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Créditos

1

Perdóneme por molestarlo de nuevo, pero, sencillamente, tenía que verlo hoy: quiero que conozca mi versión de la historia, desde el principio hasta el fin. ¿Seguro que no le importa? Sé lo ocupado que está usted con su propia tarea de escritor y, si entrara en todos los detalles, ¡podría no acabar nunca! La verdad es que me gustaría ponerlo todo por escrito, como una de las novelas de usted, y pedirle que lo leyera... Cierto es que el otro día intenté ponerme a escribir, pero lo sucedido es tan complicado que no sabía por dónde empezar, conque pensé que debía limitarme a contarlo de viva voz y ésa es la razón por la que estoy aquí, pero es que me da apuro hacerle perder su precioso tiempo por mi culpa. ¿De verdad no le importa? Usted ha sido siempre tan amable conmigo, que temo estar abusando de su bondad y después de todo lo que ha tenido usted que soportar... no puedo agradecérselo bastante.

Bueno, pues supongo que debo comenzar refiriéndome a ese hombre del que solía hablar tanto. Como ya le conté, lo que usted me dijo me hizo replanteármelo todo y acabé rompiendo con él. Aun así, debía de haber sentido un gran apego. Incluso en casa me ponía histérica cuando algo me lo recordaba, pero no tardé mucho en empezar a darme cuenta de que se trataba de una persona sin el menor valor... Mi marido notó que yo había cambiado completamente desde que empecé a consultarlo a usted. En lugar de salir siempre corriendo, tras decirle que iba a un concierto o algo así, me quedaba todo el día pintando o practicando el piano.

«Últimamente, has estado más femenina», me decía él y yo notaba que le complacía el interés que usted se tomaba por mí.

Pero he de reconocer que nunca le dije ni palabra sobre el otro hombre. «No está bien que oculte a su marido sus errores del pasado», me advirtió usted, «y como, según me dice, hasta ahora no ha llegado aún demasiado lejos, ¿por qué no se lo confiesa todo?». Y sin embargo... supongo que incluso mi marido pudo haber sospechado lo que estaba sucediendo, pero –no sé por qué– me resultaba difícil confesar. Me dije a mí misma que procuraría no cometer el mismo error otra vez y mantuve aquella aventura amorosa como un secreto oculto en lo más profundo de mi corazón. De modo que él no sabía, verdad, de qué hablábamos; creía que usted se limitaba a darme muchos y buenos consejos. «Te ha hecho cambiar de actitud maravillosamente», dijo.

Pasé una temporada quedándome tranquila en casa. Tal vez porque él se sentía aliviado por la nueva situación, dijo que valía la pena que se volviera un poco más serio también, por lo que alquiló un despacho en el edificio Imabashi, en el centro de Osaka, y abrió un bufete. Fue al comienzo del año pasado; debió de ser hacia el mes de febrero.

(...) Sí, así es: estudió derecho alemán en la Universidad y podía haber ejercido la abogacía, si hubiera querido, pero, al parecer, quería ser profesor y, en la época en que yo mantuve mi relación con aquel otro hombre, estaba haciendo los cursos de doctorado. No había una razón particular para que decidiera ejercer la profesión. Tal vez se sintiese avergonzado de depender de mis padres y pensara que había de granjearse mi respeto. Había tenido unas notas tan espléndidas en los estudios, que mis padres lo consideraron un partido excelente. Cuando nos casamos, lo consideraron parte de la familia como un hijo adoptivo. Confiaron en él desde el principio y nos cedieron una parte de su patrimonio para que no hubiera de apresurarse a ganarse la vida. Como quería ser jurista, así podría seguir estudiando para conseguirlo y, si nos apetecía, podíamos irnos dos o tres años juntos al extranjero.

