NURIA AMAT

 

 

 

EL SANATORIO


 

 

 

Publicado por

ECONOMÍA DIGITAL, S. L.

Rambla de Catalunya, 98, 7è, 1a

08008 barcelona

 

© Nuria Amat

 

© de esta edición

Economía Digital, S. L.

 

 

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Solo la literatura puede proporcionar esa sensación de contracto con otra mente humana, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades y sus grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto le emociona, interesa, excita o repugna.

Solo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dirigiéndose a un destinatario desconocido.

MICHEL HOUELLEBECQ

 

 

Si no quieres estar en política, en el ágora pública, y prefieres quedarte en tu vida privada, luego no te quejes si los bandidos te gobiernan.

ARISTÓTELES


Vivo en un país enfermo y su decorado apunta que me tocará envejecer aquí y de ningún modo en la cafetería del World Trade Center de Nueva York, como eventualmente sería mi deseo, ni jugaré tampoco con la posibilidad de dejar mi cuerpo al cuidado de un gimnasio para jubilados en las playas de Florida, idea que por otro lado me repugna, sino en este Sanatorio ancho como un reino donde sus residentes, me refiero a millones de ellos, deambulan hostigando a todas horas el aire viciado del entorno.

El escenario en el que me encuentro, lejos aquel hermoso y apacible territorio de origen, ha terminado por convertirse en reducto artificial, monotemático, seriado y sometido a un eslogan teledirigido desde las alturas, día y noche, por cometas patrióticos.

Algo se mueve por debajo, decimos los callados, con tal de protestar contra la imposición autoritaria del nuevo tribunal inquisidor que nos acusa. Hambrientos de libertad y constancia, votamos por una pronta e inútil salida de este hospital de muerte sabedores de que el Presidente y sus cómplices pretenden dejarnos acorralados en esta balsa a la deriva eternamente.

Los callados, sometidos a nueva identidad del virus transmitido, conocemos muy bien el hundimiento que nos espera de seguir aquí, tal vez para siempre, porque una nube de intereses corruptos del estamento superior del Sanatorio, ahora llamado ESTADO, nos impide distinguir lo diferente de lo desquiciado; lo real de lo imposible; lo entero de lo fragmentado.

La ofuscación-deslumbramiento que padecemos, pues se trata de una misma clase de ceguera, no deja de atormentarme tanto más porque su germen y seguimiento proviene de una masa indeterminada, en agitación constante, responsable del virus de delirio mental como de la infección generalizada que sumirá a este Sanatorio en el aislamiento más profundo durante años. Muerte en vida es la que padecemos, propia de toda tendencia masiva instituida contra la humanidad pensante.

Los callados, como en los tiempos más oscuros de la Historia, somos enemigos de la masa.

La masa se consolida en un bloque unitario que impide cualquier transgresión. La masa juega con poseer la verdad única a su favor gracias a haber sido cocinada durante años a partir de un compuesto de artimañas, sobresaltos, fraudes y fingimientos miles. La masa no oye ni ve lo que no quiere ver ni oír. Lo privativo de la masa consiste en inventarse un enemigo específico y devastador. Por tanto: ficticio. Inventado. Solo esencial para dar fundamento a la masa.

La masa es el infierno del poder. El puño del dictador. El loco de la razón pura.

Por todo lo cual, me permitiré desde ahora mismo ir apuntando mi percepción silente de la realidad en este encierro en el que he sido abocada, ya que estaba allí, era mío y no tenía otra elección siendo yo misma una más de los residentes silenciosos metidos todos sin darnos apenas cuenta en este Sanatorio de muerte, tan astuta y lentamente construido desde hace ya más de cuarenta años.

 

 

Yo misma debo de estar enferma de densidad porque repito la palabra “todos” sin nada que lo justifique como si los residentes fuéramos una familia inseparable cuando por el contrario estamos, mal que nos pese, divididos, por obra de su Presidente y adeptos, en dos grupos contrarios a fin de que quienes alientan el virus separador logren sus objetivos de excluirnos definitivamente.

Yo misma debo de estar enferma de inquietud dada mi urgencia en atacar toda demagogia e imposición populista, y decir lo que pienso, escribir lo que pienso, cantar lo que pienso y cuando lo considero necesario, gritar a voces lo que pienso. Algo realmente insólito aquí donde la voz del amo es el credo de religión dominante en este Sanatorio manipulado por un estamento superior, bajo el cual, por razones de sus normativas patrióticas, los súbditos del Presidente en cuestión deben manifestarse en masa y vociferar en masa y desfilar como los que más en masa, mientras el individuo pensante ha dejado de existir salvo si pertenece al bando de los callados, insumisos por tanto al régimen chapucero y, por demás, marginados. De lo que se comprende el esfuerzo de algunos de los callados por mantener en alto la verdad, elevar en lo posible la voz legítima y parodiar a esos títeres del fanatismo mental.

Al ser considerada mi voz particular, la mía propia, un extravío de la razón, soy calificada por ello como voz discordante y enemiga del pueblo. Así que, como dice mi amigo Jan, la mejor manera de resistir en este hospital de muerte es enmudecer y aguantarse.

