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Primera edición digital: marzo de 2017

 

© Nazaret Castro y Laura Villadiego, 2017

 

© Clave Intelectual, S.L., 2017

Paseo de la Castellana 13, 5º D - 28046 Madrid - España

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Derechos mundiales reservados. Clave Intelectual fomenta la actividad creadora, y reconoce el trabajo de todas las personas que intervienen en las distintas fases del proceso de edición. Agradece que se respeten los derechos de autor y ruega, por lo tanto, que no se reproduzca esta obra, parcial o totalmente, mediante cualquier procedimiento o medio, sin el permiso escrito de la editorial.

 

ISBN: 978-84-946343-8-3

 

BIC: WB

 

Fotografías: Fotolia.com

Diseño de cubierta: Lucía Bajos - luciabajos@luciabajos.com

ÍNDICE

 

Portadilla

Créditos

Índice

 

I. INTRODUCCIÓN. EL PROYECTO CARRO DE COMBATE Y EL CONSUMO COMO ACTO POLÍTICO

 

II. EL PUNTO DE PARTIDA: LAS MATERIAS PRIMAS

AZÚCAR

ACEITE DE PALMA

SOJA

MAÍZ

CAFÉ

CACAO

CARNE

 

III. ANALIZANDO NUESTRA MESA: LOS ALIMENTOS

ATÚN

EDULCORANTES

FRUTA

LECHE / LÁCTEOS

MANTEQUILLA Y MARGARINA

HUEVOS

AGUA

REFRESCOS

 

IV. OTROS PRODUCTOS: NUESTRA COMPRA MÁS HABITUAL

TEXTIL

COSMÉTICOS

DETERGENTES Y JABONES

ELECTRÓNICA

PLÁSTICOS

 

V. LA FASE DE DISTRIBUCIÓN Y CIRCULACIÓN DE LOS PRODUCTOS: DE LA FÁBRICA AL PLATO

 

VI. EL FINAL DE LA CADENA: LOS DESECHOS TIRAD, TIRAD, MALDITOS

 

ANEXO I. ALTERNATIVAS DE COMPRA EN ESPAÑA

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Notas

I INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

 

 

CONSUMIR ES UN ACTO POLÍTICO

 

El 1 de mayo de 2012, Día del Trabajo, se publicó el primer artículo del blog Carro de Combate. La idea había surgido unos meses atrás, cuando dos periodistas freelance, que trabajábamos cada una en una esquina del mundo, nos dimos cuenta de que ambas estábamos escribiendo sobre temas muy similares, como el trabajo esclavo, y que podríamos sumar esfuerzos y emprender una andadura común: Laura Villadiego, desde Camboya y después Tailandia; Nazaret Castro, desde Brasil y ahora Argentina. Nuestro objetivo fue, desde el principio, ofrecer información sobre las condiciones laborales de quienes fabrican los objetos que consumimos. Pronto entendimos que los ciclos de vida de los productos son mucho más complejos y cada una de esas fases es determinante: desde la extracción de materias primas, obtenidas casi siempre en países del Sur a los que el Norte compra sus recursos –muchas veces a precios de saldo–, pasando por las fábricas de producción o montaje, cuya ubicación escogen las empresas a la busca de los salarios más bajos y las legislaciones laborales más laxas; y terminando en los vertederos tecnológicos de África o en las islas de plástico en medio de los océanos, donde se acumulan los desechos provocados por el desaforado consumismo de sociedades insertas en economías donde el crecimiento infinito es la premisa básica del «desarrollo».

Cuando arrancamos nuestro blog entendimos la dificultad que a veces entraña analizar esas cadenas de producción: las empresas son muy opacas y utilizan mecanismos como la tercerización para eliminar su rastro. Así que decidimos emprender una investigación en profundidad sobre el azúcar: el resultado fue Amarga dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar, que autoeditamos y publicamos el 1 de mayo de 2013. A partir de ese momento comenzamos también a financiarnos con mecenazgos y a elaborar Informes de Combate mensuales para nuestros mecenas. Estos informes son los que terminaron germinando en el libro que tenéis entre vuestras manos. En estos últimos meses, además, hemos aumentado la familia: Aurora Moreno y María Rubiños se han incorporado al proyecto, que han enriquecido con un mayor conocimiento sobre África y un interés renovado por la transparencia.

