J.P. Naranjo

FUERZAS DE LA NATURALEZA

Las cenizas del destino

Ediciones Labnar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tordesillas (Valladolid), 7 de Julio de 1502

 

El Inquisidor se acercó al montón de leña apilada en el centro de la Plaza del mercado y solo se dirigió a la mujer atada en medio de éste para hacerle una pregunta:

—¿Tus últimas palabras, amante de Satán?

La joven comenzó a recitar lo que les pareció un poema, aunque aquello acabaría convirtiéndose en algo más fuerte que el propio destino:

 

Seres sin razón,

de negro corazón,

juzgáis las apariencias,

sin ver el interior.

Os juro aquí ante Dios,

tanto vuestro como mío,

que esto no es por el Gran Padre,

pues mis pasos el guio…

 

Fijó su mirada en los ojos del Inquisidor:

 

Mi venganza traerá nublados

al cielo de vuestros hijos,

nuestros lazos serán ligados

por la sangre y por Jesucristo.

Con la unión llegará el fin,

y con él la salvación,

pues el fin solo es principio

de sufrimiento y de dolor.

 

Sin dejar terminar a la sentenciada, el Inquisidor prendió la madera y con un gesto de su brazo dio inicio al “castigo del pueblo”, consistente en una lluvia de piedras por parte de los mismos vecinos.

El vestido de la tachada como hereje, empezó a iluminarse como el sol en su parte inferior, mientras ella gritaba con desgarro:

¡Exurge domine et judica causam tuam!

 

(Álzate, Dios, a defender tu causa)

 

Tras gritar el lema de la Santa Inquisición, una pedrada rompió su mandíbula y el fuego se tornó de un azul pureza. La joven levitaba inconsciente hasta ser consumida por las llamas celestiales, las cuales se tornaron en rojo intenso tras la desaparición de la mayor parte de la muchacha.

Un estruendo resonó en el corazón de todos y cada uno de los asistentes a la barbarie, indicando el final de la función y la vuelta a la normalidad en la hoguera.

Al resguardo de unas pacas de trigo, una niña contempló los últimos minutos de aquella joven mientras acunaba entre su pecho un apreciado objeto.

El Inquisidor yacía sentado en el suelo, fruto de un leve desmayo a causa del horror. Con los ojos como la luna llena, miraba arder los restos de madera y pasto. Permaneció en esa postura, congelado y pálido como un moribundo, sin percatarse que los presentes iban marchándose del lugar.

Dos horas después de la ejecución solo quedaban él, su miedo y el pobre humo que se elevaba desde el cerro de cenizas hacia el infinito cielo nocturno.

Mientras el Jurista del Santo Consejo recuperaba la verticalidad, pudo ver brillar algo entre el cisco gris aún humeante. Se acercó de manera lenta y temerosa con un trozo intacto de una rama. Hurgó en las cenizas para acercar con equilibrio un objeto metálico tan incandescente como una fragua. No podía dejar de mirar fijamente como el colgante de un pequeño sol que encerraba lo que parecía ser un árbol y una balanza, brillaba como si su interior estuviera en llamas.

Estuvo observándolo hasta que retumbó en su cabeza, el último grito de Jimena Fuentes De Santos, la bruja que acababa de quemar.

Como si hubiera visto al diablo, el Inquisidor Alejandro lanzó el colgante de nuevo a las cenizas y corrió hasta confundirse con la mismísima noche.

La pequeña testigo de todo aquello salió de su escondite, agarró el colgante con un sucio trapo y huyó de allí agarrada a su único compañero.

Un libro.

 

 

 

 

 

 

 

Primera Parte

 

 

 

El bosque

La mañana amaneció gritando tormenta. Unas pequeñas gotas de agua, empezaban a dejar una estela casi invisible en el cristal de la ventana del autobús. Julia seguía las gotas con el dedo, pensando en lo tardía que estaba resultando la llegada del calor, a la vez que se evadía del resto de compañeros de clase sumergiéndose en la música de su reproductor.

La devolvió a la realidad un frenazo brusco del conductor, provocando que su corazón se acelerase de manera antinatural. El miedo a cualquier incidencia con un vehículo se clavó en el pecho de Julia desde la muerte de su madre en un accidente de coche cuando ella tenía diez años.

