SECRETOS DE CAMPAÑA
Cuando las emociones dan más votos que los argumentos

Iolanda Mármol

 

laertes

 

 

 

 

 

Primera edición: abril 2011

© Iolanda Marmol, 2011
© de esta edición: Laertes S.A. de ediciones, 2011
C./ Virtut, 8, bajos - 08012 Barcelona
www.laertes.es

ISBN: 978-84-7584-764-1

Programación: JSM

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Agradecimientos

Nunca podría haber escrito este libro sin la ayuda inestimable de decenas de personas que cedieron su tiempo y su paciencia para reconstruir la campaña electoral de 2008. Algunos de ellos la vivieron en primera línea de fuego, otros la analizaron como profesionales de la comunicación política, la publicidad o el periodismo. A todos ellos quiero agradecer su generosidad e interés, sus explicaciones y, ante todo, su sinceridad. Una parte significativa de las fuentes que colaboraron aparecen citadas en la bibliografía final, pero la inmensa mayoría de las entrevistas que ayudaron a construir este relato permanecen en el anonimato por voluntad expresa. Soy consciente de que para muchos de los entrevistados resultó una amarga tarea revivir errores y derrotas, tanto en el equipo del psoe como en el del pp, y por ello valoro en especial su valentía y honestidad, el tiempo que me dedicaron, de forma desinteresada, su humildad y su cercanía.

El proyecto nació como un estudio académico en la Fundación Ortega y Gasset y no resultó nada sencillo. En contra del criterio de diversos profesores, me resistí a basarlo en un análisis cuantitativo de anuncios, spots o mítines de la campaña. Quizá por pura deformación profesional, me parecía necesario indagar a través de entrevistas a los comités electorales, a los expertos. Era un método más arriesgado, porque las opiniones no son ciencias exactas, a veces se contradecían y tenía la sensación permanente de estar reconstruyendo un puzle a ciegas. Y soy consciente de que algunos de ellos quizá no compartirán las conclusiones, pero si la objetividad no existe, sí he tratado de ser veraz, rigurosa y justa en el análisis.

Quiero dar las gracias al director de la tesina, Ismael Crespo, y al tribunal que la evaluó por convencerme para esta publicación, por su apoyo y sus consejos; a José Luis Dader, a Javier del Rey Morató y en especial a Rafa Rubio, que se implicó desde el primer día.

Y por último, un gracias inmenso a todos los que han creído en mí, a los que me dieron una oportunidad y a los que han estado a mi lado incondicionalmente. A Fernando Garea por su confianza, su generosidad y su entusiasmo. A Susana León, a Alex Asúnsolo, a David Robles y a Paco Valiente por lo valioso de su amistad y su cariño. A Lucía Aboud y a Olaya Argüeso por preocuparse tanto y estar ahí en los éxitos y en las derrotas. A Julliette por todo el tiempo que le robé. Y a Daniel Pozo por estar suficientemente loco como para compartir esta aventura conmigo.


Prólogo

«Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo», dijo Albert Einstein sobre los principios de la ciencia. Cuando se fracasa en una campaña electoral no hay forma de saber qué hay que corregir exactamente.

Si ganas, todo se habrá hecho bien y si pierdes, todo habrá sido en vano; si el resultado es malo, el método utilizado lo habrá sido también y tendrás que cambiarlo todo en la próxima ocasión. Así se mide, básicamente, el éxito de las campañas electorales. Siempre a posteriori, de forma subjetiva y con la ventaja de saber el resultado final.

No hay datos que objetivar o parámetros para saber en qué medida una decisión de campaña, un eslogan o un gesto del candidato ha servido para que se pierdan o se ganen unas elecciones. Ni siquiera es posible saber cómo han influido los acontecimientos de los años previos, qué acogida ha tenido un gesto del candidato o si la campaña electoral, a la que tantos esfuerzos se han dedicado, ha servido realmente para algo.

No es una ciencia exacta y por eso no es posible examinar las campañas electorales con un análisis de acierto y error. El resultado electoral obliga a revisar la estrategia para lograr resultados diferentes en la siguiente campaña, pero sin poder cuantificar las proporciones de aciertos logrados y de errores en los que se ha incurrido. Por ejemplo, para la historia ha quedado que Richard Nixon perdió en 1960 las elecciones frente a John F. Kennedy porque sudó en exceso en el debate cara a cara en la televisión. Pero es posible que si el resultado en las urnas hubiera sido el contrario, hubiera quedado la idea de que los votantes norteamericanos se conmovieron con el gesto humano de Nixon.

