Memorias de una depresión

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN DE ENSAYO

La Huerta Grande

 

 

Joaquín Díaz

 

 

 

 

 

MEMORIAS DE UNA
DEPRESIÓN

 

 

(LA CÁRCEL BLANCA)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© De los textos: Joaquín Díaz

© De la presentación: Andrés Amorós

 

Madrid, febrero 2017

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 9788494659782

 

Diseño cubierta: Enrique García Puche para TresBien Comunicación

 

 

 

PRESENTACIÓN

 

Es este un libro singular, tan alejado de los usos habituales como lo es su autor. Comencemos por la persona.

Siempre he admirado a Joaquín Díaz por la gran labor que ha realizado, a lo largo de los años; también, por su humanidad, que tantos afectos le ha granjeado. Al fondo de todo ello está —creo— una decisión básica. No siguió el camino fácil del éxito y el dinero, cuando era cantautor; dejó las actuaciones en directo para dedicarse a lo que era su auténtica vocación: la recuperación y el estudio de nuestra cultura tradicional, tan amenazada por la ignorancia, la incuria y la tiranía de los medios de comunicación. El centro etnográfico y la Fundación que lleva su nombre, en Urueña, son el más claro ejemplo. Y, como fruto tangible, sus publicaciones, sus grabaciones sonoras nos recuerdan que, sin raíces, cualquier viento volandero nos arrastra.

Dicho con toda sencillez, usando el título de una película de mi infancia: Joaquín Díaz ha seguido su camino, el suyo propio, renunciando a muchas tentaciones. Es una lección que a todos nos conviene tener en cuenta. Por ella, lo uno yo, en mi afecto, a mis ilustres amigos de Valladolid: don Jorge Guillén, mi maestro Federico Sopeña (que me puso en contacto con él, la primera vez), Miguel Delibes, José Luis Alonso de Santos…

Dentro de la amplia bibliografía de Joaquín Díaz, este libro es —repito— muy singular. No se trata de un estudio ni una monografía, pertenece al género —tan atractivo, tan peligroso— memorialístico, reúne recuerdos y escritos de una etapa dolorosa, en la que fue víctima de una honda depresión: «la enfermedad de nuestro tiempo», según el psiquiatra Luis Rojas Marcos; algo que debe producirnos verdadero temor, pienso yo, porque, en todas las épocas, ha acechado a las personas más sensibles. A ellos se dirigió Cervantes, con su sabia ironía:

Yo he dado en Don Quijote pasatiempo
al pecho melancólico y mohíno,
en cualquier ocasión, en cualquier tiempo.

¿Por qué ha escrito este libro Joaquín Díaz? Evidentemente, no por frivolidad, ni por buscar notoriedad, fama o dinero. Se trata de «un desahogo… por si a alguien le pudiera servir de alivio o entretenimiento». Es decir, por expresarse y comunicarse, las dos funciones básicas que siempre ha tenido la literatura. Con su estilo desgarrado, lo decía don Diego de Torres Villarroel: «Todos cuantos han escrito y escribirán no pueden hacer otra cosa que vaciar sus melancolías o sus aprehensiones, como hice yo».

Escribe Joaquín sin retórica, con un estilo «vehicular»: sencillo, claro, veraz, lleno de encanto. Son «retazos» de vida, sin una estructura artificial. Afectan a cualquier lector porque nadie está libre de caer en este abismo de la depresión, en esta prisión imaginaria a la que alude el subtítulo: la cárcel blanca. Nos llegan, también, por su autenticidad: en medio del dolor, quiere siempre ser «honrado consigo mismo»; también, ser honrado con su arte, sin traicionarlo. Especialmente conmovedor resulta el púdico relato, sin rehuir la autocrítica, de su relación con Cecilia…

La depresión, por supuesto, le lleva a recluirse en su mundo: «Vivo en el interior de lo interior…». Es inevitable recordar a San Agustín, maestro en «Confesiones»: «Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore hominis habitat veritas».

Pero no deja de tener los ojos abiertos al mundo exterior: como un personaje de Azorín, contempla las nubes que pasan, siempre iguales, siempre distintas; observa a unos pastores que se alejan; lamenta los papeles y las ciudades que se pierden, sin necesidad alguna. Forman parte del río de la cultura tradicional, la metáfora predilecta para su gran amor. Pero eso no excluye la autoironía: una música que él compuso para «El arriero de Bembibre» pasa a integrarse, con toda naturalidad, en esa corriente.

