Rubén Blanes Mora

Ediciones Labnar

 

 

 

Título: La mujer del capitán.

Autor: Rubén Blanes Mora

© Rubén Blanes Mora, 2016

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2016.

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ISBN: 9788416366095

Código BIC: FRD 5AX

Primera Edición: Mayo 2016

Segunda Edición: Febrero 2017

 

 

 

 

 

 

 

A mis abuelos Manolo y Ramón

 

 

 

I

La luz entró en el pequeño camarote con una fuerza inusitada. Solía amanecer a las seis pero, por el motivo que fuese, ese día el sol se mostraba más caprichoso de lo normal y, pasada las cinco de la mañana, lucía resplandeciente y hermoso. El pequeño velero exhibía las magulladuras de la noche anterior. Cortes y rasguños por todo el casco. Parecía fruto de una lucha encarnizada, aunque era resultado del inapelable paso del tiempo. Se deslizaba con una extraña suavidad entre el verdusco mar de las Islas Baleares. La pareja que se sacudía a la llamada de la luz, mostraba ese letargo fruto de los que no desean ser despertados. Abrazados entre la blancura de unas roídas sabanas, ellos, los verdaderos protagonistas de esta historia, no podían desperdiciar ni un minuto de ese bravío sol.

Él se levantó como bien pudo. Ella correteó entre las sábanas y, como queriendo no decir nada, entre susurros y lamentos, musitó:

—Buenos días cariño.

No hubo respuesta. Él había desaparecido hacía unos cuantos segundos. Ella, notando de manera enigmática su presencia, esperaba una respuesta de una sombra que ya no yacía a su vera. Eran ambos una pareja deliciosa a ojos de todos, pero en realidad, navegaban a la deriva como tantas otras relaciones entre hombres y mujeres. Divina bendición la de dudar que no hay mayor perfección que la imperfección. No había para ellos nada mejor que sentirse perdidos, desorientados entre los pequeños archipiélagos que les rodeaban. No tenían destino, ni siquiera lo necesitaban, pues ellos solos se herían y se curaban. Se amaban y odiaban a partes iguales. Como ejemplo, lo sucedido la noche anterior:

 

Diario de a bordo. Velero Luz Blanca. Destino Ibiza.

No tenemos una dirección clara debido al viento que nos azota a estribor. Nos desplaza continuamente dirección este-sudeste, lo que implica una corrección continua del timón. Siento que pierdo el tiempo cada vez que enderezo el rumbo, pues conozco bien este viento. No terminará jamás. La temperatura es agradable para las fechas en las que estamos, y hemos hallado pocos barcos en nuestra travesía. Un carguero enorme pasó a babor; casi nos aplasta. Iluminé la quilla, pero el carguero se movió ciego a nuestro lado. Recuerdo con cariño la sensación de pequeñez que sentí al oír rugir sus monstruosos motores. Somos enanos perdidos en este mar de calma moribunda. La comunicación con el puerto se realiza a las 15:30 horas como estaba estipulada a nuestra salida de Alicante. Por ahora, la navegación está siguiendo los horarios fijados, pero es ella la que me desconcierta.

Subió al barco en el último momento y ahora parece ser el verdadero motivo del viaje. Yo quería despejarme, arriar velas y no pensar en nada. No pensar en ella. Pero ahora que la tengo...; no puedo olvidarme de sus manos, de su cuerpo, de su pelo. No hay momento en el que desee más estar con ella que dentro de este dichoso velero. Parece el destino, pero yo no creo en esas cosas. Aunque ahora ya no sé qué creer. Su voz siempre suena altiva, hasta cierto punto maleducada. Se queja del sol, del viento y de las mareas con una sonrisa juvenil y casi masculina. Fue esta tarde cuando casi encallamos. Describo la historia con sumo detalle para los venideros curiosos que lean este cuaderno (espero que pocos, pues mi lenguaje es más bien burdo y, quizás, tedioso):

