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platón en anfield

 

Serafín Sánchez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Mari Carmen, Lidia, Raúl y a mis padres.

A menudo me pregunto qué sería yo sin ellos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Algunos creen que el fútbol es una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso.»

Bill Shankly, entrenador del Liverpool fc entre 1959 y 1974

 

 

 

Prólogo

Este libro no tiene especial pretensión de verdad. Su intención es fundamentalmente pedagógica, y está escrito con la esperanza de acercar la filosofía a las gentes a través del fútbol; por eso la mayoría de sus afirmaciones deben entenderse desde una perspectiva metodológica.

He intentado que el texto no fuera excesivamente denso ni complejo, a pesar de eso, mi intención ha sido no caer en tópicos para así poder proporcionar una información digna y útil. Esa es la razón por la que algunos capítulos pueden ser leídos con rapidez, mientras que otros requieren una lectura más tranquila.

Este ensayo se enmarca dentro de la convicción personal acerca del compromiso que los profesionales de la filosofía tenemos a la hora de llevar esta disciplina a la gente. Es importante demostrar que la filosofía no tiene porqué ser una reflexión propia y exclusiva de una minoría, sino que muy al contrario, tiene todo que ver con lo que somos, con nuestra propia vida.

En segundo lugar he de decir que también está presente en este trabajo la pretensión de llevar a cabo una reflexión filosófica acerca del fútbol; y esto principalmente por dos razones:

La primera, parte de la obligación, que todo pensador tiene, de encarar y ocuparse de aquellas cuestiones, asuntos o actividades que son importantes para el ser humano, y el fútbol se quiera o no, es un acontecimiento que mueve la voluntad y los sentimientos de millones de personas.

La segunda, se basa en la idea de que ese acontecimiento que es capaz de movilizar e influir en la vida de tantas personas, puede ser utilizado como un instrumento esencial a la hora de conseguir que tomemos conciencia de nuestro compromiso moral, no solo para con los demás, sino también para con nosotros mismos. Desde esta perspectiva, el fútbol tiene que servir para reivindicar y ejercitar la solidaridad y el respeto entre los seres humanos.

 

Madrid, julio de 2012

 

 

 

1

Papá: ¿por qué somos del Atleti?

No soy atlético, vive Dios que nunca lo he sido; sin embargo, con el paso del tiempo he aprendido a valorar a este entrañable club, hasta el punto de que no mentiría si dijera que le tengo un cierto aprecio. Jamás hubiera imaginado una cosa así en mis años mozos.

Bien es verdad que eso de apreciar es algo que se acaba aprendiendo con el paso del tiempo y este hecho, en el caso de los rivales futbolísticos, aparece muy claro en cuanto que uno acaba dándose cuenta de que tu propia identidad futbolera depende en buena medida de dichos rivales.

Es muy probable que los hinchas de River no puedan ver a los de Boca y viceversa, como tampoco los del West Ham a los del Milwall, los del Inter a los del Milan... en fin, podríamos poner tantos ejemplos que nos costaría acabar. Pero lo cierto es que todos deberían reflexionar sobre el hecho de que la existencia del rival hace que sus colores tengan mucho más sentido para ellos. Creo que ser, por ejemplo del Celtic tiene mucho más sentido porque existe el Rangers, ser del Madrid significa más porque el Barça siempre está al acecho.

Definitivamente, y por mucho que me cueste admitirlo, creo que si el Barcelona dejara de estar ahí, le acabaría echando de menos. Ganar la Liga, cuando se puede, ya no sería lo mismo.

Pero volvamos al Atlético. Volvamos porque al Atleti uno le acaba cogiendo cariño por su especial forma de ser y es de este asunto sobre el que me gustaría reflexionar hoy.

Aquellos que gusten de la filosofía sabrán que tradicionalmente su origen suele ser entendido como el paso del mito al logos, es decir, la filosofía como amor a la sabiduría nació cuando unos cuantos griegos, en el siglo vi a.C. intentaron responder a las preguntas fundamentales y últimas, no por medio de mitos y leyendas, sino en base a argumentos racionales.

Aquellos sabios y curiosos hombres sustituyeron entonces la idea de arbitrariedad por la de necesidad, y de repente las cosas ya no pasaban por capricho de los dioses, sino porque había razones y causas. Resultó que esas cosas tenían un conjunto de propiedades permanentes y constantes que les hacían comportarse siempre de la misma forma, con una regularidad asombrosa, hasta tal punto de que ese comportamiento se podía no solo conocer sino también predecir.

Así nació la filosofía, y de paso, ni más ni menos que la ciencia.

Lo cierto es que a esa forma de ser permanente o constante que tenían los seres de este mundo la llamaron los griegos esencia, y pensaron que para conocer de verdad algo había que ser capaz de llegar a su esencia. Nosotros, por ejemplo, podemos aparecer cada día con un aspecto diferente, pero más allá de eso seguiremos siendo los mismos, lo que quiere decir que nuestra esencia se mantiene idéntica más allá de los cambios. De aquí surge, en cierto modo, el concepto griego de verdad: Aletheia, que viene a significar desvelar, quitar el velo de las apariencias para acabar encontrando las esencias, la verdadera realidad de las cosas.

Se lanzaron pues los griegos a la búsqueda de las esencias y entendieron que para captarlas era necesario llevar a cabo un esfuerzo intelectual. Tales esencias no se captaban por medio del conocimiento sensorial, sino por medio de la reflexión, a través de la razón. Por poner un ejemplo pensemos en el hecho de que yo puedo ver muchos cuadrados, pueden ser de colores y tamaños diferentes, pero eso que comparten, el concepto de cuadrado, su esencia, no puedo verlo con los ojos.

Los primeros filósofos trataron de buscar esas esencias en el ámbito de la naturaleza, de lo físico. Pero cuando Sócrates apareció en escena provocó un vuelco importante en el contexto filosófico al poner, de una manera incontestable, al hombre en el punto de mira de la filosofía.

