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Tere Vinyoles

LA LLUVIA IBA EN SERIO

Primera edición en papel: noviembre de 2016

Primera edición ebookl: noviembre de 2016

 

© Tere Vinyoles, 2016

© de esta edición, Parnass Ediciones, 2016

Aragó, 336 bajos ∙ 08009 Barcelona

Tel. 932 073 438

parnassediciones@gmail.com

www.parnassediciones.com

 

Diseño de cubierta: Marcel Solana

Montaje fotografía portada: Tere Vinyoles

Conversión epub: Parnass Ediciones

 

ISBN: 978-84-945914-9-5

 

 

 

CUALQUIER FORMA DE REPRODUCCIÓN, DISTRIBUCIÓN, COMUNICACIÓN PÚBLICA O TRANSFORMACIÓN DE ESTA OBRA SOLO PUEDE SER REALIZADA CON LA AUTORIZACIÓN DE SUS TITULARES, SALVO EXCEPCIÓN PREVISTA POR LA LEY. DIRÍJASE A CEDRO (CENTRO ESPAÑOL DE DERECHOS REPROGRÁFICOS, WWW.CONLICENCIA.COM). SI NECESITA FOTOCOPIAR O ESCANEAR ALGÚN FRAGMENTO DE ESTA OBRA. 

A Pere Vinyoles i Vivet

1

El viernes, como cada fin de semana, era una desolación anunciada.