Tampoco nos importa demasiado ser los callados del Sanatorio. Y también los arrinconados del Sanatorio. Y aun siendo nosotros, los no contagiados por el virus, recluidos entre la masa de infectados, los charlatanes del sistema prefieren ignorar que existimos. Así que vivimos abrumados en nuestros propios vómitos y, como es de esperar, callados a medias, que es el modo más efectivo de resistir al opositor e ir alcanzando algunas de las metas propuestas. Entre ellas, damos al hecho de pensar por nosotros mismos un valor asombroso. La soledad no la podemos evitar. Es nuestra piel de estatuas. Pero llegamos a comunicarnos de modo subterráneo, debo admitirlo, y bastante eficaz para lo que pretendemos. Ganarlos, tal vez. Destruir el Sanatorio mortífero. Quién sabe.

 

 

Jan, el jurista, es uno de los mejores atletas del pensar en contra del espantajo político y social que soportamos a diario. Mucho tiempo antes de ser prisioneros de la plaga nacionalista impuesta por arte de birlibirloque, Jan anunció que los verdaderos enfermos eran ellos, los dirigentes de la masa, definidos por sus delirios de grandeza, personalidad lunática y poder de decisión manipuladora sobre miles o millones de personas, obedientes a la Causa, con la excepción de los otros, los nuestros, los callados, los adversarios al profeta prometido que dicen vendrá a salvarnos de la patria por ellos secuestrada y, al peor estilo Ulises, nos conducirá a su tramposa Ítaca prometida.

Fue Jan el primero en difundir su teoría sobre la masa-nuestra-infame que nos gobierna. La masa, dijo, necesita una dirección que la conduzca al precipicio. La masa está en movimiento y se mueve hacia algo. ¿Hacia dónde? Al despeñadero de la inanición, lo más seguro, de hacer caso al efecto masa y poder y las estrategias de control mediante las cuales gobernantes y líderes políticos pueden dirigir a la concurrencia. Y para que la masa prevalezca es fundamental la presencia de una meta común, llamada sentimiento irracional, que se sitúe por encima de las metas individuales de los integrantes.

¿Cuál? Jan dijo que no podía contestar a ciencia cierta. Que ni los separadores del Sanatorio saben lo que realmente quieren aunque consigan maniobrar con precisión emotiva extrema a sus partidarios recién improvisados. Una serie de gregarios imitadores convertidos a la Causa en un tiempo récord. Inaudito, a decir verdad. Y al mismo tiempo, fácil de entender puesto que el imitador, a pesar suyo, justifica la devoción al credo de los dirigentes en un sentimiento de amor a la patria, de por sí, viciada y corrompida.

Como se trata de un sentimiento patriótico, diabólica espina nacional, lo más seguro es que sea la meta del desastre, pues el sentimiento separador dictado por ese loco mesiánico que ha tomado el poder a golpe de ordeno y mando, actúa como elemento de cohesión de la masa siempre y cuando sea una dirección común e inalcanzada.

¿Cómo es posible que una parte importante de enfermos inoculados por el virus patrio puedan ignorar hasta qué grado se encuentran engañados por la masa y sus dirigentes?

Esta pregunta quedó de momento sin respuesta.

Con esto quiero decir también que no todos los enfermos, pasivos o activos, dependiendo del efecto del virus separador, somos iguales. Es cierto y comprobado. Pues lo que pareció empezar como jugarreta de unos descerebrados y su corte de chupadores del régimen ha logrado dividir el Sanatorio en dos bandos contrapuestos. El de uniformados charlatanes que, dada su devoción a desfilar con botas, música y banderas más parecen batallón de ejércitos de liberación nacional que personas en sus cabales y, de otra parte, el bando de los callados, de pensamiento abierto y múltiple, como hemos continuado siendo durante siglos incluso ahora engullidos por la fiera nacionalista y resignados hasta cierto punto a sufrir los esputos de la bestia.

Lo más triste de la división de los residentes en dos frentes opuestos es haber conseguido borrar del mapa un territorio en el que daba alegría vivir hasta la llegada de la degradación de la plaga vírica de la que aquí, como verán, voy tomando nota con la paciencia de una confidente incómoda.

 

 

 

Hermoso lugar, disculpad la nostalgia, en el que cualquier ser ávido de cultura y libertad se desvivía por venir repetidamente o pasar temporadas más o menos largas en un intercambio firme de energías descubridoras y siempre renovadas amistades. Pero la masa, teledirigida con manipulación astuta, ha logrado lo que de momento buscaba. Cerrar puertas a otras visitas que no sean las propiamente turísticas, multitud más alegre, si cabe, pero también más ligera, ramplona y presa del circo urbano que los dirigentes nacionalistas mueven como artefactos de feria. De modo que, contagiados por el altar mayor, se ha visto a turistas extranjeros enarbolar algunas de las banderas concebidas por los zafios cabecillas asamblearios como quien empuña la camiseta de algún jugador famoso, pero, en este caso, lo hacen sin tener remota idea del signo identitario que estaban ensalzando.