Así como los veinte productos que hemos investigado para este volumen, todos y cada uno de los productos que consumimos cada día, desde las simples materias primas hasta los productos elaborados, dejan a lo largo de su ciclo de vida una serie de consecuencias ambientales, sociales, culturales, políticas y económicas que a menudo no vemos, porque no es raro que esas consecuencias negativas, cínicamente denominadas «externalidades», se sufran muy lejos del punto de compra. Pero están ahí. Los grandes medios de comunicación hablan poco de ello, y cuando lo hacen, no siempre nos muestran el cuadro completo, esto es, la necesidad de las empresas de minimizar sus costes de producción, comenzando por la extracción de materias primas y la mano de obra de las fábricas y talleres, en un mundo en el que la riqueza está cada vez más concentrada. Y ya casi está pasado de moda nombrar el capitalismo, ese sistema económico que se basa en la constante acumulación de capital.

La publicidad, la ideología del consumo, es la estrategia del sistema para mantener en funcionamiento ese engranaje. El silencio cómplice de los grandes grupos de comunicación es la otra pata de esa estrategia. Y sin embargo, algo está cambiando. Nosotras pudimos verlo en la buena acogida de nuestro Carro de Combate. Pronto entendimos que los ciudadanos sienten cada vez más interés e inquietud por conocer de dónde viene lo que consumen. Prefieren gastar un poco más para garantizar que no están apoyando con su dinero a empresas que maltratan a sus trabajadores o al medio ambiente; buscan alternativas. Pero es que han descubierto además que las externalidades negativas de esas prácticas perversas no alcanzan sólo a los habitantes de tierras lejanas. Los españoles hemos comprobado en los últimos años cómo la deslocalización de la producción ha afectado de lleno a las cifras de desempleo, y cada vez más consumidores perciben cómo los alimentos que consumen pueden ser peligrosos para su salud.

 

 

LA GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL

 

No es ninguna novedad que la publicidad nos bombardea constantemente. En las pantallas, en las calles, en cualquier espacio público o privado, llega invasiva a prometernos que si compramos esto o aquello seremos más guapos, más exitosos, más elegantes. Tampoco es ninguna novedad que la sociedad capitalista moderna necesita para su supervivencia esa ideología consumista que todo lo impregna, esa lógica del tanto tienes, tanto vales, pues, bajo el capitalismo, la propiedad privada nos sitúa dentro o fuera, y tener es ser, y quien no tiene, no es. Los griegos lo llamaban pleonexia, y Platón lo consideraba una enfermedad: el apetito insaciable de cosas materiales.

En las últimas décadas, la situación sólo ha ido a peor. Aunque ha habido excepciones, en los últimos 30 años, el capitalismo ha llevado a menudo a acentuar a escala global la explotación laboral y la acelerada destrucción del medio ambiente. Si los llamados 30 años dorados del capitalismo (1945-1970) se caracterizaron por el auge del Estado de Bienestar y en un sistema basado en salarios altos y crecientes para garantizar un consumo también creciente, en los 70 comienza a ascender un nuevo modelo que se consolida en los 90: el neoliberalismo. Lo público retrocede, el poder corporativo avanza, las privatizaciones convierten en mercancías los bienes comunes. La globalización impone una atroz competencia internacional: las fábricas se trasladan allá donde los salarios son más bajos, al tiempo que una masa cada vez mayor de trabajadores quedan desempleados o precarizados, incapaces de consumir, o incapaces de escoger qué consumen. Mientras, esos otros que conservan su capacidad adquisitiva son empujados por la publicidad a consumir cada vez más.

Las empresas ya no intentan vender lo mejor, sino lo último. El último teléfono móvil, que se cambia cada año aunque el anterior esté en perfecto estado. La última moda de primavera o de otoño, aunque el armario esté ya repleto. El automóvil más moderno, la pantalla de plasma de última generación. Y aunque no nos dejemos arrastrar por esos impulsos que impone la ideología del consumo, la obsolescencia programada nos obligará a cambiar cualquier producto antes de lo racionalmente necesario. Si nos empeñamos en arreglar algo en vez de sustituirlo, nos saldrá más caro –lo que es, bien mirado, el colmo del absurdo–. Por si fuera poco, muchos sectores de la economía, comenzando por los más básicos –la alimentación, el textil– están en manos de oligopolios cada vez más poderosos, que cuentan a sus espaldas con un historial deleznable en cuanto a derechos humanos: Coca Cola, Nestlé, Zara, Nike y, en fin, un sinnúmero de multinacionales.