Sócrates empezó pues a reflexionar sobre el hombre y se aplicó a la búsqueda de las dichosas esencias pero ahora en el ámbito de lo ético y de lo político. Descubrimos entonces que este es un ejercicio nada desdeñable y que para atacarlo era preciso en primer lugar reconocer nuestra ignorancia. El famoso solo sé que no sé nada.

Supongamos ahora que en vez de cuadrados, lo que tenemos es un conjunto de acciones que hacen que califiquemos de bondadosos a sus autores. Muy seguramente todos estamos convencidos de que sabemos qué es la bondad, pero si nuestro amigo Sócrates nos pidiera que se la definiéramos, es decir, que seamos capaces de explicar en qué consiste esa cualidad que parecen compartir los autores de dichas acciones, empezarían nuestros problemas. Sócrates nos estaría peguntando por la esencia de la bondad.

Lo cierto es que cuando a uno le gusta la filosofía y el fútbol, no puede por menos que acabar estableciendo una cierta relación entre ellas, y así, aunque os parezca una locura, yo me he encontrado a veces a mí mismo reflexionando sobre la esencia del Atlético de Madrid.

Tiendo a pensar, y lo digo en serio, que por alguna razón, una creación humana, como en este caso un club de fútbol, y en concreto el Atleti, ha adquirido o tiene una esencia que le define, que le hace ser lo que es y que va más allá de las apariencias o múltiples aspectos que en un momento dado pueda llegar a presentar. Vamos a intentar imitar el ejercicio de Sócrates para adentrarnos en esa búsqueda de este otro tipo de esencia, la esencia atlética.

Desde que tengo uso de razón, si ese ha sido alguna vez el caso, he visto pasar decenas de entrenadores por este equipo. Gente tan dispar en criterios y concepción del fútbol como Menotti y Clemente, pasando por Antic, Aguirre, Pastoriza o el inigualable y magnífico Luis Aragonés. Soy consciente de que faltan casi todos, pero para muestra un botón. Sobre los jugadores más de lo mismo, ni siquiera voy a entrar en nombres, se los dejo a los atléticos.

La cuestión es que fuera cual fuera el proyecto de cada año, el Atleti siempre era el Atleti manifestándose en él, de manera constante, una serie de rasgos y características que por más que se intentaran reprimir, acababan emergiendo. Era la esencia del Atlético que se dejaba sentir aunque con fichajes y proyectos se pretendiera acabar con esas tendencias innatas.

Los aficionados del atlético han sido y son bien conscientes de este hecho y normalmente ya saben a qué atenerse con su equipo.

Cuesta acercarse a las esencias. Cuando intentamos definirlas se nos escapan de las manos como el agua de un río; y con la esencia del Atlético pasa lo mismo que cuando Sócrates nos cuestionaba acerca de la bondad, de la piedad si queréis, en el diálogo platónico Eutifrón.

Si hay que definir la esencia del Atlético, es posible que todos estemos de acuerdo en algunos aspectos entre los que podrían estar: una cierta tendencia a jugar al contragolpe; ser el «pupas» con todo lo que eso significa y tener la capacidad de hacer lo mejor y lo peor. Pero esto último no de cualquier manera, pensemos que hay muchos equipos capaces de lo mejor y lo peor, lo propio del Atleti es que tiene la específica propiedad de hacer lo mejor cuando se espera lo peor, y lo peor cuando se espera lo mejor.

Con estas afirmaciones nos estaremos acercando a la esencia del Atleti, pero solo acercándonos. De igual manera que nos acercamos a la esencia de la piedad cuando digo que alguien lo es por el hecho de ayudar a quien lo necesita, o por no ser prepotente o agresivo con los más débiles.

Ahora bien: ¿cómo dar con la llave que nos defina esa cualidad presente en los autores de ambas acciones? ¿Cómo ser capaces de llegar hasta la esencia del Atlético de Madrid?

Por eso cuando le preguntas a alguien que por qué es del Atleti, te responde con presteza que el Atleti es un sentimiento, que es algo que no se puede explicar. Me recuerda esto al intuicionismo de Scheler cuando afirma que los valores, las esencias, simplemente se captan, y se captan con una facultad que no es propiamente hablando la razón, sino una especie de intuición emocional. Señores, con el corazón hemos topado; ya decía Platón que el amor era una poderosa fuerza para llegar hasta las ideas, que al fin al cabo son esas esencias de las que venimos hablando.

Así pues, puede que al final esas esencias, ese ser de las cosas, más que definirse se acabe sintiendo, pero no como se siente un pinchazo o una quemadura, sino como se siente la belleza, la bondad, como se siente el Atlético.

Soy madridista, para qué ocultarlo, pero en mi juventud la mayoría de mis mejores amigos eran del Atlético, y aunque la vida después me ha ido alejando de algunos de ellos, aún guardo de los mismos un gratísimo recuerdo.

Gente entrañable la atlética. Desde aquí les mando un fuerte abrazo a todos ellos.

¡Forza Atleti!

Por cierto: puede que alguien piense que con Antic las cosas cambiaron porque el Atleti hizo doblete, o que en los últimos tres años se ha dejado atrás el calificativo de «pupas» al conquistar dos copas de la uefa. Cierto, pero eso es el Atleti, capaz de hacer lo mejor cuando nadie lo espera, y hacerlo a lo grande, sí señor.

 

 

 

 

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A hombros de los pequeños gigantes

Si alguna vez visitáis Dundee, en la costa este de Escocia, y preguntáis a algún lugareño que acierte a pasar cerca por The Little giants, «los pequeños gigantes», lo más probable es que ocurra una de estas dos cosas: que muestre una cierta indiferencia; o bien que sonría con marcado aire de nostalgia.

Todo dependerá de si es seguidor del Dundee o del Dundee United; los dos equipos de la ciudad y que mantienen entre sí una importante aunque deportiva rivalidad.