Cuando se quiso dar cuenta estaba de pie con los auriculares en la mano y la mirada perdida en la parte delantera del autobús. Su manera de respirar inflaba el dibujo de su camiseta de manera agitada. Se sintió ridícula, aunque no fue la única en reaccionar de forma exagerada ante aquel hecho. Un chico de su misma edad, con el que había cruzado numerosas miradas en los pasillos del instituto, se encontraba aferrado al respaldar del asiento delante suyo, con una leve mueca de miedo en el rostro. Ambos se miraron y recuperaron la compostura.

En clase, Julia pasaba las horas lectivas dibujando estrellas y soles en los márgenes de los libros, o simplemente caricaturaba las fotografías que acompañaban a los textos. Se aburría como cualquier adolescente que anhela dedicarse a lo que realmente le apasiona. Pero aquel no era el caso de Julia, pues aún no sabía hacia dónde apuntar con su futuro. Lo que sí tenía claro era que, tras acabar aquel último curso, se tomaría un año de descanso, un tiempo para pensar sin presión alguna qué hacer con su vida.

Mientras esperaba al autobús de vuelta, se fijó al encender su teléfono móvil que solo faltaban unas semanas para el siete de Julio, el día en que cumpliría dieciocho años. Comenzó a darle vueltas pensando en si su padre le prepararía algo especial para su mayoría de edad. ‹‹¿Un coche, tal vez?›› No, ella no necesitaba un coche. Le encantaba pasear, además eso sería algo que pediría cualquier chica de su instituto y esa idea le molestaba. Julia nunca fue de hacer amigos, menos aún después del accidente. Le cansaba la compañía de sus compañeros de clase, no encajaba en sus conversaciones. Era lo suficientemente guapa para que algún chico se girara al verla pasar, pero lo justo para no llamar demasiado la atención entre las chicas.

Durante el trayecto siguió pensando en los posibles regalos que tendría preparado su padre, sin embargo, una ausencia ocupó sus pensamientos de manera repentina. El chico que se alarmó por el frenazo no se encontraba en el vehículo.

Aquella peculiar “preocupación” quedó resuelta en cuanto vio como sus compañeros miraban hacia la parte de atrás sonriendo. Los chicos de las últimas filas reían y pedían al conductor que acelerase, para que el joven que corría tras el transporte escolar no pudiese alcanzarlo.

El chófer hizo caso omiso a las burlas, y al subir el joven con el corazón en la boca, volvieron a cruzar miradas. Julia se sentía mal por no actuar de manera contraria a los demás chicos y pedir al conductor que parase a recoger a su compañero. De manera impulsiva, ella apartó las cosas del asiento de al lado justo cuando el chico pasaba a su altura. Él se giró, miró el asiento, la miró a ella y se sentó.

Comenzó a llover cuando el joven se dirigió a Julia:

—Gracias. Me llamo Gabriel —le dijo él ofreciéndole una mano sudada como saludo.

—Perdona, ¿decías algo? —preguntó Julia quitándose los auriculares.

—Me llamo Gabriel. Tú, eres Julia ¿no? —volvió a presentarse con media sonrisa.

—Sí, pero… ¿Cómo sabes mi nombre?

—Estás en la clase de al lado. Te he visto por los pasillos en alguna ocasión —Gabriel parecía estar orgulloso de la información de la que disponía sobre ella.

—Eso no explica que sepas…, ¿sabes?, da igual —dijo ella mientras se giraba para evitar seguir la conversación.

—Bonita piedra. ¿Qué es?, ¿una piedra de sal? —continuó el chico señalando el colgante de Julia.

—No, es una Astrolíta —respondió sin interés alguno y sin mirar a Gabriel.

—¿Qué es una astralíta? —interrogó el muchacho de nuevo.

—Es Astrolíta y no sé muy bien lo que es, aunque se supone que es un trozo de roca lunar. Y la verdad no sé por qué te estoy contando todo esto. Perdona, me bajo aquí.

Julia cogió su bandolera y, sin dejar que Gabriel se levantase, salió del asiento para abandonar el autobús. El chico se quedó asombrado al ver que, tras bajar, se adentró en el camino de la casa de los De Santos, una de las familias más antiguas de la zona. Y de las más ricas.

