1. Un molesto dolor de espalda (13/09/2011-02/11/2011)

Toda historia tiene un principio y si este libro fuera una biografía al uso empezaría hablando de mis padres, de mi lugar de nacimiento, de la fecha del feliz acontecimiento y de todos aquellos aspectos que marcaron una infancia humilde y feliz. Pero, aunque mencionaré algunas de estas personas y circunstancias a lo largo de estas páginas, no se trata de recorrer mi vida desde antes del principio hasta la actualidad, sino de plasmar la crónica de una etapa concreta de mi historia vital y de las vivencias y reflexiones que me ha presentado la vida.

Por esta razón, este relato empieza con un molesto dolor de espalda. Si fuera un humorista podría haber titulado este capítulo «La espalda: esa gran desconocida», porque esa «parte posterior del cuerpo humano, desde los hombros hasta la cintura», como reza la definición del Diccionario de la Real Academia, que sostiene la cabeza y nos permite caminar erguidos sobre dos piernas es, en realidad y sin ninguna duda, una gran desconocida y también es una parte de nuestra anatomía que solemos maltratar de una manera bastante inconsciente. La columna vertebral, con su conjunto de 33 vértebras y toda la estructura de músculos, nervios y vasos sanguíneos que la mantienen en forma y en su sitio, y con los que no voy a aburrir al lector porque tampoco tiene entre manos un manual de medicina, es el pilar básico del cuerpo y uno de los termómetros más sensibles de nuestra salud física y emocional. ¿Quién no ha sufrido nunca de un dolor de espalda sin motivo aparente? ¿Quién no ha abusado, sin darse cuenta, de cualquier deporte y ha pagado las consecuencias en su espalda? Muchas de las dolencias que aquejan esta parte de nuestro cuerpo se pueden explicar por razones físicas (excesos, malas posturas, gestos accidentales), pero otras muchas tienen su origen en aspectos más emocionales o nerviosos, como las alegrías, las penas o el estrés.

Por una u otra razón, a casi todo el mundo le acaba doliendo la espalda en algún momento de su vida y en algunos casos, quizá sean muchos, pero no dispongo de las estadísticas que lo certifiquen, se convierte en un acompañante habitual, a veces molesto, otras veces irritante y, en los casos más extremos, torturador e incapacitante. En cualquier caso, se trata de una experiencia común que nos obliga a visitar al médico o, como mínimo, a tomar un analgésico o aplicarnos una friega de vez en cuando.

Mi dolor de espalda empezó de la manera habitual, con unas molestias en la zona lumbar. Como no había tenido ningún accidente, no me había dado ningún golpe, no había abusado del deporte, pero trabajaba demasiado, el diagnóstico parecía claro: estrés. La vida sedentaria, el exceso de trabajo, mis obligaciones como director del Colegio Claret de Barcelona, mi trabajo de investigación sobre el sistema educativo finlandés, las conferencias y las participaciones en foros de discusión educativa habían pasado factura a mi salud y la protesta de mi cuerpo se estaba manifestando en la espalda. Unos analgésicos, unas friegas, quizá controlar mediante una dieta muy intensa el exceso de peso e intentar reducir las revoluciones de las obligaciones laborales parecían las medidas de sentido común más adecuadas para volver a la normalidad y olvidar de nuevo la existencia de algo llamado lumbares. Pero ninguna de ellas tuvo demasiado efecto y lo que empezó como una molestia fue escalando por fases hacia el territorio del dolor agudo hasta alcanzar el nivel de dolor torturante y casi incapacitante.