Si habéis tenido suerte y es del United, es muy posible que se detenga y con un cierto brillo en su mirada pase a relataros una de las gestas más brillantes que ese club ha escrito a lo largo de su historia.

Aún es un hombre joven, tiene aproximadamente 39 años, y mientras empieza a hablaros, su memoria vuelve hacia atrás en el tiempo. En concreto 22 años atrás, y de repente estamos en un día de mayo de 1987. Esa tarde él está en Tennedice Park, el estadio del Dundee United. Ha ido con su padre, los dos orgullosos con sus bufandas y camisetas naranjas. Lo que hoy va a ocurrir allí es algo que no pueden perderse. Su modestísimo equipo juega el partido de vuelta de la final de la copa de la uefa contra el Goteborg de Suecia.

En realidad es un milagro que haya llegado tan lejos, y por si eso fuera poco, tienen el título relativamente cerca; solo deben remontar el 1-0 del partido de ida, y la mitad de la ciudad de Dundee cree que el milagro es posible.

Pero dejemos a este simpático escocés con sus sueños y con sus recuerdos, porque yo también quiero hablaros de los míos. Y es que, de alguna manera, yo también estaba ese día en Tennedice. Bueno, realmente estaba en mi casa, pero puntual y expectante delante del televisor dispuesto a comprobar si el modesto Dundee United remontaba la eliminatoria y se alzaba con el título.

Sí, yo estaba allí, porque en aquel entonces yo era un adolescente idealista que aún creía en el fútbol. En verdad no solo creía en él, sino que lo amaba por encima de otras muchas cosas.

Tal vez sea esa la razón por la que aún recuerdo con toda claridad los dos acontecimientos extraordinarios que marcaron mi juventud futbolística, si es que puedo llamarla así.

Cuando hablo de dos acontecimientos extraordinarios, quiero decir justamente eso, dos hechos fuera de lo normal, lejos de lo ordinario, pero de naturaleza absolutamente dispar. En uno de ellos pude ver las sombras, el horror más absoluto; en el otro, la luz, la belleza en el fútbol.

El primero de ellos había tenido lugar dos años antes, en 1985.

En la primavera de ese año se enfrentaron en el estadio Heysel de Bruselas, el Liverpool y la Juventus de Turín. Por entonces eran los dos mejores equipos del continente y en esa final se jugaban la Copa de Europa. No se podía pedir más.

Sin embargo, pronto el fútbol quedó en un segundo plano dando paso al drama y a la desolación.

Unos cuantos hinchas del Liverpool echaron a correr intentando amedrentar a los seguidores rivales, cosa por cierto relativamente frecuente por entonces en los campos ingleses. Este hecho, unido a una pésima organización provocó la tragedia. Muchos aficionados, la mayoría italianos, intentando huir de los ingleses que se les echaban encima, se apelotonaron contra las vallas y murieron aplastados.

Nick Hornby, escritor inglés y futbolero de pro, sostiene la curiosa teoría de que la relación entre una hinchada y su equipo es mucho más profunda de lo que se pudiera pensar en un principio, y llega a afirmar que aquellos clubs que tienen unos seguidores con un comportamiento negativo o violento acaban perjudicando a su club desde un punto de vista deportivo.

Yo no sé si eso es cierto o no, pero sí tiendo a pensar que aquel día cambió la historia del Liverpool y no precisamente para bien.

Es, desde luego, indiscutible que la gente del Liverpool nunca ha destacado, en general, por su mal comportamiento, es más, en muchas ocasiones ha dado grandes muestras de deportividad. Pero aquel día, con su terrible actitud, un puñado de hinchas ingleses hirieron a su club en lo más profundo del alma.

Como decía, la historia pareció girar a partir de entonces, y después de que la inercia que el Liverpool llevaba se fuera agotando, dejó de ser poco a poco y como en silencio el equipo más fuerte de Inglaterra, y por supuesto de Europa, donde no pudo competir por sanción durante muchos años. Su lugar lo ocupó el Manchester, que acabó convirtiéndose en el rey de las islas.

La crisis del Liverpool ha sido tan profunda que nunca ha ganado la Premier League desde que lleva ese nombre. A veces ha intentado levantarse, y momentáneamente lo ha conseguido, fue campeón de Europa con Benítez, pero no ha podido volver a ser lo que fue.

Llevando estas cuestiones de los comportamientos y las actitudes al ámbito personal, que es el que en puridad les corresponde, con el paso del tiempo me voy convenciendo de que los actos que a las personas nos comprometen moralmente, por poco trascendentes que puedan parecer, no deben ser reducidos en su importancia y tenidos por algo poco relevante.

Lo que quiero decir es que, aunque a veces no le demos especial valor a hacer lo que debemos, tiene seguramente mucha más trascendencia de lo que pensamos.

No es ya que sea necesario ser virtuoso para ser feliz, como decían Sócrates o Platón, ni tampoco lo que afirmaba Aristóteles cuando establecía la importancia de la práctica para acceder a la virtud. Es algo que por momentos intuyo como más profundo, como más ontológicamente relevante puesto que es nuestro ser el que se pone en cuestión en cada una de las decisiones susceptibles de calificación moral que tomamos a lo largo de nuestra vida.

Es como si al ir eligiendo entre lo moral y lo inmoralmente incorrecto, nos fuéramos construyendo a nosotros mismos por dentro y transformándonos en algo más bonito o más desagradable. En ese sentido, creo que elegir lo moralmente incorrecto no solo nos hace malos, sino que deja en nosotros una marca que cada vez es más difícil de borrar y nos mete en una dinámica que nos atrapa por momentos colocándonos en una situación que desemboca en la pérdida de control de nuestro propio ser.