Como es propio de tribus arbitrarias, solo se acepta, en tanto que aire exterior, la llegada de extranjeros en grupo, es decir, controlados, uniformados, ordenados, y a los que se les permite pasear incesablemente en autobuses turísticos por todo el territorio desbordado por esos gigantes rodadores peligrosos que nos avasallan a diario. En el hotel de la muerte, visitantes llegados de no se sabe dónde pululan todo el tiempo como hormigas, con sus maletitas de ruedas arriba y abajo por las calles sin hacer otra cosa que moverse. Y resulta patético que nos hagan sentir igual a monos de zoológico, mientras observamos con mal humor los movimientos de los paseantes del mundo ajenos al cordón clausurado del Sanatorio, si bien, distraídos a ratos con la bufonada folklórica constante con la que los dirigentes pretenden captar adeptos a su Causa.

Y aquella cultura de antaño, que era agrado de la población mundial, ha desaparecido por completo para dejar en su lugar un páramo de parque de atracciones desvencijado y caduco.

Con todo, el espacio natural del Sanatorio sigue siendo hermoso, vacío de miras, sin alma, yermo de pensamiento, pero todavía atrayente pese a las agresiones de los sabuesos del presidente por dejar a su paso marcas de la Causa separadora y movimiento ideológico correspondiente, en ciudades, pueblos y paisajes. Por cada conversión de un no nacionalista a nacionalista se llega a pagar un precio en oro, en verdad histórico. Y es con el dinero de todos que aquí se compra a diario tanto a practicantes como a conversos.

Como auguro que me tocará envejecer y tal vez terminar mi vida en este hospital de muerte, me permito detenerme un rato en su vista panorámica y su mar. Su mar, lo que más echaré de menos cuando deba irme definitivamente.

El clima es privilegiado. Siglos atrás, artistas reconocidos llegaban de todas partes a disfrutar de su cielo transparente, nítido y una temperatura afinada que les permitía alimentar su ansia de arte y pensamiento. Dejaron de venir. Desaparecieron por completo. La cocina autóctona, considerada una de las mejores del mundo, quedó convertida en catálogo de productos artificiales destinados a turistas adaptables llegados de los barcos, aviones o trenes correspondientes. La arquitectura del Sanatorio siempre tuvo fama de brillante. Universal, incluso. Me refiero a la que todavía se mantiene como santo y seña de lugar de culto internacional. Al fin y al cabo, la piedra carece de pensamiento propio y lo ya construido no perturba, por ahora, el proyecto de desconexión mental propuesto por las autoridades separatistas para irnos en masa a no se sabe dónde. Lo grave y que en verdad está sufriendo un deterioro flagrante, dada la falta de ingresos malgastados en corruptelas, comisiones ilegales y propaganda partidista, son hospitales, farmacias, bibliotecas, escuelas, museos, universidades y establecimientos públicos adyacentes más parecidos, ahora, a cocheras de máquinas averiadas que a centros de salud sanitaria y de recuperación intelectual.

Al Sanatorio sus dirigentes lo han dejado en bancarrota, robado el dinero público, el nuestro, el de todos, para su particular disfrute, y la parte sobrante han determinado gastarla en propaganda fraudulenta del virus separatista contratando a tal efecto, por un valor de millones de euros, a empresas publicitarias internacionales de renombre.

Si he dicho que el Sanatorio es grande como siete pueblos, me he quedado corta. Su tamaño, visto desde el aire, medirá como mucho unos tres o cuatro milímetros de un mapamundi clásico, pero contemplado desde tierra tendrá una longitud aproximada de un millón seiscientas mil personas colocadas en forma de cadena humana de un extremo al otro. Puedo asegurar que es así porque megáfonos y artefactos televisivos del partido en el poder nos fueron atormentando durante semanas con esta visión de cabezas en posición de fila india y compostura de hurra y felicidad impostada. A mí lo que de verdad me importa son los millones de personas del Sanatorio que incumplimos las órdenes de los dirigentes y acólitos en el poder fascinados con la humorada de asaltar calle y paisaje para medir todo el territorio patrio a base de calcular el número de pies enfilados de los enfermos más obstinados y el máximo número correspondiente de cabezas humanas en su carrera del despropósito separador. Más excitados por la ventolera soldadesca que por el entusiasmo de querer no se sabe qué.

El mar. Insisto. Un mar, de azul generoso, nos abraza sin modestia mientras hace guiños de reprimenda a los invasores de costas que dejan sin reparos sus cagarrutas de edificios para que la eternidad los pudra.

Una zambullida en este mar compensa cualquier historia de amor o desamor. Lástima que la desidia bajo la que estamos encharcados apenas si nos permita tocarlo.

Familias divididas, matrimonios rotos y amigos que van dejando de serlo es otro de los regalos de la Causa delirante que nos oprime hasta la enfermedad crónica con la que se augura, moriremos.