 

 

UNA FORMA DE ACCIÓN POLÍTICA

 

En este contexto, creemos necesario y urgente promover un cambio. Para Carro de Combate, las soluciones locales deben combinarse con planteamientos globales, y, aunque son muchas las perspectivas y posibilidades de lucha ciudadana, nosotras proponemos una: el consumo como acto político. En una sociedad donde los poderes fácticos en gran medida han reducido a los ciudadanos a consumidores, qué hacemos con nuestro dinero se ha convertido en una de las vías más evidentes de intervención en el mundo. Cada vez más gente entiende que nuestras pautas de consumo irresponsables nos hacen cómplices y que, aunque no sea fácil, siempre tenemos un cierto margen de libertad, pues hay opciones mejores que otras, y entender eso, que cada gesto cuenta, es el primer motor del cambio.

«Cada acto de consumo es un gesto de dimensión planetaria, que puede transformar al consumidor en un cómplice de acciones inhumanas y ecológicas perjudiciales», escribe el filósofo brasileño Euclides André Mance. Del mismo modo, cada acto de consumo puede ser una forma de activismo que nos lleve hacia un mundo más justo, más humano, y también que, en lugar de alienarnos, nos ayude a desarrollar nuestras capacidades. Se trata, entonces, de consumir críticamente, y también de consumir con criterio; esto es, comprar lo que necesitamos y no lo que la publicidad nos dice que deseamos, y superar la idea de propiedad como única forma de posesión. Lo supo anticipar Carlos Marx en sus Manuscritos: «El grado de conciencia al que aspira la clase obrera, necesario para la transición revolucionaria, es nada menos que el que permite liberarse de un sistema de necesidades basado en la necesidad de poseer cosas, y donde la lógica de la propiedad privada lleva a que la satisfacción por excelencia pase sólo por la apropiación individual del bien, para ser propietario: usar, consumir, mostrar y usufructuar eso deseado».

El consumo responsable, crítico y solidario no tiene por qué suponer una merma en nuestra calidad de vida, ni mucho menos implica volver a las cavernas: se trata, más bien, de resetear nuestras mentes, de eludir los efectos borreguiles de la publicidad y cuestionar instituciones interiorizadas por nuestras sociedades como la propiedad privada como único modo de apropiación de las cosas. ¿Acaso no hay muchos productos que nos darán la misma satisfacción si los compartimos en lugar de acumularlos?

Tampoco creemos que la solución implique esforzarse por ser absolutamente coherentes. Lo aclaramos de entrada antes de que el lector termine de leer este libro y concluya que debe cambiar absolutamente todo lo que antes colocaba sin pensarlo demasiado en el carro de la compra. Pretender ser absolutamente coherentes sólo llevará a la frustración, por no hablar de que, al menos en las grandes ciudades, resulta imposible. Lo que proponemos es ir cambiando de a poco nuestros hábitos de consumo, cada vez más atentos a las alternativas que existen y que, a menudo, resultan invisibilizadas. El lector encontrará en el anexo final de este libro algunas páginas web y comercios que ofrecen algunas soluciones, pero dar un listado detallado resultaría imposible en un volumen de estas características. Os animamos a que cada uno de vosotros iniciéis vuestra propia investigación, a través de Internet y vuestro círculo de contactos; así, entre todos, iremos difundiendo alternativas.

Con nuestro consumo cotidiano podemos incidir directamente en la construcción de un mundo mejor; introducir un componente ético en un sistema económico que quiso dejar fuera de escena toda consideración moral o humana. El consumidor crítico elige lo que compra «no considerando apenas su precio y calidad, sino también su historia y el comportamiento de la empresa que lo ofrece», apunta Mance. Frente a la ideología dominante que promueve un consumo irresponsable, alienado y alienante, entender el consumo como acto político implica rechazar nuestra complicidad cotidiana, real aunque invisible, con la injusticia y el sinsentido del sistema capitalista en su fase de la globalización.