Siguió a Julia con la mirada hasta perderla de vista. Acababa de decidir que aquella podría ser una buena manera de comenzar una amistad con la “chica de la luna”.

Entre gotas extraviadas de lluvia, Julia se acercaba a su casa pensando en la conversación con Gabriel. Intentaba comprender por qué el chico se dirigió a ella después de tantos años sin dirigirle una sola palabra.

A unos metros de la entrada, la joven acostumbraba a guardar su música y repasar con la mirada la fachada de madera blanca del inmueble, desde la torre acristalada superior, donde pasaba las horas escribiendo y escuchando música, hasta las barandillas del porche.

A menudo, aquel instante le hacía recapacitar sobre la norma del apellido que establecieron sus antepasados:

 

Todo descendiente, independientemente del sexo, deberá llevar el apellido familiar De Santos, ya sea en primer o segundo lugar, para poder hacer uso y disfrute, en calidad de heredero, del patrimonio familiar.

 

Ella, personalmente, lo consideraba una chorrada, pero había algo encantador en eso de no perder el apellido De Santos. Julia lo encontraba…, romántico.

Su primo Iván vivía en una casa más pequeña justo al lado de ella, en la antigua vivienda de los sirvientes. La hermana de su padre, Carla, y su familia, fijaron allí su residencia cuando la madre de Julia murió.

Desde que terminó en el instituto, dos años atrás, su primo decidió estudiar Telecomunicaciones en una Universidad a distancia. Como él le decía: en casa se estudia mejor que en cualquier sitio. Aquel mismo año, Iván sacó a su padre de la casa a patadas por agredir a su madre en numerosas ocasiones, y desde entonces ha vivido allí solo con su madre.

Iván solía recibir a Julia después de clase en el rellano de la gran casa mientras se tomaba un refrigerio. Allí se encontraba, con el pelo castaño enmarañado, camiseta de mangas cortas, vaqueros y sandalias:

—Hola prima, ¿qué tal el día por nuestro querido Instituto Juana I de Castilla?

—Igual de aburrido que siempre —respondió ella mientras abría la puerta principal—. Oye Iván, ¿conoces a un tal Gabriel? Creo que está en el equipo de fútbol del instituto.

—Eh…, sí. ¿Es un chico alto, moreno y un poco patoso?

—Supongo que sí.

—Sí, le recuerdo vagamente. Su padre murió en un accidente hace bastantes años, ¿no? —comentó Iván sin seguridad.

—No lo sé.

—Si no recuerdo mal, fue en el curso del 2006. Nuestro colegio jugó la final de fútbol contra el equipo infantil del colegio de Tudela de Duero. Me acuerdo, porque él no asistió al partido por lo de su padre y yo le sustituí. Fue mi último año en la categoría infantil —aclaró el primo de Julia apoyándose sobre la baranda de madera.

—¿El mismo año que el accidente de mi madre? —interrogó la chica dubitativa.

—Pues…, supongo, no lo sé. Apenas lo recuerdo. Por cierto, Julia, había olvidado que te-te-tenía que…, recoger unas cosas. Hasta luego, prima —le balbuceó a Julia antes de dirigirse a su casa.

—Espera Iván. ¿Cómo fue el accidente? —le preguntó mientras se alejaba.

—Nos vemos para la cena —le respondió Iván desde lejos, ignorándola.

La flama de la madera caliente le golpeó al entrar en la casa. El verano se retrasaba, aunque la casa parecía aumentar su temperatura con el paso de los días. La escalera ascendía hacia las habitaciones mientras el pasillo, bajo una moqueta oscura, lo hacía hacia el baño y el fondo de la mansión. El gigantesco salón a su derecha amortiguó el sonido de la puerta al cerrarse. Julia entró en la habitación de su izquierda para saludar a su padre, pero el despacho estaba vacío y, como siempre, revuelto. Por lo que decidió subir.

Ya en su habitación, Julia se dejó caer sobre la cama para pensar un instante en lo curiosa que resultó ser la mañana, cuando su padre tocó en la puerta para avisarle de que se ausentaría por un par de horas. La chica se calzó sus botas y se dispuso a aprovechar los cálidos rayos de sol que rompieron el cielo gris en pedazos, para pasear por el bosque que rodeaba las tierras de los De Santos.