Disponemos, sin embargo, de nuestros recursos para continuar resistiendo. Entre ellos, un apacible estado de ánimo natural de certezas diáfanas y un atril de reunión misericorde y justo.

 

 

Los excluidos de las cornetas patrióticas cotidianas estamos solos, abandonados a nuestra suerte, pero no pasivos. Algunos de nosotros contamos con nuestros lugares de encuentro-secreto alejado del espectáculo nacionalista avasallador. El cementerio, por ejemplo, es uno de los espacios preferidos de reunión en el Sanatorio, donde por condiciones obvias, resulta más fácil hablar y respirar que en cualquiera de las librerías y centros públicos, confiscados por la Causa. Bajo el reparo de las tumbas, es poco probable que aparezca, como por encantamiento, uno cualquiera de los muñecos parlantes del todoporlapatria y tampoco suele ser lugar preferido de visitantes descuidados. Aquí conversamos sin levantar la voz buscando alguna feliz idea que permita proteger este hospital de una destrucción irreversible y devolverlo a su lugar de siempre, si ya no para nosotros, los tocados y hundidos, acaso tal vez para nuestros hijos, a quienes los dirigentes de la desconexión despojaron de toda posibilidad de recuperar la libertad democrática conseguida con tan inolvidable esfuerzo.

¿Qué es un dictador ahora?, pregunto.

Y por si a alguien se le ocurriera sospechar que los dictadores habían sido eliminados del planeta, una vez vencidas las grandes masacres mundiales de la Historia, insisto en la pregunta.

Dictador, dije, sigue siendo todo sujeto que abusa de su superioridad y se arroga el derecho de gobernar con poderes absolutos sin someterse a la ley. Un dictador en casa. Una dictadora en la oficina. Un dictador en el Sanatorio. Un dictador emocional. Un psicópata.

Descubro a mi reducida audiencia un recorte informativo sobre el actual Papa de Roma avisando a la Humanidad de que muchos profetas y dictadores después de autoproclamarse Mesías instauraron totalitarismos que cambiaron el mundo de un modo destructivo.

¿A qué os recuerda esto?, pregunto entre las tumbas.

No te pongas ceniza, dice Estrella.

Se dedica a saltar de una sepultura a otra, micrófono en ristre, buscando la frase de la tarde. Destila optimismo por ojos y orejas y es, entre los silenciosos del grupo, la más insolente y provocadora cuando se trata de vapulear a los charlatanes y sus consignas populistas que remachan por los altavoces a ritmo de millares por día. Hemos aprendido a taparnos los oídos y evitar la intoxicación mental que nos producen gritos y bailes callejeros, además de los canales de televisión y radiodifusión de la Causa, entregados a envenenarnos día y noche a base de inyecciones de propaganda patriótica y otras terapias separadoras perversas sobre los objetivos que persiguen nuestros secuestradores. Ya saben: un convertido más a la Causa vale su precio en oro.

Dan ganas de ponerse a vomitar entre las tumbas y, por supuesto, lo hacemos varias veces por semana sin avergonzarnos de ello, si finalmente somos enfermos y, como enfermos, nos tratan nuestros raptores y sus agentes sanitarios; así que seguimos vomitando entre las tumbas como medida de seguridad interior, mientras Estrella se ocupa de baldear nuestras vomitonas haciendo con ellas unos trofeos de guerra variopintos que cuelga en la red, dando por hecho que estos gritos de auxilio, llamados vómitos, son mensajes metidos en una botella con destino inútil, lo que tampoco le importa ni le impide llamar hijodeputa al representante de la Justicia superior del gran Sanatorio responsable de propulsar leyes aberrantes contra el derecho al aborto; por ejemplo, cuando desde muchos años atrás, vencida otra dictadura hostil, este asunto de la legalidad del aborto estaba democráticamente solucionado. Y punto.

Estrella es de las que no se acobarda cuando le escribe a bocajarro al representante de la llamada Justicia del Sanatorio y le espeta, el do de pecho siguiente:

No te tires a más mujeres y sé fiel a la tuya que sabemos que no lo eres y deja que las mujeres hagan con sus cuerpos lo que les dé la real gana como han hecho cientos de conocidas tuyas y quién sabe si tu misma mujer-esposa cuando iban a abortar a Londres y luego a confesarse por haber abortado y de nuevo a abortar a Holanda para acto seguido volver a confesarse de haber abortado y viva la hipocresía que da asco y pena mientras nos siga gobernando la reina hipocresía a la derecha y a la izquierda así que en una palabra la ley está hecha para los ricos y los pobres que se jodan.

Y los puntos en las frases de Estrella son tan inexistentes como su sueño de que este virus patriótico se vaya a extinguir un día, por eso dice que habla desacralizando discurso, territorio, argumento, y que escribe, dice, en una jerigonza de sacristana pecadora pues a decir verdad, y esto es también terrible, nos han secuestrado la lengua y encadenado el lenguaje a un silencio verboso, lo que significa que para comunicarnos los callados nos vemos obligados a devolver el habla a cualquier otro lugar donde no se encuentre contaminada por la violencia normativa acusadora.