A pesar de ello, a pesar del viernes, de la lluvia y de la desolación, salí disparada a la calle. Descendí por la escalera como un rayo mientras el reloj de mis vecinos emitía el crispante sonido de siete cucos.
El martillar de la lluvia enmudecía los ruidos de la ciudad. Me aventuré a pisar el reluciente asfalto, necesitaba un elemento poderoso para alejarme de mi estado emocional. Mis sesenta y tres años estaban al acecho, en unos meses me alcanzarían. El paso del tiempo era un tirano que me colmaba de temor.
Caminé sin rumbo mientras la lluvia me azotaba la cara. No recordaba un temporal de aquella magnitud en Barcelona, pero no me importaba. Tampoco me preocupó el arrebato de autoestima que me empujó a ir a la peluquería y entregarle a la estilista trescientos euros por unas mechas extremadamente laboriosas, además de los consabidos recortar, secar, peinar y el toque definitivo: el último serum perfumado que almacenaba, que había salido al mercado y que prometía ser un caudal de seducción letal.
Después de eso, de vuelta a la calle, con peinado nuevo y sin un paraguas. La lluvia iba en serio, tanto si quería aceptarlo como si no, por lo que el sentido común me obligó a refugiarme en una tienda. Igual podía haberlo hecho en un cementerio. Me habría sentado en una lápida y no me hubiera inmutado, ya todo me daba igual. Pero la tienda me quedaba más cerca.
Tenía hambre de amor, me sentía una indigente suplicando cariño. Como siempre, la realidad me esquivaba, una terca realidad que era incapaz de asumir. O, más bien, era yo quien la esquivaba a ella. Me negaba encarnizadamente a tabicar ventanas. La libertad había germinado demasiado tarde.
Me paré delante de una zapatería. Mi imagen, reflejada en un inmenso espejo modernista situado junto a la puerta, me sorprendió. Mi empapada blusa de hilo blanco delineaba mis pechos con precisión. Por fortuna, había heredado de mi madre unos pechos y una piel perfectos, aunque, desgraciadamente, muy poca de su fortaleza física y mental. La falda vaquera por encima de la rodilla se pegaba por la humedad y perfilaba mi cuerpo. ¡Cuántos sacrificios me estaban costando aquellos sesenta y ocho centímetros de cintura! ¿Valía la pena? Las mechas recién estrenadas iluminaban de una manera especial el corte escalado de mi melena mojada, con regueros largos y estrechos que llenaban de luz mi cabello. Mis piernas brillaban, hidratadas de crema y de lluvia. Y, a pesar de todo, yo me ahogaba sin esperanza en un callejón con un letrero colgado de «The End», como en una absurda película en blanco y negro.
La tienda tenía clase. Desde la entrada hasta el mostrador había unos tres metros de decoración minimalista con un solo asiento forrado de terciopelo turquesa. Una moqueta gris perla cubría el suelo, pero el blanco dominaba las paredes, de donde colgaban estanterías sin soportes visibles. Entre los bolsos que la coloreaban destacaban los tonos grises y los antracitas, los violetas, los prusias y algún que otro rojo destellante. Los cinturones, colgados estratégicamente, parecían pequeñas esculturas a la espera de ser escogidas para favorecer el talle de las más afortunadas. Dentro de unos expositores de cristal, unos indefensos fulares esperaban a que alguien los luciese con torpeza o les otorgara una gracia especial. Los zapatos de mujer se independizaban de los de hombre en dos secciones distintas. Una fragancia deliciosa envolvía la estancia mientras el fondo musical, a cargo de Pink Floyd, acariciaba el ambiente y me trasladaba a los sesenta, la composición enriquecida por los graves de la lluvia.
La dependienta se disponía a colocar un paragüero de estilo modernista al lado de la puerta cuando un rayo, precedido de un apoteósico trueno, iluminó las innumerables formas cristalinas aprisionadas en las parcelas de metal amarillo y, por un segundo, la combinación de colores transformó el espacio, que apareció soberbio, de una belleza celestial. La chica se precipitó a mi lado, agarró mi brazo y después me soltó con reticencia.
–Perdone –dijo–. Es que tengo fobia a las tormentas.
Estaba temblando y me miraba con la misma expresión que ponía mi hija Paula cuando era pequeña y estaba asustada. Se me humedecieron los ojos. Estuve a punto de abrazarla.
–No pasa nada –dije.
–Lo siento –repitió, esforzándose por mantener la compostura.
Intenté desdramatizar la situación.
–Tranquila, mira cómo vengo yo, ya ves qué pelo llevo… y sin paraguas. Tendrás que armarte de paciencia conmigo, no estoy muy segura de lo que necesito.