Si José Luis Rodríguez Zapatero hubiera perdido las generales en 2004, el uso de las iniciales zp se hubiera visto como un intento ridículo que frivolizó al candidato. Pero al haber ganado, la idea ha sido alabada por todos y considerada como brillante por los expertos.

En las generales de 2008 en España fue vital el desarrollo del debate cara a cara entre Pedro Solbes y Manuel Pizarro. El entonces candidato del psoe acudió a ese cara a cara en las peores condiciones posibles, en circunstancias que cualquier asesor de imagen desaconsejaría: con un ojo tapado con una venda y sin apenas preparación. Como los socialistas ganaron las elecciones, para la historia de las campañas quedará que Solbes venció a Pizarro porque logró generar un sentimiento de pena en el espectador, al mostrarse natural en el debate.

Como los socialistas ganaron, nadie dudará de que el monólogo sobre la niña que utilizó Mariano Rajoy para cerrar su debate con José Luis Rodríguez Zapatero no funcionó. Si hubiera ganado el pp, se diría a posteriori que sí fue un acierto y que logró llegar a un sector del electorado que le es adverso, el de las mujeres.

Por eso es tan difícil hacer un estudio académico o científico de una campaña electoral. Y es también complicado hacer una crónica periodística del desarrollo de las campañas, porque los partidos guardan con celo sus estrategias, sus debates internos y sus métodos. No quieren que nadie entre en la cocina del infierno en la que se toman las decisiones más sensibles. Los partidos, voraces máquinas de consumir opinión pública, solo quieren colocar sus mensajes y son opacos en la toma de sus decisiones estratégicas. Incluso, pasan por encima de todo y sirven imágenes realizadas de los mítines y elaboran vídeos destinados a ser consumidos sin digerir por los medios de comunicación.

Con esas dificultades, Iolanda Mármol ha diseccionado con rigor la campaña electoral de 2008 para poder analizar qué se hizo bien y qué se hizo mal. Ha conseguido, finalmente, combinar el estudio académico con la crónica periodística. Y llega hasta las cocinas en las que se hornearon las campañas electorales de los dos principales partidos, como nunca se había llegado hasta ahora. Aporta además material inédito de ambos partidos, desechado por la marcha de la campaña electoral.

El libro aporta datos suficientes para determinar de forma académica y casi científica que la campaña del pp fracasó no solo porque el resultado final fue la derrota electoral, sino porque el funcionamiento de su equipo no fue el correcto. El libro consigue entrar en las entrañas de la ballena, en las reuniones de los equipos de estrategia para desvelar las tensiones internas, las discrepancias entre quienes debían tomar las decisiones.

Del relato, cargado de titulares periodísticos, es fácil deducir que difícilmente pudo funcionar una campaña como la de Rajoy en la que la nota fundamental fue la falta de dirección clara y las tensiones. En esa coyuntura, el candidato se vio obligado a actuar con impostura y a ponerse en situaciones en las que necesariamente no podía encontrase cómodo. Y si un candidato no está cómodo con el papel que debe desempeñar en una campaña, sobreactúa y transmite que está siempre forzado por las exigencias de la campaña, difícilmente podrá llegar con naturalidad al electorado.

El psoe supo sacar más partido a las virtudes de Zapatero, y el pp no solo no mejoró los defectos de Rajoy sino que los acentuó aún más. Los socialistas supieron leer adecuadamente sus estudios cualitativos sobre el candidato y reforzar sus virtudes para ejecutar una campaña electoral de éxito hasta el mismo día en el que los ciudadanos fueron a votar. Jugaron también con el rechazo que pudiera provocar entre los electores la imagen de crispación que proyectó el pp durante toda la legislatura.

Siguiendo el principio de Einstein, el pp tendrá que cambiar su actuación en las sucesivas campañas para lograr resultados distintos. Y el psoe ya no tendrá posibilidad de mantener una estrategia que ha terminado con un evidente éxito electoral, pero que solo podría repetir en unas condiciones tan extraordinarias como las que rodearon en 2004 y 2008 a Zapatero.

Porque del estudio/crónica se deduce también que lo que le funciona a un candidato en el corto plazo de una campaña puede terminar volviéndose en su contra. Zapatero ha terminado devorado por su propio enfoque de campaña y ha arrastrado en su caída al psoe.

