Título: Crónicas de la bruja. La hija del roble.

Autor: Raquel Suárez Quintana

© Raquel Suárez Quintana, 2016

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2016.

Imagen y diseño de cubierta por Ediciones Labnar

Foto autora: Francisco Javier Felipe Gil

Ilustración solapa: Eddy González Dávila

Diseño e ilustración mapa: Ediciones Labnar

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ISBN: 9788416366132

Código BIC: YFH 5AQ

Primera Edición: Septiembre 2016

Segunda Edición: Febrero 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

Para mis padres y hermanos,
la familia que me ama con todas mis imperfecciones
y me recuerda la importancia de la unidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sangre inocente baña mis manos.

He cometido crímenes imperdonables.

Mi condena no tiene salvación.

El infierno me ha perseguido siempre.

Jamás pensé que sufriría tanto.

Tampoco pensé que la Señora y Soberana de todo Espíritu Mágico me otorgaría el poder para poder vengar mi dolor.

He llorado y odiado.

He reído y amado.

He sido traicionada y he traicionado.

He sido víctima y culpable.

He muerto.

He renacido.

Pero ya nada de eso importa. Ahora estoy aquí, sentada en el trono.

Me río del destino, le desafío a arrebatarme lo que es mío por derecho; por sangre derramada por mis manos.

Que se atreva a venir ante mí el único ser capaz de despojarme de poder.

Que ose retarme la hija del roble, la muchacha de mis sueños, la que debo encontrar y despojar de su alma.

Ese será mi sino.

Mis enemigos arderán.

Mi crueldad me precederá.

Soy mujer. Soy reina. Soy una bruja indestructible.

Soy Germina.

 

1

La bruja

Hacía frío en el reino de Llescrip, la lluvia de la fuerte tormenta otoñal inundaba las calles y resonaba con ímpetu en los gruesos muros del castillo.

Ubicado en un profundo valle, Llescrip descansaba tras una robusta muralla de piedra. En el extremo norte se alzaba el castillo real, levantado sobre bloques de rocas y orgulloso de sus altas torres de puntiagudos techos. Estaba abrazado por su propio muro y protegido por decenas de almenas defensivas. En el interior del reino, una vía principal atravesaba el eje central desde la entrada a la ciudadela hasta la puerta de la majestuosa fortaleza. Alrededor, una red irregular de callejones y travesías se distribuían entre las humildes casas de piedra y una variedad de mercados. La entrada del reino estaba unida al sendero del bosque, extenso y frondoso como un mar de nubes ocres y amarillas que ocultaba con recelo el río que abastecía a viajeros y peregrinos. Cruzando el puente sobre sus turbulentas aguas, se encontraba una pequeña pradera al borde del reino vecino, Anastal. Ambos reinos se emplazaban en valles al sur de la región, a un día de camino entre ellos.

Las ocasiones en las que Llescrip perdía la tranquilidad eran escasas con el paso de las estaciones, sin embargo, desde hacía casi un año sus habitantes pasaban los días y las noches atormentados por una pesadilla, la reina Germina, una poderosa bruja, hermosa y elegante como ninguna otra mujer. En su fino rostro resaltaban unos ojos alargados y oscuros como la noche, penetrantes y llenos de sabiduría, y unos seductores labios carnosos. Su melena rizada y negra arropaba su esbelto y delgado semblante. Bajo ese aspecto sugerente se escondía un corazón oscuro alimentado por el fuego de la avaricia, la venganza y el odio. Su esposo, el bondadoso y cálido Rey Rasiuro, murió el último invierno de manera siniestra. Todos en la ciudad culpaban a Germina de su muerte, murmuraban sobre conspiraciones de asesinato a manos de su propia esposa, pero nadie se atrevía a hablar de ello libremente. El terror que producía la maldad de la reina era demasiado grande. Desde entonces Germina gobernaba acompañada de su única hija, la Princesa Jesamal, idéntica en apariencia a su madre, aunque sin su especial naturaleza: la magia.