Estrella lo explica a su modo:

Si no escribo con la lengua de los niños no me entiendo ni logro hacerme comprender por mis colegas.

Y tiene razón nuestra vigilante del faro de liberación del Sanatorio en su manera de escribir, despedazando el lenguaje, cuando yo demoro día entero o más en lograr dos frases con sentido, estructuradas según mi modo expresivo particular para mantener una forma de decir capaz de derribar la demagogia cosificada del monolenguaje sanatorial.

Estrella acaba de culminar con éxito una friolera de mensajes que colgará en la red como ofertas de regalos nunca concedidos. Leyéndolas en voz alta, nos morimos de risa entre las tumbas.

Vicente, el gramático, muy preocupado por nuestra salud mental, cada día más debilitada, avisa de que a fuerza de entrar en la red corro el riesgo de terminar como Estrella, quedándome en un lenguaje de signos simiesco, impersonal y perjudicial para poder reflexionar con parsimonia.

Trincando el lenguaje, dice.

El gramático considera que esta forma descuidada y apretada de escribir una jerga no debe verse como revolución sino como dejación cautiva del inconsciente. Sigue Vicente con que en el mundo se ha desatado un cinturón internauta que permite medir el perímetro de la bola y se desenvuelve con una mórbida obesidad poblada de peritoneos. El cuerpo de la escritura llega así a unos dominios orgánicos en los que decir con precisión es un imposible y redactar con amor, una quimera.

Me gusta, digo.

Vicente es de los que cuando se pone a escribir un libro embiste como un toro en la plaza de la página.

 

 

¡El Sanatorio está muerto!, hemos pregonado hoy a pleno pulmón cuando regresábamos de las tumbas.

Por calles y plazas, el silencio de la noche deja sonar los ronquidos de pacientes flemáticos y el run run de las calderas de invierno. Hace frío aquí. Y el hundimiento de esta balsa a la deriva agrava nuestra posibilidad de muerte. A esas horas cuesta distinguir un cuerpo vivo de un cadáver. Lo sabemos. Pretenden eliminarnos despacio, sin que nos demos cuenta. Nos dejan sin voz y a merced de disparates parlamentarios y grotescas farsas políticas que recuerdan demasiado al montaje y movimiento de pesebres navideños. Así es como se presentan públicamente y departen presidentes y adláteres. Varios miles de individuos en total que disfrutan de una hacienda tributaria para su gusto y consuelo. A cambio, nos prohíben hablar en la lengua no normativa a la impuesta en el Sanatorio. Y la imposición de pensar, hablar, escribir solamente en la lengua única decretada, de las dos posibles y propias, nos produce un rechazo viral para el que nadie está preparado. Parálisis física, sumada a inapetencia mental de pasajeros acorralados en un viaje al naufragio, parece ser el destino que nos espera. Así que las alucinaciones que sufrimos los callados, según dictamina el diagnóstico de los cabecillas del movimiento, en parte son ciertas y en parte, simuladas.

Cuando la lucidez me asalta, admito creer que algún día no muy lejano el Sanatorio volverá a ser aquel espacio culto, rico, libre y entusiasta que nos han robado. Vana quimera.

No lo veremos, dice Jan, el jurista. Dudo que podamos verlo.

A Jan y a mí nos reconforta pasear a oscuras por la ciudad dormida. Pocas son las distracciones que podemos tener aquí. Deletreamos las calles con nuestros pies inciertos. Caminamos como sombras. Negruras andantes cómplices de prescindir por un rato de la soledad más demoledora.

Nada de amar a un pueblo. Se ama a los amigos. Nada de amigos devotos de patrias. Los amigos son pocos. No busques más. Los amigos son sombras engañosas. Están y no están. No te fíes. Muchos se han ido y solo quedan sombras.

Camina unos pasos detrás de mí. Nos gusta el paseo hacia ninguna parte. Merodeo constante. Caminar aviva el pensamiento. Podemos caminar en silencio, hablando sin palabras. Quiero decir, las palabras van solas y nosotros seguimos tras ellas con nuestros cansinos pasos callejeros. Jan cuida mi andar protegiendo mis frases. También él vomita tanto como yo vomito.

Son avisos socorridos de angustia. Nos vaciamos, y ya está. Vuelta a ser nosotros. La mujer de Jan murió el año pasado. Y los que la conocimos rehusamos olvidarla. Nuestros muertos nos acompañan siempre. A decir verdad, cuesta separarlos de los vivos. Porque si olvidamos a los que se fueron, ¿quién se ocupará de nosotros?

Están siempre en movimiento. En el centro de la ciudad. A mi lado. Hermanos de vino y leche que me hacen pensar en lo humano que se han llevado.

Ahora es cuando deliro para cortar el fuego del presente. Abrasa el recuerdo. Y hay que revolver ascuas y cenizas del algún modo.

Si te oyen decir lo que dices cuando crees que nadie puede oírte, te tomarán por loca, dice Jan.