Nos habíamos levantado de la siesta; yo dormía sobre la silla que tengo en el timón, ella en una gran hamaca que ha atado al palo de la vela mayor. El viento moderado y dócil, acariciaba su corto pelo negro. Yo la miraba dormir, y ella respiraba con tranquilidad y confianza. Añoraba conocer en lo que soñaba. Parecía estar en consonancia con el estado del mar. Sin oleaje, sin movimiento. Comencé a desplazar el timón cuando la brújula indicó la dirección a tomar; intenté no virar con fuerza para no despertarla pero una pequeña ola, casi diminuta, lo consiguió. Vino corriendo, asombrada por el sueño que había tenido. Reía contándomelo y, mientras lo hacía, yo me preguntaba cómo era posible que el velero, tan codicioso regalo de mi padre ya fallecido, fuese ahora el escenario de tan curiosa escena. Ella lo relataba con pasión. Su pequeño bikini -diminuto en ambas partes, aunque podría describirse como unos pequeños gajos de piel de una naranja- representaba todo lo que había querido dejar atrás. Yo la amaba, pero no entendía por qué. Riendo y saltando de la emoción, tras su intenso relato del sueño que le había acompañado en su lánguida hamaca, se echó encima de mí, cayéndonos de súbito contra el suelo. Mi silla, posicionada en el timón, estaba hechas trizas. Sólo aguantaba el peso de una persona. Ella comenzó a besarme, el palo de mesana ronroneaba a nuestro ritmo. Todo parecía muy teatral, pero cierto y, al fin y al cabo, real. Su cuerpo me rodeaba apretándome con fuerza. Su diminuto bikini se resbalaba entre mi cochambrosa camiseta. Le tengo especial estima; me trae suerte. El bañador no era nada del otro mundo; color caqui con rombos estampados. Regalo de mí querida madre. Ella se posó sobre mi cuerpo y, agarrada con fuerza a mis manos, me estrujó hasta dejarme sin aliento. Todo pasó en una fracción de segundos. Su cuerpo y el mío yacían, de imprevisto, desnudos en la cubierta. Hicimos el amor allí mismo. Como espectadores: el sol y las gaviotas plateadas que inundan esa zona. Recuerdo sus graznidos. Y también recuerdo la sensación tan placentera que supuso sentir el viento entre sus labios y mi cuello. Es algo extraño de explicar con palabras -como he dicho no soy muy bueno con ellas-, pero tuve la impresión de estar viviendo algo cercano a ser devorado por un ser más animal que humano; a ser engullido por algo cuyo apetito insaciable solo se podría paliar con más carne. Rodeábamos el timón con nuestros cuerpos. Húmedos y retorcidos. Ella me miraba; yo la miraba. Ambos reíamos ante el hecho provocador de realizar aquello. Qué sensación tan extraña la de pensar que alguien, allí arriba, podría estar mirándote. Yo la agarraba de la mano con fuerza; ella se resistía ante mis fuertes acometidas. No teníamos más respuestas que el desenfreno de una vida que no poseía, hasta ese momento, ningún sentido. Todo se iba a la deriva, aunque el sol guiaba mis pasos firmes hacia ella. Tenía dudas, pero se disipaban con cada arreón mostrando que mi ímpetu las superaba. Cuánto placer tuve al notar cómo ella se electrificaba. Se excitaba con el simple hecho de pasar mis rugosos dedos por todo su cuerpo. Era un acto sincero, aconfesional. Aunque no denotaba misticismo, sí tenía cierto punto primitivo. En un instante, como todas las cosas buenas de la vida, mis fuerzas se desvanecieron y ambos caímos en un sueño mortecino sobre la blanda cubierta. Todo era esponjoso, tan frágil como la mejor porcelana china. Cerramos los ojos y, en unos segundos, oímos un golpe en el casco: ¡Pam, pam, pam! Había perdido la noción de mi ser, mi totalidad como hombre. Ella se abrazaba a los desperdigados y rotos trozos de su bikini. Todavía descansaba excitada. El barco zozobraba hacia unas pequeñas rocas que se alzaban a unas pocas millas de la quilla. Enderecé como pude la vela mayor y recé para mis adentros, deseando que el velero respondiese. El final parecía estar más cerca que nunca.