–De momento está a salvo –dijo, y miró atentamente mis Converse empapadas, que pisaban sin pudor la impecable moqueta–, pero creo que necesita otro calzado. ¡Y esta moqueta es tan delicada! ¿Le importa si le dejo unas sandalias? Ya me las devolverá.
–Eres muy amable, te lo agradezco –me descalcé y le entregué mis Converse.
La chica desapareció por la puerta que había detrás del mostrador y, cuando volvió, llevaba unas sandalias en una mano y un secador en la otra. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa. 
–¡Qué ojo tienes! –dije cuando me las calcé–. Me van perfectamente.
La dependienta contempló la calle con el secador empuñado como una pistola. Parecía desafiar la lluvia. Me lo entregó, me senté en el sofá y empecé a secarme el pelo. Ella, más tranquila ya, desplazaba su abundante melena de un lado a otro con coquetería mientras me miraba.
–¿Quiere que la ayude a secarse? –se ofreció.
–Si no te importa, aunque tendrás trabajo que hacer…
–No se preocupe por la tienda, no creo que venga nadie con este temporal.
–Pues no te digo que no. Te lo agradezco de verdad.
Cogió el aparato y empezó a secarme de arriba abajo. Mientras lo hacía, me iba hablando de todo un poco. Me llamó la atención que mencionaba a su madre a menudo y eso me trajo a la mente recuerdos de un pasado distante. Me dejé llevar por mis pensamientos sin ser capaz de evitarlo.
La infancia de mis dos hijos la viví en medio de infundios, ataques de celos y remordimientos. Mi matrimonio, que yo intentaba salvar a toda costa, me hizo conocer lo que era la soledad en compañía y la ansiedad más desoladora, me apartó de mis amigos y de mi familia, modificó mi personalidad y taladró mi autoestima. Los remordimientos me torturaban constantemente. ¿Cómo pude darles un padre así a mis hijos? Me sentía tan culpable de la agresividad de mi marido que me trituró el valor hasta dejarlo en nada.
En aquella época, la palabra maltratador no se pronunciaba, pero hace unos años, ya divorciada, acepté por fin que mi ex marido había sido uno de ellos. Supongo que, por eso, la amabilidad de la dependienta me confortaba. Alguien me cuidaba a mí, por una vez.
–Es bonita, esta tienda, muy tranquila. Y tú muy guapa. Te pareces a mi hija Paula –comenté mientras ella me seguía secando, pasando el aire caliente por todo mi cuerpo.
–Si es tan guapa como usted, debe de ser una belleza… ¿cuántos hijos tiene?
–Dos chicos y una chica.
–¿Cuántos años tiene la niña? Yo tengo veintitrés.
–¡Qué casualidad! La pequeña tiene la misma edad que tú.
–¿Y sus hijos?
–¿Te quieres creer que me hago un lío con los años de mis hijos? Esto de los números, a mí… Nico es el mayor, pero la verdad es que no recuerdo… –Me negué a admitir los treinta y seis años de mi hijo, me parecían indecentes–. Y luego está Berto, el de en medio. Oye, muchas gracias por el secador –dije, para cambiar el curso de la conversación.
–Encantada de haberle sido útil.
Enroscando el cable del aparato, se alejó por la puerta de la trastienda. El secador y la amabilidad de la muchacha me habían sosegado. Me encontraba mucho más cómoda, así que empecé a fisgonear por la tienda.
–A ver, a ver, qué hay por aquí. –Ella volvió a aparecer y me observó de arriba abajo–. Los bolsos son preciosos. Los pañuelos, ¿son italianos?
–Sí, claro. Casi todos nuestros productos son de importación.
–Este estilo vintage me encanta. A ver… ¿unos zapatos de sport o unos básicos? ¿O quizás de fiesta? No sé… o unas botas, ¿no tienes botas de fiesta?
–Tengo unos zapatos preciosos que a usted le quedarán divinos. De taconazo.
Como ante una fotografía, su comentario hizo que recordase nítidamente mis primeros zapatos de tacón. Era 1956 y yo solo tenía dieciséis años. Me había atrevido a ponerme los zapatos de mi hermana, que tenía siete años más que yo y calzaba tres números menos. Me aventuré a caminar con ellos hasta la calle Bruc de Barcelona, donde estaba la parada del tranvía. Todavía recuerdo el número: el 30. Me llevaba a la Escuela de Bellas Artes de San Jorge, donde cursé mis estudios y acabé licenciada en arte. Su itinerario empezaba allí, después giraba por la calle Mallorca, continuaba hasta cruzar Paseo de Gracia y Rambla de Cataluña, daba otro giro y bajaba por la Rambla de las Flores. El punto final lo marcaba el monumento a Colón. Frente al mar.