Suele ir vestido con traje y corbata como dando a entender que otra ilusión en nuestras vidas arrebatadas se vislumbra en el horizonte. Pero cuando se queda sentado frente a una mesa y con la cabeza gacha, como si le doliera el cuerpo, parece un funcionario del más allá.

También es nuestro informante secreto. Las reuniones en las que Jan no está se desdibujan como programas de otros mundos. Y nosotros ni fingimos ni soñamos. No creemos en ficciones. La realidad es nuestro apoyo más seguro. Lo siento. Solo la verdad es prueba de que todavía existimos.

¿Cómo es posible que una de las poblaciones más cultas, modernas e ilustradas haya caído en una regresión aniquiladora?

Es Vicente, el gramático, quien responde con otra pregunta:

¿Cómo se entiende que el pueblo más avanzado de Europa inventase el nacionalismo völkisch?

El misterioso caso alemán, lo llama.

La apuntadora de esta noche señala que se trata del primer movimiento nacionalista, o tribu urbana, basado en una especie de romanticismo conservador de amor absoluto por la patria al considerar que los humanos están esencialmente «preformados» por lazos de sangre.

Los völkisch tuvieron gran influencia en el desarrollo de la ideología del nazismo. Trágica constatación. Y es otro de los inventos perversos con los que juega cualquier nacionalismo separador.

 

 

Es notorio para todos aquí que el aire étnico y de esencia cultural-folklórica del Sanatorio está viciado de hecatombe. Nos movemos como presos condenados a la violencia sumida del ambiente. Festivales y circos patrióticos se suceden a diario. Gritos y amenazas de separación eterna están a la orden del día en cualquiera de las áreas en la que deambulamos los enfermos. Nos acostamos con una fanfarronada para despertarnos con otra provocación peor que la anterior. Servicios secretos del Sanatorio acaban de destapar la noticia de que aquí no solo se suicidan los locos sino también los más vulnerables.

¿Cada loco es un suicida? ¿Quién crea al loco? ¿Todo ser vulnerable deviene loco?

No estamos aquí, dicen los más sensatos. No existimos.

En el Sanatorio está mal visto pensar. Pero no consta que sea prohibido matarse. Más bien da la impresión de que somos inducidos a ello. Presidente y súbditos acuerdan justificar el acto suicida como otro accidente natural de las cosas dado que se trata de seres con espíritu especialmente sensible. No preparados para una vida idiotizada. Es decir, a su interesado modo de ver, ajenos a la realidad de la ideología separatista.

Enrique, el filósofo, lo ha repetido cien veces:

Nos suicidamos diez personas cada día.

Lo ha dicho como muestra de solidaridad con los afectados por la crisis y la desesperación vital.

¿Vivir la vida verdadera?

Nos la jugamos hablando. Pero ¿qué importa? El loco no puede explicar lo que le está ocurriendo.

A tono con lo dicho, Estrella ha propuesto recoger firmas de un manifiesto suicida.

Quien quiera entender, que entienda. Esto no es una asamblea política, ni mucho menos. En realidad, nos estamos informando todo el tiempo por hilos incorpóreos. Ni tan solo tenemos obligación de vernos. Tal vez solo nos dediquemos a hablar con muertos. Los versos y las piedras.

Me huele que vamos a morir de odio y frustración contra el Sanatorio. No se salvará ninguno.

 

 

Es difícil tener amigos aquí. A los amigos, algunos de ellos, los hemos ido perdiendo a medida que la masa se ha ido fosilizando en un delirio sentimental de nacionalización patriótica y alucinación identitaria. Los charlatanes configuran nuestro esperpento cotidiano. Dejar de ser para ser no se sabe qué. Y aun no siendo nada, como realmente somos, vecinos y conocidos se convierten de pronto en policías furtivos de nuestras vidas entregados a reconvenirnos donde quiera que nos encontremos. Se trata de una censura muy sutil pero no por ello menos agresiva. Nos transforman en entes invisibles. Dejamos de ser para ser nada.

Con todo, nuestros hijos han sido los más perjudicados del proceso vírico. Han terminado por huir del hospital de muerte ante la imposibilidad de tener vida propia, pensamiento propio bajo los principios demócratas y tolerantes de la sociedad moderna.

Pero, no. Lo saben. El espíritu que impera aquí es del siglo decimonónico.

¡Venid!, les ruego desde el atril. ¡No se os ocurra volver!, les suplico.

El amor nos convierte en contradictorios.

Por fortuna, la historia terminará juzgando a estos canallas por su pretensión lograda de liquidar un pueblo, he terminado por declarar esta noche ante el atril.

No he sido valerosa. Solo insolente.

Al momento, surge el apuntador a darnos la peor noticia:

El bueno del alcalde ha sido condenado a una prisión militar sin juicio previo. El líder de la oposición sufre entre rejas una huelga de hambre indefinida.

Y, sin embargo, un triste suceso local como el ocurrido hoy logra ser noticia internacional y lamentable. No perdamos la esperanza. O si. Quién sabe.

Es posible que este Sanatorio funesto vaya a perdurar otros treinta años más y nos muramos de indolencia indefinida sin conocer cómo termina la historia, he dicho.

