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Título original: Following the Equator: A Journey Around the World

Diseño cubierta: JSM

Traducción: Marta Pérez

 

Primera edición: noviembre de 2012

© de esta edición: Laertes, S. A. de Ediciones, 2012

C./ Virtut, 8, bajos - 08012 Barcelona

ISBN: 978-84-7584-898-3

Depósito legal: B - 27494 - 2012

 

 

 

Dedico afectuosamente este libro a mi joven amigo HARRY ROGERS, a sabiendas de cómo es, y con temor de cómo puede llegar a ser, a menos que se forme mirándose un poco más en el modelo de

 

EL AUTOR.

 

 

 

 

LAS MÁXIMAS DE PUDD’NHEAD

Estos retazos de sabiduría pretenden atraer a la juventud hacia elevadas altitudes morales. El autor no los recabó a través de la práctica, sino por observación. Ser bueno es noble; pero enseñar a serlo a otros es más noble aún, y no causa problemas

 

Capítulo 1

Un hombre sin malos hábitos puede tenerlos peores.

Nuevo Calendario de Pudd’nhead Wilson

El punto de partida de esta gira de conferencias alrededor del mundo fue París, donde estuvimos viviendo uno o dos años.

Navegamos hasta América, e hicimos allí los preparativos. No tardamos mucho tiempo. Dos miembros de mi familia decidieron acompañarme. Y también un carbúnculo.1 Dice el diccionario que un carbúnculo es un tipo de joya. El humor está fuera de lugar en un diccionario.

Partimos de Nueva York hacia el oeste en pleno estío, con el comandante Pond a cargo de los trámites ferroviarios hasta el Pacífico. Hicimos unos progresos marcados por el calor a lo largo de todo el camino, y los quince últimos días fueron sofocantemente humosos, ya que en Oregón y la Columbia británica rugían los incendios forestales. Sufrimos una semana adicional de humos en la costa, donde nos vimos obligados a aguardar un cierto tiempo a nuestro buque. La nave se empeñó en arrimarse a puerto en medio del fuego, y hubo de ser trasladada a los astilleros y reparada. Zarpamos al fin; concluía así una cachazuda marcha a través del continente, que duró cuarenta días.

Avanzamos hacia el oeste, a primera hora de la tarde, sobre una mar de verano ondulada y refulgente; una mar seductora, una mar límpida y fresca que, aparentemente, daba la bienvenida a cuantos viajábamos a bordo; así fue desde luego para mí, después de haberme empolvado, ahumado y asfixiado sin remedio en el bochorno durante las pasadas semanas. El crucero había de proporcionarnos unas vacaciones de tres semanas casi ininterrumpidas. Teníamos frente a nosotros todo el océano Pacífico, sin nada más que hacer que no hacer nada y solazarnos cómodamente. La ciudad de Victoria lanzaba tenues destellos en el corazón de su nube de humo, disponiéndose a desaparecer; recogimos pues nuestros prismáticos y nos sentamos en las tumbonas de cubierta, satisfechos y en paz. Pero estas últimas zozobraron y naufragaron bajo nuestros cuerpos, avergonzándonos ante todo el pasaje. Nos las había suministrado el principal tratante en muebles de Victoria, y no valían más de medio penique la docena, aunque las pagamos a precio de sillas decentes. En los océanos Pacífico e Índico tiene uno que subir a bordo su propio asiento o prescindir de él, al igual que en los viejos y olvidados tiempos del Atlántico, esas oscuras épocas de la navegación marítima.

Fue la nuestra una travesía razonablemente placentera, con la acostumbrada alimentación de los mares: una gran abundancia de buena comida ofrecida por la divinidad y cocinada por el diablo. La disciplina que debía observarse a bordo no era ni mejor ni peor de lo habitual en cualquier viaje por el Pacífico y el Índico. El buque no estaba demasiado bien equipado para el servicio tropical; eso, empero, nada significa, ya que tal es la norma de todas las embarcaciones que surcan regularmente los trópicos. Teníamos una generosa provisión de cucarachas, lo cual también es ley en los barcos que cruzan los océanos estivales, al menos aquellos con muchos años de veteranía.

Nuestro joven capitán era un caballero muy apuesto, alto y de constitución perfecta, la figura ideal para realzar los más puros efectos de un uniforme elegante. Abrigaba el hombre inmejorables intenciones, y era educado y cortés hasta la obsequiosidad. Subrayaban sus modales una gracia sutil y un pulimiento que prestaban de inmediato, a cualquier sitio que pisara, la apariencia de un salón. Solía evitar la sala de fumadores. No tenía vicios. No fumaba, ni mascaba tabaco, ni aspiraba rapé; no blasfemaba, no usaba jergas vulgares o lenguaje brusco, grosero e indelicado, ni tampoco contaba chistes o anécdotas, ni reía destempladamente, ni alzaba la voz por encima del comedido registro que prescriben los cánones de las buenas maneras. Cuando impartía una orden, su actitud la modificaba en petición. Tras la cena, los oficiales y él se reunían con los pasajeros en la sala de estar de las damas, donde participaban en los cantos y recitales de piano, y daban nuevos giros a las composiciones. Poseía el capitán una melodiosa y simpática voz de tenor, y la utilizaba con buen gusto y mejor efecto. Tras la sesión musical jugaba en la misma habitación alguna partida de whist,2 siempre con la misma pareja y rivales, hasta la hora en que las mujeres se retiraban a descansar. Aquí las luces eléctricas permanecían encendidas mientras aquellas y sus amigos lo desearan, si bien no se permitía que quemasen en la sala de fumadores más tarde de las once. Había, por supuesto, innumerables epígrafes en el libro de estatutos del buque; pero, según pude observar, el recién mencionado y otro eran los únicos que se aplicaban estrictamente. El capitán nos explicó que exigía el cumplimiento del luminotécnico porque su camarote era contiguo a la sala de fumadores, y el olor del tabaco le mareaba. Yo no acertaba a comprender cómo podían huir hasta él nuestras bocanadas, pues la sala en cuestión y su cabina se hallaban en la cubierta superior, expuestas a lodos los vientos que dieran en soplar; y, además, no había comunicación entre ambas, ni siquiera fisuras en el sólido mamparo divisorio. De todas formas, en un estómago sensible, incluso el humo imaginario puede hacer estragos.