Me subí al tranvía, como cada mañana, a las ocho y media. Tenía que bajar en la primera parada, delante de la calle Fernando, y luego andar hasta el final de la calle Aviñó, donde estaba la escuela. Pero aquel día no seguí la rutina. De hecho, no me apeé hasta el fin del trayecto, delante del monumento a Colón y, aun allí, fui incapaz de moverme del último asiento, que era en el que me había sentado. Quería evitarme el asombro y el «pobrecilla» que sin duda musitarían los pasajeros, unidos en un lastimero coro, al observar los dedos de mis pies, aprisionados en forma de garra y a punto de espachurrar la piel de aquellos zapatos de Manolita, la zapatería más importante de Barcelona por aquel entonces. Estaba segura de que mi metro setenta y cuatro de estatura les provocaría lástima o risa. O las dos cosas. Así que el tranvía llegó al final de trayecto y se quedó vacío. Solo quedaba yo, aterrada y sin poder mover un milímetro de mi cuerpo acalambrado. Al verme allí como una estatua, el conductor se levantó.
–Nena, ¿dónde vas?      
–A visitar a Colón –se me ocurrió.
–Si no te bajas, guapa, poco lo vas a ver. Este es el final.
Me levanté y eché a andar con cuidado. Cuando pasé por su lado, con los ojos muy abiertos y sin atreverme a mirarlo, me dijo:
–Ya me gustaría ser Colón y chupar el coñito que llevas dentro de este monumento, ¡guapaaaa! ¡Ojazos!
Estaba claro que los piropos eran de gente ordinaria para gente ordinaria. O eso decían las monjas del colegio en que estudié. Fuera como fuera, para mí, el conductor fue un inesperado terapeuta que me dio la primera lección de sexo y alimentó con esas pocas palabras mi autoestima. También me hizo sospechar que mi sexo existía para algo más que para hacer pis.
Me bajé del tranvía y fui andando hasta la calle Aviñó, aceptando los terribles pinchazos que me propinaban los zapatos de tacón de mi hermana como expiación por el pensamiento impuro que acababa de tener ante las soeces palabras del conductor.
Al llegar a clase me contaron que mi hermana había estado allí. Nunca averigüé cómo supo llegar a la escuela (jamás se había interesado por ella ni por los estudios que cursaba yo allí, su única afición consistía en ridiculizar todos mis esbozos), pero le contó a todo el que se le puso delante que me había puesto sus zapatos del treinta y seis cuando yo calzaba el cuarenta. Para asegurar el tiro, añadió que la ropa que llevaba no era mía, sino que estrechaba los jerséis de mis hermanos con cuatro cosidos para vestir un conjunto diferente cada día con prendas que pertenecían a toda la familia. Me convirtió en la protagonista ultrajada de un episodio que me dejó marcada para el resto del curso.
Cuando llegué a casa después de todo lo sucedido, me esperaba el enfrentamiento con mi hermana, que me daba pavor, ya que sus ataques de ira eran habituales. Me quité los zapatos y llamé al timbre a sabiendas de que recibiría una lluvia de bofetones. No me decepcionó. En cuanto abrió la puerta se despachó a gusto, golpeando la punta de mis codos, que usaba para protegerme la cabeza Mi hermana intentaba apartármelos, mientras me obligaba a bajar los brazos porque las palmas de las manos le dolían al chocar con mis, según ella, asquerosos huesos El listón de odio hacia ella subió aquel día para no bajar nunca más.
Mi hermana era un enemigo cruel que ganaba con facilidad las batallas que yo lloraba. Ella fue la influencia más nefasta, la relación más hostil que he tenido jamás. Ni siquiera mi desastroso matrimonio se le podía comparar. Perseverante en su incontinencia verbal, hería a todo el mundo con sus comentarios maliciosos. Era, sin lugar a dudas, el punto de referencia más cercano y el más nocivo que he tenido en la vida.
Recuerdo sus dientes blancos y malformados, que yo consideraba graciosos; las encías que se dejaban ver generosamente debajo de unos labios pintados de color cereza; las fosas nasales, más dilatadas de lo habitual, que acompasaban su mirada despectiva y, a veces, llena de ira. Siempre fue rastrera y huidiza con la gente que creía superior, y orgullosa e impertinente con la que consideraba inferior. Y, aun así, no podía dejar de envidiar su cutis, que me parecía de nácar y contrastaba de maravilla con el pelo negro y brillante. Tenía la polvera y la barra de labios siempre a mano, era su kit de emergencia, su bote salvavidas. Yo a su lado me sentía un adefesio, sobre todo, porque ella siempre se burlaba de mi delgadez y de mi estatura, considerablemente superior a la suya.