El aumento del malestar y del dolor trajo consigo otro efecto secundario que consistió en la peregrinación de un médico a otro, de un hospital a otro, explicando mis dolores de espalda, sin que ninguno de estos profesionales encontrase su causa exacta. Al final de mi periplo, y sin pedir pruebas médicas profundas, diversos traumatólogos me comentaron que tenía rota una vértebra lumbar, otros que se trataba de una hernia discal y todos ellos me prescribieron tratamientos que no consiguieron reducir el dolor. En mi periplo pasé por la medicina pública y por la privada, pero todo parecía inútil, hasta que el 13 de septiembre de 2011 acudí al servicio de urgencias del Hospital Quirón de Barcelona, que era el centro hospitalario indicado por mi mutua sanitaria, porque ya no podía aguantar más.

El traumatólogo de guardia se tomó mi caso con mucho interés y me explicó que iban a repetir una serie de pruebas para ver si conseguían descubrir definitivamente los orígenes de mi dolencia. Aquella misma noche me sometieron a una batería de pruebas y lo que imaginé que sería una noche larga, incómoda y tediosa en urgencias se convirtió en más de una semana de hospitalización, durante la que me llevaron de un lugar a otro y de una prueba a la siguiente en un estudio muy concienzudo de mi caso, que me permitió conocer la mayor parte de los engendros tecnológicos que facilitan en la actualidad la labor de los médicos: radiografías, tomografías, escáneres y otros aparatos de nombres y siglas indescifrables.

Diez días después, el 23 de septiembre alrededor de las 11 de la mañana, siguiendo la ronda habitual de visitas matutinas, se presentó en mi habitación el jefe de oncología del Hospital Quirón de Barcelona, junto a otros médicos a los que no había visto hasta aquel momento y que se mostraron sumamente interesados en las explicaciones de mi situación médica. Mireia, mi esposa, que me había acompañado a lo largo de toda la hospitalización, y yo nos quedamos helados. ¿Qué tenía que ver un oncólogo con mis dolores de espalda? La respuesta parecía obvia: tenía un cáncer. ¿Se puede tener un cáncer en la espalda? Pues sí, la espalda está compuesta por diversas estructuras óseas, musculares, nerviosas y medular que son susceptibles de sufrir un proceso tumoral. Pero casi podría decir que esa era la buena noticia, porque el diagnóstico era mucho peor. El daño en las vértebras lumbares era un tumor secundario que derivaba de un cáncer de pulmón de no fumador que había hecho metástasis en el sistema óseo, de manera que me habían descubierto células cancerosas en el fémur, en el sacro y, sobre todo, en las vértebras lumbares, donde el tumor se encontraba a escasos milímetros de dejarme paralizado de la cintura para abajo.

En definitiva, se trataba de un cáncer de pulmón de estadio IVB (con metástasis fuera del tórax) en una escala que va de I a VI. La enfermedad se había manifestado en una fase muy avanzada, lo que daba lugar a un mal diagnóstico, que obligaba a iniciar de inmediato un tratamiento de radioterapia. Al preguntar por el pronóstico futuro, el jefe de oncología nos dijo textualmente que era «desfavorable» y que debía dejar de trabajar y concentrarme en la solución de la enfermedad. La baja se imponía y difícilmente volvería a trabajar en un periodo de tiempo bastante largo. Me aconsejaba que me concentrase en el problema y en la familia. Afortunadamente, las células malignas no se habían extendido a ningún órgano vital, lo que daba un margen de tiempo para realizar más pruebas y decidir el tratamiento más adecuado.

Los médicos me recomendaron que dejase de trabajar, que hiciera mucho reposo y que luchase con todas mis fuerzas para sobrevivir. También me aconsejaron que no me obsesionase con buscar información por Internet, porque me internaría en una jungla de datos en la que es muy difícil diferenciar a los expertos de los embaucadores y los vendedores de milagros y donde la información veraz convive en un caos promiscuo con leyendas, mitos, medias verdades y mentiras en toda regla. Más o menos les hice caso, excepto en este último consejo, y la información contrastada no podía ser más descorazonadora: este tipo de cáncer en una fase tan avanzada tenía un pronóstico de supervivencia de cuatro a seis meses. Llegar a ver el año nuevo iba a ser todo un milagro y parecía claro que no me iba a tener que preocupar por el supuesto fin del mundo en 2012, que parecía ocupar todas las tertulias televisivas y radiofónicas.

