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WILLIAM DAVIES

LA INDUSTRIA
DE LA FELICIDAD

CÓMO EL GOBIERNO
Y LAS GRANDES
EMPRESAS NOS VENDIERON
EL BIENESTAR

TRADUCCIÓN DE ANTONIO PADILLA ESTEBAN

BARCELONA    MÉXICO    BUENOS AIRES    NUEVA YORK

ÍNDICE

 

 

 

Cubierta

Portada

Dedicatoria

Prólogo

1. Saber cómo te sientes

2. El precio del placer

3. De humor para salir de compras

4. El obrero psicosomático

5. La crisis de la autoridad

6. La optimización social

7. La vida en el laboratorio

8. Animales críticos

Agradecimientos

Notas

Créditos

Colofón

 

 

 

 

Para Lydia

PRÓLOGO

 

 

 

Desde su fundación en 1971, la reunión anual del Foro Económico Mundial (FEM) celebrada en Davos ha resultado ser un útil indicador del zeitgeist económico global. Estos congresos, que se celebran a finales de enero, atraen a directivos de grandes corporaciones, figuras políticas señeras, representantes de las ONG y un puñado de famosos, a fin de abordar las principales cuestiones referentes a la economía global y los mandatarios que la rigen.

En la década de 1970, cuando el FEM todavía era conocido como el “Foro de Administración de Europa”, su principal inquietud era la ralentización del crecimiento de la productividad en Europa. En los años ochenta pasó a interesarse en la desregulación de los mercados. En los noventa, la innovación e internet ocuparon su primer plano, y a principios de 2000, cuando la economía global parecía andar por buen camino, se abrió a una serie de cuestiones de tipo más “social”, dejando aparte la obvia preocupación por la seguridad tras los atentados de las Torres Gemelas. Durante los cinco años posteriores al hundimiento bancario de 2008, los encuentros de Davos se centraron primordialmente en cómo devolver la salud al enfermo.

En el encuentro de 2014, al lado de los multimillonarios, estrellas del pop y presidentes nacionales se hallaba un asistente inesperado: un monje budista. Cada mañana, antes de que empezara la programación de la jornada, los delegados tenían la oportunidad de meditar con él y aprender técnicas de relajación. “Uno no es esclavo de sus pensamientos”, informaba a los asistentes el hombre vestido con largas ropas rojas y amarillas y blandiendo un iPad. “Puede limitarse a contemplarlos (...) como el pastor que vigila a su rebaño sentado sobre el prado.”[1] Centenares de pensamientos sobre carteras de acciones o regalos clandestinos a alguna que otra secretaria dejada atrás son más bien los que merodearían por los pastos mentales de su público.

Fieles a su competitiva línea de conducta en lo tocante a los negocios, los organizadores de Davos no habían reclutado a un monje cualquiera. Éste era un auténtico monje de élite, un exbiólogo francés bastante reputado, llamado Matthieu Ricard, que ejerce como intérprete del Dalái Lama y pronuncia conferencias TED sobre la felicidad, tema sobre el que está excepcionalmente cualificado, pues tiene la reputación de ser “el hombre más feliz del mundo”. Durante varios años, Ricard participó en un estudio neurocientífico de la Universidad de Wisconsin cuyo objetivo era localizar y comprender cómo se inscriben y resultan visibles en el cerebro diferentes niveles de felicidad. Con el concurso de 256 sensores fijados a la cabeza durante tres horas seguidas, estos experimentos normalmente sitúan al individuo examinado en una escala en torno a “abatido” (+0.3) y “eufórico” (-0.3). Ricard sacó un -0.45. Los investigadores nunca se habían encontrado con algo semejante. Todavía hoy Ricard conserva en su portátil una copia del resultado de aquel test que lo situó como la persona más feliz.[2]

