el último de cuba

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

JOSÉ JOAQUÍN BERMÚDEZ OLIVARES

el último de cuba

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: José Joaquín Bermúdez Olivares

 

 

Santander, enero 2016

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

ISBN: 978-84-946159-2-4

 

Diseño portada: Enrique García Puche para 3BIEN Comunicación

 

Prólogo

 

La pérdida de Cuba representó para España un trauma histórico de proporciones sísmicas cuyos efectos perduraron largamente en la memoria popular. Además de ser el último territorio español de América, el quebranto vino agravado no solo por la prolongada contienda contra los insurrectos independentistas, sino sobre todo por la ignominiosa derrota militar en la guerra contra Estados Unidos, país que con el pretexto de liberar la isla mostró enseguida el colmillo anexionista para desgracia también de los cubanos, que pasaron en 1898 del dominio español al vasallaje estadounidense.

Considerada como una prolongación de la propia Península, Cuba era el país de América más cercano a España por cultura, idiosincrasia y convivencia durante más de cuatro siglos, pero quizá porque el recuerdo de la herida resultó tan doloroso, el vacío causado por el abandono no dejó ecos literarios importantes en la novelística de esta parte del Atlántico.

A paliar esta carencia contribuye esta novela de José Joaquín Bermúdez Olivares, El último de Cuba, que como una habanera de ida y vuelta elabora con historias paralelas, gracia literaria y un notable estilo, elementos dispares, bien conjuntados, que van desde la intriga y la exposición de ideas al retrato social de una época que abarca desde mediados del siglo xix hasta la segunda mitad del xx. Un tiempo que concluye con el presagio de grandes cambios políticos y sociales, tanto en Cuba —con la llegada al poder de los «barbudos» de Fidel Castro— como en España, donde ya el régimen salido de la guerra civil empieza a evolucionar y a agrietarse.

El hilo referencial de esta novela une a España y Cuba en una trama histórica en la que no faltan los rasgos esperpénticos, y en la que se entremezclan obispos, diplomáticos, espías por obligación, figurones reconocibles de la intelectualidad y otros personajes de variada catadura que animan el relato novelesco.

Por todo esto, deseo que el éxito acompañe al autor, quien ha tenido, además, el detalle poco frecuente de aportar al final de la novela una lista de textos que, a modo de «préstamo y homenaje», le han servido de inspiración y guía. Un rasgo de sinceridad literaria que denota ausencia de complejos imitadores y confianza en sí mismo. Y eso está bien.

 

Fernando Martínez Laínez

Agosto 2015

 

Palabras liminares

 

Sobre un libro llamado El último de Cuba.

 

El autor sabe algunas, pocas, cosas. Sabe por ejemplo las fechas de inauguración del Gran Hotel de La Toja y los periodos de visita a Mondariz de Doña Emilia Pardo Bazán.

Sabe, aunque su frecuencia hace difícil asegurar las fechas exactas, el turno de Gobierno y oposición de D. Práxedes Mateo Sagasta, y no ignora las administraciones de Figueras, Salmerón, Castelar, Prim...

El autor conoce la fecha de las visitas preparatorias de la administración americana de Eisenhower a España, y la fecha exacta de la llegada del Presidente a Madrid.

El autor conoce las normas de la RAE sobre puntos suspensivos (…), signos de interrogación (?), guiones cortos y largos, tildes... En todo caso el gran trabajo del equipo editorial de La Huerta Grande hace innecesario añadir que todas las pequeñas idiosincrasias orto-tipográficas del autor son de su completa responsabilidad y solo (solo) pide, como cualquier otro aspirante a artista, indulgencia en su intento de hallar una norma para la expresión de su pequeño universo privado.

El lector improbable debe saber algunas, pocas, cosas. Distinguir entre personajes, narradores y autor. Debe saber disimular esas pequeñas veleidades antes mencionadas y sobre todo debe entrar adelante por el texto, tranquilo y seguro de que no tiene otro objetivo que aspirar a deleitarle.

Gracias.

 

JJ Bermúdez

 

 

 

 

A la memoria de mi padre, oficial y caballero.

 

 

 

VERBUM CARO FACTUM EST

 

 

 

 

«(Hay que actuar) Con la emoción del científico y la precisión del artista»
Los años americanos (biografía de Vladimir Nabokov). B. Boyd

 

 

«Para ser apasionado se necesita perfecta exactitud y objetividad»
El hombre sin atributos. Robert Musil

 

 

«Era cierto que nuestras consideraciones no podían ser consideraciones
científicas... Y no podemos proponer ninguna teoría»
Investigaciones Filosóficas, Fragmento 109. Ludwig Wittgenstein

 

Capítulo 1. Llegada

 

El balanceo de la escalerilla era peligroso para su pierna maltrecha, aunque no podía deberse al viento, que había cesado de golpe al poco de embocar la bahía de La Habana. Ayudado con su nudoso bastón logró bajar mientras por detrás se oían las voces nerviosas de los pocos turistas norteamericanos que habían usado aquel malhadado paquebote —AIRAM, matrícula de Bilbao— en lugar del moderno J.J. Spinster, tal vez para ahorrarse la escala en Puerto Rico.