Al principio, mi marido estaba encantado y parecía proponerse hacer exactamente eso, pero después tal vez empezara yo a irritarlo; quizá pensase que yo era demasiado testaruda por mi posición familiar. En cualquier caso, él no sabía, sencillamente, congeniar con la gente en ningún caso y tenía tan poco tacto, era tan rudo, que, tras empezar a ejercer la profesión, apenas consiguió clientes. Aun así, se empeñaba en ir al despacho todos los días y yo me quedaba en casa sin nada que hacer de la mañana a la noche. Naturalmente, todos aquellos recuerdos que se iban desvaneciendo empezaron a cobrar vida de nuevo. Antes, cuando tenía tiempo, solía escribir poesía, pero eso sólo habría servido para despertar aún más recuerdos. De modo que me parecía que no podía seguir así; tenía que dedicarme a algo, encontrar una distracción...

Tal vez conozca usted la Academia Femenina de Bellas Artes, en el distrito de Tennoji. Es una escuela privada de tercera categoría, con departamentos de pintura, música, costura, bordado y demás. No exigen requisitos para la admisión: cualquiera puede matricularse, adultos o niños. Yo había recibido algunas lecciones de pintura de estilo japonés y aún me gustaba mucho, aunque no se me daba demasiado bien, por lo que empecé a asistir a clase en ella todos los días, tras salir de casa por la mañana junto con mi marido. Digo «todos los días», pero, naturalmente, era una escuela en la que siempre podías tomarte el día libre.

Mi marido no sentía el menor interés por el arte ni la literatura, pero no tenía inconveniente alguno en que yo asistiese a aquella escuela. Me animó incluso a hacerlo, me dijo que era una idea excelente, ¡y que procurara esmerarme lo más posible! Aunque solíamos salir de casa juntos por la mañana, lo hacíamos cuando yo estuviera lista –unas veces a las nueve; otras, a las diez–, pero en el despacho de mi marido había tan poca actividad, que me esperaba todo el tiempo que hiciese falta. Tomábamos el tren de Hanshin desde Koroen hasta Umeda, después un taxi, en el que recorríamos la avenida del tranvía de Sakai hasta la esquina de Imabashi, donde él se apeaba y yo continuaba hasta Tennoji.

A él le gustaba mucho que fuéramos así, juntos.

«Tengo la sensación de ser estudiante otra vez», decía, muy animado, y se reía cuando yo comentaba: «¿Acaso una pareja de estudiantes iría a clase y volvería de ella en taxi?».

Quería que yo pasara por el despacho a recogerlo, cuando hubiera acabado por la tarde, o que me reuniese con él en Namba o en la estación de Hanshin para ir al cine en el Shochiku o algún otro sitio. Así era. Nos llevábamos muy bien, pero después, tal vez hacia mediados de abril, tuve una pelea absurda con el director de mi escuela.

Ocurrió de forma extraña. Mire: para la pintura japonesa se utiliza a modelos que posan con diversos trajes –nunca desnudas– y en la escuela había una clase de esas de pintura al natural con modelo. Por aquella época tenían a una señorita Y, una muchacha de dieciocho años de edad, que, según decían, era una de las modelos más hermosas de Osaka, y la hacían posar con un vestido blanco de gasa como la Kannon del Sauce: en fin, eso era lo más parecido al desnudo para un estudio del natural.

Conque estaba yo dibujándola un día, junto con las demás estudiantes, cuando entró el director en el aula y me dijo:

–Señora Kakiuchi, su dibujo no se parece en nada a la modelo. ¿Está usted pensando tal vez en una modelo diferente?

Después soltó una risita burlona y todas las demás estudiantes vieron lo que pasaba y se echaron a reír también. Yo me sobresalté y sentí que me ruborizaba, aunque en aquel momento no sabía por qué. Al recordarlo ahora no estoy segura de que me ruborizara, pero –no sé por qué– su comentario sobre «una modelo diferente» dio en el blanco. ¿Quién podía ser la modelo? Al parecer, mientras miraba a la señorita Y. allí, delante de mí, tenía, inconscientemente, otra imagen distinta en la cabeza, que se reflejaba en el dibujo: mi pincel parecía estar dibujando por su cuenta, sin intención alguna por mi parte.

Estoy segura de que sabe usted a quién me refiero. Mi modelo –ha salido en los periódicos, de todos modos– era la señorita Tokumitsu Mitsuko.