Entre las humildes casas del pueblo vivía Ereimic, un gentil carpintero de blanco pelo y barba plateada. En su rostro se podía apreciar el paso de los años, sus manos presentaban el cansancio causado por toda una vida de duro trabajo y sus ojos verdes reflejaban el lento avance de una enfermedad que se había aferrado a él años atrás. Una nueva recaída le martirizaba e impedía terminar su cometido en Llescrip. Ansiaba poder regresar al reino de Anastal donde le esperaban su esposa Emilia y su preciosa hija, a punto de cumplir quince años, Eva. La hermosa muchacha lucía unos largos cabellos dorados que brillaban al unísono con unos grandes ojos verdes como el olivo. Y un don. Algo tan especial e insólito, que nadie, salvo sus padres, conocía. Era una bruja.

En aquella región, los brujos eran temidos y odiados por su poder, se les creían asesinos y malvados. Ereimic y Emilia carecían de aquella mágica condición y, desde que descubrieron la singularidad en su hija, decidieron mantenerlo en secreto. No podían permitir que Eva corriera peligro por su extraña cualidad y le tenían prohibido cualquier tipo de uso o exhibición. Con el paso de los años el poder crecía con fervor dentro del corazón de la joven. A pesar de la advertencia de sus padres, Eva, sin maestro que la enseñase o instruyese, fue aventurándose en el maravilloso e inexplorado mundo de la magia.

 

Una alta y portentosa fortificación protegía el interior de Anastal. Tras los extensos y acogedores muros, incontables vías y calles se abrían paso entre las casas de piedra, los establos y bazares. En el extremo opuesto a la entrada se erguía el castillo de la realeza, acurrucado entre torreones de aguja y escoltado por altos baluartes unidos a las montañas a través de puentes protegidos por el ejército.

El sol se encontraba en su punto más alto, podía oírse el río a lo lejos y el viento procedente del este. A mediodía, el alboroto de la vida cotidiana anegaba las calles de Anastal con el sonido de niños correteando y mercaderes anunciando la calidad de sus productos, cuando un jinete cruzaba la entrada del reino en dirección a la posada.

—Buen día —saludó el hombre a caballo. En su vestidura roja colgaba la insignia propia de los mensajeros—. ¿Podríais indicarme la vivienda de la señora Emilia Calistro?

—Sí, vive en aquella casa, tras la alfarería —señaló el posadero.

—Gracias.

 

Al llegar al lugar, el jinete desmontó y tocó a la puerta. Una mujer de baja estatura y constitución delgada le recibió con una sonrisa sincera de finos labios. Una trenza rubia caía por la derecha de un rostro embellezido por unos grandes ojos oscuros.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó gentilmente la señora.

—Busco a la señora Emilia Calistro.

—Soy yo —tras la afirmación, el mensajero le entregó una carta y Emilia asintió agradecida antes de despedirle.

La casa de piedra era pequeña, en su interior se abría paso un dormitorio a la izquierda y la cocina a la derecha. Al fondo, se encontraba el aseo adyacente a unas escaleras que ascendían hacia la única habitación en la planta superior. Emilia entró en la cocina y leyó las escasas palabras escritas en aquel trozo de papel, donde su esposo anunciaba su empeoramiento y la necesidad de tenerla a su lado. Eva ignoraba la importante repercusión que tendría en su vida aquella carta. Más allá del estado de su padre, el destino había llamado a Eva para afrontar el misterio de su naturaleza, que esperaba a la joven en el reino de Llescrip.

Al alba, madre e hija iniciaron el viaje a caballo.