Se explica cómo los socialistas decidieron poner el candidato por encima del partido y de su programa, incluso anteponiendo su nombre al de las siglas centenarias para reforzar las cualidades de Zapatero: la telegenia, el talante, la apariencia de bonhomía y hasta la credibilidad. Pero cuando la crisis y su actuación ante las dificultades económicas han desgastado a Zapatero, el psoe sufre con extraordinaria crudeza la caída de su líder. El desmoronamiento de su credibilidad arrastra al partido, porque la campaña del psoe en 2008 fue la campaña de los sentimientos y, sobre todo, de la exaltación de un candidato.

Se concluye del análisis del libro que la campaña de la alegría, del optimismo y del «vota con todas tus fuerzas» fue una campaña perfecta para Zapatero en 2008 y, probablemente, perfecta para Rajoy en 2012, en las siguientes elecciones generales.

Disipada la alegría y enterrado el optimismo, al psoe ya no le vale el «vota con todas tus fuerzas».


Fernando Garea


Introducción. La noche electoral

Era inevitable. Las encuestas le tenían obsesionado. Tanto, que el primer trabajo de cada mañana consistía en revisar los resultados de los tracking del día anterior. Los analizaba. Pedía opiniones. Comparaba los sondeos propios con ajenos. Hacía cálculos, auguraba participaciones y sumaba escaños. Los seguros, los improbables, los imposibles. Ese domingo, como cada mañana durante dos semanas, José Luis Rodríguez Zapatero madrugó para desayunar frente a los datos demoscópicos. Eran alentadores, pero entonces aún no sabía que a media tarde iba incluso a acariciar el sueño de lograr una mayoría absoluta.

Optimista y convencido, hizo lo único que le quedaba pendiente después de una campaña que no le había dado un solo minuto de paz. Acompañado por su esposa Sonsoles, acudió a votar en el colegio Nuestra Señora del Buen Suceso. Eran las diez y media de la mañana. Depositó su voto, atendió brevemente a la prensa, animó a los ciudadanos a votar y volvió a La Moncloa convencido de que no había nada más que pudiese hacer para revalidar su mandato.

La guardia pretoriana del presidente, sus colaboradores más cercanos durante la campaña, instauraron hace tiempo la tradición de empezar la jornada electoral con una comida en el restaurante Los Porches, situado muy cerca de la sede de Ferraz, donde permanecerán encerrados hasta altas horas de la madrugada. A esta comida suelen asistir José Blanco, Alfredo Pérez Rubalcaba, Óscar López, Ignacio Varela y Juan Manuel Aceña entre otros. Son los hombres que han construido la campaña electoral. Solo falta el candidato, Zapatero, que no acude a esa cita pero va luego a Ferraz.

Cada presidente tiene sus preferencias. A Felipe González nunca le había apetecido seguir la jornada electoral al minuto desde la sede socialista. Se quedaba en La Moncloa y solo aparecía por Ferraz cuando el recuento ya estaba muy avanzado. De hecho, la única vez que permaneció en el cuartel general fue para acompañar a Joaquín Almunia la aciaga noche en la que había de ser arrollado por la mayoría absoluta de José María Aznar. Contra todo sentido común. Contra toda tradición no escrita. Contra lo que nadie imaginó y para estupefacción de todos, esa noche Almunia leyó un discurso de dimisión que nadie conocía. No solo abandonó el cargo. Después de leerlo abandonó Ferraz, de inmediato, directo al garaje, sin pasar siquiera por su despacho para recoger sus cosas y despedirse de sus colaboradores.

A José Luis Rodríguez Zapatero le gusta seguir la noche electoral desde la sede socialista. En realidad, le fascina toda la maquinaria electoral, las encuestas, los análisis demoscópicos, las mediciones, las estrategias, pregunta y lo analiza apasionadamente desde que tan solo era un joven diputado por León. Le gusta encerrarse en el war room,1 la sala de máquinas. Apenas una veintena de personas, las que han estado más directamente implicadas en la campaña, tienen acceso a esa planta del edificio, que queda sellada. Ni siquiera pueden entrar otros miembros del Gobierno que no hayan participado en el diseño de la campaña. Dentro, los estrategas, asesores y colaboradores más cercanos al presidente analizan los datos de los sondeos que se recogen a pie de urna. Es lo que denominan «israelitas» las encuestas que se hacen a los electores tras haber depositado el voto y que se realizaron por primera vez en Israel, de ahí el nombre. Los asesores más directos, en este caso Ignacio Varela y Enrique Serrano, programan las apariciones públicas de diferentes cargos y van perfilando los discursos que tendrán que pronunciarse ante las cámaras esa noche electoral.