 

 

LA BATALLA DE LA INFORMACIÓN

 

No es sólo una responsabilidad o un gesto solidario: tenemos derecho a saber qué estamos comprando y cuál fue su origen, y debemos reivindicarlo. Los comportamientos cotidianos, los cambios individuales en el consumo, no bastan, pero ayudan a adquirir consciencia sobre el funcionamiento de esta economía global, que no sólo es injusta: también es inhumana, pues satisfacer las necesidades de la reproducción del capital nos aboca hacia la destrucción de la naturaleza y del propio ser humano. El consumo consciente, o la consciencia sobre el consumo, alienta la rebelión y a pensar las claves del cambio. Y es ahí cuando los comportamientos individuales comienzan a articularse con formas de acción colectiva para promover cambios legislativos como, por ejemplo, la implantación de un nuevo etiquetado que nos informe con mayor precisión sobre lo que compramos. Debemos exigir a nuestros gobernantes que obliguen a las empresas a ser transparentes, y mientras esa transparencia no llega, las y los periodistas debemos esforzarnos por elaborar y difundir la información a la que sí podemos llegar. Porque, si el consumo es un acto político, la primera batalla es la de la información.

Necesitamos consumir, pero no estamos obligados a hacerlo del modo que la televisión y las empresas multinacionales nos dicen que hagamos. Entendernos como sujetos libres, y entender el mundo en que vivimos como una realidad histórica y por lo tanto modificable, es el primer paso para cambiar el mundo. Si otro consumo es posible, otra economía es posible, y otro mundo es posible.

II EL PUNTO DE PARTIDA: LAS MATERIAS PRIMAS

 

 

 

 

 

 

La cadena de producción de prácticamente todo lo que consumimos comienza en el mismo punto: las materias primas necesarias para fabricarlo. Son la base de la sociedad de consumo: sin materias primas no podríamos tener ni los productos más sencillos, como una barra de pan, ni tampoco los más complejos, como un ordenador. Todos necesitan materias agrícolas o minerales y, sobre todo, fuentes de energía –que también se consideran materias primas– para ser producidos.

El estudio de las materias primas es especialmente importante porque impregna el proceso de producción de todos los otros productos que consumimos, pero no solemos ser conscientes de ello, en parte porque rara vez consumimos materias primas en bruto, como el hierro, el petróleo o el algodón. Sin embargo, las materias primas alimenticias, como el azúcar, los aceites o el café, sí los encontramos en las estanterías de los supermercados. En inglés, se denominan commodities, y pueden definirse, en palabras de la socióloga argentina Maristella Svampa, como “productos indiferenciados cuyos precios se fijan internacionalmente y no requieren tecnología avanzada para su fabricación y procesamiento”. Las commodities conforman el primer bloque de este libro; el resto de materias primas –con la excepción de la energía, que daría en sí misma para todo un libro– serán mencionadas a menudo en los siguientes bloques, aunque con menor profundidad.

 

 

MATERIAS PRIMAS Y MERCADOS FINANCIEROS

 

No se puede hablar de materias primas sin mencionar la importancia de los mercados financieros en su comercialización. Las materias primas, al ser productos no elaborados, se venden fundamentalmente por su precio y no por sus características, que no suelen variar mucho en función del productor ni del país de origen. Esto las hace especialmente apropiadas para ser vendidas en los mercados financieros, en los que no es necesario ver la mercancía. En la actualidad existen unos 50 mercados de este tipo, cada uno de ellos especializado en unas commodities en particular. Mueven cada año miles de millones de dólares y su importancia en la evolución de los precios es creciente.

Pero la ecuación no es tan simple. En estos mercados, las materias primas pueden venderse en tiempo presente –hoy compro, hoy recibo– pero en general suelen comercializarse bajo la forma de futuros o de opciones. En el primer caso, comprador y vendedor se comprometen a intercambiar una mercancía en el futuro, pero al precio de mercado del día en el que se ha llegado al acuerdo. Es decir, las condiciones se establecen hoy, pero el intercambio se produce en el futuro. En el caso de las opciones, el vendedor obtiene un derecho a comprar una mercancía, también a un precio prefijado, pero no tiene la obligación de hacerlo.

Sin embargo, en ambos casos, el intercambio nunca se produce y estos acuerdos sólo se utilizan para generar ganancias especulativas. Así, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, en sus siglas en inglés), el 98% de los contratos de futuro no llegan a destino: el contrato es cancelado o revendido antes. De ahí concluye la FAO que los mercados de futuros «atraen inversores que no están interesados en la materia prima como tal, sino en hacer dinero de forma especulativa».