(Nota del autor: La viuda Kakiuchi no parecía afectada por su reciente calvario. Su ropa y su actitud eran radiantes, exactamente como un año atrás. Más que una viuda, la señora Kakiuchi parecía la típica joven casada de buena familia de Osaka y hablaba con el melifluo dialecto femenino de su clase y su región. Desde luego, no era una gran belleza, pero, al pronunciar el nombre «Tokumitsu Mitsuko», su cara cobró un curioso esplendor.)

En aquella época yo no había hecho aún amistad con Mitsuko. Ella estudiaba pintura al óleo –es decir, pintura de estilo occidental–, por lo que pertenecía a una clase diferente y no teníamos posibilidad de hablar. Ni siquiera pensaba yo que, si así hubiera sido, hubiese podido reconocerme ni detenerse a pensar en mí. No es que yo le prestara atención especial tampoco, excepto que parecía una muchacha increíblemente hermosa. Naturalmente, raras veces cruzábamos palabra y yo no tenía ni remota idea de su temperamento, de cómo era en realidad. Podríamos decir –supongo– que se trataba de una impresión general.

Aunque, pensándolo bien, debió de haber entrado en mi cabeza mucho antes, puesto que ya conocía, sin haberlo preguntado, el nombre de Mitsuko y sabía dónde vivía: era la hija de un comerciante de prendas de lana al por mayor, cuya tienda se encontraba en el distrito Semba de Osaka y ahora vivían en Ashiya, en la línea de Hankyu: cosas así. De modo que, cuando el director hizo su malicioso comentario, me quedé pensando: sí, la cara de mi dibujo se parecía a Mitsuko, pero no era algo que yo hubiese hecho a propósito. Aun cuando así hubiera sido, ¿acaso debía yo representar un parecido fácil con la señorita Y.? Estaba posando como la diosa Kannon para que pudiéramos estudiar su figura, los pliegues de su vestido blanco y todo eso y, además, intentar simplemente expresar el sentimiento de una bodhisattva de Kannon, claro está. La señorita Y. podía ser una modelo hermosa, pero Mitsuko lo era mucho más: con tal de que realzara el retrato, ¿qué había de malo en tomar como modelo la cara de Mitsuko? Eso es lo que pensé.

2

Dos o tres días después, el director volvió a entrar, mientras esbozábamos la misma pose. Se detuvo delante de mí y se quedó mirando mi trabajo con su habitual sonrisa burlona.

–Señora Kakiuchi –dijo–. La verdad es, señora Kakiuchi, que algo falla en su representación. Cada vez se parece menos a la modelo. ¿A quién está usted representando exactamente?

–¡Cómo! –contesté ásperamente–. ¿Que no se parece nada a la modelo?

¡Como si el director tuviera algo que ver con la enseñanza del arte!

(...) No, el profesor de pintura no estaba presente. Era el profesor Tsutsui Shunko, pero sólo aparecía de vez en cuando, para decirnos que esto o aquello estaba mal o para que lo hiciésemos de forma diferente; por lo general, los estudiantes miraban a la modelo y dibujaban como les parecía. Yo había oído decir que el director enseñaba inglés, uno de los cursos optativos, pero no parecía tener un título universitario ni preparación académica alguna; nadie sabía dónde había estudiado. Como averigüé más adelante, no era un educador, sino simplemente un astuto hombre de negocios. No se podía esperar precisamente que un hombre así entendiera de pintura y no tenía por qué meter las narices en ella. Además, la mayoría de los cursos dependían de los especialistas que los impartían, por lo que raras veces visitaba un aula, ¡y, sin embargo, se tomó la molestia de entrar en aquella clase y criticar mi trabajo!

Entonces me preguntó en tono sarcástico:

–A ver, en serio, ¿no pensará usted de veras que está siguiendo ese modelo, verdad?

Me fingí inocente.

–Sí. Me temo que no sé dibujar demasiado bien, por lo que tal vez no esté resultando como debería, pero estoy procurando ser fiel.

–No –dijo él–, no es que no sepa usted dibujar. Usted tiene bastante talento, en realidad, pero mire esa cara: no puedo por menos de pensar que se trata de otra persona.

Otra vez lo mismo.