A media tarde, las israelitas hacen soñar al psoe con la mayoría absoluta. Para lograrla, los socialistas debían obtener 175 escaños y los resultados de algunas encuestas bordean esa cifra. El optimismo se transforma en entusiasmo. ¿Es posible que Zapatero obtenga una mayoría absoluta? ¿Es posible una legislatura sin ataduras nacionalistas, libre de compromisos? Algunos de los presentes empiezan a soñar con la expresión mágica. Mayoría absoluta. Pero la quimera dura poco. Los datos de los primeros recuentos son taxativos. Sí, la participación es elevada. Pero no habrá absoluta.

Zapatero ha llegado a Ferraz antes de que cierren los colegios electorales y observa de cerca cómo trabajan sus colaboradores. Cómo interpretan los primeros resultados. Sus conjeturas, sus proyecciones, los discursos. Lo hace mientras habla telefónicamente con los barones socialistas, con los que intercambia opiniones y a los que dedica mensajes de ánimo.

Como es habitual, el director de la campaña, José Blanco, será el primero en atender a las decenas de medios de comunicación que invaden Ferraz desde mediodía. La comparecencia de Blanco se produce cuando apenas pasan unos minutos de las ocho, con los primeros sondeos hechos públicos. Se muestra especialmente optimista. Sabe que van a ganar. A lo largo de la noche, María Teresa Fernández de la Vega, Diego López Garrido y Pedro Solbes concederán también entrevistas a los medios de comunicación. Con los primeros resultados de escrutinio llega a Ferraz Felipe González. Los asesores ya tienen elaborado el discurso que tiene que pronunciar Zapatero. Como sucedía con González, saben que él tampoco necesita gran esfuerzo para interiorizarlo, porque el candidato socialista juega con la ventaja de tener una gran habilidad memorística, y con apenas mirar un discurso es capaz de pronunciarlo unos minutos después. Ante centenares de personas, con una escenografía de éxito, Zapatero pronunciará su discurso de victoria electoral. Palabras para las víctimas del terrorismo, agradecimientos para los ciudadanos, y un compromiso: poner fin a una etapa dominada por la crispación.

Esa noche, Ignacio Varela, sociólogo y uno de los asesores más próximos a Zapatero, se va a dormir con la convicción de haber realizado la mejor campaña de su vida. No la más difícil. La mejor.

Esa misma noche unas horas antes, en Génova, Mariano Rajoy siguió analizando los datos una y otra vez, provincia por provincia, hasta pocos minutos antes de salir al balcón para pronunciar el discurso de una derrota que le parecía injusta. El pp había cosechado importantes logros electorales en circunscripciones decisivas, pero la alta participación y el voto contra el miedo en Cataluña y Euskadi habían funcionado. Los mismos diez millones de votos que habían convertido a José María Aznar en presidente con mayoría absoluta le dejaban ahora en la oposición. Él había dirigido las dos campañas electorales de Aznar y conocía al milímetro todos los entresijos de la recogida de datos y los cómputos provinciales. Al igual que Zapatero en Ferraz, pero bajo los augurios de una inminente derrota, Rajoy seguía sumando escaños en el cuartel general de Génova. Los que estuvieron a su lado relatan cómo el líder popular no acababa de digerir el resultado. Hasta el último minuto, Rajoy había soñado con convertirse en el nuevo presidente del Gobierno.

Dos hechos terminaron con su ensoñación. La primera, la obstinación de los resultados. La segunda, el discurso de Zapatero, que, contra la tradición, compareció triunfante ante los ciudadanos antes que el adversario derrotado.

