III

Mi querido:

El alemán prusianizado, cualquiera que sea la mezcla de razas a que pertenece, posee una cualidad que acaso sea racialmente simple, pero que, de todas suertes, es muy clara. Chamberlain, el filósofo o historiador alemán (no sé qué título darle o acaso no darle ninguno de los dos) observa en alguna parte que las razas puras están dotadas de fidelidad. Pone como ejemplo al negro y al perro –y yo supongo que al alemán. De todos modos, es cierto que hay una cosa verdadera y visible que pudiera llamarse fidelidad (o acaso monotonía) y que existe en los alemanes en una forma parecida a los perros y los negros. El teutón del norte tiene en este respecto la simplicidad del salvaje y de los animales inferiores: que carece de reacciones. No se ríe de sí mismo. No desea darse una patada a sí mismo. Como casi todos nosotros, no se arrepiente, ni siquiera se arrepiente a veces del arrepentimiento. Si lee sus propias obras, no las haya mucho peor o mucho mejores de lo que esperaba. No siente un leve deseo irracional de libertinaje, ni aun tratándose de los divinos placeres de esta vida. Obsérvele en un restaurante alemán y se convencerá usted de que no lo siente. En suma, tanto en el sentido más científico y en el más fortuito de la palabra, no sabe lo que es tener temperamento. No se dobla y salta atrás como el acero, sino que se para en seco, como la madera. En esto se diferencia de cualquier nación de las que yo he conocido, de la nación de usted y de la mía, de la francesa, la española, la escocesa, la galesa y la irlandesa. La mala suerte no le vigoriza nunca como a nosotros. La buena suerte no le asusta nunca como a nosotros. Ello puede verse en lo que los franceses llaman chauvinismo y nosotros jingoísmo. Lo que para nosotros son fuegos artificiales es para él luz meridiana. La noche de Mafeking, al celebrar un triunfo pequeño pero pintoresco contra los boers, casi todo el mundo en Londres se echó a la calle con banderitas. Casi todo el mundo está ahora en Londres cordialmente avergonzado de ello. Pero no se les ocurriría jamás a los prusianos dejar de pasear arrogantemente su última insolencia con motivo de la lejana victoria de Sedan, aunque en ese mismo aniversario la estrella de su destino cambió desdeñosamente de rumbo en el cielo y von Kluck tuvo que retirarse de París. Sobre todo, los prusianos no se sienten incomodados, como a mí me pasa, cuando los extranjeros alaban su país por razones equivocadas. El prusiano le permitirá a usted que le elogie por cualquiera razón, durante cualquier duración de tiempo, por cualquier eternidad de locura; él está allí para que se le elogie. Probablemente, esto le enorgullece; probablemente cree que posee una buena digestión, pues no le enferma el veneno de la alabanza. Cree que esta ausencia de duda, de autoconocimiento, es signo de serenidad, de grandeza, de calma colosal, de raza superior –en suma, toda la pretensión de los teutones de ser el producto espiritual más elevado de la naturaleza y de la evolución. Pero como yo he observado una calma más completa no sólo en los perros y en los negros, sino en las babosas, en ciertos gusanos, en las raíces de acelga, en el musgo, en el barro y en las piedras, apenas puedo creer que esta condición sirva para ocupar un alto rango entre todas las criaturas de Dios. Le indico a usted esto por una razón muy práctica. El prusiano no entenderá nunca las revoluciones, que generalmente son reacciones. Las considera no sólo con desagrado, sino con una especie misteriosa de piedad. A través de todas sus confusas historias populares, circula la extraña sugestión de que hasta ahora han fracasado siempre las poblaciones civiles, y eso porque han estado luchando siempre. La población de Berlín no lucha o no puede luchar; por lo tanto, Berlín triunfará allí donde Grecia y Roma fracasaron. Pero lo cierto es que Berlín no ha triunfado en nada hasta ahora, como no sea en copiar de mala manera a Grecia y Roma; los prusianos serían más cuerdos si discutiesen los detalles del pasado de Grecia y Roma, en lo cual les seguiría nuestra atención, en vez de los detalles de su propio futuro, acerca de lo cual no estamos, naturalmente, tan bien informados. Pues bien, todas las catedrales que han construido, todos los pilares que han levantado, cada pedestal con un epitafio o cada artesonado con decoraciones, cada tipo de iglesia, católica o protestante, cada tipo de calle, grande o pequeña, lo han copiado de las viejas ciudades paganas o católicas, ciudades que, cuando hacían esas cosas hervían en revoluciones. Recuerdo que una vez me decía un profesor alemán: «No tendría escrúpulos en extinguir tales repúblicas como Brasil, Venezuela, Bolivia, Nicaragua; viven en un perpetuo motín por una cosa u otra». Le repliqué que suponía que no tendría escrúpulos en extinguir Atenas, Roma, Florencia y París, pues siempre vivieron en motín por una cosa u otra. Me pareció que su réplica indicaba que acerca de César o de Rienzi sentía lo que el sacerdote presbiteriano escocés acerca de Cristo cuando contestó a los que le recordaban lo de recoger trigo en domingo: «Bueno, pues no por eso tengo mejor idea de él». Dicho de otro modo, estaba completamente seguro, como todos sus conciudadanos, de que podría imponer una especie de Pax Germanica que satisficiese para siempre todas las necesidades de orden y de libertad, anulando toda necesidad de revolución o reacción. Mi opinión es diferente. Siendo yo niño, cuando la industria de juguetes de Alemania había comenzado a inundar nuestro país, había un couplet inglés presumido que solían recitar las institutrices:

Lo que los niños alemanes gozan en hacer

los niños ingleses gozan en romper.