Me viene ahora a la memoria El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde. En ese estupendo relato el escritor irlandés ilustra muy bien lo que quiero decir. El retrato del joven Dorian empieza a reflejar rasgos de incomparable fealdad a medida que su dueño se comporta de manera abominable. El retrato es el reflejo del interior de Dorian; eso es lo que se estaba haciendo a sí mismo.

De la misma forma, me da por pensar que aquel día al Liverpool lo hirieron por dentro. El comportamiento de alguno de sus seguidores le causó una herida tan grande que aún no se ha acabado de cerrar, y que espero que algún día lo haga por el bien del fútbol.

Pero como os decía, también estaba frente al televisor dos años después, aquel 20 de mayo de 1987, intentando disfrutar de mi deporte favorito, y lo cierto es que aquel día el destino nos hizo a los aficionados al fútbol un maravilloso regalo, el mejor regalo en realidad.

Esa tarde pude contemplar el espectáculo más emocionante que he podido nunca presenciar en un campo de fútbol.

El pequeño Tennedice Park estaba lleno a rebosar. El color naranja parecía flotar sobre las gradas, solo roto por el azul de los pocos suecos que se habían desplazado hasta Dundee para animar al Goteborg.

El United salió presionando, pero el Goteborg aguantó y hacia la mitad del primer tiempo se puso por delante: 0-1; y con este resultado se llegó al descanso. Para entonces el sueño del United estaba un poco más lejos. Hacían falta tres goles y quedaban solo 45 minutos por delante.

En la segunda parte empató el Dundee United: 1-1. Pero los escoceses necesitaban dos tantos más. El partido fue muriendo como las ilusiones de los escoceses y terminó con ese resultado.

El Goteborg era el campeón.

A partir de ese momento lo que ocurrió fue tan alucinante que no estoy muy seguro de saber explicarlo.

Los aficionados del Goteborg cantaban y sus jugadores se abrazaban en el centro del terreno del juego. Mientras, el resto del estadio permanecía en silencio absoluto asimilando la derrota, pero a pesar de todo, nadie se movía de allí.

La mayoría de los jugadores escoceses, «los pequeños gigantes», lloraban tirados en el césped, habían nadado mucho y superado todo tipo de adversidades y ahora parecía que iban a morir en la orilla.

Pero de pronto algo cambió.

Y algo cambió porque la afición del United iba a rescatar a sus jugadores y ponerlos a salvo, y de paso, dar un ejemplo que algunos de nosotros no hemos podido olvidar.

Al principio fue solo un murmullo, pero luego fue claramente audible. Los seguidores del United empezaron a gritar el nombre de su equipo con todo el corazón, con toda el alma, como si les fuera la vida en ello. En ese momento los jugadores escoceses se fueron incorporando y se acercaron a las gradas que ahora parecían venirse literalmente abajo reconociendo la hazaña de sus jugadores por haber llegado hasta allí. Y así cantando y animando a sus jugadores, permanecieron los seguidores del United hasta que llegó el momento de la entrega de trofeos.

Yo por entonces ya estaba en el Mundo Inteligible y acercándome a la Idea de Bien, pero cuando el capitán del Goteborg levantó el trofeo y el estadio entero respondió con una ovación cerrada, rotunda y absolutamente espectacular, no me podía creer lo que estaba pasando allí.

He visto en varias ocasiones como equipos que han ganado un título en campo contrario, no han podido celebrarlo, limitándose como mucho a recoger el trofeo casi a escondidas y ganar de la mejor manera posible el túnel de vestuarios. Pero aquel día, ante el comportamiento de la afición escocesa, los jugadores del Goteborg decidieron dar la vuelta de honor con el trofeo. Fue la culminación y no sé cómo llamar a todos los valores que allí se estaban haciendo patentes: nobleza, generosidad, deportividad...

A medida que los campeones daban la vuelta al campo, los aficionados del Dundee United, puestos en pie, aplaudían con todas sus fuerzas al equipo rival. Pero no se limitaban a eso, también les tiraban sus propias bufandas, bufandas que los jugadores del Goteborg recogían y se colocaban alrededor de su cuello. Entonces los jugadores suecos empezaron a lanzar sus camisetas a los seguidores escoceses, de tal forma que cuando llegaron a la parte de la grada donde estaban sus seguidores ya no tenían camisetas que ofrecer.

Os aseguro que para alguien que amaba el fútbol como yo entonces, fue algo absolutamente emocionante y no me importa reconocer que tenía que aguantarme las ganas de llorar. Fue un momento que me reconcilió con el fútbol y que cambió mi forma de verlo para siempre.

Decían los teóricos del intuicionismo moral, con Scheler a la cabeza, que los valores morales no se encuentran propiamente en la misma escala que los otros valores porque no pueden quererse directamente, sino que se realizan como a la espalda de otros valores cuando se realiza una elección o justa preferencia entre ellos. Esto vendría a significar, más o menos, que uno no puede querer, por ejemplo, la bondad directamente, sino que la bondad aparece cuando entre dos valores de otro tipo, uno escoge el que está más alto en la escala. O como diría Hans Reiner, cuando entre un valor subjetivamente importante y otro objetivamente importante, elijo el segundo. La comodidad que experimento al quedarme en mi casa viendo una película sería subjetivamente importante, pero la ayuda que mi amigo me ha pedido para aprobar un examen, aparece ante mí como objetivamente importante. Si actúo como debo y ayudo a mi amigo, elegiré lo moralmente correcto y es ahí donde aparece la bondad, o la generosidad en este caso, encarnándose en nuestra persona.

Se me ocurre pensar que algo así hicieron esa tarde los aficionados del Dundee United. Ellos se olvidaron de lo que les pedía el cuerpo, que podía ser perfectamente largarse a casa tras el pitido final maldiciendo y pegando patadas en las paredes; sin embargo decidieron tener en cuenta no solo el mérito de sus jugadores, sino también el de los rivales y al tomar esa decisión volaron sobre el césped de Tennedice una bandada de valores que lo llenaron de una magia y belleza imperecederas.