Se hacía tarde. El discurso que le había preparado su más directo asesor, Pedro Arriola, estaba preparado. Era el discurso de la derrota, el último acto de campaña. Mariano Raj oy bajó por las escaleras en lugar de utilizar el ascensor y en ese trayecto vio los rostros de decepción y pesimismo en Génova, un desánimo que no pudo ocultar en su discurso en el balcón. Le acompañaron su esposa, Viri, visiblemente derrotada. También Ángel Acebes, Soraya Sáenz de Santamaría y Manuel Pizarro. En esos minutos Mariano Rajoy pronunció un discurso inconexo y desdibujado que terminó con un adiós tan enigmático que, si bien cerró la campaña electoral, abrió también una auténtica guerra intestina sobre la sucesión de un líder que no había conseguido el objetivo fundamental: llegar al corazón del electorado.


Las llaves de La Moncloa las tienen los apolíticos

Las elecciones legislativas de 2008 deben entenderse en un contexto general de americanización de la política, un marketing que empieza imponerse en España en el marco de una atonía y creciente desafección ciudadana respecto a las formaciones políticas. Esta apatía y falta de interés se observa en los sondeos de opinión y estudios elaborados por los propios partidos y también en las encuestas sociológicas, que apuntan a un incremento de la desvinculación identitaria entre el electorado y los partidos, cuyos signos más evidentes son la baja afiliación, la escasa implicación en la política activa y el hastío y desconfianza que muchos ciudadanos manifiestan hacia las formaciones políticas.

Esta tendencia se traduce en un núcleo creciente de electores no adscritos ideológicamente a ningún partido y que van a constituir, por lo tanto, el blanco electoral, los votos más disputados. Cada vez más, la seducción de este elector potencial se realiza a través de estrategias emotivas porque su falta de identificación ideológica y desafección reduce la efectividad de las técnicas basadas en la adscripción partidaria. Por lo tanto, existe una clara tendencia a personalizar las campañas para apelar en primera persona al voto heurístico, a través de un candidato que simboliza valores determinados y que resume en su propia imagen el mensaje. Esto es, como el partido experimenta crecientes dificultades para llegar al elector, será el candidato quien lo haga, con una imagen reinventada, después de analizar la relación existente entre sus atributos y la intención de voto.

Por todo ello resulta trascendental el papel del marketing en la construcción de la imagen del candidato, al tratar de las necesidades detectadas en la opinión pública. Cada vez más, los asesores construyen la personalidad del político en función de las reivindicaciones sociales y las preferencias ciudadanas. La americanización de las campañas se basa en tres denominadores comunes. En primer lugar, el fenómeno de personalización/ humanización del candidato; en segundo término, la profesionalización de la asesoría política empleando técnicas de mercadotecnia, y, por último, el cambio en el papel ejercido por los medios de comunicación en las campañas electorales.

El presente estudio parte de la definición aportada por Marcinkowski y Greger (2002:259) en la cual se establece que la personalización es «aquella comunicación política en la que las organizaciones políticas o instituciones públicas no se presentan a sí mismas, sino que son representadas por un reducido número de políticos que les confieren un rostro y una voz frente a la opinión pública». Siguiendo a Silvio Waisbord (1997:159) este proceso ha de contextualizarse en sociedades en las que los partidos tienen menor capacidad de movilización y en las que «las actividades proselitistas son principalmente conducidas a través de la televisión, basadas en resultados de encuestas y diseñadas por asesores profesionales. Los candidatos (no los partidos) son el centro de atención y de organización».

La aplicación del marketing a la política ha despertado análisis críticos en el mundo académico, que observa con atonía como el líder se transforma en un mero objeto a la venta. En esta línea, Javier del Rey Morató (1989:109) considera que en este proceso el candidato se convierte «en un producto para el consumo; en un actor que ensaya el papel que los investigadores sociales -auténticos ingenieros en emociones-, han preparado para él». Se trata de un análisis compartido por los teóricos, que relatan la creciente dinámica de la personalización desde una dimensión crítica.

La misma reflexión es compartida por otros autores que sostienen que la política es ahora una imagen, una sonrisa, una preocupación por la fotogenia, la telegenia y la mercadotecnia. Este hecho ha propiciado que las campañas electorales se hayan convertido en auténticas competiciones deportivas en las que el perfil ideológico queda desdibujado detrás de la imagen dramática de dos rivales enfrascados en un duelo de personalidades, habilidades y carismas para vencer al adversario. Así, la imagen de un político es la suma de sus características ideológicas, pero sobre todo, personales, biográficas y comunicativas, por lo que los expertos no dudan en utilizarlas y resumirlas en algún concepto para llamar la atención del elector e inocularle alguna emoción que consiga persuadirle y obtener así su voto. Se trata, en suma, de envolver al candidato en un papel suficientemente llamativo, o lo que los anglosajones han venido a denominar packaging the candidate.