Pero aquello fue muchos años atrás y el presente era muy distinto. La cuestión era que, después de aquella fracasada experiencia con los zapatos de mi hermana, nunca tuve costumbre de usar tacones altos, y temía que los que me ofrecía la dependienta de la zapatería me hicieran daño.
–¿No serán incómodos? –pregunté–. Yo siempre voy plana, ¿sabes?
–No se preocupe, se acostumbrará rápido. Enseguida se los traigo, pero siéntese aquí, en el sofá. ¿Quiere un cafetito? ¡Los expresos están de buenos…! –Su deseo de complacerme me emocionó. Aquella preciosa zapatería y las atenciones de la chica, una completa desconocida, resultaban más gratificantes para mí que toda una vida con mi familia. Por crudo que pareciera.
–No, gracias, eres muy amable.
–¿Le gusta George Clooney?
Sin poder evitarlo, el anuncio de Nespresso me vino a la memoria y tuve que hacer un esfuerzo por no reírme.
–¿Y a quién no?
–Pues, ¿sabe? Mi novio es igualito. –Apoyó su mano en mi brazo con delicadeza–. ¿Se encuentra mejor?
–Sí, gracias, ya estoy seca casi del todo.
Fuera seguía lloviendo sin cesar. Parecía que en el mundo solo existiésemos nosotras dos. Y yo no tenía ningún problema con eso.
–Yo estoy bien gracias a usted, no se crea. No sé cómo estaría si tuviera que enfrentarme aquí sola a este diluvio.
–¿Tanto le temes al agua? –pregunté.
–No es el agua, son los truenos y los rayos. Me dan cosa…
–Bueno, todos sufrimos de ansiedad por alguna razón pero, ya verás, el tiempo pone las cosas en su sitio. –¡Qué mentiras le estaba diciendo! En mi vida nunca había conseguido que nada estuviera en su lugar. Mis malas experiencias solo habían hecho que aumentar con el tiempo. Pero, ¡cómo atreverme a quebrar la ingenuidad de aquella chica!–. Así que tienes un novio guapísimo –dije, cambiando de tema–. Claro, como tú. No podía ser de otra manera.
La chica se infló de orgullo.
–Estoy súper colgada de él –aseguró. Su extrema necesidad de comunicación casi igualaba la mía–. Nos llevamos un montón de años –susurró, abriendo mucho los ojos–, como treinta o así. Qué locura, ¿eh?
Ladeé la cabeza, sorprendida –Pues no me parece mal en absoluto. Es peor cuando la mujer es mayor que su pareja, eso sí que la gente no lo perdona. Pero, ¿sabes qué? ¡Que le den, a la gente! Te voy a contar un secreto que te hará olvidar la tormenta, ya lo verás. –La dependienta se acercó más a mí, atraída por el misterio que iba a desvelarle–.
Cuando yo tenía cincuenta y siete años me enamoré de un chico de veintitrés. Pero me enamoré hasta las trancas, ¿eh? Aquello sí que fue una locura. –Me acerqué más a ella, sonriendo–. Pero no sabes lo joven que me hizo sentir. A pesar de que no acabó tan bien como desearía, volvería a repetir todo aquello sin dudarlo.
Me miró, sorprendida, y pareció estar a punto de decir algo pero, entonces, un trueno llenó el silencio que había producido mi confidencia, atronando la tienda, y la chica se acercó aún más a mí, aterrada.
–Qué bien se está aquí dentro, ¿no? –dije, intentando tranquilizarla–. ¿Estás sola?
–Sí. Hay otra chica, pero hoy no ha venido. –Pasado el susto, la dependienta volvía a mirarme de arriba abajo con atención–. Esa falda tejana tiene bolsillos interiores, ¿verdad? Parece un pantalón. Con esa blusa le queda monísimo. Es de hombre, ¿verdad? Y el reloj también.
–Eres muy observadora.
Se quedó contemplándome en silencio unos segundos.
–Ya me gustaría a mí tener su estilo. Cuando me quito el uniforme no sé cómo organizarme. A George –pronunció el nombre cerrando los ojos con expresión angelical– le gusta que vista informal, pero elegante. Casual, como dice él, pero para mí es complicado.
–Pues, ya sabes, cuando quieras, te aconsejo. Tienes una figura estupenda, será muy sencillo.
–¿Yo, estupenda? ¡Pues mire que usted! Si parece una modelo. No, no se ría, que es verdad.
–De acuerdo, me has convencido, me probaré los taconazos –bromeé.
Entonces pareció fijarse en un detalle que no había visto antes.
–¡Ay, qué gracia! Tiene el mismo color de ojos que ese sofá. –Solté una carcajada–. Venga, ¿qué número tienes? –preguntó–. ¡A que lo adivino! Suelo jugar a esto para no morirme de aburrimiento. Tengo muy buen ojo.
Me di cuenta de que había pasado a tutearme de repente. Eso me halagó y estuve a punto de preguntarle si adivinaba mi edad, pero me contuve. La observé mientras iba a por los zapatos, caminaba con prisa. Era una chica con clase, pero su uniforme negro desdibujaba su estilo. Se acercó a mí con dos cajas en el regazo.
–Ya verás qué preciosidad, ¿quieres probar el izquierdo o el derecho?
