Otra vuelta de tuerca


Sentados alrededor de la chimenea, la historia nos mantuvo a todos sin aliento, a no ser por la incuestionable advertencia de que se trataba de una historia espeluznante narrada, como toda historia esencialmente sorprendente, en una vetusta casa en vísperas de Navidad. No recuerdo haber escuchado ningún comentario hasta que, finalmente, alguien dijo que este era el único caso que había conocido en que un niño presenciase una aparición. El caso, debo señalar, se trataba de una aparición ocurrida en una vieja casa, parecida a aquella en la que nos habíamos reunido para la ocasión, una espantosa aparición ante un niño pequeño que dormía en la habitación con su madre y que lo obligó a despertarla aterrorizado. No la despertó para que disipara su terror y lo calmara para recuperar el sueño, sino para que ella también experimentara la misma visión que lo había conmocionado. Fue esta observación lo que motivó a Douglas, no de inmediato, sino más avanzada la velada, a decir algo sobre cuyas consecuencias quiero llamar la atención. Ya otra persona había contado una historia, aunque no tan impresionante, a la que él, según pude ver, no prestó atención. Eso fue lo que me llevó a pensar que él también tenía algo que contarnos y que solo tendríamos que esperar. De hecho, tuvimos que esperar dos noches seguidas; pero esa misma noche, antes de separarnos, dejó entrever lo que tenía en mente.

Estoy muy de acuerdo, en cuanto al fantasma de Griffin, o lo que haya sido, que su primera aparición ante un niño pequeño, a una edad tan temprana, le añade un toque especial. Pero esta no es la primera aparición de naturaleza no tan encantadora ante un niño. Si el hecho de que fuera un niño les parece una vuelta de tuerca, ¿qué dirían entonces si hubieran sido dos niños…?

Por supuesto, diríamos que fueron dos vueltas de tuerca y, también, que queremos saber qué pasó con ellos exclamó alguien.

Aún recuerdo a Douglas ponerse de pie y, dando la espalda a la chimenea, con las manos en los bolsillos, mirar a su interlocutor.

Hasta ahora, yo he sido el único que lo ha escuchado. Resulta demasiado terrible.

Esto, naturalmente, lo recalcó ante los presentes para darle una mayor importancia al tema y, con el arte de la persuasión, nuestro amigo se regocijó anticipadamente envolviéndonos a todos con su mirada y diciendo:

Esto va más allá de todo. No conozco nada que se le parezca.

¿Por lo aterrador que fue? recuerdo haber preguntado.

Pareció insinuar que no todo era tan sencillo, no saber realmente cómo calificarlo. Se pasó la mano por los ojos y el rostro se le crispó con una mueca.

Por lo espantoso, ¡atroz!

Oh, ¡maravilloso! exclamó una de las mujeres.

No le hizo caso; me miró, pero como si, en lugar de estarme mirando, estuviese contemplando lo que estaba diciendo.

Por lo asombrosamente desagradable y por el horror y el dolor.

Muy bien le dije, entonces siéntate y empieza a contarnos.

Regresó junto a la chimenea, dio un puntapié a un leño y, por un instante, se quedó observándolo. Entonces nos volvió a mirar:

No puedo empezar. Tengo que mandar un recado a la ciudad.

Al escucharlo, todos refunfuñaron al unísono, reprochándolo, tras lo cual él, preocupado, explicó:

La historia está escrita. Guardada en un cajón con llave. No ha salido a la luz por años. Podría escribirle a mi asistente y enviarle la llave en el sobre para que me mande el paquete tan pronto lo encuentre.

A mí, particularmente, me pareció que más bien lo estaba proponiendo, casi pidiendo ayuda para no vacilar. Acababa de romper un hielo muy denso, fruto de muchos inviernos, y había tenido sus razones para guardar tan prolongado silencio. Los demás se resintieron ante el aplazamiento, pero lo que más me encantó fue su escrupulosidad. Le imploré que enviara la carta en el primer correo y acordáramos una lectura temprana. Entonces, le pregunté si la experiencia en cuestión había sido una experiencia personal. Su respuesta no se hizo esperar.

¡Ay no, gracias a Dios, no!

¿Y el manuscrito es tuyo? ¿Tú mismo lo escribiste?

Yo solo guardo la impresión. La llevo aquí dijo dándose ligeros golpecitos a la altura del corazón. Jamás la he perdido.

¿Entonces, tu manuscrito…?

Está escrito en tinta antigua y descolorida y con una caligrafía preciosa.

Quedó en suspenso nuevamente.