El imponente rastro de nuestro nimio velero se vería arrastrado a la más oscura profundidad como consecuencia de nuestra pasión. Un acto degollador, circense tal vez, pero sin duda muy humano. No podía más que sentir el peso de mis acciones; el resquemor dentro de un alma echada a perder, como ya había pronosticado mi viejo padre antes de partir con la parca maldita. El velero no actuaba siguiendo las coordenadas que yo dictaba, empapado de un sudor gelatinoso; de un sabor a sal que no provenía del mar, sino de sus entrañas. El Luz Blanca se dirigía inerte a una muerte súbita y, para muchos, merecida. Éramos nosotros, los dos únicos tripulantes, los responsables directos de nuestro fútil destino. Éramos, a ojos de otros, los verdaderos protagonistas de una historia que rezaba con un fin trágico, aunque esperado y hasta deseado. Fueron segundos de incertidumbre. Los sentimientos se agolparon contra el timón, presionados por mis endebles manos que forzaban al velero a corregir su dirección. Tras un deseo de morir, nació uno más profundo y grave, precipitando el sentimiento de seguir viviendo, de no querer perecer en aquella miserable tarde de invierno; de seguir amándola a ella. Mi pecado seguía siendo la benevolencia del derrotado. El estruendo del primer golpe fue atronador, pero el flojo viento que hasta ese momento suspiraba contra las velas fue transformándose en un poderoso remolino que me permitió corregir en un instante la dirección. Dimos al traste nuestra oportunidad de acabar como amantes, pero se nos brindaba una ocasión más para seguir caminando por nuestro particular vía crucis. El velero respondió al viento que, proveniente de babor, nos hacía virar con una fuerza varonil. Ella se encontraba agazapada en una esquina, acurrucada entre una manta y aún desnuda. No tuve más opción que echar el ancla en cuanto dejamos atrás las fatídicas rocas. Bajé lo más rápido que pude y observé los desperfectos. Eran ínfimos: pequeños arañazos en el casco y una herida superficial en la zona de subida del sistema del ancla. Poco o nada comparado con mi cuerpo. Me observé en el espejo de mí -nuestro- camarote, tenía fuertes golpes en la espalda y en el cuello. Parecían enormes mordiscos, marcas desgarradoras de una lucha sin cuartel. Mi piel era blanquecina y el amarillo de los hematomas daba buena muestra de la violencia de nuestro amor.

Fui a la pequeña cocina, tomé un poco de agua y le di un trago a la única botella que llevaba a bordo del barco: un viejo whisky de malta. Recuperé las sensaciones y decidí salir a la cubierta con el único propósito de enderezar el rumbo. Ella ya no estaba allí. Recogí la vela mayor, realicé unos giros rápidos y retomamos el camino con serenidad y evitando dar tumbos. El mar en calma, de un vidrioso color verdusco, nos condujo de una manera pasmosa hacia nuestro destino. La noche se cernía sobre nosotros mientras yo intentaba reparar mis heridas agarrándome con fuerza a mi pobre timón. Lo único que tenía era mi Luz Blanca; y a ella. La debilidad y enfermedad de vida: Alona.

 

 

 

 

II

Hacía unos meses que Alona y Ramiro se habían conocido en una pomposa fiesta en el puerto de Alicante. Ambos provenían de familias acomodadas de la ciudad. Ella de una larga estirpe de industriales, abogados y políticos. Su abuelo había sido teniente alcalde y gobernador civil con los franquistas; él era descendiente directo de arquitectos, suministradores de productos cárnicos e ingenieros.

La fiesta conmemoraba el ciento cincuenta aniversario de la fundación -aunque se trataba de una refundación, pero ese nombre no era del agrado de los más viejos de allí- del Club de Regatas de Alicante. Todos los hombres y mujeres con cierto prestigio exhibían sus mejores galas en la cena. Ellas debían llevar un gran traje de noche, sucinto al máximo a su cintura; ellos portaban esbeltos esmóquines con suntuosas pajaritas. El alcalde de la ciudad bromeaba sobre sus planes futuros; todos gesticulaban al unísono mostrando su enorme contento y satisfacción por el glorioso futuro. Ninguno de los presentes le había votado. Aunque se habían convertido en su mejor aval. El destino siempre es cosa de dos.

Ramiro llegó del brazo de su madre. Su padre había muerto hacía ya dos años. Arquitecto naval y gran promotor de la zona comercial del puerto, donde, en el único edificio en que se podían celebrar actos como aquel, una sala llevaba su nombre. Ramiro siempre desdeñaba de las palabras que recordaban a su padre. No parecían propias de su progenitor, le recordaban a esas lápidas que nunca veía en el cementerio de su ciudad. “Demasiado polvo y demasiada tristeza”, solía gruñir cuando su madre le incitaba a visitar lo poco que quedaba de él.