Según bajaba se mezclaban las exclamaciones de los jubilados gringos con los sones de una ¿guaracha? que maltrataba una orquestina de mestizos locales, apoyados por maracas, marimbas, vibráfono preparado y ¿bandoneón? para mayor color; junto a ellos tenderetes asoleados con souvenirs menesterosos, entre los cuales latas de sopa Campbell y bastones más aerodinámicos que el de Rafael.

Cuando las operaciones de aduana y visado quedaron cumplidas (facilitadas por discretas dádivas en moneda fuerte) varios obsequiosos muchachos nativos se ofrecieron a buscarle un taxi, dirigiéndose a él en la jerga que empleaban para los yanquis adinerados. Tal vez llevado por el atavismo de ser «un caballero español» repartió unas propinas mucho mayores que las que aquéllos solían dejar y en todo caso desproporcionadas para la lista de gastos que a la vuelta tendría que justificar.

Si bien el taxista había reconocido a Rafael como español por su acento cuando este le indicó la dirección del Hotel Nacional, emprendió su habitual recorrido laberíntico tratando de encontrar la distancia mayor entre dos puntos que estaban separados por catorce minutos a pie (más para Rafael y su bastón, desde luego). El pasajero aprovechó indiferentemente la demora para recordarse por centésima vez el objetivo, peregrino, de su viaje, sin dejar por ello de tomar nota inconsciente de los lugares que debía evitar. En la radio del incongruente modelo londinense trasplantado a La Habana vía Miami sonaba (no había radio en los taxis españoles) un chachachá.

Rafael Sánchez Cercas, soltero, nacido en Olmedo, cuarenta años, ayudante de librero en su juventud, veterano de la Batalla del Ebro y la campaña de Cataluña, herido y hecho prisionero en Borjes Blancs, todo eso estaba en su ficha pero ¿qué hacía un muchacho de Valladolid en la Cuba del otoño de 1956?

El coche se detuvo al fin frente a un edificio bajo y alargado que debió ser blanco ab origen y en el que múltiples temporadas lluviosas y secas habían serigrafiado signos inconfundibles de decrepitud, signos tal vez ocultos para la misión que Rafael, sobre el terreno, consideraba cada vez más improbable. El gesto sorprendente del taxista Juancho (según se leía en la no menos sorprendente tarjeta de visita que con un «para lo que necesite el señor» le entregó) ayudándole con las maletas ante la ausencia notoria de portero o botones del hotel, impulsó a nuestro héroe a preguntarle por la calle Bacardí. El gesto torcido de Juancho le confirmó lo estúpido de la pregunta.

La recepción del Hotel Nacional guardaba un vago parecido con la sala de espera de un dentista al que, por algún motivo inconfesable, le hubieran retirado la licencia y ejerciese ahora, clandestinamente, en la recepción derelicta de un hotel. La anciana que asomó al fin tras el mostrador de baquelita (Dulce María según una reluciente placa que ostentaba su marchito pecho) se demoró sus buenos tres minutos en la contemplación de un pasaporte que hasta hacía poco hubiera resultado todavía más insólito. Muchos exiliados españoles habían llegado a Cuba quince años antes, aunque pocos hubieran mostrado simpatía por el nombre de aquel hotel; pero solo la reciente apertura de relaciones con los Estados Unidos de un Eisenhower más preocupado por las bases aéreas que por una fantasmal República en el exilio o un no menos fantasmal pretendiente entregado a la difusión de manifiestos desde ciudades improbables, había facilitado la salida de españoles hacia destinos hasta entonces inaccesibles (en ambos sentidos). El régimen de Batista, degradándose alegremente como mango al sol, pocos reparos podía oponer a lo que el Gran Hermano hubiera aprobado.

La moneda fuerte volvió a resolver cualquier duda aterosclerótica que lo indefinido de la fecha de salida de Rafael y lo poco distinguido de su equipaje hubieran inspirado a Dulce María:

—Su llave, número 112, primer piso, no puede llegar después de la 1, el desayuno a las ocho, 16 pesos.

Muchos estudios financiados por fabricantes de electrodomésticos han demostrado que lo primero que hace el huésped (masculino) de un hotel es encender la televisión para buscar el canal de porno, pero en 1956 y en el nacional, no había televisión (ni en España tampoco, si vamos a eso). Rafael deshizo la menor de sus dos maletas, colgó el saco en un galán de noche, apoyó la pierna mala en una silla de enea y leyó el único papel que llevaba en el bolsillo, algo desteñido ya por el sudor de un día no demasiado cálido en La Habana. Leyó lo que sigue:

—Llegar sábado, preguntar por Rojo, buscar archivos Iglesia.

Como las largas horas que había pasado en la librería de su padre (Sánchez Bazas, librería, papelería y artículos de regalo, calle Panero 39, Valladolid) y los escasos clientes que la frecuentaban habían desarrollado en Rafael un sorprendente amor por la lectura, el mensaje le hizo recordar al viajero francés del cuento de Larra y su «vuelva usted mañana». La perspectiva de encontrar a alguien llamado Rojo, a quien había visto por última y única vez en 1939, convencerlo de la absurda quest que desarrollaba y además localizar en el archivo de ¿qué Iglesia? un documento de 1898 y ¡sacarlo del país! sin amigos, sin cobertura de su gobierno y con escaso dinero era realmente de cuento. La alternativa sin embargo... más valía no considerar la alternativa.