Con su amabilidad, refinamiento, dulzura y exquisitez tanto verbal como moral, el capitán parecía desentonar patéticamente de su ruda y autocrática vocación. Era otro ejemplo de la ironía del destino.

Regresaba a casa en una nube de descrédito. El pasaje conocía su aprieto, y se compadecía de él. Al acercarse a Vancouver por un paso angosto y difícil, envuelto en la densa humareda de los fuegos boscosos, había tenido la mala fortuna de desorientarse y colisionar contra las rocas. Para el lector y para mí, una falta de esta índole constituye un simple error; mas los directivos de las compañías navieras la consideran un crimen. El capitán fue juzgado por el tribunal del Almirantazgo de Vancouver, y su veredicto le eximió de toda culpa. No bastó, sin embargo, con este descargo. Ahora revisaría el caso una corte más severa en Sídney, a saber, el tribunal de Directores, amos y señores de una compañía en cuyos buques el capitán había servido como maestre durante varios años. Esta era su primera travesía investido del rango actual.

Los oficiales de nuestra nave eran unos jóvenes francos y cordiales, que se sumaban a las diversiones de los pasajeros y les ayudaban a matar el tiempo. Las travesías por los océanos Pacífico e Índico no son sino excursiones de placer para las tripulaciones. Nuestro sobrecargo era un escocés también joven, dotado de un tesón extraordinario. Estaba inválido y se notaba, al menos en lo tocante a su cuerpo, pero la enfermedad no había logrado doblegar su espíritu. Era un hombre rebosante de vida, y poseía una lengua amena y aguda. Externamente se comportaba como un enfermo que ignorase su condición, ya que nunca hablaba de ella, y su porte y conducta eran los de una persona de vigorosa salud; no obstante, su corazón era presa, a intervalos, de los dañinos asedios del dolor. Estos últimos se prolongaban durante horas, y mientras persistía el ataque no podía sentarse ni yacer. En una ocasión permaneció en pie veinticuatro horas, luchando por su vida contra tan virulentas agonías, y, pese a todo, al día siguiente se mostró tan boyante, tan lleno de alegría y actividad como si nada hubiera pasado.

El pasajero más inteligente de todo el buque, y el conversador de mayor elocuencia e interés, era un joven canadiense que no se separaba ni un momento de la botella de whisky. Pertenecía a una familia rica e influyente, y habría ejercido una notoria carrera y obtenido poderosa ayuda para encumbrarse de haber vencido su afición al alcohol; pero era incapaz de hacerlo, así que sus grandes dosis de talento de poco le valían. Había prometido con frecuencia no volver a beber, y constituía una clara evidencia de cómo esta suerte de insensatez puede afectar a un hombre; a un hombre, en cualquier caso, que no tenga una voluntad férrea. El sistema falla en dos sentidos: no ataja, en primer lugar, el problema de raíz, y hacer una promesa de semejante calibre equivale a declarar la guerra a la naturaleza, porque tal promesa se convierte en una cadena que no cesa de repiquetear y recordar a quien la soporta que no es un hombre libre.

Ya he dicho que el sistema no ataja el conflicto de raíz, y me permito repetirlo. La raíz no está en el hecho de beber, sino en el deseo. Son dos cosas distintas. Una demanda exclusivamente voluntad —y en cantidades industriales, tanto en cuanto a volumen como a capacidad de aguante—, mientras que la otra requiere tan solo de vigilancia, y no durante mucho tiempo. Es obvio que el deseo precede al acto, y debería suscitar nuestra atención prioritaria; poco bien puede hacerle a nadie rechazar la copa una y otra vez dejando siempre el deseo intacto, invicto, puesto que este deseo se reafirmará de nuevo y, a largo plazo, ganará ineludiblemente la partida. Al entrometerse el deseo en la mente, habría que descartarlo ipso facto. Conviene estar alerta a todas horas, o de lo contrario se infiltrará. Tiene que ser pillado a tiempo para negarle el hospedaje. Un deseo que se repele constantemente acabará expirando al cabo de un par de semanas. De ese modo se cura el hábito de beber. El método de repeler el mero acto conservando el deseo con plena vigencia es, a mi entender, una torpe táctica de batalla.

Yo acostumbraba a formular promesas, promesas que pronto violaba. Mi voluntad era inconsistente, y no podía evitarlo. Además, sentirse ligado de cualquier modo irrita espontáneamente a una criatura por lo demás libre y la insta a debatirse contra sus ataduras y a querer recuperar su albedrío. En cambio, cuando al fin dejé de asumir compromisos definitivos y resolví limitarme a sofocar los deseos infames, pero reservándome la libertad de reanudar un hábito y el deseo que lo impulsaba siempre que así se me antojara, no tuve más complicaciones. En cinco días deseché el deseo de fumar, y después de ese lapso ni siquiera hube de mantenerme en guardia; nunca experimenté un ansia perentoria de volver a hacerlo. Transcurrido un año y tres meses de ociosidad, empecé a escribir, y al poco descubrí en la pluma una extraña reticencia a correr sobre el papel. Di unas cuantas bocanadas para ver si me ayudaban a salir del atolladero. Y me ayudaron. Durante cinco meses, fumé ocho o diez cigarros diarios y otras tantas pipas: terminé mi obra, y no probé nuevamente el tabaco hasta que pasó un año más y tuve que iniciar otro libro.

Puedo renunciar a cualquiera de mis diecinueve vicios mayores en el momento en que me lo proponga, sin malestar ni inconvenientes. Creo que el doctor Tanners y todos cuantos resisten cuarenta días consecutivos de ayuno lo consiguen desterrando, en el comienzo, el deseo de comer, de tal suerte que al cabo de unas horas este deseo se desanima y no vuelve a la carga.