La fiesta se celebraba en el ala este del inmueble proyectado por el olvidado e inermo progenitor y otro contratista de origen libanés. Gran amigo de éste, Amir había sido el padre que Ramiro nunca tuvo. Hombre afable, despechado y mujeriego, que siempre lo rodeaba con cariño paternal. Le hablaba con un acento extraño, donde las vocales se agolpaban y las consonantes sonaban más fuertes de lo normal. Sus ojos eran verdosos y, cuando bebía más de lo debido, adquirían cierto tono rojizo. Parecían pequeños farolillos en una cara regordeta, caracterizada por un labio inferior grueso y uno superior más fino. Una singularidad que resaltaba su atractivo. Sufría al ver que sus sueños, y los del padre de Ramiro, no se completaban como ellos habían dispuesto. Siempre abierto a concesiones, el complejo proyectado por ambos no disponía en aquel momento de presupuesto, ni una mísera salida digna, por mucho que se jactase el alcalde. La ciudad era un verdadero estercolero, arruinada y desecha por todas partes. El dinero se había esfumado y el corazón de su ciudad -el puerto- no era sino un nido de ratas, aguas estancadas y viejas barcas a punto de ser remolcadas a una reconfortante muerte. Amir lloraba en silencio el fracaso de su proyecto; el padre de Ramiro, don Matías, como se le conocía en el club, sufrió dos infartos al pronosticar la imposibilidad del proyecto de toda una vida. La muerte llamó a su puerta, sumido en una ansiedad y un disgusto continuo que pagó con su familia. Su mujer lo odiaba. Su hijo lo odiaba. Solo Amir y sus dichosos planos le respetaban y querían tal y como era a sus cincuenta y nueve años.

Al verlos entrar de la mano, todos fueron corriendo a saludarles y el movimiento de trajes y vestidos creó cierta excitación generalizada. El sonido de las copas era la melodía del resurgir de una sociedad desgastada y centenaria. Su capacidad para mantenerse a flote siempre habían sido las fiestas como aquellas. Un lujo venido a menos, pero no falto de una suntuosidad delicada y agotadora.

Amir fue el primero en llegar a ellos:

—Quiero que conozcas a alguien, Ramiro —su tono sereno le hizo especial ilusión al hijo de don Matías.

—¿Tengo alguna opción o está ya decidido? —musitó con cierta confianza.

—La respuesta a esa pregunta ya la sabes —le contestó agarrándole del brazo derecho y añadió—: Señora Quiroga, en unos minutos le devuelvo a su queridísimo hijo. No se preocupe, pues no hay mejores manos que las de su viejo amigo Amir.

Su madre sonrió al sentir el cariño y el olor de un antiguo conocido. Cuántas veladas habían pasado al albor de una lumbre junto a ese viejo libanés. No había esperanza en recuperar aquel tiempo, pero la Señora Quiroga sintió una punzada en lo más hondo de su corazón cuando su hijo soltó su brazo y, ella, quedó al desamparo que siempre ha acompañado a las mujeres viudas de gran hermosura. El pecado original parece cebarse con ellas, pues toda su belleza se marchita en una soledad invernal donde las hojas deambulan entre callejuelas sin salida.

Amir agarró una copa que un camarero paseaba tintineando sobre una bandeja con gracia solera. Su contorsión al caminar destacaba entre la muchedumbre que se reunía en pequeños grupos. No se movían, todos estáticos como viejas esculturas que, con el paso del tiempo, muestran roturas y grietas insalvables. Ambos andaban con brío y decisión hacia uno de esos enjambres de oro y mirra. El olor de la sala, cercano al de una vela de incienso derretida y como resultado de una mezcla floral incierta para todos, excepto para Amir, quien era responsable de aquella arábiga fragancia, acompañaba a los dos hacia un destino crucial para la vida de Ramiro. Antes de llegar al grupo, Amir le agarró con fuerza del brazo y le dijo:

—Son gente importante los de ese grupo, pero no quiero que les prestes ni una décima de atención a esos viejos carcamales, ¿te queda claro? —Ramiro le miró con cara de hijastro atormentado.

—Me queda claro, pero ¿para qué me llevas pues?

—Se paciente y verás. No tienes más que estar calladito y esperar que tu tío Amir haga lo que mejor sabe hacer —le espetó Amir.