 

En algún lugar de su memoria se guardaba la impresión de que al caer el sol lo indicado en La Habana era tomar un combinado, de modo que tras un somero aseo en las superficies cerámicas del Nacional que imitaban con gran acierto el aspecto de su fachada, salió con sombrero flexible y bastón rígido a la calle.

Un lejano instinto de orientación, adquirido tal vez en la Guerra, le hizo elegir sin vacilar el camino de la derecha; el sol vacilaba entre tomar otra ronda o retirarse más allá del horizonte y luego por subterráneos caminos emprender su eterno ritornelo de manos de un auriga Efebo. Vacilaba también Rafael sobre su trípode cansino: el contacto con los nativos era recomendable para obtener información sobre Rojo, pero centrarse en la colonia española reduciría el ámbito de la búsqueda. Veinte años ya desde la guerra, la mitad de su vida, poco satisfactoria y menos prometedora pero si dejaba entrar a la melancolía antes de la primera copa... se quitó el sombrero, enjugó su frente y siguió el sonido de una música singularmente poco estridente.

 

Capítulo 2. El Obispo

 

Un gran salón de estilo gótico, muy oscuro, con marquetería de roble negro. Un hombre todavía joven revestido con sotana violeta y sobrepelliz de encaje.

La sensación de optimismo era, como de costumbre en España, ampliamente injustificada. El periodo moderado había conseguido firmar el Concordato con la Sede, y el agradecimiento de Pío Nono con la monarquía católica dependía de la conservación de sus Estados Vaticanos, cada vez más problemática. La Reina parecía contenta y eso importunaba un poco menos a sus gobiernos, había grandes obras en marcha: las Cortes, el Canal de agua, el ferrocarril, oportunos negocios para unos pocos y motivo de charla para desocupados.

La antigua Abadía, decaída tras la desamortización, había sido a medias restaurada para la ceremonia. Las salas nobles databan de 1470, pero casi todas las ventanas seguían tapiadas, y lo burdo de la obra contrastaba con la magnífica labor de carpintería. ¿Qué hacía allí un espejo, sitiado en el ángulo mejor iluminado de la sala?, ¿qué hacía allí el pequeño seminarista, paralizado ante la visión de Monseñor? Manuel Reinosa acababa de cumplir los diecisiete aunque era menudo para su edad, cetrino, demacrado, con escaso pelo pegado en ese momento a las sienes por el sudor (y un curioso copete de punta por el susto, sobre la coronilla), con su hábito de seminarista menor resultaba una contrafigura chusca a la magnificencia del Obispo frente al espejo. Ensayaba Monseñor, ante la incredulidad de Manuel, la mejor inclinación de la mitra sobre su noble cabeza; el sol relucía en el tejido de plata y su cruz pectoral deslumbró a aquel chico de Rueda, ¡qué poco imaginaba entonces que treinta años después su pectoral, su mitra y las rentas de su diócesis dejarían muy atrás a las de Monseñor!

El cabildo se impacientaba, y el padre Barzanallana, su director espiritual, había mandado a Manuel con la mitra como sutil indirecta ante la tardanza del Obispo. Realmente no había lugar para la prisa, la procesión eclesiástica con sochantres, limosneros, portacirios, portacruces, sacristanes, pertigueros, deanes, diáconos, niños de coro, sacerdotes regulares y órdenes concordadas... relucientes en sus ornamentos respectivos, se veía acompañada por la no menor asistencia de ediles, alcalde, corregidor, diputado provincial y senadores, representantes del Gobierno Militar, de la Comandancia, de la Judicatura local y nacional, de gentileshombres de cámara y curiosos sin remisión, caciques, paniaguados y sacabuches, cesantes y pretendientes, pendolistas y pisaverdes... a la espera del cortejo con diecisiete damas de compañía escoltando a la real persona.

 

La soberana, joven y regordeta, se hincó de rodillas sobre el cojín con las armas reales dispuesto sobre el reclinatorio, presta a escuchar el sermón de Monseñor:

—Nunca olviden lo que acaban de contemplar: la Monarquía más poderosa del mundo se postra ante un humilde servidor de Dios todopoderoso. Estos servidores, perseguidos y asesinados en la tierra, triunfan en el cielo. Dios, tan grande y tan terrible y al mismo tiempo tan bondadoso. Recibo la promesa real de constituirse en defensora de la Fe Católica.

Se dice que la celebración consumió diez mil botellas de vinos de Rueda y la Ribera. El padre Barzanallana, prototipo de navarro recio y sin embargo enemigo jurado del carlismo (por pleitos que tenía allá en su tierra) se llevó aparte a Manuel:

—Hijo, recuerda lo que ha dicho Monseñor, los servidores de Dios triunfan en el cielo.

—Pero Padre —respondió Manuel dubitativo— ¿no era un acuerdo entre Madrid y Roma lo que hoy se conmemoraba?

—Precisamente, Manuel, precisamente; hemos acabado con la ignominia de la desamortización, con la rapiña de los esparteristas, con los robos e incendios de los radicales. Hemos repuesto a S.S. Pío Nono a quien Dios guarde en el trono de San Pedro y hemos de ver metida en cintura a esta pobre España de nuestros pecados.

—Entonces, Padre ¿por qué esperar a la victoria en el cielo si aquí tenemos bien presente la imagen de toda una Reina de España de rodillas frente a Monseñor?