La presencia de Ricard en la reunión de 2014 en Davos mostraba un desplazamiento más generalizado en el cambio de tendencia iniciado anteriormente. En el foro no se hacía más que hablar de la mindfulness, una técnica de relajación establecida a partir de una combinación de psicología positiva, budismo, terapia cognitivo-conductual y neurociencia. Un total de veinticinco de las sesiones programadas en la reunión de 2014 se centraron en cuestiones relativas al wellness, el bienestar en sentido físico y mental, más del doble de las programadas en 2008.[3]

Sesiones como “La reconexión del cerebro” informaban a los asistentes sobre las últimas técnicas con las que mejorar el funcionamiento cerebral. “La salud es riqueza” exploraba las formas en que un mayor bienestar individual podía ser transformado en una forma de capital más común. Dada la rara oportunidad que ofrecía la presencia de tantos mandamases mundiales en un mismo lugar, no es de sorprender que Davos se convirtiera a la vez en escenario de considerables despliegues de mercadotecnia, protagonizados por empresas vendedoras de dispositivos, aplicaciones y consejos destinados a llevar un estilo de vida más mindful y menos stressful.

Hasta aquí, todo bien. Pero el congreso fue más allá de la charla. A cada delegado se le entregó un dispositivo que se conectaba al cuerpo y proporcionaba información constante al smartphone del usuario para valorar la salud de su actividad reciente. Si no caminaba o no dormía lo suficiente, esa información se transmitía al portador. Los asistentes a Davos estaban así capacitados para recabar nuevos datos sobre sus formas de vida y sus niveles de bienestar. No sólo eso: también tenían la oportunidad de atisbar un futuro en el que todo comportamiento sería evaluable en función de su impacto sobre la mente y el cuerpo. Unas formas de conocimiento que tradicionalmente sólo podían ser compiladas en el ámbito de una institución especializada, como un laboratorio o un hospital, e iban a ser recogidas mientras las personas deambulaban por Davos durante los cuatro días del encuentro.

Esto es lo que hoy interesa a nuestras élites globales. La felicidad, en sus distintas facetas, ya no es un simple añadido placentero a la prioritaria actividad de ganar dinero, o una aspiración New Age reservada a quienes tienen suficiente tiempo libre como para hornear su propio pan. Como ente mesurable, visible y mejorable, ahora se ha infiltrado en la ciudadela de la gestión económica global. Si el Foro Económico Mundial es una referencia, y en el pasado siempre ha acostumbrado serlo, el futuro del capitalismo de éxito depende de nuestra capacidad para combatir el estrés, la tristeza y la enfermedad, y reemplazarlos por la relajación, la felicidad y el bienestar. Las técnicas, medidas y tecnologías que permiten conseguirlo se están infiltrando en las oficinas, las avenidas, los hogares y el cuerpo humano.

Este plan rebasa el alcance de las altas montañas suizas y lleva varios años seduciendo a gobernantes y a directivos. Varias agencias oficiales de estadística de todo el mundo, incluyendo las de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Australia, publican en la actualidad informes habituales sobre los niveles “de bienestar nacional”. Hay ciudades concretas, como Santa Mónica, en California, que han desarrollado sus propias versiones locales de éstos.[4] El movimiento de la psicología positiva difunde las técnicas y lemas necesarios para que las personas puedan incrementar su felicidad cotidiana, con frecuencia aprendiendo a bloquear y expulsar de la mente los pensamientos y recuerdos negativos. La idea de que algunos de estos métodos puedan ser incluidos en los planes de estudio de los colegios para formar a los niños en la felicidad ya ha sido puesta a prueba de forma experimental.[5]

Cada vez son más las corporaciones que emplean a “directores responsables del área de felicidad”, y Google cuenta en su sede con un “muchacho excelente” que debe propagar la mindfulness y la empatía.[6] Los consultores especializados en felicidad aconsejan a los patronos sobre las mejores formas de animar a sus empleados, a los desempleados sobre cómo recobrar el entusiasmo por el trabajo y —en un caso en Londres— a los desahuciados sobre cómo pasar página en el plano emocional.[7]