Puedo responder del gozo de los niños ingleses, justo y divino gozo. Pero no estoy seguro acerca del gozo de los niños alemanes al ser cogidos en las ruedas infernales de la moderna civilización de fábricas. Sin embargo, por ahora sólo me interesa decir que no admito esta línea de división histórica. No creo que la historia confirme la opinión de que los que pueden romper cosas no podrían hacerlas.

Esta es la forma menos intrusa en que yo puedo tocar un tema que tiene que ser necesariamente delicado y que pueda constituir una dificultad entre latinos como usted. Contra esta estrella ascendiente y absurda de Prusia, no solo tenemos que defender nuestra unidad; tenemos que defender hasta nuestras querellas. Y la más profunda de las reacciones o rebeliones de que he hablado es la querella que durante varios siglos (y muy trágicamente, según creo) ha alejado a los cristianos de la idea liberal. No se me ocurriría, ya que en mi país no existe ni esa clara doctrina ni esa democracia combatiente, suponer que les sea fácil a ustedes cicatrizar esas heridas sagradas. Todavía debe haber católicos que creen que no podrán perdonar nunca a un jacobino. Todavía debe haber viejos republicanos que creen que nunca podrán tolerar un cura. Y, sin embargo, hay algo que basta ser visto para que una a ambos en una alianza repentina. No tienen más que mirar hacia el norte y detener la tercera cosa que se cree superior a ambos: la enorme cara de nabo de ce type là, como dicen los franceses, el cual concibe que puede hacer a ambos semejantes a él mismo y, sin embargo, seguir siendo superior a los dos.

Le imploro a usted que no ponga en manos de este Necio la riña de los grandes santos y de los grandes blasfemos. Hará con la religión lo que con el arte; mezclar todos los colores en la paleta de usted hasta obtener el color del fango, y luego decir que sólo los ojos purificados de los teutones pueden ver que es un blanco puro. Hace poco se dijo del director de los Museos de Berlín que estaba preparando la creación de una nueva clase de arte: el arte alemán. Al mismo tiempo se había invitado a reunirse en torno a una mesa a los filósofos y hombres de ciencia para fundar una nueva religión: la religión alemana. ¿Cómo pueden tales gentes comprender el arte? ¿Cómo pueden comprender la religión, más aún, cómo pueden comprender la irreligión? ¿Cómo inventa uno una revelación? ¿Cómo crea uno un Creador? ¿No significa claramente el Evangelio que es una buena nueva? ¿Y no significa claramente la buena nueva que debe venir desde fuera de uno mismo? De otra suerte, yo podría sentirme feliz en este momento, con inventar una enorme victoria en Flandes. Y supongo (ahora caigo en ello) que es eso lo que hacen los alemanes.

Gracias a la plenitud de su fe y aun a la plenitud de su desesperación, usted, que recuerda a Roma, ha ganado el derecho de impedir que desde el norte nos sofoquen nuestras disputas con agua fría así. Pero no será exageración decir que ni lo peor de la religión ni lo peor del republicanismo ha ofendido nunca a la humanidad con el grosero insulto que nos ofrece esta nueva monarquía, descaradamente universal.

Siempre ha habido algo común a todos los hombres civilizados, aunque ello consista en ser simplemente un ciudadano o en ser simplemente un pecador. Hay algo que los antepasados de usted llamaban Verecundia, que es a un tiempo mismo humildad y dignidad. Sean cuales fueren nuestras faltas, nosotros no obramos como los prusianos. Nosotros no mugimos noche y día para llamar la atención sobre nuestro rígido silencio. No nos elogiamos nosotros mismos por la simple razón de que nadie nos elogia. Por mi parte, al término de estas cartas digo lo que al principio, que en estos asuntos internacionales he disentido con frecuencia de mis conciudadanos, y con frecuencia he disentido de mí mismo. No pretenderé haber dado una idea perfecta de la necia criatura de que hablamos. No contestaré con jactancia a sus jactancias, sino a golpes.

Alguien golpea en la puerta de mi casa y la rompe de pronto. A nadie veo fuera, como no sea una especie de viajante de comercio, sonriente, de pelo color de paja, con un libro de notas abierto, que dice:

«Perdóneme; soy un ser intachable; he persuadido a Polonia; cuento con mis respetuosos aliados en Alsacia. Sencillamente, en Lorena me adoran. Quae regio in terris… ¿Cuál es el lugar de la tierra donde el nombre de Prusia no es motivo de oraciones de esperanza y de danzas jocundas? Soy ese alemán que ha civilizado a Bélgica y que ha recortado delicadamente las fronteras de Dinamarca. Y puedo decirle a usted, con plena convicción, que no he fracasado nunca ni fracasaré nunca en nada. Por lo tanto, permítame que bendiga su casa con el tránsito de mis hermosas botas, para que pueda escalar la casa contigua».

Entonces, algo europeo, que es más orgulloso que el orgullo, me irá poseyendo hasta responderle lo siguiente:

«Yo soy ese inglés que ha torturado a Irlanda, que ha sido torturado por el Sur de África; que conoce sus equivocaciones, que se siente abrumado por sus pecados. Y le dice a usted, Ser Intachable, con una verdad tan honda como su propia culpa y tan inmortal como su propio recuerdo, que no pasará por aquí».

Suyo,

G. K. Chesterton.

G. K. Chesterton

Sobre el concepto de barbarie

seguido de

Cartas a un viejo garibaldino

Edición de Emilio Quintana

Ediciones Espuela de Plata

© Introducción: Emilio Quintana

© Traducción de Sobre el concepto de Barbarie: Héctor Oriol

© 2012. Ediciones Espuela de Plata

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

ISBN: 978-84-15177-62-9