En ese momento sonó el timbre de la puerta. Ella la activó desde el mostrador y saludó a un joven que entró en la tienda goteando lluvia.
–Hola, buenas tardes, ponga el paraguas en el paragüero, si es tan amable, por favor. –Se acercó a mí y susurró–: ¡Uaaaau! Está buenísimo. Mira, mira. Es igual que Andy García, ¿no crees?
El hombre era alto, aproximadamente de un metro ochenta y cinco; el pelo le rozaba el cuello de la camisa azul y llevaba doble vuelta en su pantalón de color tabaco. Puso el paraguas en el lugar que le habían indicado mientras intentaba retirar inútilmente el cabello de su cara. Al repasar con energía las mangas de su chaqueta de lino negra, se precipitaron en el vacío minúsculas luciérnagas que iluminaron su figura.
Simulando buscar en mi bolso, me quité las gafas, me pellizqué las mejillas, me mordí los labios y me subí la falda. Por suerte lucía mi reciente pedicura y unas piernas perfectas. Para completar el conjunto, enderecé la espalda, escondí abdomen, saqué pecho y recoloqué mi melena con energía. Cuando consideré que estaba lista, balanceé mis piernas cual veinteañera y comenzó la función. Las gafas se deslizaron de entre mis dedos con suavidad hasta caer al suelo y, en un segundo, el hombre estaba en cuclillas a mi lado, mientras yo continuaba con mi representación, entregadísima a mi papel. Quizás debería haberme dedicado al teatro.
–Se te han caído –dijo, recogiendo las gafas con dedos largos y elegantes; expertos, estaba segura, en muchas cosas.
Detrás de él vi a la dependienta, que abrazaba los zapatos como si los acunara, con los ojos en blanco.
–Muchas gracias –dije–. Soy un desastre.
Me miré de soslayo las pecas de las manos –no por primera vez– y, acto seguido, le dediqué la sonrisa más seductora de mi repertorio, acompañada de una intensa mirada color sofá, y alargué el brazo para recoger las gafas haciendo cálculos vertiginosos relativos a la distancia de la luz del aparador que iluminaba mi mano, para asegurarme de que apareciera nacarada y sin mácula. Al cogerlas, sus dedos rozaron los míos un instante. Me humedecí los labios sin dejar de mirarle.
–De nada. A ti también te ha pillado la lluvia, ¿eh? ¡Mira mis pantalones! –dijo, y echó una mirada a la calle, que me parecía situada a kilómetros de distancia de donde nos encontrábamos él y yo–. Creo que hay para rato. 
Todavía agachado frente a mí, observó su reloj y después mis piernas. Como si hubiese entendido que esa era la señal para su entrada en escena, la muchacha se inclinó para calzarme.
–¿Probamos? Te van a quedar perfectos, ya lo verás.
El hombre se levantó por fin y, al moverse, me llamó la atención el aroma que desprendía. Me remitía a algo lejano y exótico. De cerca todavía era más atractivo. Aparentaba unos cuarenta y pocos, tenía el pelo ligeramente ondulado, de un color castaño cobrizo, y siempre estaba intentando colocárselo detrás de las orejas; pero los mechones, rebeldes, se empeñaban en seguir escapándose. Sus ojos eran grandes y oscuros, y sus manos huesudas revelaban unas uñas perfectamente mordidas.
Me embutí los zapatos y adopté la postura que sabía más fotogénica. Piernas y pies posando solo para sus ojos. Todo un espectáculo. Ya calzada, y balanceando mi melena con gracia, me levanté de un brinco. Sentí un vahído que me esforcé en disimular recostándome con displicencia en la dependienta. El dolor que me producían los tacones era insoportable, pero en ellos me sentía como una estrella de cine.
Él me miraba los zapatos con una irónica sonrisa que mostró unos dientes extremadamente blancos, aunque no perfectos. Su mirada era oscura, apaisada y penetrante. Mi fascinación por él aumentó.
–Tienes los ojos negrísimos –se me escapó, y me arrepentí de inmediato. Noté que algo dentro de mí se estaba descontrolando y empecé a temerme. Aquel estado podía ser muy peligroso.
–¿Algún inconveniente? –preguntó con sorna. Y volvió a mirar mis pies–. La verdad, no sé cómo podéis andar encima de eso.
No supe qué decir, esperaba algún comentario sobre mis piernas, mis ojos, mi figura, mi pelo… estaba acostumbrada al piropo. Seguí postureando mientras una voz interior me gritaba: «Pero, ¿qué crees que estás haciendo, insensata?» Mientras, con la caja a medio cerrar, la chica esperaba mi decisión.
–Te los quedas, ¿no? Te sientan divinos –dijo, y levantó el pulgar con el puño cerrado.