—Vaya, hijo, vaya, se chanceó el navarro; bien veo que tu visita a la cámara del Obispo no ha sido en balde. Así me gusta, a Dios rogando...

La frase incompleta, algo chocarrera para las costumbres morigeradas del Padre Barzanallana, representaba el dilema que le había acompañado durante su vida adulta. Rayano ahora en los cincuenta y cinco años, parecía mayor por las penitencias que se infligía y la llama de entusiasmo que le devoraba. Entusiasmo apostólico sí, pero también descontento «temporal» porque otros con menos valía que él habían llegado a más altos puestos; de hecho la mitad de la procesión de aquella mañana había desfilado orgullosamente delante de él y solamente su ascendiente sobre los jóvenes seminaristas que estaban a su cargo le ofrecía la ilusión de tener algún poder. Pero ¡si hasta aquel cura trabucaire, el Padre Arróspide, había pasado de secretear con Cabrera a sentarse en las antesalas de Palacio!

 

Precisamente en el patio del Seminario de Nobles, junto al Palacio de Liria, se celebraba la recepción, trufada de tenida, que cerraba aquel magnífico día para la Iglesia. Aunque poco amigo de tales actos no tenía otro remedio Barzanallana que acudir; aquél era su ámbito, el del Seminario, de donde confiaba lograr algunas generaciones de jóvenes doctos y píos que regenerasen un estado de cosas que él juzgaba a medias calamitoso y a medias culpable por asociación con intereses (los indianos, los políticos, los especuladores arribistas) pujantes entonces y tal vez siempre en el patio de Minipodio de la realidad nacional. El círculo al que se aproximaba estaba compuesto por lo más granado de la facción evangélica (los mantenedores de la indisoluble unidad entre Trono y Altar), y la palabra la tenía, como era común en estos casos, el mismo Arróspide. Bajito, cabeza redonda bajo chapela ancha, cejijunto y de barba cerrada, no le llegaría a Barzanallana a la barbilla pero podría levantarlo con una mano:

—Un día feliz —decía abanicándose levemente con el manteo—, feliz para nosotros y para el pueblo; solamente la unión del gobierno y de los pastores puede elevar al pueblo a su estado natural, alejándolo de la estéril palabrería de los que se llaman liberales. El mismo confesor de Su Majestad me ha comunicado que el Santo Padre prepara importantes documentos condenando la barbarie del pensamiento moderno y poniendo en claro cuál debe ser la postura de la Iglesia nacional como sostén del orden natural de las cosas.

—Espero con ansiedad ese momento, Padre —le respondió Barzanallana—, porque muy necesitados andan mis estudiantes de doctrinas claras y contundentes de Roma; esa mezcla reciente de preocupaciones temporales y pastorales no hace más que meterles extrañas ideas en la cabeza. Alguno había esta mañana que no sabía si el Rey era el Obispo y la Reina monja a sus pies, no me gusta esa maraña de cargos y prebendados que hacen parecer el camino de Dios covachuela de litigantes peleando por un puesto de subsecretario.

—Bueno —sonrió Arróspide—, seguro que vuestra buena dirección no deja que ninguno de los seminaristas vaya por el camino equivocado.

Era bien sabido que uno de los caballos de batalla del Padre Arróspide tenía que ver con su afán por inmiscuirse en la formación de los seminaristas; consciente de su escasa valía para el estudio, había usado siempre el camino de la fuerza o el halago (y aun ambos juntos) para prosperar en una trayectoria que le había llevado del somontano a las antesalas reales sin afectar a su fondo natural de hombre de campo taimado, cachazudo y vengativo, siempre dispuesto en sus propias palabras a «quedarme ciego con tal de que un tuerto no entre en el Reino de los Cielos». Los demás componentes del grupo, al oír este burlón ataque a la capacidad pedagógica de Barzanallana prefirieron cambiar el tercio:

—Siempre es agradable —interpuso uno de los canónigos—, contemplar la armonía entre la Reina y el Papado, y entre el Trono y su pueblo; pluga a Dios que el presente estado de cosas dure aún algunos años y las catástrofes de Mendizábal y Bravo quedarán como mala pesadilla para las jóvenes generaciones, en cuanto a nosotros ¡bastante hemos sufrido!

Todos entendieron que «el presente estado de cosas» se refería al gobierno de Narváez y concretamente a un hermano Gobernador Civil en Ávila que tenía el canónigo. Como hombres buenos que en el fondo eran, disculparon la torpeza del estilo y pidieron perdón mentalmente por sus pensamientos poco caritativos.

Así estaban las cosas en aquel Madrid de 1852, y Manuel, requerido para atender a los invitados recogiendo sus ropas y buscando coches de punto para los que debían salir hacia el extrarradio, escuchaba éstas y otras conversaciones, recordaba las lecciones del Padre Barzanallana y guardaba todas las cosas en su corazón.

 

Capítulo 3. Falta título

 

Tan suave como era la música resultaba estridente la iluminación del local, largo y estrecho, la una parecía brotar de allí donde la perspectiva unía las líneas, la otra atacaba por doquier; la intuición de que la penumbra sentaría mejor a las parejas sentadas junto a la pared y a la evidente semi ruina de las instalaciones no hacía sino acrecentar el sentimiento deslumbrante de las luces.