Hay quienes pasan semanas enteras imaginando la mejor manera de escapar de este encierro. Algunos lo consiguen mientras que otros, presos de un desaliento mayor, van desapareciendo de este mundo por etapas. Mueren de liberación personal justificada. Así prefieren llamarlo.

Yo misma lo he intentado en ocasiones. No morir. Sino acompañar la muerte. Siquiera mentalmente. Caen sobre mí pensamientos suicidas que a la manera de retratos imprecisos llegan a ensombrecer la idea de la muerte misma. Vidas perdidas de víctimas inocentes que se dieron muerte por extenuación, desahucio, agotamiento… y debido a las cuales se han conseguido pequeñas limosnas a la población por parte de los Bancos del Sanatorio de quienes finalmente dependemos, aunque menos que de los dirigentes corruptos que los maniobran, consternados, al parecer, de tantas muertes por desesperación económica.

Por mucho que el Sanatorio proponga maquillar de accidentes mentales las huidas a otro mundo, sigue siendo el suicidio, y no el ébola, el escorbuto, el crimen, el tráfico ni la tisis, la primera causa de muerte no natural de nuestro encierro, cuando, a decir verdad, lo que se espera de un Sanatorio es que auxilie y restablezca a los enfermos allí depositados.

Tatiana, la científica, lleva la cuenta diaria de estas muertes.

Doscientas cuarenta personas de promedio intentan suicidarse cada veinticuatro horas, entona delante del atril, dueña y señora de su voz cantante.

Qué me dices, Tatiana.

Me pasa sus papeles, bajo mano, no vayan a descubrirla soltando verdades en un lugar donde domina la mentira. Me echarán del trabajo. Lo sabe. Teme la alarma social que su confesión pueda ocasionar a los residentes, pues un suicidio lleva a otro, como una guerra a otra, de mayor violencia o duración. Contagio continuo del que estamos más que acostumbrados gracias al virus incitado por los inventores de la Causa.

Con Tatiana calificamos estas muertes de asesinatos. Sin más. Hoy lo denuncia también un periódico extranjero.

Enseño la página del Financial Times. La descubro como un premio.

Mis oyentes se alegran por un rato. Bravo, exclaman entre dientes.

Para los dirigentes toda voz extranjera es enemiga de la Causa. Resulta hasta gracioso el modo en que nuestros secuestradores califican públicamente a los que cantan verdades:

Son malos, dicen. Los extranjeros son ruines. Nos odian y codician.

Y se quedan tan contentos después de soltar sus frasecitas insustanciales.

Tatiana lee en voz alta que este Sanatorio está siendo otra de las vergüenzas mundiales. Tiene apuntado que en el año 2013, tal día del mes de enero, un hombre de cincuenta y siete años se quema a lo bonzo en medio de la calle por motivos de dificultad económica. Llevaba en el bolsillo la orden judicial por la que iba a perder su pequeño negocio. También la quema.

Una mujer, madre de seis hijos, se quita la vida tras ser desahuciada por una deuda de novecientos euros. Y sigue con una lista de sucesos terribles.

Sin maquillaje, el Yo de la ficción prescribe.

Esto que guardas en tu mesa, Tatiana, es una enciclopedia de métodos suicidas: ingesta de psicofármacos, dices, disparos, dices, salto al vacío, dices, degollamiento, rotura de venas y qué se yo, dices, y luego te quejas de no dormir de noche. Tu libro de cuentas del Sanatorio suma la friolera de un total de cuatrocientas cincuenta muertes en un año.

Enrique, el filósofo, responde que las maniobras obscenas con las que los dirigentes tratan de asfixiar nuestra mente y consumir nuestras emociones están copiadas de las operativas instituidas por los temibles regímenes estalinistas, balcánicos, coreanos o incluso chinos pues en verdad son un batiburrillo de viejas y desdichadas estrategias del terror y de fascinación patriótica con la que los mal llamados salvadores de la patria y del espíritu nacional se dedicaron a destruirla hasta llegar a límites de criminalidad terrorífica de la humanidad.

Anteponer provincianismo a cosmopolitismo, patria a cultura, división a pluralismo, lengua a libertad, manipulación a verdad, junto a las promesas de un hombre nuevo, una mujer recuperada, un país utópico son algunos de los eslóganes de venta y publicidad de este Sanatorio fundado en medias verdades y mentiras históricas copiadas de los peores ismos de la calamidad terrena.

Embaucadores, digo. Fulleros. Petardistas.

Para algo es útil el diccionario de sinónimos. Nuestra arma es la palabra. Y el silencio: una prueba irrefutable del fuera de lugar que padecemos.

De igual modo que nos jactamos de no sentir amor por la patria tampoco se nos ocurre odiarla, al ser propio de callados, activos o pasivos atribuir a los charlatanes su falta de reflexión, acaso por el exceso vírico de emociones identitarias.

Como puntualiza Juan: la patria es la madre de todos los vicios.