Ya no me importaba quién era el campeón. Si el United hubiera ganado no me habría impactado tanto todo lo que pasó y probablemente este equipo no hubiera significado nada especial para mí. En cambio y gracias a todo lo que ocurrió aquella tarde en Tennedice, este modesto club escocés tiene un lugar reservado en mi corazón futbolístico y siempre sigo su marcha en el campeonato.

Aquel día, como Newton, yo también me subí a hombros de «pequeños gigantes», y pude, por un momento, contemplar la belleza.

Después de aquel grandioso espectáculo la fifa creó el premio Fair Play que concedió aquel mismo año a la afición del Dundee United.

Solo una cosa más. El Liverpool volverá; será más tarde o más temprano, pero lo hará. Lo hará porque en Anfield hay magia, una magia imperecedera más allá del tiempo y de la razón. Es una magia que nos llama a todos y que podemos sentir cuando esa maravillosa afición canta el You’ll never walk alone. Entonces el Liverpool además de no caminar solo, será de nuevo el más grande.

 

 

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El míster y la navaja de Ockham1

La simplicidad y la sencillez son criterios muy apreciados tanto en el ámbito futbolístico como en el filosófico. Ya los racionalistas del siglo xvii, con Descartes a la cabeza, manifestaban la necesidad de encontrar un método claro y sencillo con el que evitar el error y aumentar progresivamente nuestros conocimientos. En ese método la primacía de lo simple jugaba un papel fundamental; de ahí la necesidad no solo de comenzar la deducción2 a partir de los elementos más simples, sino también de dividir los problemas complejos con el fin encontrar sus partes más sencillas, ya que así sería más fácil alcanzar la solución.

De manera análoga los entrenadores suelen gustar de jugadores que, sin complicarse y sin hacer demasiadas florituras, cumplan correctamente con su obligación en el campo, es decir, prefieren futbolistas que hagan las cosas fáciles y sencillas eludiendo el riesgo y las complicaciones.

Pero si hay un pensador que ha destacado por buscar la sencillez y por tratar de eliminar todos aquellos conceptos que no son operativos a la hora de explicar la realidad, ese fue Guillermo de Ockham.

Guillermo de Ockham nació en la ciudad de la cual tomó su nombre, en 1285 y desde su más tierna infancia demostró un carácter un poco díscolo y rebelde. Pronto ingresó en la orden de los franciscanos, pero ese carácter le llevó en no pocas ocasiones a tener problemas serios con las autoridades eclesiásticas. En concreto, en el año 1324 el filósofo fue llamado a la sede papal de Avignon con el fin de responder a unas acusaciones que se le habían hecho a raíz de sus comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo, un texto que se utilizaba a modo de manual en los centros de estudio de la Edad Media.

La acusación principal que se le hacía tenía como base el hecho de que Ockham había afirmado que ni Jesucristo ni los apóstoles habían tenido propiedad privada y que, por tanto, ni el papa ni ningún cristiano deberían tenerlas tampoco.

Cómo es lógico esta posición no era aceptada de muy buen grado por la jerarquía eclesiástica, y como consecuencia Ockham tuvo que huir a Pisa antes de que las cosas se pusieran más feas de lo que ya estaban.

La fuga parece que fue bastante espectacular, en plan Tom Cruise, de noche y con caballos robados; y es que míster William era un tipo de carácter. Desde allí marchó a Munich donde el emperador Luis IV de Baviera le ofreció su protección. A partir de ese momento Ockham tuvo multitud de problemas con los papas que ocuparon el trono de San Pedro y aunque al final intentó reconciliarse con Clemente VI no está claro si llegó a conseguirlo.

Lo cierto es que Guillermo de Ockham es un pensador esencial para entender el paso de la Edad Media al Renacimiento. La obra del filósofo británico va a significar una crítica muy dura frente a la concepción de la realidad que tenía la filosofía escolástica encabezada por Tomás de Aquino que a partir de esta época va a entrar en una profunda crisis.

Pensemos además que el siglo xiv, en el que transcurre la mayor parte de la vida del filósofo inglés, es un siglo en el que la burguesía empieza a tener cierto poder e influencia en Europa, y en este sentido el pensamiento de Ockham pretendió ser una reacción frente a las inmoralidades y excesos que los primeros brotes del capitalismo estaban introduciendo en la jerarquía eclesiástica.

La labor de nuestro protagonista es muy importante ya que sobre sus anchas espaldas filosóficas va a caer el peso del giro intelectual de la historia, al igual que sobre las espaldas de Beckenbauer recayó el de Alemania durante mucho tiempo. Es pues Ockham tanto el último pensador medieval como el primero moderno. Su contribución a aspectos como el origen de la ciencia moderna, la separación del poder civil y eclesiástico o la valoración del lenguaje como principal campo de reflexión filosófica, son indudables. Don Guillermo va a lanzar una nueva mirada hacia la realidad, hacia al mundo.

Recordemos a la escolástica representada como figura clave por Tomás de Aquino. Esta forma de pensamiento trataba de ordenar la realidad desde la fe, desde la trascendencia, en una palabra, desde Dios. Sin embargo Ockham pretendió cambiar la perspectiva; su mirada hacia el mundo se sitúa a nivel de las cosas, es una mirada que se proyecta desde la razón, desde el propio sujeto.

Razón y fe van a dejar de configurar la armonía ideal que venían manteniendo durante buena parte del Medievo y van a empezar a tener ámbitos de trabajo totalmente diferentes. Para la razón quedará el mundo que nos rodea, todo aquello que podamos calificar de natural, mientras que la fe ve reducido su campo al ámbito de lo sobrenatural.