Sonaba Yo te diré de Enrique Llovet, pero sin rayadillo. Aquello animó a Rafael: ¿estaría en territorio nacional después de todo?

Un narrador muy posterior describió aquel local de la siguiente forma: la relamida rebaba de la botella de cristal, cuyo falso rutilo estalla en irisado piélago incendiado por el reticente rayo (ingeniosamente dirigido desde el reloj atómico del Instituto de pulso y púa de Monte de Piedad) al que un sistema de espejos polariza y monopoliza. Ese vaso vacío de curaçao que dejó sobre la mesa el milagro del círculo incompleto, redondo sí, pero con un a modo de portillo u ocelo que asegura la comunicación entre el alma del licor (¡mejor decir espíritu!) y el aciago bebedor que ni tan siquiera pudo alcanzar esa triste recordación del de absenta. El peppermint, el payperview, el culdesac... serrín en el albero y tres «recipientes diferentes» para residuos. Las mesitas del café se llaman veladores porque, antes de las ordenanzas sobre horarios de cierre, velaban toda la noche en el oscuro desierto; son antipáticos y sus planas cabezas polares se unen mientras las colas hidrófobas se alejan, algunos son también siameses y la estrecha unión de sus meninges requiere cirugía a veces mortal. Otrosí son ameboides y emiten un pseudópodo que hace caer al camarero novato. Conservan todavía el movimiento de precesión, costumbre de un tiempo ya pasado en que sirvieron de esfera para relojes de sol (siempre velando), mas otros dicen que el peculiar anadeo se ejerce por quimiotaxia, atraídos y repelidos por el café y la copa. El que osare turbar la platónica relación entre un velador y su harén de sillas será condenado a vagar, de uno en otro bar, sin hallar jamás reposo.

Esta interpolación, que dejo aquí por necesidades del capítulo, nos es muy útil para recordar que la misión de Rafael no era baladí, y que pudo tener una influencia considerable en otro mundo que de modo definitivo quedó clausurado en 1959.

 

La barra, poco poblada, estaba atendida por un mulato bembón y una improbable rubia casi albina; pidió café solo y una copa de ron blanco con hielo (el hielo en cubitos era una rareza en España aún mayor que el ron) al hombre y tendiéndole un billete demasiado potente le preguntó:

—He oído que por aquí vienen algunos españoles, ¿es verdad?

—Usted sin ir más lejos, señor —contestó zumbón el moreno—. Por aquí viene mucha gente a tomar las mejores margaritas y también algunos vienen con señoritas (¿era un repentizador el barman?). Usted sabe, españoles había más antes, ahora está todo lleno de gringos. Seguro que a quien usted quiere ver es al señor Calvo, está en esa mesa —señaló al fondo del local donde la luz era si cabe más diáfana, hacia un sujeto obeso cuya frente perlada de sudor se alzaba despejada sobre unas cejas notablemente atezadas, una nariz con circunvoluciones y el humo paciente de un habano sostenido en una mano enjoyada con sellos y solitarios; a su lado se erguía una mujer algo más joven que Rafael, cuyo rostro hastiado parecía requerir matinées de hipódromo, sesiones de masaje y veladas de cabaret... y probablemente obtenía todo aquello y más.

El magro kit de supervivencia de Rafael incluía unas tarjetas de visita en marfil con la leyenda Import-Export, una de las cuales entregó al señor Calvo junto con una reverencia ligeramente sesgada hacia la dama:

—Si no es molestia, señor Calvo, solo le robaré algunos minutos de su tiempo.

La desaparición de la partenaire parecía responder a una bien entrenada rutina, acompañada de una exhibición de languidez felina que a otro más cinéfilo hubiera recordado a la Mujer Pantera. Calvo hizo girar la tarjeta entre sus orondos dedos y respondió:

—Sánchez es un apellido muy común, y la importación y exportación casi una plaga en nuestros días, ¿puede ser un poco más específico?—. Aquel «específico» sonó como a remedio de botica, curiosamente a juego con el licor de granadina que parecía no estar consumiendo el sujeto.

—Sin duda, en Valladolid todavía se recuerda la casa Sánchez Bazas, y los géneros con los que trabajo son de tipo cultural, digamos, incluyendo objetos cubanos y recuerdos de intelectuales de un lado y otro del Atlántico (Rafael se había prometido incluir esta muletilla a la menor oportunidad, queriendo posar de convencional).

—Valladolid, claro... supongo que es usted demasiado joven para haber conocido a Onésimo Redondo.

—Redondo, dice usted, era cliente y contertulio de mi padre. Su muerte fue una de esas humoradas macabras de la historia pequeña, y de alguna manera la responsable de mi herida. Mire, don Lino (tal vez el cuarto ron le había soltado la lengua en demasía) usted sabe muy bien que a los 20 años no se puede elegir casi nada, y menos en una Guerra como la nuestra; tampoco he elegido el trabajo que me acaba de traer a Cuba, ni la situación política española ni lo que se cuenta de la cubana. Tampoco pude elegir a mis amigos, ni entonces ni ahora; salvo a Vicente Rojo, un soldado republicano que conocí brevemente en el frente catalán y que seguramente me salvó la vida. Me gustaría encontrarlo aquí en La Habana, con su ayuda (inclinó la copa hacia Calvo derramando unas gotas).

