de “técnica”) para conseguir tal o cual conducta.

I

La Conferencia Mundial de la Unesco sobre Políticas Culturales, celebrada en la ciudad de México en 1982, indicó a su modo el cierre de un ciclo, pocos años antes de que se propagara el uso de internet: el de la creencia en la emancipación por la educación y la cultura –de carácter universales– antes que en la adaptación e incluso la sobrevivencia por la técnica, una especie de “ayuda”. Dicha conferencia se encontraba influenciada explícitamente por el auge de la liberación nacional en el Tercer Mundo, y lo estaba también por el papel decisivo del Estado en materia de cultura. La Unesco defendía a la sazón una visión racionalista de la cultura:

la cultura –se leía en ese entonces– da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo (subrayado nuestro). Es quien hace de nosotros seres específicamente humanos (subrayado nuestro), seres racionales, críticos y comprometidos éticamente. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, cuestiona sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden (Unesco, 1982: 43).

Nótese al mismo tiempo que el hombre está inacabado y que tiene entonces múltiples significaciones posibles: no hay en el horizonte ninguna prótesis que haga del hombre algo acabado o completo.

La defensa del racionalismo –como proyecto inacabado, y no como supuesta “verdad absoluta”– es lo contrario de la alienación o enajenación. Se trata de que el hombre se pertenezca a sí mismo, no de que le pertenezca por ejemplo a un fetiche técnico. Esta visión de la Unesco contrasta con el sesgo evolucionista de la revolución informática que finalmente se impondrá, llamando no a cambiar, lo que supondría así algo inacabado, sino a adaptarse, lo que conjetura algo ya dado o concluido –el hombre se adapta al objeto (¿y a quienes lo fabrican?) y no a la inversa–. El racionalismo al que se refiere la Unesco no clausura nada, menos aún la posibilidad del debate. El llamado al diálogo para el intercambio de ideas y experiencias está reiterado. A partir del patrimonio cultural, estrechamente ligado en ese momento a las grandes obras humanísticas y científicas, pero también a lo que la Unesco llama el alma popular y sus creaciones anónimas, se apela a un “conjunto de valores que dan sentido a la vida” (Unesco, 1982: 45). No hay valores donde tal sentido no se busca. En este aspecto, la ciencia que busca tiene la primacía sobre la técnica que aplica, “resuelve” muchas veces sin dejar ningún resto. ¿Cómo buscarlo si el sentido ya viene dado y los valores se confunden con gustos, a fin de cuentas muy relativos? Si bien la insistencia de la Unesco en el desarrollo parece excesiva, este debe abarcar –según la visión que aún existe en 1982– al hombre en toda su totalidad, lo que supone toda su dimensión personal (Unesco, 1982: 11). Estamos –insistamos– en 1982. En pocos años, las cosas cambiarán de tal modo que ya no se trate de la humanidad como proyecto inacabado. Como ya hemos dicho, se tratará de adaptarse a lo dado y quedarán limitadas las aperturas sobre el sentido de la vida e incluso de la técnica.

El elemento clave para que la cultura sea reflexión está en la educación. Señala la declaración de México: “la educación y la cultura, cuyo significado y alcance se han ampliado considerablemente, son esenciales para un verdadero desarrollo del individuo y la sociedad” (Unesco, 1982: 43). Cultura es posibilidad de aprendizaje y la hay porque siempre queda ese “resto” desconocido que es lo inacabado. El desarrollo supone “informarse, aprender y comunicar sus experiencias” (Unesco, 1982: 44). El Informe Final observa por su parte que:

la Conferencia hizo particular hincapié en las interacciones naturales entre cultura y educación. Lejos de continuar siendo campos paralelos, la cultura y la educación se penetran mutuamente y deben desarrollarse en forma simbiótica, ya que la cultura irriga y nutre la educación, mientras que ésta se revela a través de la cultura (el subrayado es nuestro) y, por consiguiente, de promoción y fortalecimiento de la identidad cultural (Unesco, 1982: 11).

Todavía no es cuestión preponderante de ciencia y tecnología. La Unesco se mueve en la órbita primordial de la educación y la cultura, distintas de la técnica y la ciencia. Una cultura universal también es “general” y en ambos casos es algo compartido, común, un requisito para el diálogo y el progreso.