En realidad el problema de las relaciones entre la fe y la razón se llevaba arrastrando desde toda la Edad Media. El asunto llegó a su colmo con el averroísmo latino representando por Sigerio de Brabante, al que se le ocurrió sugerir que a pesar de que las verdades de la razón y de la fe eran contradictorias, se hacía necesario aceptar las dos. Según lo que afirmó Sigerio, el alma sería, por medio de la razón —Aristóteles— mortal, y por medio de la fe, inmortal. Casi nada.

Le corrieron a gorrazos al bueno de Sigerio que tuvo que salir por piernas de París huyendo de la Inquisición. En esto saltó a la palestra Tomas de Aquino, que en cuestiones teológicas se apuntaba a todas las broncas, en plan Di Canio, entre italianos anda el juego, diciendo que eso era inconcebible y que aunque fe y razón eran dos caminos distintos, nunca podían ser contradictorios ya que eso nos alejaría de la única verdad absoluta que, para el aquinatense, era Dios.

En la medida en que fe y razón no eran contradictorias había una zona de confluencia que permitía que ciertas verdades, como la existencia de Dios, fueran alcanzadas por ambos caminos: fe y razón.

Es esa zona de confluencia la que destierra Ockham afirmando que fe y razón son fuentes de información distintas con contenidos también diferentes. Cada una tiene su campo de trabajo de tal forma que no pueden ser ni confluentes ni contradictorias. El británico llega a afirmar que ni siquiera la existencia de Dios puede ser demostrada racionalmente. Es algo que hay que creer y punto.

En esta nueva perspectiva, que no es otra cosa que el germen de la modernidad, se obliga a la razón a salir a escena, igual que a un suplente que está en el banquillo y sobre él recae la tarea de solucionar el partido. La razón va a ser a partir de ahora la que va a tener que sacar las castañas del fuego. Se acabó lo de ser comparsa de la fe.

Daría la impresión de que Ockham está atisbando la necesidad de que el hombre abandone su minoría de edad intelectual, afirmación que mucho tiempo después se convirtió en uno de los lemas de la Ilustración.

La cuestión es que para que el hombre empiece a utilizar de manera conveniente y autónoma su razón, es necesario que empiece a conocer las cosas a través de una nueva ciencia. Una nueva ciencia de la que Ockham no es en realidad creador, pero sí indiscutiblemente impulsor.

Conviene no olvidar que las ideas del inglés fomentaron la investigación empírica, esto es, basada en los datos de los sentidos, ya que él estaba convencido de que solo la observación permitiría conocer las leyes que intervienen en cada proceso. Pensaba que solo se puede conocer científicamente aquello que es controlable y verificable mediante la experiencia. Frente a la descripción metafísica de la escolástica, Ockham trata de conseguir un conocimiento del mundo basado en la observación y en la experiencia.

La navaja

Para ello, y aquí es donde entra a jugar un papel muy importante el criterio científico conocido como navaja de Ockham, que no quiere decir que el franciscano fuera por ahí machete en mano amenazando al personal, sino que era necesario acometer la tarea de simplificar y de esta manera eliminar aquellas nociones y conceptos con los que la filosofía escolástica quería explicar el mundo.

La navaja de Ockham es pues un criterio filosófico científico que viene a decir que lo más sencillo es lo más racional. Se hacía preciso entonces cortar con esa afilada navaja todos los conceptos y categorías que el lenguaje filosófico y científico anterior había utilizado para tratar de explicar la realidad. Conceptos que más que aclarar lo que hacían era complicar más la situación.

Según nuestro filósofo todos esos conceptos tales como los de sustancia, esencia, universales, materia, forma, entendimientos... más que explicar el mundo nos los ocultaban. Creo que sería parecido a lo que pasa con un equipo que multiplica los pases en el centro del campo sin buscar la verticalidad y acaba perdiendo la pelota en peligrosa situación.

La navaja de Okham entonces propone no multiplicar los conceptos sin necesidad, no se puede hacer difícil lo fácil, no tiene sentido, y por tanto su método, actuando como un afilado cuchillo, acabará con toda aquella jerga filosófica que considere innecesaria.

De esta forma Ockham se convierte en un precedente de la filosofía analítica anglosajona del siglo xx. Una filosofía que pensará que el ámbito de estudio propiamente filosófico es el lenguaje.

La idea es clara como la luna, si lo sencillo es lo más racional, sigamos ese camino y abandonemos el de las complicaciones innecesarias que, por si fuera poco, nos llevarán fatalmente al error. Hasta tal punto llegó el británico que no tuvo ningún empacho al afirmar que los universales, el otro gran tema de la filosofía medieval, es decir, las esencias, lo que Platón llamaba ideas y que para él significaban la verdadera realidad situada en el mundo inteligible, no eran más que meros nombres. Palabras o signos lingüísticos que colocamos en las proposiciones y que utilizamos para referirnos a individuos que se parecen. De ahí que a Ockham se le conozca filosóficamente hablando como nominalista.

Ockham en el banquillo

Pues bien, estableciendo una vez más y, con cierto e indudable atrevimiento, analogías entre el mundo filosófico y el futbolístico, habría que afirmar que la mayoría de los entrenadores de fútbol son fervientes seguidores de la navaja de Ockham.

Como decía al empezar este capítulo, los técnicos son amantes de la seguridad, de la sencillez y del orden. No quieren complicaciones. Parafraseando a Okham diríamos que piensan que no hay que multiplicar las acciones sin necesidad ya que esto aumenta el riesgo y el cansancio de los futbolistas. En el campo hay que ir a lo seguro, y por tanto los técnicos cortan con su particular navaja y de raíz todas aquellas acciones que, pasando por el lucimiento personal, ponen en peligro la estabilidad del equipo. Incitan a hacer simplemente las cosas necesarias y básicas para ganar el partido. Ya habrá tiempo para adornarse si la diferencia en el marcador es contundente.