–Ah, se refiere usted a la cara, ¿verdad? –dije–. Es para expresar mi ideal.

–¿Y cuál puede ser su ideal? –persistió, pesadísimo.

Entonces le dije:

–Es un ideal, no una persona en particular. Simplemente quiero hacer una cara hermosa para transmitir el sentimiento puro de una Kannon. ¿Qué hay de malo en eso? ¿Acaso tengo que hacer incluso la cara parecida a esa modelo?

–Se está poniendo usted muy discutona –respondió–, pero, si es usted capaz de expresar su ideal, no tiene usted motivo para venir a esta escuela. ¿Acaso no es por eso por lo que le hacemos dibujar a partir de un modelo? Si va usted a pintar como le guste, no necesita modelo, y si esa su Kannon ideal se parece a otra persona, me parece que su actitud es muy falsa.

–¡Yo no tengo nada de falsa! Y, mientras tenga las divinas facciones de una Kannon, no veo nada artísticamente incorrecto.

–Así no puede ser –insistió–. Usted no es aún una artista del todo desarrollada. Aunque a usted le parezca divina, lo que cuenta es lo que otros vean. Así se producen malentendidos.

–¿Ah, sí? ¿Y de qué clase de malentendido puede tratarse? –repliqué–. Usted siempre dice que se parece a alguien, conque, ¿tendría la amabilidad de decirme a quién?

Se quedó desconcertado. «Es usted tozuda, ¿eh?», dijo. Desde aquel momento, el director guardó silencio.

Me sentí alborozada. Tuve la sensación de que, al hacer frente al director, había vencido en una disputa, pero nuestra polémica delante de las alumnas causó sensación y no tardó en circular un rumor malintencionado. Decían que yo me había insinuado a Mitsuko, que ésta y yo éramos demasiado íntimas... Como le he dicho, en aquella época yo apenas había cruzado palabra con ella, por lo que se trataba de un auténtico disparate, una simple mentira podrida. Desde luego, me daba cuenta de que hablaban a mis espaldas, aunque nunca habría podido imaginar que llegaran a aquellos extremos, pero, como tenía la conciencia tranquila, no me importaba lo que dijesen. Todo aquello era totalmente ridículo.

En fin, la gente es así: siempre está dispuesta a propagar rumores. Aun así, por mucho que murmuraran, acusarnos de «ser demasiado íntimas», cuando no teníamos nada que ver una con la otra, era tan absurdo, que ni siquiera me enfadé. Por mí no me preocupaba, lo que me incomodaba era cómo se lo tomaría Mitsuko. Pensé que podía angustiarla verse envuelta en aquello y, siempre que nos cruzábamos, al ir a la escuela o al salir de ella, no me atrevía –y no sé por qué– a mirarla a la cara como antes y, sin embargo, abordar el asunto a las claras y disculparme ante ella podía ser aún peor, causar un escándalo mayor, por lo que debía evitarlo. Siempre que me cruzaba con ella, procuraba adoptar una actitud de disculpa, bajando, humilde, la vista, como si deseara que no notase mi presencia. De todos modos, seguía preocupada por si estaría enfadada o por lo que pensaría de mí, conque en el momento en que nos cruzábamos le lanzaba una mirada furtiva, pero la expresión de Mitsuko era la misma de siempre; en modo alguno parecía molesta conmigo.

Ah, sí, he traído una fotografía que me gustaría enseñarle. Pedimos que nos la hicieran juntas cuando llevábamos dos kimonos idénticos: es la que salió en los periódicos y llamó tanto la atención. Como ve, así, juntas, yo sólo sirvo para realzar la hermosura de Mitsuko; no encontrará usted una belleza tan deslumbrante entre todas las muchachas de Semba.

(Nota del autor: Los «kimonos idénticos» de la fotografía eran de esos de colores chillones que tanto gustan en Osaka. La señora Kakiuchi llevaba el pelo estirado hacia atrás en un moño; el de Mitsuko estaba peinado al estilo Shimada tradicional, pero sus ojos eran preciosos, líquidos, extraordinariamente apasionados para ser una muchacha criada en Osaka. En una palabra, eran unos ojos fascinantes, cargados del magnetismo de una diosa del amor. No cabe la menor duda de que era hermosa; la viuda no había dado muestra de la menor falsa modestia, al decir que sólo servía para realzar su belleza, pero la de que su cara fuera de verdad la idónea para representar las afables facciones de la Kannon del Sauce tal vez sea harina de otro costal.)