En una ocasión puse a prueba este designio a gran escala, en el campo de la medicina. Hacía ya unos días que estaba postrado en el lecho con lumbago. Mi mal se obstinaba en no evolucionar. Finalmente, el médico dijo:

—Mis remedios no tienen su justa oportunidad si evaluamos contra qué han de combatir, amén del lumbago. Fuma usted desmedidamente, ¿no es verdad?

—Lo es.

—Y hace terribles excesos con el café.

—Los hago.

¿Y con el té?

—También.

—Mezcla todo tipo de alimentos que jamás convivieron en feliz compañía.

—Sí.

—Bebe cada noche dos «escoceses» calientes, ¿no?

—En efecto.

—Pues bien, ya ve a qué me enfrento. Dada la situación, hay pocas probabilidades de progresar. Debe usted hacer una reducción de todos esos artículos, restringir notablemente su consumo por espacio de unos días.

—No puedo, doctor.

¿Por qué no?

—No tengo la suficiente fuerza de voluntad. Puedo eliminarlos por completo, pero me resulta imposible moderarlos.

Contestó el galeno que aquella sería la mejor solución, y anunció que vendría a visitarme veinticuatro horas más tarde y empezaría de nuevo su labor. En el ínterin enfermó, y no pudo acudir; pero no le necesitaba. Renuncié a las cosas convenidas durante dos días con sus noches; a decir verdad, renuncié asimismo a toda clase de comida y bebida, excepto el agua, y al término de las cuarenta y ocho horas el lumbago se desalentó y me abandonó. Estaba curado; di cumplidas gracias, y volví a degustar todas las exquisiteces de costumbre.

Convencido de haber dado con una valiosa terapia médica, se la recomendé a una dama. Su salud se había deteriorado gradualmente, y se hallaba en un punto muerto en el que los medicamentos no producían en su organismo el menor efecto positivo. Le aseguré que sabía cómo restablecerla en una semana. Eso le dio bríos, la llenó de esperanza, y aseguró que haría todo lo que yo le indicara. Le mandé que se abstuviera de renegar, beber, fumar y comer durante cuatro días, y que concluidos estos podría levantarse. Y no me cabe duda de que así habría sido, pero la enferma dijo que mal había de dejar blasfemias, bebida y tabaco cuando nunca fue adicta a ellos. Ahí se zanjó el asunto. La dama había descuidado sus hábitos, y no le quedaba ninguno. Ahora que le habrían aportado un beneficio, no tenía ninguno en reserva. Nada le restaba de lo que desaferrarse. Era una nave que se hundía, sin lastre para echar por la borda y aligerar el peso. ¡Qué lástima! Uno o dos pequeños vicios la habrían salvado, mas se había convertido en una indigente moral. Cuando estaba en posición de adquirirlos la disuadieron sus padres, gente ignorante aunque educada en la buena sociedad, y ahora era demasiado tarde para iniciarse. Era lamentable, mas nada había que pudiera hacerse. Tales cuestiones deberían atenderse mientras la persona es joven; de lo contrario, al implantarse la vejez y la enfermedad, no hay elementos eficaces con los que ahuyentarlas.

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Vicios de juventud

En mi infancia hacía todo tipo de promesas, y me esforzaba en cumplirlas, pero nunca lo lograba, porque no atacaba al hábito en su raíz: el deseo. Habitualmente se quebrantaba mi buen propósito en menos de un mes. Una vez intenté limitar uno de aquellos hábitos, y al principio funcionó con tolerable éxito. Me juré solemnemente que no fumaría más de un cigarro al día. Hacía esperar a mi «puro» hasta la hora de acostarme, y entonces disfrutaba, gracias a él, de un rato sibarítico. Mas el deseo me perseguía día tras día, y sin tregua en su discurrir; así pues, antes de que acabara la semana me sorprendí a mí mismo cazando cigarros mayores que los que solía fumar antes, y luego aún más grandes, y más todavía. A las dos semanas encendía cigarros hechos ex profeso para mí, de un tamaño ya descomunal. En un mes, el «puro» había crecido a tales proporciones que podría haberlo usado como muleta. Persuadido ahora de que el límite de una pieza diaria no era una auténtica protección de mi salud, asesté a mi promesa un golpe en la cabeza y recobré la libertad.

Volvamos por un momento a aquel joven canadiense. Era un «hombre remesa», el primero que conocí de vista u oídas. Otros pasajeros me explicaron qué significaba el apelativo. Dijeron que los hijos haraganes, disolutos o ambos de las familias prominentes de Inglaterra y Canadá no eran expulsados del hogar mientras pervivía la esperanza de reformarles, pero que, al disiparse esa postrera esperanza, el holgazán de turno era enviado al extranjero a fin de desembarazarse de él. Le embarcaban con el dinero justo en su bolsillo —en realidad en el del sobrecargo— para subvenir a los gastos del viaje, y cuando arribaba al puerto de destino encontraba una remesa, o giro, aguardándole. No era una suma importante, cubría tan solo el sustento de un mes. A partir de entonces, le llegaban mensualmente cantidades similares. El hombre remesa pagaba en seguida el alojamiento y pensión correspondiente al citado período —la patrona no consentía que lo olvidase—, y despilfarraba el resto de su asignación en una sola noche, tras lo cual se dedicaba a condolerse, lloriquear y afligirse hasta recibir la siguiente. Era la suya una vida patética.

Se rumoreaba que llevábamos a bordo a otros hombres remesa. Algunos, al menos, afirmaban que eran de tales escuadras. Había dos. No se parecían, empero, al canadiense; no podían compararse a él en pulcritud, intelecto, maneras caballerosas, resolución de espíritu, ni tampoco en humanidad y liberalidad. Uno era un muchacho de diecinueve o veinte años, poco más que una piltrafa en el vestir, la moral y el aspecto exterior. Se presentó a sí mismo como vástago de una casa ducal en Inglaterra que había sido enviado a Canadá para desahogo de su familia y, habiendo sufrido allí ciertos percances, fue embarcado rumbo a Australia. Dijo no poseer ningún título. Aparte de hacer esta observación, siempre economizó verdades. Su primera acción en Australia fue ingresar en la cárcel, y más adelante, la segunda mañana, se proclamó conde ante la policía que le interrogaba y no pudo demostrar serlo.