La ciencia está efectuando rápidos progresos que apoyan esta tendencia. Los neurocientíficos identifican de qué manera están físicamente inscritas en el cerebro la felicidad y la infelicidad, tal como los investigadores de Wisconsin hicieron en el caso de Matthieu Ricard, y tratan de encontrar razones neuronales que expliquen por qué cantar o un entorno de vegetación frondosa parecen mejorar nuestra salud mental. Estos científicos aseguran haber dado con aquellas partes precisas del cerebro que generan emociones positivas y negativas, incluyendo un área que provoca “el éxtasis” al ser estimulada, así como “un interruptor que atenúa los sentimientos de dolor”.[8] La innovación efectuada en el seno del movimiento experimental de “la cuantificación del yo” predice un futuro donde los individuos podrán efectuar “seguimientos del estado de ánimo” personalizados por medio de diarios y de aplicaciones para teléfonos móviles.[9] A medida que los datos estadísticos se van acumulando en esta área, otro tanto sucede con el sector de “la economía de la felicidad”, interesado en sacar rendimiento a tales datos y en establecer una cuidadosa descripción de aquellas regiones, formas de vida, tipos de empleo o formas de consumo que generan el mayor bienestar mental.

Nuestras esperanzas están siendo estratégicamente canalizadas hacia esta búsqueda de la felicidad, en un sentido objetivo, mesurable y aplicable. Las cuestiones sobre el estado de ánimo, antaño consideradas “subjetivas”, ahora están siendo analizadas por medio de datos objetivos. Al mismo tiempo, esta ciencia del bienestar se ha ido imbricando con la especialización económica y la médica. A medida que los estudios sobre la felicidad se tornan más interdisciplinarios, las afirmaciones sobre las mentes, los cerebros, los cuerpos y la actividad económica mutan de la una a la otra, sin prestar mucha atención a los problemas filosóficos que puedan plantearse. Empieza a ser visible un índice unificado sobre la optimización humana en general. Lo que está claro es que los propietarios de las tecnologías que producen los datos de la felicidad se encuentran en una situación de considerable influencia, y que los poderosos cada vez están más fascinados por las promesas de dichas tecnologías.

 

¿Es posible estar en contra de la felicidad? Los filósofos pueden debatir si resulta o no plausible asumir esta postura. Aristóteles entendía la felicidad como última razón de ser de los seres humanos, si bien en una acepción profunda y ética del término. No todos han estado de acuerdo. “El hombre no lucha por conseguir la felicidad”, escribió Friedrich Nietzsche, “tan sólo el inglés lo hace”.[10] A medida que la psicología positiva y la medición de la felicidad se han extendido, desde los años noventa, en nuestra cultura política y económica, ha ido aumentando la inquietud por el modo en que los conceptos de la felicidad y el bienestar del individuo han sido adoptados por los gobernantes y los directivos. Existe el riesgo de que la ciencia termine por culpar a los individuos de su propio infortunio —medicándolos, de paso— y haga caso omiso del contexto en el que se sitúa.

Este libro comparte esa inquietud. Está claro que ahora mismo existen numerosos problemas políticos y materiales que abordar, en vez de dedicar tanta atención al condicionamiento mental y neurológico a través del cual experimentamos esos problemas de forma individualizada. También existe la percepción de que si los mandamases del Foro Económico Internacional se apropian de un proyecto con tanto entusiasmo, algo más habrá que sospechar. Las tecnologías rastreadoras de los estados de ánimo, los algoritmos para el análisis de los sentimientos y las técnicas de meditación diseñadas para ponerle fin al estrés, están siendo puestos al servicio de determinados intereses políticos y económicos. Hay que descartar la idea de que sencillamente están regalándonoslos en aras de nuestro particular florecimiento aristotélico. La psicología positiva, que repite el mantra de que la felicidad es una “elección” personal, es en la práctica incapaz de proporcionar la escapatoria al consumismo y el egocentrismo que los gurús de esta forma de psicología intuyen como objetivo de tantas y tantas personas.