—Gracias por la confianza, supongo que no será del general Rojo de quien me habla. La colonia española es ahora mismo reducida, no creo que haya dificultad si es que ese Rojo desea encontrarse con usted. Ahora, sobre esos objetos culturales de exportación... —Rafael empezaba a experimentar una doble sensación, una cierta hipnosis ante el verbo mezclado de gallego y Caribe con el que Calvo acunaba la conversación y el déjà-vu de quien ha experimentado antes esa misma impresión y sabe que no anticipa nada bueno—... en un momento como el presente. Tras el Concordato y los acuerdos con Eisenhower, la entrada en la ONU y la pelea entre los católicos y los técnicos... cualquier cambio nimio en la relación de poder puede tener efectos acusados.

La sutil rubia se había acercado de nuevo a la mesa tras secretear un buen rato con la camarera, y se inclinaba al oído de Calvo:

—Tienes razón, Gilda —le contestó mirando a Rafael—, si el señor Sánchez no desea otra copa sería hora de despedirnos; tal vez pueda visitarme en esta dirección (la tarjeta que tendió tenía un aire de familia con la que le diera horas antes el taxista, tal y como la acompañante de Lino y la camarera también le parecieron ahora como hermanas, tal vez el alcohol, o el boat-lag le estaban embotando las facultades discriminatorias). Tengo mucho gusto en invitarle por el día de su onomástica, añadió al levantarse, mostrando un bastón mucho más ligero que el de Rafael.

En efecto, entre las muchas cosas que había olvidado estaba la fecha: 29 de Septiembre de 1956, santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. De vuelta al hotel le extrañó que Calvo estuviera tan bien informado de la actualidad española y sobre todo de su locuacidad. ¿Le había contado todo aquello como atención o como advertencia? ¿Había mencionado a Redondo casualmente o era una clave? Seguramente no tenía nada que ganar con él pero... la noche no fue particularmente cómoda.

 

Capítulo 4. Diácono

 

¡Adiós al seminario!, años de pequeñas intrigas, de afanes chatos como perseguir la mejor nota, lograr la aprobación del coadjutor, inventar pecadillos para la confesión, desconfiar de los compañeros, escuchar conversaciones privadas y fingir que nada se sabía de política, de cotilleos y otros temas impropios para un seminarista pero que, en realidad, constituían la base de sus capacidades para hacer carrera.

A Manuel le había impresionado sobre todo el contacto inevitable con la realidad, los pobres que veía en sus contadas visitas a las parroquias metropolitanas, los moribundos que encontraba cuando acompañaba al Viático llevando los Santos Óleos... y el contraste tremendo con lo que escuchaba al padre Barzanallana:

—Otra vez tenemos al espadón en el Gobierno —clamaba aquél—, estará contento el canónigo Lemus (era aquel insignificante prebendado del hermano Gobernador cesante bajo Bravo). Tendremos doble ración de azúcar, taza y media de ferrocarriles de Salamanca y de postre cable submarino, ¡invento del demonio!, si no tuvieran fortunas en Cuba maldito lo que les iba a importar a ellos si cable o soga.

—Pues, ¿qué es ello, Padre?—preguntaba paciente Manuel, aquella mañana de 1856 en que estrenaba sotana cuyo alzacuello aún le molestaba.

—Acabo de volver de Palacio donde ese mostrenco de Arróspide me ha hecho las más untuosas demostraciones de triunfo. Parece que el Ministerio ya está formado, solo confío en Pidal, que es un sabio y un cristiano, los demás son criaturas de Salamanca o de esos bancos extranjeros en manos de judíos. ¡Dios les haya perdonado! La última ocurrencia es algo que llaman el cable submarino Cuba-Estados Unidos-España, ¡6000 kilómetros para enviar telegramas! Si con 600 de vía se han hecho de oro todos esos terratenientes absentistas... total para saber más aprisa si su azúcar subió un cuartillo, cobrado en sangre de los esclavos negros.

—Padre, ¡esclavos en España! Dios no lo quiera.

—El mismo Dios que me dé paciencia para aguantar tu bendita inocencia, Manuel. No sé si ordenarte diácono sea buena idea, antes bien pienso en volverte a los párvulos, donde te encontré haciendo palotes. ¿No has visto tú mismo en las calles, en las zahúrdas, en los portales mismos de la iglesia a los desgraciados, a los tullidos, a los muertos de hambre? ¿Qué más esclavos quieres?, y éstos al cabo son nuestros, son blancos, no como aquellos. Pero poco tardará, si no me engaño, en descabalarse todo el tinglado, poco tardará.

En efecto aquella tarde tenía lugar la ceremonia de ordenación de Manuel, a la cabeza de cuarenta y ocho compañeros de su curso. No era mala la cosecha, se había vuelto a superar la medida de un postulante por diez mil habitantes, y entre Castilla la Vieja de donde era Manuel y la Navarra del padre Barzanallana daban casi la mitad. Aquella Castilla la Vieja que tenía casi olvidada y adonde regresaría ahora, a tiempo para las fiestas de la Asunción en Rueda, su pueblo o más bien el de su madre. Recordaba apenas las viñas viejas, las bodegas en las cuevas, el olorcillo acre o picante según la temporada y un sinfín de carros que llevaban lo que a él de pequeño le parecía una multitud infinita de braceros, hombres cetrinos y retorcidos los más, de tanto sol y tanto trabajo con las vides. Rueda tenía entonces casi más bodegas que almas, un castillo altanero y una iglesia grande de Nuestra Señora.