 

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El hombre remesa

 

 

 

 

Capítulo 2

Cuando dudes, di la verdad.

Nuevo Calendario de Pudd’nhead Wilson

Unos cuatro días después de zarpar de Victoria nos zambullimos en una zona tórrida, y los pasajeros varones adoptaron el traje de hilo blanco. Un par de jomadas más tarde cruzamos el paralelo veinticinco de latitud norte, y entonces, por orden, los oficiales del buque se fueron desprendiendo de sus uniformes azules y se pusieron también unos de hilo de color blanco. Todas las damas se habían vestido ya de estos tonos claros. La predominancia de tan níveas indumentarias confirió a la cubierta de paseo el ambiente sugestivamente fresco, jovial, de una merienda campestre.

Incluyo aquí unos párrafos de mi diario:

Hay una serie de males en el mundo de los que ninguna persona escapa jamás enteramente, por muy lejos que le lleven sus viajes. Huye uno de los de una especie para topar con los de otra. Superamos ya al embustero de las serpientes y al de los peces,3 y el pensamiento obtuvo reposo y sosiego; pero hoy hemos entrado en el reino de los embusteros del bumerán, y de nuevo nos invade el pesar. El primer oficial ha presenciado cómo un hombre trataba de huir de su enemigo ocultándose tras un árbol; mas ese enemigo arrojó su bumerán a través de los cielos, por encima y mucho más allá del árbol; el proyectil giró en redondo, descendió y mató al hombre. El pasajero australiano ha sido testigo de idéntica acción contra dos individuos, ambos escondidos detrás de sendos árboles y abatidos de un solo lanzamiento. Al acoger su historia un largo silencio que delataba duda, la apuntaló con el argumento de que su hermano vio una vez al bumerán cazar un pájaro a unos cien metros en el aire y llevárselo a su dueño. Sea como fuere, debemos tolerar tales males. No hay otro remedio.

La conversación pasó de los bumeranes a los sueños, normalmente un tema jugoso tanto en la mar como tierra adentro, pero en aquella ocasión dio escasos frutos. Derivó acto seguido hacia los casos de memoria excepcional, con mejores resultados. Alguien mencionó a Blind Tom (Tom el Ciego), un pianista negro, diciendo que podía interpretar fielmente cualquier pieza musical, aunque fuera muy larga y difícil, tras escucharla solo una vez; y que seis meses después podía repetirla con igual exactitud sin haberla vuelto a tocar entretanto. Uno de los relatos más asombrosos que allí se contaron fue el que nos obsequió un caballero que había servido en la corte del virrey de la India. Leyó los pormenores de un cuaderno, y nos explicó que los había anotado, tan pronto hubo finalizado el incidente que describían, porque temió que si no los transcribía en blanco y negro terminaría por pensar que lo había soñado o inventado todo.

El virrey realizaba un viaje oficial, y entre los espectáculos que organizó el maharajá para agasajarle había una exhibición de memoria. El virrey y treinta miembros de su séquito se sentaron en hilera, y el experto memorístico, un brahmán de elevada casta, fue admitido en la asamblea y tomó asiento en el suelo, frente a ellos. Dijo dominar solamente dos lenguas, la nativa y la inglesa, pero que no excluiría ningún idioma extranjero de las pruebas a las que iba a someterse. Planteó a continuación su programa, un programa en verdad extraordinario. Propuso que un caballero pronunciara una palabra de una frase extranjera y le indicara su lugar en dicha frase. Le fue dado el vocablo francés est, especificando que era el segundo en una frase de tres. El siguiente en la fila deletreó el término alemán verloren y anunció que era el tercero en una oración de cuatro. El hombre pidió a otro más que le expusiera un número de una suma; al cuarto participante una cifra del factor de una resta; y, a otros, pequeños detalles de problemas matemáticos de orden diverso. Todos los asimiló. Algunos personajes intermedios aportaron vocablos sueltos de frases en griego, latín, español, portugués, italiano y muchas lenguas más, y en cada caso le señalaron su situación en el contexto. Cuando al fin todo el mundo le hubo ofrecido un simple indicio de una frase extraña u operación aritmética, inició una segunda tanda, en la que solicitó que le dijeran una nueva palabra y una nueva cifra, siempre, desde luego, con la respectiva alusión a su lugar en el conjunto; y así sucesivamente. Hubo una tercera ronda, y varias más, hasta que el brahmán recogió una por una las partes que integraban las operaciones de cálculo y las frases, todas ellas en desorden, no en su lógica rotación. El proceso duró dos horas.

El actuante estuvo callado y pensativo durante un rato, tras lo cual emprendió la tarea de repetir las frases, colocando las palabras en su secuencia real, y desenmarañar los caóticos problemas matemáticos. A todos dio la respuesta correcta.

Al principio había pedido a los asistentes que le echasen almendras a lo largo de la sesión, con objeto de recordar cuántas había lanzado cada caballero; pero no tiraron ninguna, pues el virrey decretó que la prueba era ya suficientemente severa como para agregarle tamaña carga.