Todos los futboleros que alguna vez hemos asistido a los entrenamientos de nuestro equipo favorito, comprobamos cómo los entrenadores repiten una y otra vez expresiones como «toca, toca», «no te compliques», «hazlo fácil». De hecho, una de las características más apreciadas en los jugadores por parte de los técnicos es la sensatez de no hacer aquello para lo que no están capacitados, y es que en el fondo los grandes jugadores se caracterizan por hacer fácil lo que a otros les parece difícil.

Este afán de sencillez y simplicidad que también caracteriza a la navaja de Ockham lo podemos apreciar con relativa claridad en todas y cada una de las líneas de un equipo. Empecemos por la portería.

Si a los técnicos les preguntaran qué características son las que más aprecian en un portero seguramente responderían que la seguridad, la personalidad, la colocación, la capacidad de mando..., esto significa que prefieren porteros, que sin ser espectaculares, cumplan adecuadamente en todas las situaciones a las que se puede enfrentar un guardameta. Es importante que haga sencillo su trabajo y para eso tiene que estar bien colocado bajo los palos, así no se adornará en exceso, pero su participación será fiable y segura, tanto si tiene que rechazar un disparo a media distancia, salir por alto, o afrontar un uno contra uno.

Es posible que haya porteros con enormes reflejos que sean espectaculares y hagan paradas increíbles o que paren muy a menudo los penaltis, pero si esos mismos guardametas no mantienen una línea regular en todos los aspectos del juego, no serán los preferidos de los entrenadores.

Exactamente lo mismo pasa con la línea defensiva. Hacen falta defensas sobrios y contundentes, que sin creerse Beckenbauer, cumplan con su obligación. No hay nada más peligroso que un central atlético y poderoso intentando sacar el balón jugado si carece de la técnica suficiente. Lo más probable es que lo pierda y partir de ahí para desesperación del técnico, que vocea en la banda, se origine la jugada del gol.

Es evidente que el míster le habrá repetido a ese central muchas veces que no se complique, que no intente hacer cosas para las que no está preparado. En ese caso, si corta el avance del delantero y se hace con el balón debe pasarlo con prontitud al centrocampista preparado para jugar la pelota, o si no aparece esa posibilidad, pegar un pelotazo donde Dios quiera. Lo principal es sacar el balón de la zona defensiva propia y no perderla ahí bajo ningún concepto.

Hay centrales que saben sacar la pelota, pero precisamente son valorados por la facilidad y la sencillez que tienen al hacerlo, empiezan a ver el fútbol desde atrás y son capaces de poner a jugar al equipo sin correr demasiados riesgos, sin perder la pelota en una zona donde hacerlo resultaría letal.

Lo mismo pasa con los laterales. Hay algunos que se creen extremos e intentan rizar el rizo llegando al córner rival para ponerla en el área. Muchos de ellos vuelven locos a sus técnicos, porque suben mucho la banda y dejan huecos atrás. Si estos no juegan en equipos grandes que se lo puedan permitir, no suelen ser titulares. Los técnicos prefieren hombres menos llamativos, más silenciosos se podría decir, y como normalmente no se puede tener todo, prefieren la sobriedad y la eficiencia a los fuegos de artificio.

El caso de los centrocampistas es especialmente sangrante. Los que hemos visto mucho fútbol, sabemos que los centrocampistas tienen entre sí características muy diferentes. Los hay que defienden bien, pero que tienen poca clase. Los hay que tienen mucha clase pero no defienden bien; y los hay que juegan de miedo y también recuperan balones. El problema es que estos últimos valen muy caros y escasean bastante.

En cualquier caso la sencillez y la simplicidad son vitales para cada uno en su contexto, situación o función correspondiente.

Supongamos que tenemos un centrocampista eminentemente defensivo. Su misión será recuperar balones y destruir el juego rival en la medida de lo posible. Lo cierto, y aunque parezca de Perogrullo, es que lo importante cuando recupera el balón es que no se lo quiten, y ahí entra de nuevo la sencillez porque nada más que recoge la bola debe soltarla. Recuperar y dar al hombre que tenga cerca y que posea las características que a él le faltan para jugar la pelota. Lo básico es que nuestro «destructor» no se entretenga con el balón, que no se ponga a regatear y a hacer cosas que no sabe, porque entonces lo más seguro es que se lo roben y que el técnico asista, con un rebote considerable, a la contra rival.

La sencillez es también fundamental para los centrocampistas con clase. Estos son muy cotizados porque la facilidad y simplicidad con la que juegan el balón no son habituales. Son hombres que ven el juego fácil, que mueven el balón con relativa tranquilidad. Pueden estar sufriendo la presión del rival, pero en su mente no hay oscuridad ni excesivas complicaciones, de hecho esconden la pelota hasta que como por arte de magia se abre el hueco y sin inmutarse la ponen ahí.

Ocurre que cuando uno ve en casa a esta gente piensa: «hay que ver qué fácil y sencillo es el fútbol en el fondo». El problema es cuando se está en el campo rodeado de contrarios; entonces se aprecia la dificultad que para una persona normal tiene hacer lo que ellos hacen con tanta sencillez. Y es que en definitiva Ockham tenía razón, el camino más sencillo es el más racional, y el que conduce al gol también. Esto último ya no lo dijo él claro.

El asunto es que encontrar ese camino sencillo solo está al alcance de unas pocas mentes privilegiadas, que desde luego no abundan.

Llegamos a los delanteros. Volvemos a la navaja, ya que hay delanteros de todo tipo: altos, bajos, grandes, pequeños, torpes, habilidosos... Pero lo cierto es que el asunto no cambia esencialmente, los entrenadores siguen prefiriendo a los delanteros que hagan bien su trabajo y sin excesivas florituras.

Les gustan por ello especialmente esos hombres fuertes y poderosos, que lo mismo te aguantan un balón y esperan a que el equipo salga y se desahogue para ponerla en la banda, que rematan en cualquier posición y con la parte del cuerpo que sea menester. Estos delanteros no suelen ser muy espectaculares, pero si tienen que marcar, marcan; si hay que aguantar la bola, la aguantan y si hay que defender un balón por alto lo defienden. Seguro que en muchos partidos pasarán desapercibidos, no harán grandes ni espectaculares chilenas, no meterán goles maravillosos, pero cumplirán con su trabajo sin adornos y con la sencillez por bandera.