Sucede que en la cultura terminó por obviarse la noción de experiencia, y con ella la de aprendizaje. El hábito/adiestramiento y el aprendizaje no son lo mismo, ya lo hemos sugerido. “El desarrollo –decía a fin de cuentas la declaración de México– supone la capacidad de cada individuo y cada pueblo para informarse, aprender y comunicar sus experiencias” (Unesco, 1982: 46). Cabe decir que la Unesco no vislumbraba en 1982 el problema de la ciencia y la tecnología como asunto de aplicación, sino de creatividad e inventiva. ¿Aplicar es crear? No necesariamente, ya que lo segundo implica saber, pero lo primero no forzosamente (insistamos: un automatismo no es saber). La Conferencia ponía énfasis en la problemática del desarrollo –aunque algunos le atribuyan a esta idea un origen netamente estadunidense–, pero no el desarrollo per se –y menos aún el crecimiento–: “el hombre –consideraba la Unesco– es el principio y el fin del desarrollo. Toda política cultural debe rescatar el sentido profundo y humano del desarrollo; […] es indispensable humanizar el desarrollo” (Unesco, 1982: 46). Por lo demás, “el desarrollo económico no es un fin sino un medio”, a juicio de la Unesco (Unesco, 1982: 26). Algunos participantes hicieron notar en una de las comisiones (I) que las actividades del desarrollo podían fracasar descuidando las especificidades culturales y teniendo sólo en cuenta los aspectos técnicos, económicos o financieros del desarrollo. No pareciera haber bastado con transformar bien o mal el mundo material. Si el mundo se encontró en crisis –y el hecho reside en que se encontraba al momento de la Conferencia– urgía un cambio de mentalidad. Ese cambio suponía creatividad. “La creación –se estableció en una de las Comisiones de la Conferencia (II)– es la base de toda vida cultural auténtica” (Unesco, 1982: 34). Ahora bien, adaptarse no siempre es crear. Puede ser lo contrario y llegar incluso a la pasividad o la inoperancia, entre otras cosas por falta de iniciativa y hasta de criterio individual, de juicio. Lo que fue sucediendo fue una suplantación: a partir de cierto momento –es posible ubicarlo en los años noventa del siglo pasado–, la prioridad fue otra, técnica (aunque se hable en conjunto de “ciencia y tecnología”), y sociedades e individuos estuvieron llamados a “ajustarse”. Ya no hay entonces tanta iniciativa dentro del hombre, ya que el ajuste viene dado desde el exterior, aunque la técnica sea una creación humana. El hombre no es algo inacabado dentro, imperfecto; es algo que debe adaptarse hacia afuera.

Hasta principios de los ochenta, la cultura era vista no como algo prescindible, sino como “algo” –no un bien mercantil, por cierto– necesario para progresar, tanto desde el punto de vista de la movilidad social como del crecimiento personal, entendido como emancipación. No era asunto simplemente técnico. Después de la Segunda Guerra Mundial se consideró que la erradicación de analfabetismo era el punto de partida para cualquier país que aspirara al desarrollo, aunque hasta los más moderados en el Tercer Mundo tuvieron en alta estima a la educación más elemental: tener educación y cultura era la posibilidad de pertenecer a una civilización con una Historia.

II

No resulta muy casual que Estados Unidos y Gran Bretaña se hayan desembarazado de la Unesco en tiempos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Reagan no era culto y es probable que Thatcher tampoco lo fuera demasiado. La entonces primera ministra británica decía que “no hay tal cosa como la sociedad”, frase clave. Tal vez quería decir que no había a su juicio espacio público, puesto que arrancaba una era de privatizaciones. Andando el tiempo, la creencia en algún automatismo social y/o económico –el mercado, por ejemplo– tomó el lugar de la idea de que una sociedad se construye.

Si antes el Estado parecía normar la sociedad, desde los ochenta el mercado pareció a su vez abrir el juego de intereses particulares (privados) y la “autoregulación”, como si el automatismo a gran escala fuera posible. No cabía entonces hacerse preguntas sobre un automatismo que resolvería por todos, y que no sería legible ni aspiraría a serlo: el mercado es supuestamente una “mano invisible”. ¿Qué correspondía hacer para adaptarse? Sacar las manos de la sociedad y no permitir que nadie se entrometiera, mucho menos el Estado (salvo para dar garantías básicas), al menos en teoría.