Se pueden encontrar opiniones diversas sobre el papel que juegan los mercados financieros en el precio internacional de las materias primas, especialmente de las llamadas soft commodities (materias primas blandas o agrícolas), que son la base de la alimentación humana. El debate se encendió durante la última crisis alimentaria mundial, en los años 2007 y 2008, cuando los precios de los alimentos básicos aumentaron rápidamente, lo que provocó hambrunas y tensión social en medio mundo, especialmente en África. En un primer momento se apuntó al papel de los agrocombustibles, de las malas cosechas y del aumento del consumo en países como China o India como principales causas del incremento de los precios. En 2008, el relator de la ONU para el Derecho a la Alimentación, Jean Ziegler, denunció sin embargo el papel de los mercados financieros especulativos en el aumento de los precios, si bien acusó también a los agrocombustibles. Desde entonces ha habido dos grupos de opiniones diferenciados: el que apunta a la economía real como causa principal del aumento de los precios –a mayor demanda o menor oferta, mayor precio– y el que acusa a los mercados financieros de alterar artificialmente los valores.

En lo que todos están de acuerdo es en que los precios de las commodities son más volátiles que los de los productos manufacturados, y su volatilidad es hoy mayor que antes de la crisis de 2008, según ha advertido la FAO. Esto perjudica a los países pobres, cuyas economías suelen depender de la producción y exportación de este tipo de productos. Tampoco ayuda la concentración empresarial: unas pocas compañías multinacionales controlan el mercado mundial de las commodities y de sus semillas y son, generalmente, las que compran las materias primas a los agricultores de medio mundo y luego las ponen en los mercados financieros. Son juez y parte. Algunos nombres, como la multinacional de biotecnología y semillas Monsanto, son bien conocidos por el público general, pero buena parte de las firmas que controlan el mercado mundial de las materias primas son bastante desconocidas por la opinión pública: Bunge, ADM (Archer Daniels Midland Co), Cargill, Louis Dreyfus o Wilmar son las principales.

 

 

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MATERIAS PRIMAS EN LOS MERCADOS FINANCIEROS

 

Granos:

Soja, trigo, maíz, avena, cebada.

Materias primas blandas:

Algodón, jugo de naranja, café, azúcar, cacao.

Energías:

Petróleo crudo, gasolina, gas natural, etanol, nafta.

Metales:

Oro, plata, cobre, platino, aluminio, paladio.

Carnes:

Ganado bovino vivo, ganado porcino vivo, manteca, leche.

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EL AUGE DE LOS AGROCOMBUSTIBLES

 

Como hemos visto, el papel de los agrocombustibles ha sido muy polémico durante los últimos años. Los agrocombustibles son aquellas fuentes de energía derivadas de biomasa o materia orgánica. Como este tipo de carburante está fácilmente disponible en la naturaleza, fue la primera fuente de energía utilizada por los seres humanos, que durante milenios han usado la madera para calentarse o cocinar, y aún la siguen usando en zonas rurales y en muchos países del Sur.

Después de varias décadas de uso y abuso de los combustibles fósiles, el nuevo auge de los agrocombustibles llegó tras la crisis del petróleo de los años 70, que hizo aumentar de forma espectacular los precios del crudo. Se buscaron entonces nuevas alternativas para alimentar a los automóviles. La tecnología no era nueva, puesto que los primeros prototipos de coches ya habían funcionado con etanol: así fue con el famoso modelo T de Ford, aunque la Ley Seca de la época había imposibilitado el desarrollo de este tipo de carburantes. A partir de la década de 1970 se retomó el ensayo de carburantes procedentes de plantas y se desarrollaron dos tipos: el bioetanol, que sustituye a la gasolina y que procede de alimentos ricos en azúcares, como la caña, la remolacha y el maíz; y el biodiésel, que sustituye al diésel y se obtiene de aceites de girasol, colza y otros.

En la actualidad, la producción mundial de agrocombustibles ronda los 22 millones de toneladas anuales. Su incremento vino acompañado de una gran campaña por parte empresas y gobiernos que vendieron los agrocarburantes como un producto milagroso para reducir la huella de carbono derivada de los combustibles fósiles. Sin embargo, el boom de los agrocombustibles ha provocado prácticas poco amigables con el medio ambiente, como la deforestación y la extensión de monocultivos que dejan las tierras exhaustas, como veremos al analizar la caña de azúcar: la FAO calcula que, si en 2010 se dedicaba en torno al 20% del azúcar moreno que se producía a la elaboración de etanol, en 2021 se prevé que esa cifra supere el 30%[1]. El caso del aceite de palma, que también analizamos en este libro, es uno de los más paradójicos. El fuerte incremento de la demanda de biodiésel llevó a Indonesia a acelerar la deforestación de su selva tropical, que cada año es devorada por grandes incendios, para plantar palma. Ecologistas e incluso el gobierno de Indonesia han apuntado a las grandes empresas agrícolas –no sólo aceiteras, sino también para caña o caucho– como responsables de estos incendios.