La letra de una mujer. Falleció hace ya veinte años. Antes de morir me envió las páginas en cuestión.

Ahora todos escuchaban y, por supuesto, hubo quien, al menos maliciosamente, aventuró una conjetura. Pero él hizo caso omiso de la conjetura sin sonreír, pero tampoco sin molestarse.

Era una mujer encantadora, pero diez años mayor que yo. Era la institutriz de mi hermana dijo con suavidad. Fue la mujer más agradable que he conocido en su profesión; hubiera merecido otro destino. Fue hace mucho tiempo, y este episodio ocurrió incluso mucho antes. Yo estaba en el Trinity, y la encontré en casa cuando fui a pasar allí el segundo verano. Ese año pasé mucho tiempo en casa, fue un año maravilloso. Durante sus horas libres, paseábamos por el jardín y conversábamos, conversaciones que me sorprendieron por ser increíblemente inteligentes y agradables. Oh sí; no sonrían; me gustaba muchísimo y, hasta el día de hoy, me gustaría pensar que yo también le gustaba. Si no le hubiera gustado, no me lo hubiera contado. Jamás se lo contó a nadie. No es sencillamente que me lo dijera, yo sabía que no lo había contado. Estaba seguro; podía verlo. Cuando lo escuchen se darán cuenta fácilmente de por qué no lo hizo.

¿Porque la cosa fue muy escalofriante?

Siguió mirándome fijamente.

Lo juzgarán fácilmente repitió , lo harás».

Yo también lo miré fijamente.

Ya veo. Estaba enamorada.

Rio por primera vez.

Eres perspicaz. Sí, estaba enamorada. Es decir, lo estuvo. El tema salió a relucir, no hubiera podido contar su historia sin que saliera a relucir. Me di cuenta, y ella supo que me había dado cuenta, pero ninguno de los dos lo mencionamos. Recuerdo la fecha y el lugar, el césped, la sombra de las grandes hayas y la larga tarde de ese cálido verano. No era una escena estremecedora; pero ¡oh…!

Se alejó de la chimenea y se dejó caer en su butaca.

¿Recibirás el paquete el jueves por la mañana? le pregunté.

Probablemente lo recibiré en el segundo correo.

Pues bien; después de la cena…

¿Se reunirán todos aquí conmigo? Nos miró a todos nuevamente. ¿Quién no podrá venir? 

Lo preguntó casi con un tono de esperanza.

¡Todos vendremos!

¡Yo vendré! ¡Y yo también! exclamaron las señoras cuya partida ya se había fijado. 

Sin embargo, la Señora Griffin quiso saber un poco más.

¿De quién estaba enamorada?

La historia nos lo dirá me atreví a responder.

¡Oh, no puedo esperar a escuchar la historia!

La historia no lo dirá, no de una forma literal o explícita dijo Douglas.

Peor todavía. Esa es la única forma en que podré entenderla.

¿No nos lo dirás, Douglas? alguien más preguntó.

Se puso de pie nuevamente.

Sí, mañana. Ahora tengo que acostarme. Buenas noches. 

Y, tomando rápidamente un candelabro, nos abandonó, dejándonos ligeramente desconcertados.

Desde el extremo del gran salón lo escuchamos subiendo las escaleras; y, entonces, la Señora Griffin comentó:

Bueno, si no sé de quién estaba enamorada ella, al menos sé de quién lo estaba él.

Era diez años mayor que él dijo su esposo.

Razón de más, ¡a esa edad! Pero su prolongado silencio resulta muy agradable.

¡Cuarenta años! Y finalmente ahora esta confesión observó Griffin.

Esta confesión nos proporcionará una magnífica noche de jueves dije, y todo el mundo coincidió conmigo en que, a la luz de esa historia, todo lo demás había perdido interés para nosotros.

La última historia, aunque incompleta y parecida a la introducción de un serial, ya había sido contada; nos estrechamos las manos y, como alguien dijera, «candelabro en mano» nos fuimos a dormir.

Al día siguiente supe que la carta que contenía la llave había salido en el primer correo con destino a su apartamento en Londres. Pero, a pesar de que, o quizás debido a que, eventualmente todos nos enteramos, preferimos dejarlo solo hasta después de la cena, hasta esa hora de la noche que, de hecho, podría ser más propicia para ese tipo de emoción en que teníamos cifradas nuestras expectativas.