Le encantaba caminar entre los arbustos bajo la sombra de los olmos, acompañada de sus temas de rock-indie favoritos. Llevaba consigo una libreta por si se le ocurría algo sobre lo que escribir, o simplemente para dibujar. Así era Julia, una chica de artes cultivadas en la soledad de su adolescencia.

El final de aquel paseo lo marcaba una pequeña caída con vistas del Duero a lo lejos. Perdía la noción del tiempo sentada en una roca cercana al borde, hipnotizada por la línea del horizonte y la brisa, que evitaba que su largo pelo castaño se convirtiese en un obstáculo. Para la chica, aquellos ratos eran lo más parecido a unas vacaciones.

Aunque, la tranquilidad duró poco aquella tarde:

—Vaya, ahora entiendo por qué te gusta venir aquí —dijo una voz desde los matorrales.

Julia, que aparcó la música para disfrutar de las imágenes y sonidos de la naturaleza, dio un salto en la piedra.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó a Gabriel en un tono poco jovial.

—Lo siento, no quería molestar, y mucho menos asustarte. Pase por tu casa y tu tía me dijo que estarías por aquí.

—¿Qué es lo que quieres? —siguió ladrando ella dejando claro por su voz que aquello le resultaba inapropiado.

—Bueno, yo…, no sé. Quizás pensaba que podríamos ir a la cafetería de la plaza —sugirió Gabriel con dificultad.

—¿Cómo? ¿En plan cita? —preguntó Julia con media sonrisa de incredulidad.

—Pues…, no precisamente —respondió el chico evitando la mirada de ella.

—Sé cómo suena una cita y ha sonado exactamente igual.

—Bueno, sí, quiero decir…, no —intentó explicar confuso mirando al suelo, algo incontrolable hablaba por él—. ¿Por qué resulta tan difícil hablar contigo? ¿Estás enfadada con el mundo o algo así? —le lanzó Gabriel junto con una mirada directa.

—Lo siento, pero creo que has malinterpretado la charla en el autobús. Mi intención no fue otra que mostrarme amable durante el recorrido y, créeme, me costó. No soy como las chicas a las que estás acostumbrado —respondió Julia tratando de marcharse.

—Al menos déjame acompañarte a casa —insistió él.

—Si no hay más remedio… Este es un país libre.

Julia escondió su cuaderno entre su ropa y emprendieron el camino de vuelta a la casa con un silencio sepulcral.

Gabriel, sin saber bien como iniciar una conversación, volvió a sacar el tema del colgante:

—Por cierto, he estado mirando en Internet eso de las Astrolítas. ¿Sabías que hay gente que las usas como talismanes o amuletos? Además, también he leído que eran común en conjuros mágicos y cosas así —comentó de manera disparatada.

—Algo he oído. Yo he leído que solo se encuentran en los terrenos de Hogwarts —se burló ella.

Ja, ja. Muy graciosa. Al menos, yo sí trato de ser amable. Intento mantener una conversación, nada más —se quejó Gabriel.

Julia recibió aquel reproche como un desafío a comportarse como una persona adulta frente a un chico de su edad que, para sorpresa de sí misma, no encontraba del todo insoportable.

—No creo que la magia sea un tema muy sensato —opinó la chica.

—Bien, pues habla tu entonces. Sensatamente, claro —le propuso él adquiriendo cierta confianza con cada paso que daban.

—Me gusta el silencio, ¿sabes?

—Perfecto. ¿Qué opinas sobre la gente a la que le gusta el silencio? —le preguntó el chico con una engreída sonrisa.

—No vas a callarte en todo el camino, ¿verdad?

—No es probable.

—Está bien. Creo que tiene algo extraño y hermoso, porque las noches de luna llena brilla como una pequeña estrella —observó ella sin ánimos a seguir con aquella charla sin sentido.

—¿El silencio?

—No, idiota, mi piedra.

Gabriel sonrió a la vez que Julia amagó una sonrisa.

—Vaya, me ha costado, pero…, ahí está —le dijo él deteniéndose para mirarla.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella con curiosidad evitando cruzarse con sus ojos.

—A tu sonrisa. Deberías estar sonriendo todo el día, te sienta fenomenal.