El general Grant poseía una memoria espléndida para todo tipo de cosas, incluidos nombres y rostros, de modo que si se me hubiera ocurrido podría haberle puesto como ejemplo en nuestra charla. La primera vez que le vi fue al comienzo de su primer período presidencial. Acababa yo de llegar a Washington procedente de la costa del Pacífico, siendo un forastero y un perfecto desconocido para el público, y una mañana, al pasar frente a la Casa Blanca, coincidí con un amigo que era entonces senador por Nevada. Me preguntó si quería ver al presidente. Respondí que me encantaría; así pues, entramos. Supuse que el máximo dignatario se hallaría rodeado de una muchedumbre, y que podría observarle con calma y seguridad desde la distancia, igual que otro gato vagabundo contemplaría también a otro rey. Mas era media mañana, y el senador aprovechó un privilegio de su cargo que nunca había oído mencionar: el de irrumpir en el despacho del primer magistrado del país en horas laborables. Antes de que me diera cuenta, mi amigo el senador y yo estábamos en su presencia, y no había nadie más que nosotros tres. El general se levantó despacio de detrás de su escritorio, posó la pluma en la mesa, y se plantó ante mí con la acerada expresión de quien no ha reído en siete años ni tiene, tampoco, la intención de hacerlo en los siete venideros. Me miró fijamente a los ojos, unos ojos que habían perdido la confianza y se retrajeron. Nunca me había enfrentado a un gran hombre, y me sumí en un mísero estado de amilanamiento e ineptitud. El senador dijo:

—Señor presidente, tengo el honor de presentarle al señor Clemens.4

El presidente apretó mi mano con gesto adusto y la soltó. No emitió una sola sílaba, continuó inmóvil delante de mí. Yo, turbado como estaba, no sabía qué decir, tan solo deseaba retirarme. Se produjo una tensa pausa, una pausa agobiante, horrible. De pronto acudió a mis mientes la inspiración y, alzando la vista hacia aquella faz imperturbable, balbuceé tímidamente:

—Señor presidente, estoy muy azorado. ¿Lo está usted también?

Siete años antes de tiempo, brilló en su semblante un fugaz destello, el resplandor de una sonrisa tan pasajera como un relámpago de estío; me despedí y me fui con la misma prontitud que ella.

Transcurrieron dos lustros antes de que le viera por segunda vez. Entretanto había aumentado mi popularidad, y fui una de las personas designadas para contestar a los brindis en el banquete con que el ejército de Tennessee obsequiaba en Chicago al general Grant, a su regreso de una gira alrededor del mundo. Llegué a la ciudad entrada la noche, y me levanté tarde. Todos los pasillos del hotel estaban atestados de gentes que aguardaban para ver, o cuando menos atisbar, al general cuando los atravesara en dirección de la estancia desde donde presidiría el gran desfile. Me abrí camino a través de una sucesión de salas atiborradas y, ya en una esquina del edificio, descubrí un ventanal abierto frente a un espacioso estrado, decorado con banderolas y alfombrado. Subí a su cúspide, me asomé y divisé a mis pies a millones de personas obstruyendo las calles, y unos millares más amontonadas en las ventanas y azoteas de todas las casas del entorno. Tales masas me tomaron por el general Grant, y estallaron en volcánicas efusiones y vítores; pero era una excelente atalaya desde donde seguir la parada, y me quedé. Al rato oí los distantes clamores de una marcha militar, y avisté calle arriba la primera línea del desfile forjándose una brecha entre las enardecidas multitudes, con Sheridan, la figura más marcial de la guerra, cabalgando a la cabeza embutido en el uniforme de gala de un teniente general.

De repente el general Grant y el alcalde, Carter Harrison, ascendieron codo con codo a la plataforma, escoltados en sendas filas de a dos por los muy condecorados y uniformados miembros del comité de recepción. El general tenía exactamente el mismo aspecto que en aquella embarazosa situación de dos lustros atrás: era una imagen hecha de hierro, bronce y aplomo. El señor Harrison fue a mi encuentro, me condujo hasta el general y me presentó formalmente. Antes de que atinara a verbalizar la observación apropiada, el dignatario me dijo, con aquella risita que se adelantó siete años centelleando de nuevo en su rostro:

—Señor Clemens, yo no estoy azorado. ¿Y usted?

Han pasado desde entonces diecisiete años más, y hoy, en Nueva York, las calles son un hervidero de personas que se apretujan unas contra otras para rendir honores a los despojos del excelso soldado en el traslado a su última morada, bajo el monumento; resuenan en el aire salmos religiosos y salvas de artillería, y millones de americanos piensan en el hombre que instauró la Unión y la bandera, además de insuflar en el gobierno democrático un nuevo soplo de vida y darle, así lo creemos y lo esperamos, un lugar permanente entre las más beneficiosas instituciones de la humanidad.

Practicábamos en el barco un juego que era un buen pasatiempo, al menos por la noche, en la sala de fumadores, cuando los caballeros se reponían de la monotonía y el aburrimiento de la jornada. Consistía en completar narraciones inconclusas. Es decir, que un hombre contaba una historia salvo el final, y los otros intentaban añadirlo a partir de su propia inventiva. Una vez había gozado de su oportunidad todo el que la reclamaba, el introductor del relato revelaba el desenlace original y cada uno manifestaba su opinión. A menudo los nuevos finales resultaban ser mejores que el primero. En cualquier caso, la historia que exigió el esfuerzo más persistente, resuelto y ambicioso fue una que carecía de desenlace y, por ende, no existía una versión previa con la que comparar nuestras recreaciones. El narrador declaró que podía detallar el episodio solo hasta un punto determinado, porque era todo cuanto de él sabía. Lo había leído en un compendio de cuentos breves hacía ya veinticinco años, y le interrumpieron antes de que averiguara cómo terminaba. Prometió pagar cincuenta dólares a quienquiera que concluyese el relato a plena satisfacción de un jurado nombrado por nosotros mismos. Nombramos pues ese jurado, y batallamos con la trama. Inventamos una vasta colección de finales, pero el jurado emitió siempre un voto negativo. Tenía razón. Era una narración que el autor posiblemente habría completado con buen acierto, aunque, si en realidad conoció tal fortuna, me encantaría saber qué conclusión le dio.