Muy pronto había ido a Valladolid y luego a Madrid, destinado a la Iglesia casi como promesa de su madre, entonces joven viuda que no estaba segura de poder atender a cuatro hijos. El padre había muerto poco antes de El Abrazo de Vergara y, previsor, dejó bien ordenada la hacienda de seis bodegas que las familias controlaban; la madre y la hermana no habían de pasar estrecheces, el hermano mayor, Gabriel, se haría cargo del negocio y el pequeño, Daniel, ya había sentado plaza de soldado. A Manuel le tocaba sobresalir en la Iglesia, abrirse camino desde Rueda hasta donde le llevase el Señor, pero nunca pararse, nunca.

La ceremonia, pesada como la metamorfosis de una oruga segmentada, le permitía engolfarse en estas cavilaciones sin por ello saltarse los latines que habían entrenado meses antes. Él saldría el último pues era el número uno, y eso quería decir quedarse en Madrid, seguir cerca del padre Barzanallana y tal vez conseguir alguna prebenda codiciada... por los otros. Manuel no se hacía muchas preguntas, tanto por inclinación natural como por consejo de sus superiores pero algo le decía que había otras cosas en la vida eclesiástica, la misión tal vez, o la predicación, acaso la enseñanza o el viaje a Roma.

El viaje era más corto por el camino de Segovia y luego a su pueblo. La madre estaba tan enlutada como él, tanto como la recordaba toda su vida, acaso más ceñuda o tal vez fuera que esperaba verla orgullosa por su nueva posición (ese orgullo contra el que tanto le habían prevenido sus profesores); la hermana, Maribel, casi una extraña, tres años mayor que él y todavía soltera aunque era lo que se suele llamar un buen partido. Si el hermano soldado y el cura se bastan a sí mismos, calculaba la gente, controlaría tres bodegas y pretendientes a su mano y dote no habrían de faltar. La dificultad era seguramente el cabeza de familia, aquel Gabriel que le llevaba ocho años y a quien temía como a un padre severo. Gabriel era hosco, orgulloso de su fuerza y de su capacidad de trabajo, arisco con vecinos y braceros, temeroso de forasteros y novedades; por lo que sabía Manuel distinto al padre, más cerrado, más solapado, más lento. Enfrentarse con él no debía ser plato de gusto para los pretendientes. La madre rezó con ellos y tras el rosario quedaron solos. Las noticias de Daniel, acuartelado en Cabezas de San Juan y los saludos del padre Barzanallana se agotaron pronto como temas de conversación; tenían que hablar del futuro.

—Yo estoy segura —decía la madre—, de que tienes buena cabeza y eres muy bueno, pero muy blando, no tienes picardía y no la puedes tener tal vez por culpa mía. Tu hermano maneja la casa con mano firme y a él te has de dirigir para lo futuro, pero ahora debes seguir en Madrid. Aquí te ahogarías y en otra parte no sabrías abrirte camino. Te lo digo por tu bien.

—Sé que lo pensáis todo por mi bien, madre, pero quisiera reflexionar un poco en casa, volver a conocer a los paisanos, volver a sentirme hermano de Gabriel y Maribel. Ya no soy un niño, y si no puedo llevar algo de consuelo y afecto a los míos mal podré hacerlo con los extraños, sea en Madrid o en Filipinas.

—Claro que sí —le respondió la madre con sonrisa que a él, de no ser su hijo, le hubiera parecido taimada—, lo que quiero decir es que aquí hay tan poco que ver... y no hables más de Filipinas, que no estás tú hecho para lazaretos ni misiones.

Si la broma hubiera estado en circulación por la época, diríamos que el desayuno del día siguiente fue «como el de un cura». Las flores de sartén eran algo que ya casi ni recordaba, y el olor y apresto de los manteles que su hermana sacó del arca —¿proyecto tal vez de ajuares nunca completados?— le parecieron más ricos que los ornamentos que había visto en aquella ceremonia donde Monseñor ofició ante la Reina cinco años atrás. Hasta la botonadura del corpiño parecía brillar más que aquella mitra plateada. Pero Maribel estaba evidentemente triste y procuró quedarse con la excusa de levantar la mesa y arreglar el salón bueno donde lo habían instalado.

—Insisto en que comas un poco más, seguro que el Seminario os daba caldo claro y penitencias, has debido pasar más hambre que los internos del Dómine Cabra. No hay más que ver esas ojeras que tienes, aunque serán de estudiar tanto para llegar a ser el primero de tu curso. Cuando lleves aquí dos semanas seguro que pareces otro. Esta semana próxima empiezan las fiestas y tienes que hacer buen papel cuando digas misa en la Asunción. Siempre ha sido el deseo de nuestra madre, yo creo que desde que enviudó, ver a su hijo misacantano en su pueblo, delante de todos. ¿Todavía no te lo ha dicho? —preguntó al ver la cara de sorpresa de Manuel, pues ya lo sabes, ve preparándote para el día 15. Os dejo ahora —comentó apresurada al ver llegar a Gabriel que para entonces ya volvía del campo—, tengo cosas que hacer en la cocina —pero su gesto era más de miedo que de prisa.