El asunto venía de lejos. Para Francois Dubet, especialista en problemas de la escuela y autor de El declive de la institución, la crítica a las instituciones –clave en el espacio público– se aceleró alrededor de mayo de 1968, y aquellas se vieron reducidas a “máquinas para conformar y disciplinar, para destruir toda individualidad” (Dubet, 2006: 43). La institución llegó así, como lo recuerda Dubet, a evocar el asilo de Goffman o el sistema panóptico de Foucault, una supuesta prisión de la Ilustración, mal vista, entonces. “Máquina” era la palabra, seguramente proveniente del rechazo a las taras del industrialismo: la escuela habría sido “cuartel” y el hospital, “totalitario” (Dubet, 2006: 43). Esa supuesta “máquina” era para reproducir, para inculcar, para controlar. En síntesis, la institución –rígida y autoritaria– reprimía, pero en la identidad negativa no quedó claro cómo sería remplazada aquélla, ni quedó claro tampoco si toda forma de educación debía darse por represiva o coercitiva. Con frecuencia el asunto terminó en adaptación a un mundo sin instituciones –o con un espacio público mínimo– y sí con intereses particulares en forcejeo, y además con “técnicas” para “hacer operativas” las fuerzas en juego y “jugar”, a ganar o perder o hasta al supuesto ganar-ganar.

La institución tal vez desencantó porque era –supuestamente– impersonal y abstracta (aunque involucraba a sus miembros), y también porque es “un agrupamiento configurado por reglamentos establecidos racionalmente” (Dubet, 2006: 31). Otra racionalidad pareció posible con la técnica, distinta del involucramiento en el espacio público: desentendiéndose de la sociedad, algún automatismo –el que fuera– se ocuparía de arreglar las cosas. Dubet no sacó una conclusión bastante obvia: desde finales de los años sesenta, institución y servicio público fueron confundidos con burocracia, en un sentido más bien peyorativo. Se instaló así el problema de la dominación en el centro del debate, siendo que no lo estaba, o que no forzosamente pasaba por donde se creía –al menos no siempre–. En efecto, da igual una visión al estilo de Max Weber, “desencantada del mundo”, que otra que reduce, como lo hace el marxismo más chato, el Estado a un “instrumento al servicio de las clases dominantes”. No era que las instituciones no hubieran servido para reproducir autoridad o dominación; sin embargo, habrían podido estar reproduciendo contradicciones, problemas, y no nada más un orden dominante. Dubet no sacó otra conclusión más evidente: formalmente al menos, todos los seres humanos (adultos) eran iguales ante las instituciones (eran ciudadanos ante la ley); todos eran iguales ante la enfermedad y ante el problema de la vida y la muerte, por ende ante la institución hospitalaria, y todos los hombres eran iguales en su derecho a la educación o, si se quiere, a ser educados, formados y cuidados, a perfeccionarse porque no son perfectos, no están acabados –valga la ironía–.

Lo que la institución moderna parecía estar llamada a garantizar era la igualdad ante la educación y la cultura, distinta por cierto de los tratos preferenciales para minorías reales o supuestas. Si había igualdad de oportunidades y no preferencias en nombre de la igualación, significaba que se abría la posibilidad de emanciparse de los determinismos (los sociales incluidos), y que un ser humano no era algo acabado por el hecho de pertenecer a una clase, un grupo racial, una nación, un sexo o una religión, entre otros ejemplos. Así, en un marco institucional, todos los seres eran en principio iguales en su derecho a saber, aunque no tuvieran este saber, menos aún de modo definitivo. Que fueran inacabados posibilitaba emanciparse mediante el aprendizaje, el “ir sabiendo”. Sucede sin embargo que la institución, al ser equiparada a un omnipotente Estado o a la burocracia, apareció finalmente no cual derecho, sino cual límite a la libertad: ya no importaba tanto saber, ser educado y culto, sino ante todo ser libre, y si de manera absoluta, mejor. Bastaba aparentemente con reducir las instituciones al mínimo para que se produjera la sensación de libertad (de cada individuo), aunque muchas veces sobre fondo de mayor desigualdad. Con todo, esta desigualdad no es algo que haya sido pensado de inmediato.