«Lo que me sentaría divino es él», pensé, mientras le observaba examinar las estanterías. El cuerpo del joven reunía todos los requisitos para liberar de su escondite el deseo más oculto de cualquier mortal. Su presencia desplegaba encanto. No recordaba haber visto, en persona, a un hombre tan fascinante ni tan bello en toda mi vida.
Vi que se sacaba la chaqueta, tenía una manga enrollada y la otra le cubría media mano. El brazo desnudo desvelaba dos pulseras de cuero. A decir verdad, su hechizo me amedrentaba un poco. Despertaba en mí un instinto casi animal, habría sido capaz de comérmelo con los ojos, de jugarme la vida por él, de probar su veneno sin dudarlo. Por llevarme un pedazo de él, incluso habría sido capaz de tolerar que me tuviera pena.
–Te quedan tan bien, ¡quédatelos, mujer! Que pareces una modelo con ellos –dijo la chica, dedicada por completo a la venta que tenía entre manos, pero yo no la escuchaba–. ¿Verdad que está guapísima? –le preguntó a él, que ahora estaba pendiente del móvil.
El hombre me miró unos segundos de arriba abajo, calibrándome como a una joya de la que quisiera calcular el valor.
–Preciosa –dijo.
Yo estaba tan impresionada que había perdido por completo el dominio de mi persona y ni siquiera podía hablar. Solo podía hacer una cosa: contemplar a aquel joven hasta que se me gastaran los ojos.
–Eres muy alta. ¿Cuánto mides? –siguió la chica, pero yo no sabía ni lo que me decía–. En serio que estás espectacular.
Él me miró de nuevo, ladeando la cabeza, y yo volví a ensayar posturitas, soportando el dolor, al borde del llanto.
–Si es que, ¡cuando una mujer es guapa! –dijo, pensativo.
Se pasó por cuarta vez la mano por el pelo y le señaló a la dependienta unas botas que se quería quedar, pero que no le apetecía probarse. Ella, servicial, le trajo el par que le pidió.
–¿Te importa si no me las llevo ahora? –dijo, mientras recogía su paraguas cuidadosamente.
–No, tranquilo.
El hombre se quedó un momento con el paraguas en la mano, se lo pensó mejor y lo puso otra vez en su lugar.
–¿Me das el teléfono de la tienda, por favor? –Volvió a sacar su móvil del bolsillo del pantalón–. Vendré a recogerlos.
–De acuerdo –dijo la chica–. No te preocupes, aquí estarán.
–Muchas gracias, eres muy amable.
Atento a la calle, se paseó inquieto por la tienda. Hizo una llamada que, evidentemente, nadie contestó, y soltó un suspiro.
–¡Uy! Creo que llueve más que antes –comentó la dependienta.
Se dirigió a mí y añadió–: Y tú sin paraguas.
Aunque mi euforia comenzaba a apagarse, todavía seguía pendiente de los paseos del joven, que parecía haberse olvidado de nosotras. Su manera de vestir era entre pija y descuidada, y sus ademanes delataban a un ser delicado y a la vez enérgico.
No podía apartar mis ojos de él, era la primera y única vez que se unían todas mis fantasías femeninas en una sola realidad y en un solo hombre. Esa clase de aparición llega una sola vez en la vida.
Vi que el hombre estaba a punto de abrir la puerta de la calle, pero no se acababa de decidir, y me acerqué a la dependienta.
–¿Qué te debo? –dije con desgana, mientras hurgaba en el bolso.
–Doscientos cincuenta euros.
De pronto, la pantomima de los zapatos ya no tenía gracia. ¡Doscientos cincuenta euros! ¡Por un calzado que no me pondría nunca! Pero la chica era tan agradable, ¡y yo tan estúpida!
Busqué la Visa mientras mi ansiedad avanzaba a galope tendido, atropellando mi cordura y cualquier rastro de prudencia a su paso.
–¿Dónde… dónde está…? Perdona, pero es que no sé si llevo la tarjeta. ¡Qué desastre todo! Tú tranquila, que la encontraré.
–Me abaniqué con la mano, abochornada de repente–. Qué calor hace aquí. ¿Tienes un poco de agua? O lo que sea, un caramelo o un bombón. Cualquier cosa.
–Sí, creo que tengo unas galletas de chocolate.
En un segundo, volvió con una bolsita y una botella de agua.
–Gracias. Qué débil me siento de pronto. Perdona, estoy fatal. ¿Cómo te llamas?
–Rita, ¿y tú?
–Ana.
–Tranquila, Ana. –Me acarició el brazo, muy cariñosa–. A mi madre le pasa a veces. «Ya me viene, ya me viene», empieza, se bebe una copita de coñac o algún dulce y enseguida se le pasa.
–¿Cuántos años tiene tu madre?
–¡Uy! Ya es mayor, sesenta y uno.
Las manos me temblaron, el bolso se me resbaló y allá fueron mis llaves, el móvil, los bolis, la libreta de apuntes, el centímetro metálico, la Visa, el DNI y algo más que no fui capaz de ver. Todo se cayó a mis pies. Por supuesto, era impensable agacharme con aquellos tacones y, por otro lado, me sentía incapaz de quitármelos. Mi «tacita de energía», como solía llamarlo, estaba casi vacía (a mis nietos, lo de la tacita vacía les hacía una gracia horrorosa. Cuando estaba cansada, necesitaba estar sola o me atacaba la ansiedad, el eufemismo significaba la despedida para todos).