Pero éste es tan sólo un elemento de la crítica que se va a desarrollar aquí. Una de las formas en que la ciencia de la felicidad opera ideológicamente consiste en presentarse a sí misma como radicalmente nueva, como un borrón y cuenta nueva que facilitará la superación de los dolores, las políticas y las contradicciones del pasado. A principios del siglo XXI, el vehículo de esta promesa es el cerebro. “En el pasado no teníamos idea de qué era lo que convertía a la gente en feliz, pero ahora lo sabemos”, es la formulación de esta oferta. Ahora disponemos de una ciencia pura sobre el afecto subjetivo, y estaríamos locos si no pasáramos a aplicarla en los ámbitos de la gestión empresarial, la medicina, la autoayuda, la mercadotecnia y los métodos destinados a conseguir cambios en los comportamientos personales.

Pero ¿y si esta exuberancia psicológica en realidad hubiera estado acompañándonos durante los últimos doscientos años? ¿Y si la actual ciencia de la felicidad sencillamente fuera la última iteración de un proyecto en largo desarrollo que da por sentado que la relación entre la mente y el mundo es susceptible de examen matemático? Ésta es la cuestión precisa que este libro se propone mostrar. De forma repetida, desde los tiempos de la Revolución Francesa hasta el presente (y de modo acelerado a finales del siglo XIX) se ha estado comercializando una particular utopía científica: los problemas fundamentales de la moralidad y la política podrán ser resueltos cuando exista una adecuada ciencia de los sentimientos humanos. Obviamente, la clasificación científica de tales sentimientos varía según el momento. A veces son “emocionales”; otros son de tipo “neuronal”, “actitudinal” o “fisiológico”. Pero empieza a dibujarse un patrón, con independencia de las palabras precisas, por el que la ciencia del sentimiento subjetivo se ofrece como guía definitiva para saber cómo tenemos que comportarnos, tanto en el plano moral como en el político.

El espíritu de este proyecto nace con la Ilustración. Pero quienes lo han explotado mejor son aquellos que están interesados en el control de la sociedad, con afán de lucro muchas veces. Esta infortunada contradicción explica las formas precisas en que avanza la industria de la felicidad. Al criticar la ciencia de la felicidad, no es mi intención menospreciar el valor ético de la felicidad como tal, y menos aún trivializar el dolor de quienes sufren de infelicidad o depresión crónicas y, de forma más que comprensible, pueden tratar de ayudarse a sí mismos por medio de las nuevas técnicas de gestión conductual o cognitiva. El objetivo es entrelazar la esperanza y la alegría en las infraestructuras de medición, vigilancia y gobierno.

Estos aspectos políticos e históricos sugieren la existencia de otras posibilidades. Es posible que esta concepción de la mente como objeto mecánico u orgánico, con sus propios comportamientos y dolencias susceptibles de monitorizarse y medirse, no sea tanto la solución a nuestras penas sino una de las causas culturales enquistadas a nivel más profundo. Puede alegarse que ya somos el producto de diversas iniciativas que se solapan, de manera contradictoria a veces, destinadas a observar nuestros sentimientos y comportamientos. Los anunciantes publicitarios, los gestores de recursos humanos, los gobiernos y las compañías farmacéuticas han estado contemplándonos, incentivándonos, espoleándonos, optimizándonos y adelantándose a nosotros desde finales del siglo XIX. Quizá lo que hoy necesitamos no sea más ciencia de la felicidad —o una mejor ciencia de la felicidad—, sino menos, o por lo menos una ciencia distinta. ¿Qué probabilidades hay de que, dentro de doscientos años, los historiadores se asomen a principios del siglo XXI y comenten: “Sí, claro, fue por entonces cuando finalmente se dio a conocer la verdad sobre la felicidad humana”? Y, si es poco probable, ¿por qué insistimos en perpetuar este tipo de debate, si no es porque resulta útil a los poderosos?