En el relato van surgiendo, con sencillez, las grandes metáforas vitales, que responden a intuiciones básicas: el laberinto, las caras de la realidad, el pequeño mundo del hombre, la ilusión por ser Pigmalión, el viaje de la vida, las máscaras que cubren el verdadero rostro…

Repasa Joaquín, en soledad, muchos temas, grandes y chicos: la música, del genial Glenn Gould al pasodoble «Francisco Alegre»; el engaño de crearnos necesidades falsas; el vínculo que nos sigue uniendo a los padres, cuando ya se han ido…

Además de sufrimiento, la depresión también le trajo algunas ganancias: «Durante el largo padecimiento recuperé el placer de la soledad, seleccioné de forma práctica mis amistades, rendí culto a la tranquilidad…».

En el dolor, todos necesitamos consuelos. Joaquín Díaz los encuentra en la lectura y la escritura; en los pequeños placeres (la pipa); en los recuerdos (incluidos los sueños); en el milagro renovado que supone un niño, cualquier niño; en la belleza del mundo; a veces, unamunianamente, en la búsqueda de Dios: «Los momentos en que la vida me pide que invente un ser supremo, alguien a quien dirigirme para agradecerle la belleza de la naturaleza…».

Más que las medicinas, le han ayudado a curarse los amigos verdaderos: esa mano amiga que sentimos cercana, sin necesidad de palabras. Me ha hecho recordar los versos de Vicente Aleixandre:

Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate, y fúndete, y reconócete.

La autenticidad de Joaquín Díaz, su verdad, se confirman por la calidad de los amigos que posee.

Este —decía yo, al comienzo— es un libro singular y auténtico. O, como decía Unamuno: «Esto no es un libro: es un hombre».

 

Andrés Amorós

 

 

 

MEMORIAS DE UNA DEPRESIÓN

 

 

 

 

 

A Elena y Luis,
por su inagotable paciencia

 

 

 

PRÓLOGO

 

Dos veces a lo largo de mi vida la melancolía ha hecho presa en mi cerebro. Y no me estoy refiriendo a esa insania pasajera que nos mueve a preguntarnos —sin hallar respuestas sólidas— acerca de nuestro origen y nuestro destino, sino a una enfermedad auténtica que atenaza cualquier reacción y nos deja inermes frente a la sacudida inesperada y cruel del organismo. La tan temida depresión me llegó en ambos casos despacio y sin anunciarse; al menos yo no percibí ningún aviso previo y quedé liado en su terrible madeja como un gatito torpe y juguetón. Del primer caso salí por mis propios medios, con la ayuda de la lectura y la paciencia de mis amigos y familia; la segunda vez tuve que recurrir a los fármacos que, por desgracia, no dieron su apetecido resultado hasta bien avanzada la enfermedad y solo después de haber probado muchas medicinas diferentes, en ocasiones incluso con efectos bien deprimentes por sí mismos: recuerdo en particular con horror un medicamento que comencé a tomar dos días antes de la grabación de un disco; una vez en el estudio e indeciblemente alterado comprobé que mis dedos eran incapaces de arpegiar sobre las cuerdas de la guitarra; mi voz, reducida y temblorosa, perdía timbre sin remedio y mi lengua, seca y pastosa, parecía haber aumentado de tamaño en la boca hasta hacerme imposible articular palabra.

No todos los momentos fueron tan angustiosos, sin embargo. Durante el largo padecimiento recuperé el placer de la soledad, seleccioné de forma práctica mis amistades, rendí culto a la tranquilidad… Frente a esos pequeños placeres tuve que sufrir impotente cómo casi todo mi mundo anterior se deshacía en pedazos. Soporté la impaciencia y la incomprensión de muchos y, finalmente, como escindida mi mente en dos mitades, viví una existencia vagarosa y errática por un lado, mientras por otro sufría prisión dentro de cuatro paredes imaginarias de donde paradójicamente no quería salir y entre cuyos estrechos márgenes todo me resultaba indiferente.