 

 

Quede manifiesta, antes que nada, la ausencia de resentimiento o aversión de los callados hacia los secuestradores de territorios. El odio se suele fundar en el miedo y no es miedo lo que sentimos hacia los vociferadores de ideas separatistas. Por el contrario, consideramos que el sentimiento de rencor de ellos hacia nosotros proviene de los responsables de la autodestrucción del Sanatorio. Y subsiste infiltrado en otros por una especie de mímesis emocional.

Allí están otra vez, declaramos incesantemente. Son múltiples y variadas las acciones de ira, injurias y hostilidad que nos afrentan de continuo cuando cantamos verdades.

Aristóteles percibe el odio como un fuerte deseo de aniquilación de un objeto que es incurable por el tiempo. La cuestión es cómo se puede odiar, permaneciendo ocultos nosotros bajo los árboles de una plazoleta, una injusticia que cae implacable los días y los días hasta el punto de un cruce de caminos ocupado en limitarlo. Lo que en verdad nos mueve es un dolor profundo acorde con el desengaño, frustración, angustia, incluso.

Durante nuestros paseos por los distritos del Sanatorio miramos al cielo en busca de pasado o futuro, y cada uno, a su personal modo, expresa, sin decirlo, la decepción y desilusión correspondiente al ver como se incumplen las reglas establecidas de libertad y respeto al otro propias de una vida en democracia. Dos grandes palabras: libertad y democracia, secuestradas hoy por los mandamases del desastre y coreadas por ellos de modo tan malicioso que produce dolor siquiera recordarlas.

Sin duda, nuestro estado anímico se surte de un sentimiento de insatisfacción, suma de sorpresa y pena, al que se agrega una actitud de enfado hacia aquellas personas que nos perjudican por una cosa u otra estableciendo en el fraude y la ilegalización su dominio del otro.

La decepción, si perdura, es desencadenante de desdicha y más tarde de depresión psíquica. Tormenta de estrés psicológico, no lo negamos. Basta con darse una vuelta por las galerías, la plazoleta, el atril, y comprobar el aire indigno de lo que allí se mueve. Finalmente, estamos en un Sanatorio. Vivimos enfermos. Hay quien grita por nada. Los más callan como muertos. Otros convertimos en protesta activa nuestras palabras en el atril. Esperanzados, contamos las semanas que quedan para liberar la ciudad. Asumimos el papel del loco activo pero nunca violento. Tal vez solo aspiramos a lo bello. Y en la práctica nos dejamos el alma en grandes o pequeñas guerras.

¡Este mundo da miedo!

Con este látigo acaba de expresarse Olga.

 

 

Los habitantes del recién estrenado Sanatorio, reconocido durante siglos como territorio legendario y afamado, nos encontramos ahora, tómese justa nota, bajo la soberanía de tribus nativas aparecidas por encantamiento, como si la brujería hubiera hecho mella en algunas cabezas tramposas de los mandamases, las cuales se dedican a promocionar actividades folklóricas, a cuál más delirante y variopinta, como puede ser coser alpargatas, izar banderas, tocar tambores, disfrazarse de circo ambulante, vestirse de bandolero, montar castillos humanos o disparar metralletas de fogueo contra un enemigo incierto, a proyectos de más alto nivel socioeconómico como abrir Bancos a nombre de los dirigentes de la Causa, Hacienda Pública a nombre de los vips de la Causa, imponer leyes estrambóticas y violentar a los desobedientes del Credo separatista.

Corrompidos. Inmorales. Ladrones. Delincuentes.

Insultar mentalmente no es delito.

Esta noche ha sido Mario, escritor, quien, tomando el atril por su cuenta, ha tachado el nacionalismo de subcultura.

Ha dicho que, lejos de representar ideas que propongan una fórmula civilizada de coexistencia, el nacionalismo se basa en un acto de fe.

Su voz retumba en la plaza.

En una religión que no quiere decir su nombre, repite.

Aplausos.

Dueño del atril, ha clavado su mejor espina al asegurar que ningún nacionalismo en el mundo ha sido capaz de producir una obra intelectual o filosófica con vigencia respetable. Ni una sola, ha dicho dos veces.

Su observación nos deja, si cabe, más enmudecidos.

¿Qué será de nosotros sin obra?, pregunta el más desesperado de todos.

No hay que engañarse, sigue Mario, todo nacionalismo, por benigno y civilizado que parezca, defiende una doctrina que a medio o largo plazo conducirá a la violencia.

El nacionalismo es la guerra.

Silencio abismal. Sin aplauso.

 

 

Cuando Jan me oye despotricar contra la chusma agitadora de furias patrióticas, dice.

Tú, que puedes, VETE.

O también:

Tú, que escribes, no dejes de hacerlo sobre lo que este Sanatorio está sufriendo.

¿En qué quedamos? Solo me siento capaz de soportar lo real y escuchar el consejo: vete, vete, vete, todo el santo día. Y no hacer nada más. Volverme loca.

El estado de demencia está plagado de vacío. La locura es contagiosa. Lo saben y callan los sanitarios que trabajan en hospitales psiquiátricos.