El joven corrió a mis pies. Ya era la segunda vez que se ponía en cuclillas frente a mí. Si creyera en el destino, habría pensado que aquello era una señal… pero, qué tontería, ¡claro que creo en el destino! Por eso temblaba como lo hacía cuando él recogió mi bolso, metió con decisión y de uno en uno los objetos esparcidos por el suelo, me devolvió mis posesiones con amabilidad y se sentó en el banco con ojos invitadores.
Me gustó la iniciativa y tomé asiento a su lado. Pero, algo abrumada por su proximidad, miré a mi alrededor, vi la bolsa de galletas de chocolate que me había traído Rita, me levanté a buscarlas y empecé a engullirlas sin remilgos. Se oyó un móvil y la chica desapareció inmediatamente por una de las dos puertas de detrás del mostrador.
–Era mi novio. Qué mono, vendrá a buscarme –dijo al volver–. Si quieres, te acompañamos.
–Gracias, pero no creo que sea necesario –dije sin prestar mucha atención. Tenía demasiadas cosas entre manos, estaba pendiente de la lluvia, de controlar mi ansiedad, de mantener el equilibrio sobre aquellos tacones asesinos, de mi melena húmeda y de los paseos del hombre, que se levantaba y se volvía a sentar sin cesar, inquieto.
–Pues yo de ti me lo pensaría –intervino él–. Si la lluvia sigue así, tendremos que acampar en la tienda. ¿Cómo lo ves? ¿No te parece un plan estupendo?
–Noche de campamento. Yupiii –dije, y sonreí, a pesar de que mis pies torturados me pedían llorar.
–¿Te sientes bien? –preguntó, atento. Me esforcé más en la sonrisa y pareció satisfecho con el resultado–. Nunca había visto una tormenta de esta magnitud en Barcelona. No pasa nadie por la calle –continuó, y apoyó su mano en mi brazo como si tal cosa. Ese brevísimo contacto desencadenó tal tormenta en mi interior que, en comparación, la tempestad de la calle era una espita mal cerrada.
–No, yo tampoco –contesté, y no sé ni cómo encontré mi voz.
–Si quieres, te acompaño. Tengo el coche cerca, con el paraguas ningún problema, tú dirás.
Lo miré indecisa. Qué guapo era. ¡Dios! Con lo que me sugerían sus ojos ya tenía para soñar una temporada.
–No sé… yo… –titubeé.
–Cuando quieras, estoy a tu entera disposición –dijo. ¿Quién podría resistirse a su atractivo? Desde luego, yo no. Se inclinó hacia mí, me miró con sus penetrantes ojos negros y repitió–: Te lo digo en serio, si quieres te acompaño. Tengo tiempo.
El negro de sus ojos se confundió con el turquesa de los míos por unos segundos, creando un instante mágico. Me costaba separar mi mirada de la suya. ¿Le sucedería a él lo mismo?
Estaba aturdida, casi mareada. Su atractivo juvenil me abrumaba, dilataba mi inseguridad. ¿Qué debía pensar de mí? Podría ser su madre. Seguramente, la suya era una mujer elegante y conservadora, con una vida ordenada y sin sobresaltos.
Parecía admirar mis piernas, eso sí. Pero, ¿cómo adivinar qué sentía al verme? ¿Qué imagen le proyectaba? ¿La de una señora estupenda que pretendía congelar su edad a base de inventos quirúrgicos? ¿O tal vez se burlaba interiormente de los zapatos que me atrevía a calzar? Quizás era gay y todas mis ilusiones eran en vano. O un gigoló que atisbaba una posible proposición de negocio. O a lo mejor, sencillamente, su mamá, aquella señora elegante, ordenada y conservadora, le había inculcado la obligación de ser amable con las señoras mayores.
Harta de fustigarme mentalmente, me propuse comprobar de una puñetera vez que mis poderes de seducción habían terminado, para dejar de construir castillos en el aire. Alcanzar la serenidad y dar la bienvenida a la inhóspita realidad era más apetecible y pragmático que seguir engañándome hasta el fin de los tiempos. Tenía a mi alcance una terapia sin cita previa ni honorarios, más me valía aprovecharla. Me levanté, marginé el cilicio de mis pies, escondí barriga, saqué pecho, me colgué el bolso en el hombro y me dispuse a practicar mi maravillosa terapia de salto mortal sin red de seguridad.
–¿Cómo te llamas? –pregunté. La totalidad de mi cerebro estaba ocupada por mil voces que me elogiaban por mi arrojo, mi madurez y mi entereza. Estaba orgullosa de mi valentía.
–Álex, ¿y tú?
–Ana –contesté–. De acuerdo, me pongo en tus manos. Por lo menos, ahora parece que no llueve tanto y, de todos modos, vivo muy cerca. –Alzando la voz, me despedí de Rita–. ¡Nos vamos! ¡Pasaré a verte!