Se miraron en silencio hasta que Gabriel fue víctima de los nervios:

—Bueno, mi próximo objetivo es que rías —le informó él iniciando de nuevo la marcha.

—Oye, voy a continuar sola —soltó Julia con un notable sentimiento de incomodidad.

—Vale, entiendo. Demasiado contacto con seres humanos por un día, ¿no?

—Llámalo como quieras, pero seguiré sola a partir de aquí. Nos vemos en el insti —se despidió ella dándole la espalda al chico.

—Hasta mañana —dijo el chico con deseos de volver a verla al día siguiente.

Al entrar en casa, Julia repasó mentalmente aquella anodina caminata y se encontró sonriendo frente al espejo del recibidor, una extraña sensación se había apoderado de sus emociones por un instante. Se disponía a subir las escaleras, cuando escuchó la voz de su padre saliendo por la puerta mal cerrada de su despacho, podía percibirse la preocupación. La joven se acercó de manera que nadie notara su presencia. Al mirar por el pequeño resquicio que dejaba ver el interior, notó la colonia de su padre entrando por su nariz. El hombre se encontraba sentado frente al ordenador, cuyo brillo hacía que se le notaran aún más las canas que habían empezado a consumir el moreno de su pelo, siempre bien peinado hacia atrás. Aunque Julia siempre lo consideraba como un hombre atractivo para su edad, y referente como cabeza de familia casi perfecto, desde la ausencia de su madre la tristeza empezó a marcar el rostro de su padre con arrugas y alguna que otra peca.

Sin dejar pasar aquella oportunidad, la joven se agazapó contra la puerta para poder oír a escondidas:

—…pero es imposible, Carla. El libro original llevaba ocultos cientos de años y, además, recuerdo que Jenara me contó que cada cierto tiempo cambiaban su ubicación, precisamente para evitar que ocurriese esto —manifestó el padre de Julia dando vueltas alrededor del escritorio.

—Lo entiendo, Enrique, pero al igual que los Naturanos, ellos tendrán sus recursos —comentó la madre de Iván.

—Supongo. Pero, aun así, todo esto es muy extraño. ¿Por qué ahora? ¿Por qué cuando queda menos de un mes para el Exoltio de Julia? Esto no anuncia nada bueno —objetó Enrique turbado.

—¿Qué opina Carmen?

—Ella cree que los Nigrumanes están preparando algo desde hace tiempo. Me dijo que el Santo Consejo estaba tras una pista para encontrar al grupo de Bárbara. Poco más, ya no responden a sus llamadas. Lo que averigua es gracias a las amistades de Fernando.

—¿Desde cuándo no se sabe nada de Bárbara? —preguntó Carla cerca del mini bar oculto en un globo del mundo que adornaba el rincón a la izquierda de la puerta.

—Desde poco después de la muerte de Jenara y Fernando. Es como si se la hubiera tragado la tierra —respondió a la vez que dio un golpe cerca de la puerta donde se encontraba Julia.

—Por cierto, Quique, sé que no es el mejor momento para decirte esto, pero su hijo ha estado aquí.

—A eso se le llama espiar, prima —la voz de Iván golpeó la nuca de Julia como si le hubiesen dado un manotazo.

El corazón parecía querer salirse de su cuerpo. Se tomó unos segundos antes de contestar a su primo, ya apartada de la puerta:

—Y a esto se le llama casa. Tienes una justo al lado, así que no sé qué haces aquí todo el día —le replicó mientras subía a su habitación golpeando el suelo con cada paso.

El estado de nerviosismo le impedía sentarse en la cama. No sabía si aquella agitación se debía al susto de Iván o a la conversación de su padre con su tía.

‹‹¿Qué es un Exóltio? ¿A quiénes se refería con esos nombres? ¿Qué tiene que ver su madre con un libro y una tal Bárbara?››

Julia era incapaz de pensar con claridad. Las preguntas sonaban en su cabeza a un volumen tan alto que le impedían oír cualquier otra cosa a su alrededor.

Tras unos minutos recorriendo su habitación, llegó el silencio. Fue la imagen de Gabriel en el bosque lo que la condujo hasta la tranquilidad mental. Cambió el nerviosismo por la confusión, ya que no entendía por qué en un momento así su único consuelo era la imagen de un chico con el que no había hablado hasta aquella misma mañana.