A esa hora se volvió todo lo comunicativo que habíamos deseado y, en efecto, nos dio sus razones para estarlo. Una vez más lo escuchamos sentados ante la chimenea del salón, con la misma curiosidad afable de la noche anterior. Al parecer, la narración que nos había prometido leer exigía una breve y necesaria introducción a manera de prólogo. En este punto, debo aclarar que esta narración que presentaré aquí fue extraída de una transcripción fiel que hice personalmente mucho tiempo después. El pobre Douglas, antes de fallecer, cuando ya esperaba su muerte, me confió el manuscrito que le llegó tres días después y que, en ese mismo lugar, comenzó a leer ante expectación de nuestro reducido y absorto círculo durante la cuarta noche. Por supuesto, gracias a Dios, las señoras que ya tenían fecha de salida y habían dicho que se quedarían, no se quedaron: se marcharon, pues ya las coordinaciones para su salida estaban hechas y, según expresaron, se iban muertas de curiosidad a causa de los indicios con los que ya él nos había entusiasmado. Pero ello contribuyó a que el reducido auditorio final, reunido ante la chimenea, fuera más compacto y selecto y también más vulnerable a la emoción común.

En la narración escrita, el primer indicio revelaba que la historia partía desde un punto posterior a cuando realmente comenzó. Por lo tanto, teníamos que saber que su antigua amiga, la más joven de las hijas de un párroco provinciano, a la edad de veinte años había comenzado a trabajar por primera vez en una escuela, y había aceptado venir a Londres, presa de temores, para responder personalmente a un anuncio que ya la había mantenido en breve correspondencia con el anunciante. Cuando se presentó para su entrevista en una casa ubicada en Harley Street, que la impresionó por su inmensidad y aspecto imponente, comprobó que su futuro patrón era un caballero, un soltero en la flor de la juventud, un hombre que jamás se habría aparecido, salvo en sueños o en novelas antiguas, ante una muchacha ansiosa y palpitante salida de una vicaría en Hampshire. No es difícil hacerse una idea de cómo era; porque, afortunadamente, no es de los que se olvidan. Era atractivo, audaz y agradable, brusco, jovial y amable. Inevitablemente, quedó sorprendida por su gallardía y ostentación. Pero lo que más la atrajo y le dio el coraje que más tarde mostró fue que él le expuso todo como si se tratara de un favor, una obligación que siempre apreciaría con gratitud. Lo imaginó rico, aunque temerosamente extravagante, lo vio envuelto en el glamur de la alta costura, de la buena apariencia, de los hábitos costosos y del trato encantador con las mujeres. Su propia residencia en la ciudad era una casa grande atestada de trofeos de caza y artículos coleccionados durante sus viajes. Pero deseaba que ella se dirigiera a trabajar de inmediato a su casa en el campo, una antigua residencia familiar situada en Essex.

Tras la muerte de sus padres en la India, había quedado como custodio de un sobrino y una sobrina pequeños, hijos de un hermano militar más joven a quien había perdido dos años antes. Estos niños, por esas raras casualidades que sorprenden a un hombre de su posición, un hombre solitario sin la experiencia necesaria y sin un ápice de paciencia, representaban una pesada carga sobre sus hombros. Todo ello le causó una gran preocupación e, indiscutiblemente en su caso, constituyó un error garrafal. Pero sentía una inmensa pena por los pobres niños y había hecho todo lo que podía por ellos: primero, los había enviado a vivir a su otra casa, siendo este, por supuesto, el lugar más apropiado para ellos, y los mantuvo allí, desde el principio, atendidos por el mejor personal que pudo encontrar, incluso prescindiendo de algunos de sus mejores sirvientes para que los atendieran, y visitándolos, siempre que podía, para ver cómo les iba. Lo extraño era que los niños no tenían prácticamente más parientes y que los asuntos personales de él absorbían todo su tiempo. Los instaló en Bly, lugar saludable y seguro y, puso al frente de la casa, aunque solo confinada a la planta baja, a una excelente mujer, la Señora Grose, quien sabía gustaría a su visitante y que, anteriormente, había sido doncella de su madre. Ahora era el ama de llaves y, por el momento, también fungía como supervisora de la niña, por la cual, por suerte, al no tener hijos propios, sentía un gran cariño. Había muchísima gente para ayudar, pero, por supuesto, la joven que iría como institutriz asumiría la máxima autoridad. Durante las vacaciones también tendría que cuidar al niño, que había pasado un curso en un internado –demasiado joven para ir a la escuela, pero ¿qué otra cosa se podía hacer? – y que, como las vacaciones estaban a punto de comenzar, regresaría en uno o dos días. Al principio, los dos niños habían estado bajo la custodia de una joven a la que desgraciadamente habían perdido. Había cuidado muy bien de ellos, fue una persona muy respetable, hasta su muerte, lo cual, para mayor desgracia, no le dejó otra alternativa que enviar al pequeño Miles a la escuela. Desde entonces, la Señora Grose había hecho todo lo que podía por Flora. Después vinieron un cocinero, una sirvienta, una encargada de la lechería, un viejo poni, un mozo de cuadra y un viejo jardinero, todos ellos muy respetables.