El hecho es que a partir de los años noventa se asoció también el despliegue técnico con una sensación de libertad –lo que un Milton Friedman llamó “libertad de escoger”– y de hacer lo que se quisiera. La técnica estuvo llamada a liberar: se encargaba de hacer operativa la sociedad en automático y el individuo quedaba libre. Curiosamente, la misma técnica que corría el riesgo de ser un fetiche aparecía como garante de toda una gama de opciones (casi infinitas) que iban a dar esa misma sensación de ser libre. Lo común, lo que era reclamado por la institución, pareció en cambio un obstáculo al ejercicio de esa libertad. Cabe hacer notar que no se estaba entonces muy lejos del riesgo de que el “saber” pareciera entorpecer las ventajas de la técnica: ésta parecía desde entonces abrir opciones, mientras aquél “fija” un significado que a veces es único, o que en todo caso es limitante y no siempre ofrece muchas alternativas. Más bien trae consecuencias.

La institución jugaba otro papel, distinto de la técnica, o estaba en todo caso llamado a jugarlo: el de crear una obediencia que liberara –aunque ésta formulación sugiere autoridad–. Para decirlo de otro modo, la idea de la institución era la siguiente, como lo expresa Dubet: “cuanto más me he socializado, más sujeto soy porque interiorizo la obligación de ser libre, y en consecuencia, ser mi propio censor” (Dubet, 2006: 48). En ningún momento se planteó un programa en el cual la afirmación del individuo y su autonomía fueran concebidos cuales contrarios a la sociedad, a “lo común”. “En el proyecto mismo de la modernidad, aun cuando se trate de una modernidad del antiguo régimen, la socialización –argumenta Dubet– está concebida como un proceso paradójico de creación de conductas y actores conformes y de sujetos conscientes de sí mismos, obligados y con capacidad para ser libres y gobernar sus vidas” (Dubet, 2006: 50). ¿Existía la posibilidad de ser individuo? Tal vez sí, pero dentro de la sociedad, no contra ella o distinguiéndose de “lo común” por una técnica o por un estilo: sin embargo, ese “dentro” apareció como obligación, y luego como limitante o determinismo férreo que era preciso evitar. La sociedad limitaba, coartaba, imponía. Había que dejarla en el margen (hacerla a un lado), y de ello daba cuenta la creciente negativa a pensarla, mucho menos como un todo, una estructura o algo sobre lo que fuera posible actuar.

Dubet observó lo siguiente: “la disgregación de la unidad de las finalidades culturales y de los valores de las instituciones no tiene lugar sólo en el cielo de las ideas de los filósofos. Obedece también a la pérdida de vigor de una representación general de lo que recibe la designación de sociedad” (Dubet, 2006: 68). La sociedad se diluyó al correr de los años en “lo social”, ya veremos con qué consecuencias. Se volvió imposible disponer de modelos morales y cognitivos para pensar la sociedad: pasaron a ser vistos no nada más como limitantes, sino también como “impuestos” –desde algún exterior, es de suponer–. Dubet reconocía sin problema que en la modernidad clásica “el programa institucional era correlativo a la idea de sociedad” (Dubet, 2006: 68). A partir del proceso de desinstitucionalización, la revolución informática ya no podía producirse en condiciones de igualdad y corrió el riesgo de “deshacer sociedad”, o de contribuir en todo caso a que esto sucediera, porque la remplazaría por la creencia en automatismos (supuestamente garantizados por la “eficiencia”).

Abandonada determinada concepción de la institución, no quedaba más que el reduccionismo en el que desembocó por ejemplo Mary Douglas:

el término “institución” –escribía– se utilizará en el sentido de agrupación social legitimada. La institución de que se trate bien puede ser una familia, un juego o una ceremonia. La autoridad legitimadora puede ser personal, como un padre, un médico, un juez, un árbitro o un maître, pero también puede ser difusa, como sería el basarse en el común acuerdo sobre algún tipo de principio fundamental […], si bien se rechaza un arreglo puramente instrumental o provisional (Douglas, 1996: 75).