 

¿Todo esto significa que el actual boom del interés político y de negocio en la felicidad no pasa de ser una retórica moda pasajera? ¿Terminará por disiparse, una vez que volvamos a darnos cuenta de la imposibilidad de reducir las cuestiones éticas y políticas al cálculo numérico? No es de esperar. Hay dos razones significativas por las que la ciencia de la felicidad de pronto se ha vuelto tan prominente a principios del siglo XXI, unas razones que en realidad son de tipo sociológico. Como consecuencia, los psicólogos, directivos, economistas y neurocientíficos nunca las han abordado de manera directa.

La primera de ellas tiene que ver con la naturaleza del capitalismo. Uno de los asistentes al encuentro de Davos de 2014 hizo un comentario que contenía más verdad de la que probablemente reconocería: “Hemos creado nuestro propio problema, que ahora estamos tratando de resolver”.[11] Esta persona estaba refiriéndose de forma específica a que la diseminación masiva de los dispositivos digitales y la extensión de la semana laboral a veinticuatro horas al día siete días por semana había terminado por estresar tanto a los altos directivos, que éstos ahora se veían obligados a meditar para salvar las consecuencias. En todo caso, este mismo diagnóstico también es de aplicación para toda la cultura del capitalismo posindustrial en su conjunto, o poco menos.

Desde los años sesenta, las economías occidentales han tenido que afrontar un problema fundamental: dependen cada vez más de nuestro compromiso psicológico y emocional (ya sea en el trabajo, con las marcas comerciales, con nuestra propia salud y bienestar), pero también cada vez les resulta más difícil conseguirlo. Las formas de renuncia personal a dicho compromiso, muchas veces manifestadas como depresión y enfermedades psicosomáticas, no sólo redundan en el sufrimiento experimentado por el individuo sino que alcanzan consecuencias económicas, con la consiguiente preocupación para gobernantes y directivos. Sin embargo, los datos que aporta la epidemiología social describen un panorama inquietante, en el que la infelicidad y la depresión se concentran en las sociedades muy desiguales, marcadas por los valores fuertemente materialistas y competitivos.[12] En los lugares de trabajo se hace creciente hincapié en el compromiso comunitario y psicológico, pero las tendencias económicas a largo plazo discurren en sentido contrario, hacia la atomización y la inseguridad. Tenemos, así, un modelo económico que atenúa los atributos psicológicos que, a la vez, precisa para su supervivencia.

En este sentido más general e histórico, los gobiernos y los negocios han “creado los problemas que ahora están tratando de resolver”. La ciencia de la felicidad ha alcanzado la influencia que hoy ejerce porque promete aportar esa ansiada solución. Para empezar, los economistas de la felicidad son capaces de cuantificar y poner precio al problema de la tristeza y la alienación. Por poner un ejemplo, la empresa especializada en encuestas de opinión Gallup ha estimado que la infelicidad de los empleados supone un coste de 500 millardos de dólares para la economía estadounidense, por causa del descenso en la productividad, la reducción de la ganancia impositiva y el incremento en gastos de asistencia sanitaria.[13] Esto facilita que nuestras emociones y bienestar pasen a formar parte de unos cálculos más amplios sobre la eficiencia económica. La psicología positiva y otras técnicas parecidas desempeñan por consiguiente un papel fundamental en el intento de restaurar la energía y el empuje de las personas. Se tiene la esperanza de superar un fallo fundamental de nuestra actual economía política, pero sin abordar las implicaciones político-económicas de tipo más serio. La psicología es muchas veces el medio que las sociedades utilizan para no tener que mirarse al espejo.