Pero, ¿qué le parece? Un esmerado peinado japonés le queda muy bien, ¿verdad?

(...) Sí, a veces lo llevaba así incluso a la escuela. Decía que le gustaba a su madre. En cualquier caso, era una escuela que no obligaba a las alumnas a ponerse uniforme y a nadie le importaba que llevaras un peinado japonés o un kimono sencillo sin hakama: como quisieras. Yo misma nunca llevaba hakama. De vez en cuando, Mitsuko venía vestida con ropa de estilo occidental, pero, cuando se vestía al estilo japonés, sólo llevaba un kimono. En esta foto su peinado la hace parecer varios años más joven, aunque, en realidad, contaba veintidós, sólo un año menor que yo: si aún viviera ahora, en 1928, este año habría cumplido los veintitrés, pero Mitsuko era unos centímetros más alta y una belleza así, aunque no pretenda mostrarse presumida, siempre parece muy segura de sí misma, ¿no? O tal vez se trate de mi propia sensación de inferioridad. Incluso más adelante, después de que nos hiciéramos muy amigas, yo siempre adoptaba una actitud un poco deferente para con ella, como si fuese su hermana menor, pese a ser la mayor.

El caso es que por aquella época –volviendo a cuando apenas habíamos cambiado palabra, quiero decir–, parecía que Mitsuko no hubiera oído aquellos malintencionados rumores, pues no hubo el menor cambio de actitud en ella. Yo hacía mucho que me sentía atraída por su belleza y, antes de que comenzaran los rumores, solía aproximarme a ella siempre que aparecía. Por su parte, Mitsuko siempre pasaba de largo, como si ni siquiera me hubiese visto, pero, después de que hubiera pasado, todo parecía más vivo y fresco. Si hubiese oído aquellos rumores, al menos me habría prestado más atención, pensaba yo, habría yo notado algo en su actitud, ya fuese que me odiara o que me compadeciera, pero no había el menor indicio de sentimientos, por lo que poco a poco fui cobrando valor, el suficiente para aproximarme a ella y volver a mirar a hurtadillas aquella preciosa cara. Un día, a la hora de la comida, me la encontré en la sala de las alumnas y, en lugar de pasar de largo y con cara inexpresiva, como de costumbre, me ofreció –a saber por qué– una sonrisa encantadora. Instintivamente, me incliné y después Mitsuko se me acercó y dijo:

–Siento muchísimo todas las molestias que te he causado. Por favor, no me lo tengas en cuenta.

–Pero, ¿qué estás diciendo? –respondí–. Soy yo la que debe disculparse.

–No debes disculparte por nada. Si supieras lo que ocurre. Ten cuidado, ¡alguien está intentando tendernos una trampa!

–¿De verdad? ¿Quién podría ser? –pregunté.

–El director –dijo–. Aquí no puedo explicártelo... ¿vamos a comer a algún sitio? Entonces podrás enterarte de todo.

–Iré a dondequiera que gustes –le dije.

Después, fuimos las dos a un restaurante cerca del parque de Tennoji. Mientras almorzábamos, Mitsuko empezó a decir que era el propio director quien propagaba esos maliciosos rumores. Naturalmente, me había parecido irritante su forma de presentarse en el aula una y otra vez y avergonzarme ante los demás y no pude por menos de pensar que no tenía buenas intenciones, pero, cuando pregunté por qué diablos quería propagar un rumor así, ella dijo que todo iba dirigido contra ella, que de un modo o de otro quería manchar su reputación y el motivo era el de que se hablaba de una propuesta de matrimonio por parte del joven heredero de la fortuna de la familia M., una de las más ricas y famosas de Osaka.