 

Capítulo 5. Falta título

 

La mañana era de resaca. Cuando consiguió enfocar la mirada tuvo la sensación de que el galán de noche (vacío) se había movido ligeramente, tal vez fuese efecto de la posición del sol que ya jugueteaba con las lamas de la persiana veneciana —con ese color siena terracota húmedo de Venecia y los postigos pintados con una capa resquebrajada de blanco roto, estucado de palacio señorial venido a menos. El tirador de fibra de palmera y la varilla plástica que permitía imprimir un giro imperceptible a las lascas entablaban fiera competencia sobre su perpendicularidad, acentuada por lo pesado del pomo torneado del primero frente al insignificante dedal del segundo; el plástico, no obstante, era un lujo aún reciente, y la mesita de noche contenía más: un teléfono inconsistentemente celeste, un cenicero con propaganda de un ron y un franciscano jarrón con florecillas. Pétalos y sépalos inclinados hacia la tierra como memento mori de la futilidad del esfuerzo humano, colores desvaídos y aroma ya precario antes de que el fuerte olor a tabaco que Rafael trajera consigo al acostarse lo impregnara todo de un acre uniforme. Fumaba ideales y antes de su completo despertar (para el que sin embargo le hemos dado tiempo de sobra) ya tanteaba en busca del paquete, arrugado (en una novela los paquetes de tabaco siempre han de estar arrugados), se detuvo aquejado por una risa temblona al recordar la extrañeza de los aduaneros que ayer, solamente ayer, se indignaban por el atrevimiento de aquel gallego que introducía varias docenas de paquetes de cigarrillos infumables en lugar de querer extraer más puros de lo permitido, pasatiempo inmemorial de los turistas. Cuando se ha estado en la guerra la toilette no preocupa demasiado, así que afeitado con navaja y vistiendo su mejor chaqueta blanca, la única que no le asemejaba a un camarero renco, se internó pasillo arriba en demanda de aquel prometido desayuno de 16 pesos. La resaca aconsejaba café puro y no copa, pero ayer había sido su santo y no se había entregado a la indulgencia de la buena mesa, así que...

En recepción encendió por fin aquel cigarrillo y se sorprendió al ver que Dulce María, en el turno de mañana, vestía un traje que la hacía parecer varios años más vieja.

—Mr. Sánchez —le dijo con un eucarístico bilingüismo—, hay aquí un joven que dice esperarle.

O él empezaba a imaginar cosas o aquel «un joven» estaba cargado de desaprobación entre homófoba y sugeridora de vicios. De forma atropellada irrumpió entonces Juancho diciendo que le enviaba el señor Calvo y que su coche estaba a disposición del caballero durante el tiempo que estimase oportuno (para lo que mejor se le antoje, dijo textualmente). Así que decidió comprobar si los planes que él tenía coincidían con su destino y dejó la iniciativa al conductor, quien al poco de abordar el más incongruente que nunca Ambassador bajo la luz tropical propuso acercarse a la Iglesia de los Santos Ángeles Custodios, cuyo sacristán era un buen amigo suyo y además español, aseguró; sin aclarar si la segunda característica daba más valor a la primera. El corto callejeo acabó en el extremo de la calle Brasil, cerca ya del mar, frente a una mole neo-neoclásica, de color gris y torrecillas apuntadas, triple tímpano en la portada y escalera guarnecida por una barandilla historiada. Juancho no parecía dispuesto a ejercer de cicerone y se limitó a escoltar a Rafael por una puerta lateral que, bajo el letrero «Salón Parroquial», conducía a través de un pasillo hasta una habitación abarrotada de publicaciones eclesiásticas, manuscritos polvorientos, algunos ajados ornamentos litúrgicos fuera de uso y una sorprendentemente nueva imprenta manual con tipos móviles cuya prensa parecía hacer gestos de reconocimiento al visitante, como si le constara su familiaridad con el trabajo de impresor.

—Pero esto, —señaló Rafael—, no puede ser seguramente la sacristía.

—Pues claro que no, señor, aquí es donde siempre vengo a charlar con Don Primo, su paisano y pariente lejano de Don Lino. Mientras llega le puedo adelantar algunas cositas de su historia para que le tome usted aprecio, siempre le hace sentir bien encontrarse con gente de su tierra y contar los sucedidos de la Iglesia a quienes nunca los han oído. Siéntese ahí mismo, aún tardará unos minutos en arreglar las cosas después de Misa de once.

Lo que le indicaba Juancho era la presencia real de lo que siempre había conocido como sillón frailuno, aunque nunca había tenido ocasión de ver un ejemplar con una morfología tan depurada; lo rodeó contemplándolo como el juez de una exposición canina miraría al futuro campeón, fusionando un ideal platónico con una imagen contingente.

—Pues señor... —empezó el cubano con lo que parecía una bien ensayada historia—, esta iglesia tiene trescientos años, aunque no se acabó sino mucho después, siempre ha estado, que yo recuerde, al cuidado de párrocos españoles hasta hace poco. Ahora solo queda Don Primo que lleva aquí cincuenta años, desde la guerra. Él nació antes del noventa y ocho, claro, y se sabe todas las antiguas genealogías.