El mazazo emocional fue tremendo y demoledor. De repente, con unas pocas palabras pronunciadas con tacto y precisión por el oncólogo, un dolor de espalda se había transformado en una sentencia de muerte. En un abrir y cerrar de ojos había pasado de luchar contra el dolor a combatir por mi vida. De repente me tenía que enfrentar al abismo de la muerte no como el fin natural del proceso de envejecimiento al que nos vemos sometidos todos los seres vivos. Una meta que se alcanza después de una trayectoria que, gracias al aumento de la esperanza de vida, es cada vez más larga y que nos permite prepararnos con serenidad, satisfacción y esperanza para traspasar las puertas hacia lo desconocido. Para mí el trayecto se había acortado hasta límites insospechados «con toda una vida por delante», como se afirma en el lenguaje popular. Con muchos proyectos profesionales, con una esposa a la que amo apasionadamente, con unos hijos a los que adoro, con unos alumnos y una escuela a la que he dedicado mi vida, con… Con muchos sueños personales y profesionales que ahora quedaban truncados por una enfermedad que no había buscado y, en mi opinión, no me merecía.

Afortunadamente tenía a mi lado a Mireia, cuyo apoyo incondicional me sostuvo durante esa semana que culminó con la noticia nefasta y que desde entonces ha sido mi sostén emocional y el puntal de la familia, ante mi incapacidad física para seguir adelante con una vida diaria normalizada. Para ella la noticia también supuso un terremoto porque de repente nuestra vida en común también se acercaba hacia un final precipitado e insospechado, además de generar toda una serie de incógnitas que no teníamos previstas ni imaginadas. ¿Cómo se lo íbamos a decir a nuestros hijos, Pau y David, que en aquel momento tenían cuatro años y medio y tres años? Y en un campo mucho más prosaico, pero no por ello menos preocupante, ¿cómo íbamos a pagar la hipoteca si yo moría o quedaba incapacitado para trabajar? Los elementos más sencillos de una vida normal, a los que dedicamos escasa atención en el día a día, se convertían de repente en causa de angustia, caían encima de la preocupación principal sobre la evolución de la enfermedad.

Lo primero era comunicar la nueva situación al colegio, para que la ausencia de su director no provocase excesivos problemas en el centro, de manera que llamé de inmediato a Josep Sanz, titular de la escuela y buen amigo, que acudió rápidamente para acompañarnos en unos momentos tan delicados. Su presencia y sus palabras fueron de gran ayuda y consuelo en aquellos momentos, pero la angustia y el desconsuelo me seguían atenazando y formaban un nudo cada vez más grande y apretado en mi interior, provocándome una opresión creciente que amenazaba con ahogarme.

La clave para salir del círculo vicioso en el que me había encerrado y que yo veía como una espiral descendente que conducía hacia el abismo de la desesperación me la ofreció el Dr. Enrique Puertas, del servicio de radioterapia del hospital, que me hizo ver que después del diagnóstico tenía dos problemas: el primero era el cáncer en sí mismo y el segundo el impacto emocional que la enfermedad había provocado en mí y en mi entorno. Para luchar contra lo primero me aconsejaba que confiara en los médicos y en el tratamiento, pero para lo segundo debía expresar todas las emociones que habían formado ese nudo paralizante en mi interior, debía llorar, sacar la rabia, pelearme con el mundo y vaciarme hasta llegar al fondo de ese pozo emocional. En ese momento estaría en disposición de levantarme y luchar para sobrevivir, porque el tratamiento sería mucho más eficaz si me encontraba anímicamente en disposición de luchar por mi vida. Hasta que no hubiera deshecho ese nudo gordiano no podría enfrentarme a la enfermedad y vencerla o, como mínimo, mantenerla a raya.