Un hombre corriente dictaminaría que la fuerza de la historia radica en el nudo, y no hay manera de transferirla al colofón, donde, por supuesto, debería estar. Revisemos su contenido:

 

John Brown, un hombre de treinta y un años, bueno, afable, vergonzoso y retraído, vivía en un tranquilo pueblo de Misuri. Era superintendente de la escuela dominical presbiteriana. Se trataba de una humilde distinción: no obstante, era la única oficial que tenía, por lo que se sentía modestamente orgulloso de ella y se consagraba en cuerpo y alma a su trabajo e intereses. Todos reconocían la extremada benignidad de su carácter; de hecho, se decía de él que era un dechado de virtudes, impulsos positivos y timidez, que podía contarse con su ayuda siempre que uno la necesitaba y con la timidez tanto cuando se necesitaba como cuando no.

Mary Taylor, una muchacha de veintitrés abriles, modesta, dulce, cautivadora y no menos atractiva por su físico que por su personalidad, lo significaba todo para él. Y él lo era casi todo para ella. La joven vacilaba, alimentando sus esperanzas. La madre de Mary se opuso al noviazgo desde el comienzo. Ahora, empero, también ella vacilaba, y John se dio cuenta. La conmovía su afectuoso interés por dos de sus protegidas de la caridad y las contribuciones que hacía para su sustento. Eran estas dos hermanas ancianas y desvalidas que vivían en una cabaña de troncos, en un solitario paraje situado en el linde de un camino vecinal y unos seis kilómetros de la granja de la señora Taylor. Una de las hermanas estaba loca, y padecía pequeños, aunque no frecuentes, ataques de violencia.

Pareció por fin que llegaba el momento idóneo para declararse, y Brown hizo acopio de valor y decidió dar el paso. Llevaría como prebenda una contribución superior a la cuantía habitual, del doble exactamente, y se ganaría a la madre; anulada su oposición, el resto de la conquista sería pronto y seguro.

Se echó a los caminos en la tarde de un plácido domingo del benigno estío misurense, convenientemente equipado para su misión. Vestía un traje de hilo blanco, con una cinta azul a guisa de corbata, y calzaba unos atildados y ceñidos botines. Su caballo y calesín eran los mejores que pudo alquilar en la caballeriza. El lienzo protector estaba confeccionado en lino blanco, era nuevo, y tenía unos ribetes bordados a mano de una belleza y primor sin rival en toda la región.

Cuando se había alejado unos cinco kilómetros en la poco transitada senda y cruzaba a pie, sujetando las riendas, un puente de madera, su sombrero de paja salió volando, cayó en el arroyo y flotó corriente abajo hasta encallar en un montículo de arena. No sabía qué hacer. Tenía que recuperar el sombrero, eso era obvio, pero ¿cómo conseguirlo?

Se le ocurrió una idea. El sendero estaba desierto, no había en él un alma viviente. Sí, se arriesgaría. Guió al caballo hasta el borde y le incitó a pacer en la hierba; luego se desnudó y depositó la ropa en el calesín, acarició al équido unos instantes para granjearse su compasión y lealtad, y fue a toda prisa hasta el río. Nadó unas brazadas y recobró el sombrero. Cuando volvió a encaramarse a la inclinada margen, el caballo se había esfumado.

Casi se le quebraron las rodillas. El animal avanzaba despreocupadamente por el camino. Brown se lanzó tras él a un trote vivo, gritándole: «¡So! Eres un chico estupendo, ¡so!». Pero en cuanto se acercaba lo bastante para subir al calesín de un salto, el caballo aligeraba la marcha y frustraba la intentona. Y así continuó la cosa, con el hombre desnudo, desfallecido por la ansiedad y esperando a cada segundo que apareciera alguien en las cercanías. Siguió y persiguió al cuadrúpedo, suplicando, implorando, hasta que hubo recorrido un kilómetro y medio y se aproximó a la propiedad Taylor; al fin tuvo éxito, y pudo instalarse en el carruaje. Se puso con precipitación la camisa y la chaqueta, se ató el lazo, estiró la mano hacia... Era demasiado tarde. Hubo de sentarse bien y cubrir su regazo con el lienzo, pues había visto salir a alguien, a una mujer, por la puerta principal de la casa. Hizo virar al caballo a. la izquierda, y le azuzó a ritmo brioso sendero arriba. La vereda era perfectamente recta, y despejada, en ambos flancos; pero había bosque y un abrupto recodo a unos cuatro kilómetros, y grande fue su júbilo cuando lo distinguió. Mientras doblaba la curva aminoró al paso, y alargó nuevamente la mano hacia sus pantalones. También esta vez fue demasiado tarde.

Se había tropezado con las señoras Enderby, Glossop y Taylor, y con Mary. Iban a pie, y daban la impresión de estar cansadas y excitadas. Se abalanzaron al instante sobre el calesín, estrecharon la mano de John y empezaron a hablar todas a una, a decir con vehemencia y gravedad cuánto se alegraban de su venida, cuan venturosa era su aparición. La señora Enderby puntualizó, no sin grandilocuencia:

—Parece accidental su presencia en esta hora; pero no, no la profanemos con este apelativo; nos ha sido enviado... enviado desde lo alto.

Todas las damas se emocionaron, y la señora Glossop proclamó, con voz sobrecogida:

—Sarah Enderby, nunca en tu vida pronunciaste palabras más verdaderas. No es un accidente, sino una especial Providencia. Ella nos lo envía. Este hombre es un ángel, el ángel más genuino de todos los seres angélicos, el ángel salvador. He utilizado el término «ángel», Sarah Enderby, y no aceptaré ningún otro. Nunca más consentiré que me digan que no existen las Providencias especiales; porque, si esto no lo es, que venga alguien a argumentar qué puede serlo.

—Yo sé que estás en lo cierto —coreó fervorosamente la señora Taylor—. John Brown, estoy presta a adorarte; podría arrodillarme delante de ti. ¿Tuviste alguna intuición, sentiste que habías sido enviado? Besaría gustosa el repulgo de tu lienzo.

El hombre fue incapaz de despegar los labios, anonadado como estaba por la vergüenza y el espanto. La señora Taylor prosiguió:

—Analízalo con un poco de detenimiento, Julia Glossop. Cualquier persona vería en lo ocurrido la mano de la Providencia. Aquí, a mediodía, ¿qué observamos? Observamos una humareda que se eleva. Yo levanto la voz y afirmo: «Se está incendiando la cabaña de las ancianas». ¿No es así, Julia Glossop?