Mitsuko dijo que ella no estaba interesada, pero su familia era muy partidaria de ese casamiento y la otra parte parecía igualmente deseosa de recibirla en su seno. Ahora bien, también habían ofrecido, al parecer, en matrimonio a ese señor M. la hija de un consejero municipal, que, por tanto, constituía una rival de Mitsuko. Aunque ésta no deseaba rivalizar, la familia del consejero debió de pensar que se enfrentaba a un enemigo temible. El caso es que el joven señor M. estaba cautivado por la belleza de Mitsuko y le había enviado incluso cartas de amor, por lo que ésta era sin duda un enemigo temible.

Ahora la familia del consejero estaba trajinando y esforzándose por encontrar algún defecto en Mitsuko y había probado todo lo que se le había ocurrido, incluso la difusión de mentiras sobre su relación con otro hombre; no contenta con eso, había llegado a sobornar al director de nuestra escuela. Sí, sí, y antes de eso –esto está volviéndose terriblemente confuso, me temo– el director había preguntado, según dijo, a su padre si podía prestar mil yenes a la escuela para restaurar el edificio. La familia de Mitsuko tenía tanto dinero, que mil yenes no eran nada para ella y habrían podido atender una solicitud de donación a las claras, pero la petición de un préstamo era bastante extraña, para empezar, y no se podía ni comenzar siquiera a restaurar un edificio de ese tamaño con mil yenes. Todo parecía tan absurdo, que su padre se negó en redondo. Según Mitsuko, el director visitaba con frecuencia a las familias acomodadas de las alumnas para pedirles préstamos así, pero nunca había devuelto el dinero prestado. Si hubiera dado un uso idóneo al dinero, habría sido diferente, pero dejó que continuara el deterioro hasta que llegó un momento en que el edificio parecía una pocilga, ¡y, encima, ruinosa!

(...) ¿Cómo? No, parece que usó todo ese dinero para gastos personales. Mitsuko dijo que el director era un auténtico experto en hacer la rosca a las alumnas ricas y, además, no había que olvidar a su esposa, la profesora de bordado: esos dos estaban siempre organizando excursiones domingueras para caerles bien. En realidad, llevaban una vida muy extravagante. Si les prestabas dinero, se mostraban muy amistosos, pero si se lo denegabas, decían cosas desagradables a tu espalda. En el caso de Mitsuko, no sólo le guardaban rencor, sino que, además, el consejero se había puesto en contacto con ellos, por lo que su capacidad de rebajarse no tenía límite.

–Por eso te utilizaron a ti para hacerme caer en una trampa, ¿comprendes? –dijo Mitsuko.

–¡Y pensar que había todo eso detrás! Yo no tenía la menor idea. Es tan ridículo, ¿verdad?, cuando resulta que tú y yo no nos conocíamos en realidad hasta hoy. Fabricar una historia así ya es bastante grave, pero no me imagino que la gente la crea.

–Es porque tú te dejas engañar fácilmente –respondió Mitsuko–. La gente dice que sólo por los rumores no nos hablamos en la escuela. Pero, ¡si es que alguien llegó a afirmar incluso que el domingo pasado nos vio montar juntas en el tren de Nara!

Me sentí consternada.

–Pero, ¿quién puede haber dicho semejante cosa?

–Al parecer, fue la mujer del director. Son mucho más taimados de lo que crees, conque, ¡no dejes de tener cuidado!

3

El caso es que Mitsuko siguió pidiéndome que la perdonara y repitiendo lo mucho que lo sentía y eso me hizo sentirme tanto más conmovida.

–No, no, tú no has hecho nada malo –le dije para consolarla–. Es ese hombre horrible. ¡Y pensar que es un educador!... Pero no importa lo que digan sobre mí: tú eres joven y aún no estás casada, conque, ¡no te dejes maltratar por unas personas tan maliciosas!

–Me alegro de haber tenido la oportunidad de contarte toda la historia. Me he quitado un peso de encima –después sonrió–. Pero, si volvemos a reunirnos así, habrá más murmuraciones, conque tal vez sería mejor no hacerlo.

–¡Qué lástima, ahora que por fin nos hemos hecho amigas!

La verdad es que aquella idea me preocupaba.