Hasta ahí había descrito Douglas su escenario cuando alguien preguntó:

¿Y de qué murió la antigua institutriz? ¿Acaso de tanta respetabilidad?

La respuesta de nuestro amigo no se hizo esperar.

Eso ya lo sabrán. No quiero anticiparme.

Discúlpame, pensé que eso era precisamente lo que estabas haciendo.

Si yo estuviera en el lugar de su sucesora sugerí, me hubiera gustado saber si el empleo incluía…

¿Un peligro necesario para la vida? terminó Douglas mi sugerencia. Ella quería saber, y supo. Mañana sabrán lo que supo. En ese momento, por supuesto, las perspectivas del empleo la desalentaron un poco. Era una muchacha joven, inexperta, nerviosa. Le dieron una imagen de deberes estrictos y poca compañía; de una gran soledad, realmente. Vaciló y se tomó un par de días para consultarlo y considerarlo. Pero el salario que le ofrecían excedía con creces su modesta existencia y, en una segunda entrevista, se armó de valor y aceptó.

Dicho esto, Douglas hizo una pausa que, para beneficio de los presentes, me motivó a intervenir.

Por supuesto, la moraleja de esto es la seducción que ese joven espléndido ejerció sobre ella. Sucumbió ante él.

Se puso de pie y, como había hecho la noche anterior, se acercó a la chimenea, removió un leño con su pie y permaneció parado, por un momento, dándonos la espalda.

Solo lo vio en dos ocasiones.

Sí, pero ese es precisamente el encanto de su pasión.

Un poco para mi sorpresa, en este punto, Douglas se volvió hacia mí.

Ese fue su encanto. Hubo otras continuó diciendo, que no sucumbieron. Él le explicó todas las dificultades con mucha franqueza, dificultades que para varias candidatas habían sido prohibitivas. En cierta forma, sencillamente se asustaron. Parecía desalentador, parecía extraño; mucho más por la condición que le puso.

¿Que fue…?

Que ella no lo molestaría nunca; pero nunca, nunca: ni lo llamaría, ni se quejaría, ni le escribiría nada de nada. Ella respondería todas las preguntas, recibiría el salario a través de un abogado, se responsabilizaría con todo y lo dejaría tranquilo. Ella prometió cumplir y me comentó que, por un momento, cuando él, relajado y complacido, le estrechó la mano en señal de agradecimiento por su sacrificio, se sintió recompensada.

¿Y esa fue toda su recompensa? preguntó una de las señoras.

Mas nunca lo volvió a ver.

¡Oh! dijo la señora; y esta fue la última palabra importante que se dijo sobre el tema, pues nuestro amigo nos abandonó una vez más hasta la noche siguiente, cuando se sentó en la mejor butaca situada a un costado de la chimenea y abrió la desteñida cubierta roja de un álbum delgado, pasado de moda y con ribetes dorados. De hecho, la narración duró más de una noche, pero en la primera ocasión que tuvo, la misma señora preguntó:

¿Qué título le puso?

No le he puesto ninguno.

¡Oh, yo tengo uno! le dije.

Pero Douglas, sin prestarme atención, ya había comenzado a leer con una claridad tan admirable que parecía transmitir al oído el encanto de la caligrafía de su autora. 



Introducción


Henry James, nace en Nueva York el 15 de abril de 1843 y muere en Londres el 28 de febrero de 1916. En 1875 se traslada a Inglaterra, obteniendo la nacionalidad británica en 1915. Narrador, crítico y dramaturgo dota a sus obras de una estructura compleja, caracterizada por una narrativa con ritmo lento donde la descripción sutil perfila los procesos mentales de sus personajes, lo que le convierte en unos de los precursores del llamado “monólogo interior” anticipándose a J. Joyce o W. Faulkner. También es el precursor en el uso, como recurso estilístico, de los narradores múltiples.

Sus primeras obras reflejan la influencia de la cultura europea, como en las escritas entre 1875 y 1881: Roderick Hudson (1876), El americano (1877), Daisy Miller (1879) y Retrato de una dama (1881). Esta última, sin duda una de sus obras maestras, es un análisis de los norteamericanos expatriados en Europa. 