Resulta incuestionable que el marketing político ha transformado las campañas electorales y el papel de los candidatos hasta tal punto que, como afirma José Miguel Contreras (1990:70), «si es cierto que los políticos comercian con ilusiones, no lo es menos que, en cierta medida, ellos mismos son una ilusión, una ficción. En muchos casos son solo imagen, de la cual a veces ni siquiera son responsables». Tras esta afirmación surge la duda: ¿Son Zapatero y Rajoy una ilusión irreal, una imagen creada por sus asesores o sus atributos son reales y la campaña simplemente se encarga de comerciar con ellos? En otras palabras, ¿qué hay tras los fuegos artificiales?

Si prescindimos de las consideraciones éticas como afirma Barnés (2006), una labor eficaz de los spin doctors2 debería ser capaz de construir ante la opinión pública una figura que reflejara «los atributos más concluyentes e incuestionables de su personalidad, temperamento, conducta y actitud social». Pero ante todo, esta imagen ha de ser coherente y transmitir veracidad, logro que no siempre se consigue en la campaña de 2008.

Estas afirmaciones teóricas coinciden con la valoración pragmática de buena parte de los asesores políticos, que lamentan que en muchas ocasiones los spin doctors se limiten a aplicar recetas de humanización del candidato que creen universales pero que, en la práctica, resultan contraproducentes porque crean una imagen inverosímil que el ciudadano percibe como falsa y que provoca descrédito. Una imagen en exceso artificial e impostada durante la campaña electoral conduce a un alejamiento del elector, que percibe una sensación de incoherencia y contradicción, anulándose toda posible persuasión. Por ello, para que la comunicación política sea efectiva, el político ha de transmitir indefectiblemente credibilidad, honestidad y experiencia, más allá de los valores puntuales que puedan ser asociados a su personalidad.

La humanización de los candidatos en campaña es, en suma, un arma de doble filo, pero bien ejecutada resulta indudablemente eficaz y por ello el marketing político la desarrolla como estrategia estrella en tiempos de desafección ciudadana. ¿Cómo llegar a un electorado apático? Con emociones. ¿Qué emociona más una idea o un ser humano? García, D'Adamo y Slaninski (2005:133) sostienen que existe una correlación entre la creciente personalización de las campañas y la desideologización ciudadana: «Tiene lugar cuando el electorado tiende a decidir su voto no sobre la base de pertenencias partidarias o ideológicas sino a partir de estándares relacionados con la imagen y la personalidad de los candidatos». Estos autores (2005:133) inciden también en el importante papel ejercido por los medios de comunicación en la personalización. «La declinación de la identificación partidaria y el creciente impacto de los medios audiovisuales apuntan a un único resultado: la creación de un proceso de campaña más centrado en el candidato. Candidatos que son propuestos y sustentados por las maquinarias de los partidos tienden a presentarse menos como representantes de organizaciones partidarias y más como individuos que ofrecen su experiencia a los votantes.»

El fenómeno de la personalización se justifica según Cheresky (2003) porque los liderazgos han demostrado una mayor capacidad que los partidos para generar lazos representativos y afectivos con el ciudadano medio. La creciente desafección y el escaso interés por la política se traducen en un nuevo proceso cognitivo a través del cual los electores van a decidir. Se trata de una reflexión que minimiza el análisis racional y se basa en emociones, es el denominado voto heurístico. Lau y Redlawsk (2001) consideran que se trata de atajos cognitivos que reducen el esfuerzo de evaluar los mensajes y, por lo tanto, simplifican la toma de decisiones. Para Milburn (1991) este esquema mental responde a la necesidad de definir posiciones sobre la base de la información más fácilmente disponible, de forma que en una campaña electoral cualquier ejemplo vivido puede mover más votos que gran cantidad de argumentos o estadísticas. En la misma línea, Napolitan (1972) sostiene que resulta mucho más efectivo acentuar las emociones que la sobrecarga de cifras y elementos racionales. Bajo esta premisa, resulta trascendental el papel de la prensa, en especial de la televisión, que será el medio estrella por su capacidad de transmitir emociones que impactan en un ciudadano que recibe esa información visualizada y dramatizada y que va a ser clave en su decisión de voto.

En este contexto, la técnica narrativa del storytelling,3