–Sí que quiero ser amiga tuya, si te parece bien –dijo Mitsuko–. ¿Por qué no vienes a mi casa la próxima vez? No me da ningún miedo lo que diga la gente.

–Y a mí tampoco. Si las murmuraciones llegan a ser insoportables, dejaré, sencillamente, de ir a esa escuela miserable.

–Mira, querida Kakiuchi, tengo una idea. ¿No te gustaría burlarte simplemente de todos ellos mostrándoles lo buenas amigas que somos? ¿Eh? ¿Qué te parece?

–Me parece bien –dije– y me gustaría ver la cara del director cuando lo hagamos.

Me encantó aquella idea.

–¡Y qué divertido sería, además! –dijo Mitsuko, mientras daba palmadas como una niña traviesa–. ¿Qué tal si vamos juntas de verdad a Nara este domingo?

–¡Sí, hagamos eso! ¡Imagínate lo que dirán cuando se enteren!

De modo que, en menos de una hora, habíamos borrado el último rastro de reserva entre nosotras.

Entonces ya era demasiado tarde para volver a la escuela y una de nosotras propuso ir a ver una película en el Shochiku. Pasamos el resto de la tarde juntas, hasta que Mitsuko anunció que debía hacer una compra y se alejó por la avenida de Shinsaibashi. Yo cogí un taxi desde Nippombashi hasta el despacho de Imabashi. Como de costumbre, pasé a recoger a mi marido y nos dirigimos a la estación de Hanshin para coger el tren que nos llevaría a casa.

Pero aquella vez él comentó:

–Pareces muy animada hoy. ¿Qué te ha ocurrido para estar tan alegre?

«¿Lo estoy de verdad?», pensé para mis adentros. «Será por Mitsuko.»

–Es que hoy –dije– he hecho una nueva amiga maravillosa.

–¿Y quién puede ser?

–Una auténtica belleza, ¡es lo que es! ¿Sabes ese comerciante de lanas Tokumitsu de Semba? Pues es su hija.

–¿Cómo la has conocido?

–Va a mi escuela: el caso es que alguien hizo correr un rumor sobre nosotras...

Yo no tenía nada que ocultar, por lo que le conté todo, comenzando por aquella absurda discusión que había tenido con el director.

–¡Vaya una escuela! –dijo mi marido–. Pero, si es tan hermosa, me gustaría conocerla a mí también –añadió en broma.

–Estoy segura de que no tardará en visitarnos. He prometido ir a Nara con ella el domingo que viene, si no te importa.

–Claro que no –dijo mi marido riendo–, pero, ¡te advierto que el director se enfadará!

El día siguiente, en la escuela ya había corrido la noticia de que habíamos almorzado juntas y habíamos ido juntas al cine. Hubo toda clase de comentarios maliciosos: ya sabe usted cómo son las mujeres.

«Ayer estuviste paseando por Dotombori, ¿verdad, querida Kakiuchi?»

«Debiste de pasártelo muy bien.»

«¿Quién podía ser tu acompañante?»

Pero a Mitsuko la divertía y se me acercó a propósito, como para hacer ostentación de nuestra amistad. La cosa siguió así durante dos o tres días, en los que acabamos de hacernos muy amigas. El director parecía furioso, pero se limitaba a mirarnos con expresión ceñuda y no decía ni palabra. Mitsuko me preguntó si no podía yo hacer mi retrato de Kannon más parecido aún a ella. «Me pregunto qué diría entonces.» Conque procuré hacerlo aún más parecido, pero el director dejó de entrar en nuestra clase, cosa que nos encantó.

En realidad, no hacía falta que fuéramos a Nara, pero, como resultó ser un delicioso domingo de finales de abril, la telefoneé y quedamos en encontrarnos en la terminal de Ueroku y pasamos la tarde paseando por las suaves laderas del monte Wakakusa. Pese a su edad, había aún algún rasgo infantil en Mitsuko y, cuando llegamos a la cima, compró media docena de mandarinas y empezó a hacerlas rodar cuesta abajo, al tiempo que gritaba: «¡Mira esto!». Las mandarinas rodaban y rodaban hasta abajo del todo y una de ellas saltó incluso al otro lado de la carretera y cruzó la puerta abierta de una casa al otro lado. Parecía considerarlo muy divertido.