Después exploró los tipos y costumbres del carácter inglés, como en La musa trágica (1890), Los despojos de Poynton (1897) y La edad ingrata (1899). En 1898 publica la que está considerada como su obra cumbre Otra vuelta de tuerca. En sus últimas tres grandes novelas, Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904), vuelve al esquema de la  divergencia entre las sociedades europea y americana.











OTRA VUELTA DE TUERCA

Henry James

Colección Belvedere

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Créditos

Traducción

Julia Escalona González

Título original: The turn of the screw


© Henry James, 1898

Título: Otra vuelta de tuerca

Primera edición: Junio de 2016



© De la traducción: Julia Escalona González, 2016

© De la ilustración de la cubierta: Fernando Vicente, 2016

©Meracovia Editorial, 2016

    Ptge. Riu Llobregat nº 13-15 2º 1ª

    08917 Badalona (Barcelona)

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Diseño cubierta: Meracovia Editorial

Correcciones y maquetación: Núria Sancho Subirats



IBIC: FKC

ISBN: 978-84-946856-2-0

Depósito Legal: B. 12270-2016



Impresión y encuadernación de la edición en papel: Comgrafic, S.A., Barcelona

Edición en papel impresa en España - Printed in Spain

Libro electrónico: Letraheridos


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I


Recuerdo todo el comienzo como una sucesión de altibajos, un vaivén de emociones, unas mejores y otras peores. De cualquier modo, ya en la ciudad, tras aceptar cumplir sus instrucciones, había pasado un par de días muy malos, volví a dudar, estaba segura de que había cometido un error. En ese estado anímico, viajé largas horas con las sacudidas y los traqueteos del coche que me llevaría hasta la parada final, donde me recogería un vehículo de la casa. Según me dijeron ya habían ordenado que me recogieran  y, al caer esa tarde de junio, vi un espacioso carruaje que me esperaba. Conducir a esa hora, en un día maravilloso, a través de una campiña donde la dulzura del verano parecía ofrecerme una cálida bienvenida, intensificó mi determinación y, al entrar en la avenida, sentí un alivio que, probablemente, no fue más que una prueba de hasta qué punto había flaqueado. Supongo que había esperado, o había temido, un saludo tan melancólico que ahora la bienvenida resultó una gran sorpresa. Recuerdo, como la impresión más placentera, la amplia y clara fachada, sus ventanas abiertas y las frescas cortinas y la pareja de doncellas asomadas en las ventanas; recuerdo el césped y las coloridas flores y el crujir de las ruedas sobre la grava y las apiñadas copas de los árboles sobre las que se posaban las cornejas graznando contra el cielo dorado. La grandeza de la escena distaba con creces de mi reducida casa. De inmediato, en la puerta apareció una gentil persona con una niña de la mano que me recibió como si fuera la esposa de un distinguido visitante. En Harley Street me había llevado una noción más limitada del lugar y, según recuerdo, pensé que el propietario era todo un caballero, lo cual me sugería que lo que estaba por disfrutar superaría sus promesas.

No tuve más encuentros hasta el día siguiente, en que pasé exitosamente las horas que siguieron presentándome a la más joven de mis discípulos. En aquella ocasión, la niñita que acompañaba a la Señora Grose en la entrada de la casa me pareció una criatura tan encantadora como para sentirme afortunada por la gran oportunidad de hacerme cargo de ella. Era la niña más hermosa que haya visto jamás, y más tarde me pregunté por qué mi empleador no me había hablado más de ella. Esa noche dormí poco, estaba demasiado nerviosa, y esto también me sorprendió pues, según recuerdo, conservé ese sentimiento que se sumó, además, a la generosidad con que era tratada. La espaciosa e impresionante habitación, una de las mejores de la casa, la cama casi fastuosa, las cortinas drapeadas que colgaban desde el techo, los grandes espejos donde, por primera vez, podía verme de pies a cabeza, todo me impresionó, al igual que el extraordinario encanto de mi pequeña alumna y de otras muchas cosas que se me vinieron encima. También, desde el primer momento, entablé una cordial relación con la Señora Grose, lo cual, mientras viajaba en el carruaje, me había inquietado bastante. En realidad, lo único que me sorprendió de ella, en esta primera ocasión, fue el hecho evidente de que se alegró demasiado cuando me vio. En media hora me pude percatar de que estaba tan contenta –esta mujer corpulenta, sencilla, limpia y saludable- que siempre se mantenía en guardia para no demostrarlo tanto. Incluso entonces me pregunté por qué quería disimularlo, lo cual, de haberlo pensado con más suspicacia, por supuesto que me hubiera inquietado.