La segunda razón estructural para el creciente interés en la felicidad viene a ser un poco más inquietante y tiene que ver con la tecnología. Hasta hace relativamente poco tiempo, la mayoría de los intentos científicos por conocer o manipular los sentimientos de una persona tenían lugar en el seno de instituciones formalmente identificables: laboratorios de psicología, hospitales, centros de trabajo, grupos de discusión, etcétera. Pero ya no es así. En julio de 2014, Facebook publicó un informe académico con detalles sobre cómo había modificado con éxito los estados de ánimo de centenares de millares de sus usuarios a través de la manipulación del suministro de noticias, entradas y comentarios visibles para el individuo.[14] Se levantó un clamor por el hecho de que este experimento se hubiera llevado a cabo de forma clandestina. Pero, una vez que los ánimos se calmaron, la rabia se convirtió en angustia: ¿volvería Facebook a publicar en el futuro un informe de este tipo? ¿O se limitaría a seguir con el experimento y mantener los resultados en secreto?

La monitorización de nuestro ánimo y sentimientos se está convirtiendo en una función de nuestro entorno físico. En 2014 British Airways ensayó la utilización de una denominada “manta de la felicidad”, que describe la satisfacción del pasajero a través de la monitorización neuronal. A medida que el viajero va relajándose, la manta pasa del rojo al azul, lo cual indica a los empleados de la aerolínea que aquéllos están siendo bien atendidos. En la actualidad existe en el mercado una amplia gama de tecnologías de consumo diseñadas para medir y analizar el bienestar: desde relojes de pulsera hasta teléfonos, pasando por el Vessyl, una taza “inteligente” que vigila el consumo de líquido atendiendo a los efectos que ejerce sobre la salud.

En defensa del mercado libre, el neoliberalismo argüía que una de sus funciones consistía en desarrollarse como gigantesco dispositivo sensorial que capturara millones de aspiraciones, opiniones y valores individuales para convertirlos en precios.[15] Es posible que nos encontremos en el umbral de una nueva era posneoliberal en la que el mercado ya no será la principal herramienta para aprehender estos sentimientos en masa. A medida que los utensilios para monitorizar los estados de ánimo invaden nuestras vidas cotidianas, aparecen otras formas de cuantificar los sentimientos en tiempo real, unas formas que pueden invadir nuestras existencias de modo todavía más sistemático que los mercados.

Tradicionalmente, las preocupaciones liberales sobre la privacidad han considerado que ésta tiene que guardar un equilibrio con la seguridad. Pero hoy nos encontramos con el hecho de que buena parte de la vigilancia quiere incrementar nuestra salud, felicidad, satisfacción o placeres sensoriales. Con independencia de los motivos subyacentes, si nos decimos que hay límites en el porcentaje de nuestras vidas que puede ser administrado por especialistas, se deduce que también debemos limitar el nivel de excelencia psicológica y física al que tendríamos que aspirar. Toda crítica hacia esta vigilancia ubicua hoy tiene que incluir una crítica a la maximización del bienestar individual, incluso a riesgo de estar menos sanos, de ser menos felices y adinerados.

La comprensión de estas tendencias tanto de tipo histórico como sociológico no indica por sí misma cómo resistirse a ellas o evitarlas. Pero sí que tiene un gran efecto liberador: el de proyectar nuestra atención crítica hacia el mundo exterior, y no hacia el interior, en dirección a nuestros sentimientos, cerebros o comportamientos. Suele decirse que la depresión es la “ira vuelta hacia el interior”. En muchos sentidos, la ciencia de la felicidad es una “crítica vuelta hacia el interior”, por mucho que los psicólogos de lo positivo nos exhorten a “darnos cuenta” del mundo que nos rodea. La incesante fascinación por las cantidades de sentimiento subjetivo tan sólo puede distraer nuestra atención crítica de los problemas políticos y económicos de carácter más amplio. En lugar de tratar de modificar nuestros sentimientos, éste sería buen momento para tomar lo que hemos proyectado a nuestro interior e intentar dirigirlo otra vez al exterior. Una forma de empezar podría consistir en examinar con mirada escéptica la propia historia de la medición de la felicidad.