–Mitsuko, ¿y si recogiéramos unos helechos? –le propuse–. Sé que hay muchos helechos y cola de caballo en la próxima colina.

Nos quedamos hasta el anochecer recogiendo gran cantidad de helechos en flor y cola de caballo.

(...) ¿Que por dónde estuvimos en el monte Wakakusa? Tiene tres cumbres, verdad, y nosotras estuvimos en la hondonada entre las dos primeras: se ven hierbas jóvenes por doquier; resultan particularmente deliciosas, porque todas las primaveras queman la hierba muerta. El caso es que, cuando volvimos a la primera colina, había empezado a obscurecer y, como las dos estábamos muy cansadas, cuando habíamos bajado la mitad de la ladera, más o menos, nos sentamos a descansar un rato.

De repente, Mitsuko se puso seria.

–Querida Kakiuchi, quería darte las gracias por una cosa.

Cuando le pregunté de qué podía tratarse, me ofreció una sonrisa muy expresiva y dijo:

–Pues que, gracias a ti, parece que no voy a tener que casarme con ese hombre tan horrible.

–¿De verdad? ¿Y cómo ha sido?

–Los rumores se propagan veloces. Esa gente ya se ha enterado de nuestra relación.

4

–Anoche tuve que oír la misma canción en casa –prosiguió Mitsuko–. Mi madre me llevó aparte y me preguntó por ese rumor que corría por la escuela: «¿Era verdad?». «Corría un rumor, en efecto», le dije, pero, ¿cómo se había enterado ella? «Eso no importa», insistió: «Dime simplemente si es cierto o no». Reconocí que tú y yo éramos buenas amigas: ¿qué había de malo en eso? De momento se quedó sin saber qué decir. «Bueno, claro, no hay nada malo en ser buenas amigas», dijo, «pero, ¿no os acusan de algo indecente?». Cuando le pregunté qué quería decir con eso, mi madre me respondió que no sabía nada más, pero, aun así, alguna razón debía haber para que hubiera empezado a correr el rumor. «Ah, ya entiendo», dije. «A mi amiga le gustaba mucho mi cara y me utilizó como modelo y, después de eso, todo el mundo empezó a esquivarnos. Esa escuela está llena de chismosos; si eres –aunque sólo sea un poco– guapa, dicen cosas maliciosas de ti, conque sí, ya veo cómo pueden haber empezado a correr esa clase de habladurías.» Mi madre estaba empezando a convencerse. «Entonces no es culpa tuya», dijo, «pero yo procuraría no intimar demasiado con esa señora. Has de tener mucho cuidado con tu reputación, sobre todo en esta fase de tu vida, conque no te prestes a chismorreos absurdos». Y así acabó la cosa. Evidentemente, la familia del consejero se enteró del rumor y se lo transmitió a M. y su familia antes de que mi madre se enterara. Por eso, estoy segura de que cree que han renunciado al matrimonio.

Eso me hizo sentirme preocupada.

–Sé que debes de estar contenta –dije–, pero, ¿y tu madre? Espera y verás, probablemente te dirá que dejes de relacionarte conmigo. No me gustaría nada que se hiciera una idea equivocada sobre nuestra relación.

–No tienes por qué preocuparte –me aseguró Mitsuko–. He pensado en contarle todo lo que ha hecho ese codicioso director, que se cree muy listo: sobre cómo va hablando a tus espaldas, si te niegas a prestarle dinero, y cómo se ha dejado sobornar por el consejero, pero no lo he hecho. Tengo miedo de que me impida seguir yendo a una escuela tan horrible y no pueda seguir viéndote.

–Tú también eres bastante lista, ¿no?

–Bueno, puede que no me chupe el dedo –dijo Mitsuko, al tiempo que soltaba una risita–. Si no pagas con la misma moneda, estás perdida.

–En cualquier caso, si han abandonado el plan de tu matrimonio, la hija del consejero debe de estar contenta.

–Entonces, ¡las dos debemos darte las gracias!