Según un estudio del Banco Mundial realizado en 2007, Indonesia es el tercer emisor de gases de efecto invernadero, por detrás de China y Estados Unidos, principalmente debido a estos incendios. Y todo ello a pesar de que tres leyes prohíben en el país quemar los bosques y de que una moratoria ha suspendido las concesiones de terrenos para nuevas plantaciones hasta el año 2015. Ecologistas y otros activistas, principalmente de Greenpeace, denuncian la corrupción de las autoridades locales[2] como principal impedimento para hacer cumplir estas leyes.

 

 

LA POLÉMICA DE LOS TRANSGÉNICOS

 

Un análisis al mercado de las materias primas no estaría completo sin hacer una referencia al polémico debate sobre los transgénicos. La selección de semillas, para obtener generación tras generación especies cada vez más mejoradas, es una práctica ancestral que los agricultores utilizan desde hace milenios. La novedad que trajo la llamada Revolución Verde es que, con los nuevos conocimientos científicos de manipulación genética, se pudieron provocar cambios artificiales sobre el ADN. Las compañías multinacionales del sector biotecnológico crearon especies resistentes a plaguicidas o herbicidas, con lo que los cultivos obtienen rendimientos espectaculares. Nacían así los organismos genéticamente modificados (OGM), popularmente conocidos como transgénicos.

La Revolución Verde se anunció como la posibilidad tecnológica de acabar con el hambre en el mundo; sin embargo, pronto se comprobó que esa tecnología no se ponía al servicio de la erradicación del hambre, sino del aumento de la ganancia de las empresas privadas. Un caso extremo es el de las llamadas semillas suicidas o Terminator: contienen una modificación genética por la cual una toxina mata al embrión en un momento de su desarrollo, para obligar al agricultor a comprar nuevas semillas en cada período de siembra. La polémica llevó a Monsanto, la empresa líder del sector, a comprometerse a no comercializarlas, pero en la práctica presiona a los agricultores para que compren semillas nuevas para cada siembra o paguen regalías por ellas.

La controversia ha acompañado los OGM desde su inicio. Los efectos negativos sobre la salud del consumo de transgénicos son un asunto polémico: la comunidad científica está dividida al respecto. Pero sí hay evidencias de los peligros que entraña el abuso de agroquímicos, cuyo aumento exponencial viene a menudo de la mano de los OGM, puesto que buena parte de ellos han sido diseñados precisamente para resistir herbicidas más potentes. El ejemplo clásico es la soja Roundup Ready (RR), patentada en 1996 por la multinacional estadounidense Monsanto. La soja RR está genéticamente modificada para resistir al Roundup, un herbicida a base de glifosato y otras sustancias químicas que ha sido ampliamente cuestionado por los ecologistas y, cada vez más, por las poblaciones cercanas a los cultivos; un caso emblemático ha sido la lucha contra los agroquímicos en la provincia argentina de Córdoba, donde los movimientos sociales han conseguido parar, de momento, la instalación de la que sería la mayor planta de maíz transgénico de Monsanto en la región.

La problemática va más allá de los impactos sobre el medio ambiente y sobre la salud humana de este tipo de sustancias químicas. Las empresas del ramo crearon en 1961 la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV). Ésta ha impulsado sucesivos acuerdos destinados a crear un sistema de protección de los derechos de las empresas del sector, similar al registro de patentes. El último de estos acuerdos, el de 1991, obliga a los países firmantes a realizar modificaciones en su legislación que privilegian la venta de las semillas genéticamente modificadas y llegan a prohibir el uso de semillas no certificadas. También restringen el derecho de los agricultores a almacenar, intercambiar o regalar las semillas de sus cosechas, y favorecen el pago de regalías a las multinacionales[3].

Al igual que en el caso de las materias primas, las semillas transgénicas están controladas por unos pocos grupos. Según un reciente estudio del Grupo ETC, seis firmas transnacionales (Monsanto, DuPont, Syngenta, Bayer, Dow y BASF) controlan el 60% del mercado comercial de semillas, copan el 76% de las ventas globales de agroquímicos y el 75% de toda la investigación del sector privado sobre la agricultura[4]. Estas empresas controlan una parte cada vez mayor de la alimentación humana y conforman un grupo de presión cada vez más poderoso ante los legisladores de las naciones.