—Son tus palabras textuales, Nancy Taylor. Me hallaba tan cerca de ti como ahora, y las oí muy bien. Tal vez dijeras «choza» en lugar de «cabaña», pero eso no altera la sustancia. Y también palideciste.

¡Ya lo creo que palidecí! Tanto como si... bueno, mi palidez podría compararse al color de ese lienzo. Lo siguiente que dije fue: «Mary Taylor, manda al jornalero que apareje la yunta. Iremos al rescate». Ella respondió: «Madre, ¿no recuerdas que le autorizaste a visitar a la familia y pasar el domingo en su compañía?». Era verdad, lo testifico. Se me había olvidado. «En tal caso —insistí— habrá que ir caminando.» Y fuimos, y coincidimos en el sendero con Sarah Enderby.

—Seguimos juntas —intervino la señora Enderby—. Nos encontramos con que la demente había prendido fuego y quemado la cabaña, y las pobres hermanitas, tan viejas y endebles, no podían huir por sus propios medios. Las llevamos hasta un rincón umbrío, las acomodamos lo mejor posible y comenzamos a barruntar cómo nos las arreglaríamos para transportarlas hasta la casa de Nancy Taylor. Tomé yo la palabra, y dije... ¿Qué dije? ¿No fue algo así como «La Providencia proveerá»?

—Tan seguro como que estás viva, que así hablaste. Ya no me acordaba —admitió la señora Taylor.

—Ni yo tampoco —se le unió la señora Glossop. Y las dos damas añadieron a la vez—: Lo dijiste, ciertamente. ¿No es asombroso?

—Sí, lo dije. Anduvimos entonces tres kilómetros hasta el rancho de los Moseley, pero se habían ido todos a la gira campestre de Stony Fork; retrocedimos de nuevo los tres kilómetros, luego enfilamos esta senda, un kilómetro y medio más, y la Providencia ha provisto. Todas somos testigos.

Las tres señoras intercambiaron miradas estremecidas y, alzando las manos, exclamaron a coro:

—Es absolutamente prodigioso.

—Y bien —concretó la señora Glossop—, ¿qué os parece que debemos hacer, dejar que el señor Brown conduzca a las ancianas al hogar de Nancy Taylor una por una, o instalarlas a ambas en el carruaje y que él se apee y tire de las riendas?

A Brown se le cortó el aliento.

—Caramba, tenemos un serio dilema —opinó la señora Enderby—. Estamos todas exhaustas, y cualquier solución que adoptemos será dificultosa. En efecto, si el señor Brown las lleva a las dos una de nosotras deberá regresar para ayudarle, porque no podrá cargarlas él solo en el calesín, y menos todavía estando tan indefensas.

—Dices bien —aprobó la señora Taylor—. No sé cómo solventarlo. ¿Qué vamos a hacer? Una de nosotras podría ir a buscarlas en el coche con el señor Brown, y mientras tanto las demás os adelantáis hasta mi casa y lo preparáis todo. Yo le acompañaré. Entre ambos subiremos al calesín a una de las ancianas, la trasladaremos a la granja y...

—Pero ¿quién cuidará de la otra? —objetó la señora Enderby—. No debemos abandonarla sola en el bosque, sobre todo si es la pobrecita loca. Tened presente que entre ir y volver son más de doce kilómetros.

Las mujeres permanecieron sentadas en la hierba, al lado del calesín, tratando de dar descanso a sus agotados cuerpos. Se hizo el silencio durante uno o dos suspiros, y todas libraron una batalla mental contra la confusa situación. De súbito la señora Enderby, iluminado el semblante, anunció:

—Creo tener la idea justa. Estamos de acuerdo en que no podemos dar un paso más. Pensemos en lo que hemos caminado: seis kilómetros hasta allí, tres hasta el rancho Moseley y el retorno a este lugar, lo que suma unos catorce kilómetros desde el mediodía, y sin probar bocado; confieso que no comprendo cómo lo hemos hecho; y, en lo que a mí concierne, estoy desfallecida de hambre. Pero alguien ha de recular para echarle una mano al señor Brown, eso es indiscutible. Sin embargo, la que vaya lo hará en carruaje, no andando. Así pues, mi idea es esta: una de nosotras, yo misma si queréis, regresará en busca de las viejecitas montada en el calesín del señor Brown, se dirigirá a casa de Nancy Taylor con una de ellas, dejando al citado señor Brown como acompañante de la otra, y entretanto todas vosotras habréis llegado a la granja, donde os reharéis y esperaréis; ya restablecidas, una podrá hacer el segundo trayecto, recoger a la anciana que falta y llevarla en el carruaje en el asiento del señor Brown, que irá a pie.

¡Magnífico! —se entusiasmaron las demás—. Eso servirá, todo va a salir a pedir de boca.

Convinieron en que la señora Enderby era quien tenía la cabeza más preclara del grupo para la planificación; y dijeron que les sorprendía no haber pensado ellas mismas en un plan tan elemental No abrigaban el propósito, siendo como eran unas almas benditas y sencillas, retirar el cumplido a su amiga, y ni siquiera se percataron de haberlo hecho. Tras una corta consulta se decidió que sería la señora Enderby quien partiría con Brown, que ella inventó el proyecto y era más acreedora que nadie a esa distinción. Con todos los puntos satisfactoriamente dilucidados y resueltos, las damas se incorporaron, aliviadas y felices, desempolvaron sus vestidos, y tres de ellas emprendieron camino hacia la granja Taylor; la señora Enderby puso el pie en el estribo del calesín y se disponía a encaramarse, cuando Brown halló un resquicio de voz y susurró:

—Le ruego, señora Enderby, que las haga volver. Estoy muy débil y no puedo caminar, de verdad que no.