Estos delanteros estarán llamados a ocupar un lugar privilegiado en la plantilla, y desde luego, el entrenador contará con ellos permanentemente.

Y es que como dijo Ockham: los entes no deben multiplicarse sin necesidad.

En el fútbol tampoco.

 

 

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1. Textos de referencia para el desarrollo de este capítulo han sido los siguientes: Jose Luis Fuertes Herreros: Historia de la Filosofía (textos Bachillerato). Traducciones de Pablo García Castillo). Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2003.

2. Modo de razonamiento que partiendo de enunciados generales llega a otros de carácter particular.

El fútbol, sistema entrópico3

Es muy probable que una de las preguntas más importantes a las que se ha enfrentado la ciencia, y por qué no, la filosofía, sea la del origen del universo. En relación con este asunto hoy sabemos que hace aproximadamente 13.700 millones de años se produjo una inconcebible explosión que dio lugar a dicho universo; a raíz de esa explosión, conocida popularmente como Big Bang, resulta que el universo se está expandiendo y lo más increíble es que, según dicen los físicos, se expande cada vez más rápido.

En cualquier caso lo que no está tan claro son las causas por las que se produjo esa explosión, ni tampoco la situación anterior a la misma, si es que la había, ya que con el Big Bang no solo se crearon la materia y la energía, sino también el espacio y el tiempo. En definitiva, si el tiempo no existía hasta entonces no tendría sentido preguntarse que había antes de la primigenia explosión.

La verdad es que no solo el origen del universo es un misterio, sino también su final. En este contexto los científicos nos dicen que asistimos a dos posibles escenarios: o bien el universo seguirá expandiéndose para siempre llegando a temperaturas próximas al cero absoluto, o bien se contraerá violentamente provocando el llamado Big Crunch.

Todo esto viene a significar que el universo morirá congelado si nos basamos en la primera hipótesis, o más bien abrasado si nos decantamos por la segunda.

Para saber a qué atenernos sería necesario calcular la cantidad de materia-energía que existe en el universo. Es fundamental saber la densidad media de materia que existe para determinar si hay materia y energía suficientes como para que algún día la gravitación invierta la expansión cósmica a la que está sometido el universo a partir del Big Bang.

Si la materia y la energía del universo son suficientes para que la gravedad invierta la expansión, entonces el universo acabará con el Big Crunch. Poco a poco el universo empezará a contraerse sobre sí mismo y las galaxias, incluida la nuestra, la Vía Láctea, comenzarán a chocar unas con otras hasta que al final se fundan. Las estrellas se disolverán antes de empezar a chocar entre sí. La temperatura del universo superará la de la superficie de las estrellas con lo que estas se desintegrarán y dispersarán en nubes de gas a temperaturas inconcebibles. La vida inteligente, si es que la hay, o la hubo en algún momento, de lo cual podemos dudar razonablemente, morirá abrasada por el calor cósmico procedente de estrellas y galaxias.

Ahora bien, supongamos que el contenido de materia-energía no es suficiente para detener la expansión, en ese caso el universo se expandirá ilimitadamente hasta que su temperatura llegue prácticamente al cero absoluto. Esto traerá como consecuencia el aumento de la entropía que mide la cantidad de desorden o caos en el universo. En este caso estaremos asistiendo a la muerte entrópica del mismo.

Para comprender por qué ocurre esto sería necesario mencionar alguna de las tres leyes de la termodinámica. La primera dice que la cantidad total de materia y de energía se conserva, es decir, la cantidad total de materia y energía ni se crea ni se destruye,

En cualquier caso para nosotros, y en relación con la muerte entrópica del universo la ley que más nos interesa es la segunda. Esta ley viene a decir que en cualquier sistema aislado que sufre un proceso, la entropía del mismo, es decir la cantidad de desorden del sistema, siempre aumenta. La entropía es simplemente una propiedad termodinámica que cuantifica el desorden molecular de un sistema y aunque pueda parecer algo muy raro, es algo que podemos comprobar casi diariamente en nuestras vidas. Si echamos algo de leche en una taza de café los dos líquidos se mezclarán irremisible y aleatoriamente haciendo desparecer el orden. La cuestión es que intentar rehacer el orden volviendo a separar la leche del café es algo extremadamente complicado, tan complicado como fácil es conseguir que se desordenen.

Imaginemos que tenemos dos recipientes. En uno tenemos canicas blancas y en otro negras. Es evidente que el tiempo que tardaremos en deshacer el orden y mezclarlas en muy poco si vaciamos el contenido de los recipientes en uno mayor. Pero si intentamos rehacer el orden volviendo a separar las canicas blancas de las negras tendremos que invertir una enorme cantidad de esfuerzo y trabajo, y es que teniendo en cuenta la dirección del tiempo hay que concluir que los sistemas desordenados acontecen más tarde que los ordenados.

En definitiva, en el fútbol, como en el universo, la entropía siempre aumenta. Esta es la pesadilla de los entrenadores como la segunda ley de la termodinámica es la de los científicos.

 

 

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3. Me gustaría mencionar algunos textos que me han servido como punto de referencia en este capítulo: Robert M. Hazen y James Trefil: Temas científicos. Una aproximación a la cultura científica. Barcelona: Plaza & Janés, 1991. David Jou: Reescribiendo el Génesis. De la gloria de Dios al sabotaje del Universo. Barcelona: Ediciones Destino, 2008. Kaku Michio: Universos paralelos (traducción de Dolors Udina). Gerona: Ediciones Atalanta, 2008. Kaku Michio: Hiperespacio. Barcelona: Ed. Crítica, 1996.