-à-soiuna pérdida de sentidose podía justamente instituir

Los profesionales del trabajo sobre los otros –decía Dubet– gustan muy poco del término de vocación, que les recuerda a las hermanitas de la caridad y a los párrocos, a las enfermeras con la toca, a los educadores militantes, a los maestros de Jules Ferry, todas esas imágenes de personajes tan comprometidos con su rol que olvidaron en ellos su personalidad (Dubet, 2006: 39-40).

¿Qué tomó el lugar del sentido? El “seguir”, “sincronizar” (“estar en sincronía”), “vincularse” y entonces circular sin hacerse demasiadas preguntas, aunque al mismo tiempo distinguiéndose del “resto” por la técnica y el estilo confundidos en algún gusto.

Institución era a veces sinónimo de organización, pero el término “organización” adquirió otra connotación. La institución se redujo a costumbres, hábitos, desde la iglesia hasta una corrida de toros (Dubet, 2006: 30-31), sin que se pueda aquí dejar de pensar en quienes son “toda una institución” (¡hasta del fútbol!). La antropología trajo la confusión entre institución y norma de conducta (Dubet, 2006: 30). Pese a errores sobre lo que es una institución, Neil Postman no se equivoca cuando sugiere que ésta colapsa –como ocurre también con la sociedad– cuando no hay defensas contra la saturación de información o exceso de oferta de la misma (Postman, 1993: 72). Ahora bien, lo grave está en que una defensa errónea puede querer buscar una solución meramente técnica a un problema técnico, en cuyo caso la cultura busca sus respuestas –o se hace incluso sus preguntas– en la técnica, lo propio de lo que Postman llama “Tecnópolis” (Postman, 1993: 71). Es o parece ser un círculo vicioso: se busca respuesta a una pregunta tal vez mal planteada. En realidad, puede decirse que no es muy seguro que los apologetas del progreso técnico crean nada más en él; es también un buen modo de ser socialmente conservador, de no modificar la sociedad por iniciativa humana y/o de no asumir actos individuales, dejándoselo todo a un automatismo –de mercado o técnico, o ambos– socializado del que no hay que salirse –porque algún beneficio reporta–, aunque quepa distinguirse en él. Ni siquiera está hecha explícita la técnica: lo está nada más su uso, el “aplicar”, pero aquí nos ocuparemos de lo que esta misma técnica tiene como premisa –lo veremos en particular con el problema del montaje–.

La relación problemática con la técnica se fue creando desde la segunda posguerra en el siglo XX, es decir, al poco tiempo de que surgieran varios adelantos al calor de la guerra. Luego de la Segunda Guerra Mundial aparecieron también dos tendencias: una crítica sorpresiva –por lo temprana– a la sociedad técnica, en particular por Jacques Ellul en Francia, y un nuevo despegue tecnológico que pasaba por la publicidad y la televisión. Ellul se inquietaba ante la posibilidad de que la técnica, de ser un medio, se convirtiera en un fin en sí mismo, habida cuenta de sus dimensiones y su autonomía, y que fuera entonces a la vez algo sagrado –sacralizado por su potencia, mucho más que la ciencia, salvo la aplicada– (Ellul, 1960: 15) y sacrílego, sin respeto por nada y destructor del secreto humano (Ellul, 1960: 133). Se trataría aquí de un medio –fin oscuro e imprevisible, lo que hoy se justifica con el caos (el “caos creador”)–. El hombre ideal empieza a aparecer así como una simple operación técnica (Ellul, 1960: 134), al mismo tiempo que se discute sobre un futuro de ocio, sin trabajo y automatizado, a riesgo de que la técnica esté cerrada sobre sí misma y se le aparezca extrañamente el hombre mismo como “accidente”, puesto que yerra (Ellul, 1960: 130) y el organismo humano nunca es perfecto, mientras que el automatismo lo parece. Los planteamientos de Ellul no parecen obsoletos: la relación entre lo artificial y lo natural sigue siendo un problema grave para el hombre, y da cuenta de aquél la preocupación por la ecología. En todo caso, desde 1960, antes de que a la técnica se le desataran las “trabas burocráticas”, Ellul constataba que el hombre iba dejando de vivir en un ambiente natural, considerado como algo limitado, para pagar el nada menospreciable precio de la omnipresente necesidad artificial (Ellul, 1960: 383), aunque a la larga esta misma artificialidad se convirtiera en “lo más natural del mundo”.