¡El cielo nos ampare, mi querido señor Brown! Está muy paliducho, desde luego: me avergüenzo de mí misma por no haberme fijado antes. ¡Eh, venid aquí todas! El señor Brown no se encuentra, bien. ¿Puedo hacer algo por usted, mi buen amigo? Lo lamento muchísimo. ¿Sufre dolores?

—No, señora, solo debilidad; no estoy enfermo, pero me siento flojo... últimamente. No desde hace tiempo, tan solo últimamente.

Las otras volvieron, y volcaron en el joven sus simpatías y conmiseraciones, y se llenaron de reproches por no haber notado cuán demudado estaba, idearon de inmediato un nuevo plan, y no tardaron en concluir que era, de largo, el mejor de todos. Irían todas en bloque a casa de Nancy Taylor y atenderían en primera instancia a las necesidades de Brown. John podría tenderse en el sofá del vestíbulo y, mientras la propia señora Taylor y Mary velaban por él, las otras dos señoras usarían el calesín para llevar de vuelta a una de las ancianas quedando una de ellas con la segunda, y...

A estas alturas, sin controversia ninguna, estaban ya junto a la cabeza del caballo y empezaban a hacerle girar. El peligro era inminente, mas Brown pudo convocar de nuevo un hilo de voz.

—Pero señoras —indicó—, pasan por alto una cuestión que hace el proyecto inviable. Si transportan a una de las hermanas a la granja y una de ustedes se queda para hacer compañía a la otra, habrá tres personas cuando la primera regrese a por esa otra, ya que alguien tiene que conducir el calesín siempre que se desplace, y no caben las tres en un coche de dos plazas.

¡Claro, tiene más razón que un santo! —gritaron todas, y se entregaron una vez más a la perplejidad.

—Dios mío, ¿cómo lo haremos? —dijo la señora Glossop—. Es el conflicto más embrollado que nunca viví. La zorra, el ganso, el maíz y esas cosas son, ¡ay de nosotras!, bagatelas a su lado.

Se sentaron de nuevo, alicaídas, para atormentar más aun sus muy torturadas mentes a la caza de un plan que funcionase. Al poco, Mary ofreció una alternativa; era su primer esfuerzo. Lo que propuso fue:

—Soy joven y fuerte, y me he repuesto por completo de las fatigas del día. Lleven a casa al señor Brown y socórranle; ya ven cuán apremiantemente lo necesita. Seré yo quien retroceda y se ocupe de las hermanas. Puedo estar allí dentro de veinte minutos. Mientras, váyanse tal como habíamos planeado: aguarden en la senda que discurre frente a la granja hasta que aparezca alguien con un carromato, y mándennoslo para que nos traslade a las tres. No tendrán que esperar mucho; a la hora que es, los campesinos volverán pronto de la ciudad. Infundiré paciencia y ánimos a la anciana Polly; a la orate no le hace falta.

Se debatió y suscribió la propuesta; era, dadas las circunstancias, lo mejor que podía hacerse, y además en las dos viejas debía de haber comenzado a cundir el desaliento.

John Brown se relajó, hondamente agradecido. Una vez en el camino central, a salvo, se ingeniaría una vía de escape.

En aquel momento, la señora Taylor dijo:

—Dentro de apenas unos minutos empezará a notarse el relente vespertino, y esas tristes criaturas socarradas precisarán algo con lo que arroparse. Llévale el lienzo de lino, cariño.

—Muy bien, madre, así lo haré.

La muchacha avanzó hasta el calesín y extendió la mano para, asir el paño.

Aquel era el final de la historia. El pasajero que la relató afirmó que, cuando la leyó en un tren hacía veinticinco años, le interrumpieron en el mismo clímax. Sí, le interrumpieron porque el tren se precipitó por un puente.

En un primer momento creímos que podríamos concluir el relato fácilmente, y pusimos manos a la obra con total confianza; pero no tardó en revelarse como una tarea ardua v desconcertante. El escollo estribaba en el carácter de Brown: aunque poseedor de una gran generosidad y gentileza, complicaban estas facetas su insólita cortedad y retraimiento, en particular en presencia de las damas. Estaba su amor por Mary, en una fase esperanzadora pero no segura, en unas condiciones, a decir verdad, en las que debía extremar el tacto y no cometer ningún error, no ofenderla bajo ningún concepto. Y estaba también la madre, titubeante, propicia solo a medias, dispuesta a ser ganada mediante una diplomacia hábil, impecable, o perdida tal vez irremisiblemente. Y no había que olvidar a las dos infortunadas ancianas que aguardaban en un confín del bosque, en una posición en la cual sentenciaría su destino y la dicha de Brown lo que él hiciera en los próximos segundos. Mary iba a agarrar el lienzo; Brown había de decidirse, y sin desperdiciar un instante.

Era evidente que el jurado no sancionaría sino un feliz epílogo a la historia; el desenlace debía colocar a Brown en una postura de prestigio frente a las señoras, sin tacha en su conducta ni menoscabo de su honestidad, y conservando su virtuoso espíritu de sacrificio, de tal suerte que las hermanas fueran rescatadas gracias a su intervención, que fuera su benefactor, y que el grupo femenino se enorgulleciera, y todas las lenguas cantaran sus alabanzas.

Tratamos de ordenar todo aquello, pero nos acosaban dificultades tan persistentes como irreconciliables. Comprendimos que la timidez de Brown no le permitiría soltar el lienzo. Tal actitud enojaría a Mary y a su madre, y extrañaría a las otras damas, en parte porque semejante mezquindad hacia las sufrientes hermanas contradecía la bondad nata del joven, y en parte porque encarnaba una Providencia especial y era impropio que actuase así. Si le preguntaban el motivo de su comportamiento, esa misma timidez le impediría explicar la verdad, y la falta de práctica e imaginación le harían incapaz de maquinar una mentira que colase. Trabajamos en el intrincado problema hasta las tres de la madrugada.

Entretanto, la mano de Mary no cesaba de moverse hacia el lienzo. Capitulamos, y acordamos dejar que siguiera adelante. Es privilegio del lector determinar cómo acabó la cosa.