Después de haber cruzado el río continuaron el sendero por el que atravesaron el gran bosque y su amplio abanico de vegetación y animales, se detuvieron sobre un manto de hojas marrones para almorzar algo y, al anochecer, llegaron a su destino. Tras la revisión de los soldados en la puerta principal, se incorporaron a las calles y Emilia, que nunca había estado allí, volvió a leer las indicaciones para saber dónde vivía su amado. Eva observaba con interés su alrededor, jamás había salido de Anastal salvo para jugar y cabalgar en la pradera. La casa en la que vivía Ereimic tenía un altillo que descansaba sobre la extensa parte inferior, en la que la hierba se retorcía entre las grietas de las rocas que la formaban. Emilia abrió la puerta sin dificultad. El interior era muy parecido a su casa de Anastal; la amplia cocina era seguida de un pasillo con un dormitorio y un pequeño aseo y, junto a éste, unas altas escaleras de madera se perdían en la penumbra de la habitación superior.

—Emilia, querida —pronunció el hombre con voz ronca desde su lecho.

—Ereimic, tranquilo ya estamos contigo cariño —la mujer le besó.

—Padre.

—Hija mía, ven —le pidió y la chica obedeció después de besarle—. Qué bella estás, tengo algo para ti, toma —Ereimic se incorporó y le dio un pañuelo blanco, la muchacha lo desenvolvió para descubrir un colgante en forma de árbol entre su tela—. Dicen que es el árbol de la vida y de la magia, lo llaman el Roble —explicó. Eva asintió con una sonrisa y observó su regalo detenidamente.

Eran escasas y extrañas las ocasiones en las que su padre le hablaba sobre el mundo mágico, sabía que todo lo relacionado con la magia podría ser peligroso para su familia y se esforzaba en ignorar su poder para no causar problema alguno.

—Me llena de dicha veros, mis dos tesoros, espero recuperarme y acabar pronto el trabajo aquí para volver a Anastal. Emilia, necesito hablar contigo sobre las costumbres de éste reino —comentó.

La mujer entendió enseguida a lo que se refería y con cariño indicó a Eva que saliese de la habitación. Ereimic encerró con ternura las manos de su esposa con las suyas.

—Querida, no sé cuánto tiempo seguiré indispuesto para poder acabar mis encargos en Llescrip, debes saber que aquí toda joven doncella desde los quince años está obligada a trabajar en el castillo. Si os quedáis, Eva también tendrá que hacerlo.

—No te preocupes, permaneceremos aquí el tiempo que sea necesario y luego volveremos a casa. Tú mismo lo has dicho. No temas por tu hija, es responsable y trabajadora, no le supondrá ningún inconveniente.

—Confío plenamente en ella, lo que realmente me inquieta es la reina Germina, ella… es una bruja —suspiró Ereimic con dificultad. Emilia sintió como un escalofrío recorría su cuerpo y ahogó un grito con sus manos.

—¡Eso es terrible! Eva nunca ha tenido contacto con ningún brujo… ¿Qué vamos a hacer Ereimic?

—Calma querida, Eva percibirá el peligro cuando esté cerca, confiemos en todos estos años en los que ha ignorado su naturaleza mágica —contestó el enfermo y su esposa asintió intentando creer en sus palabras.

La mujer recordaba, como si del día anterior se tratase, la primera vez que su hija manifestó su poder…

Aquella primavera llegaba a su fin y la pradera que predecía a Anastal aún presentaba un bellísimo colorido. El sol desvelaba el atardecer encerrando al cielo con destellos rosados y rojizos. La niña, de apenas cuatro años, corría hacia su madre con un ramo de flores entre las manos. Al llegar junto a ella, Emilia se agachó para recibir aquel abrazo inocente rebosante de ternura.

—He creado mariposas para las flores, mamá.

—Cariño las mariposas no se crean, ellas vuelan libremente y les encanta la primavera —la besó acurrucándola en su regazo.

—Sí mami, pero yo puedo crear, ¿quieres que te lo enseñe? —insistió la pequeña. La madre rio asintiendo y esperando ver a su hija jugar con la imaginación.

Frente a ella, Eva arrancó los pétalos blancos de una de las flores, los depositó en su palma y cerró los ojos. Al instante comenzaron a brillar y a elevarse como atrapados por un pequeño torbellino. La mujer miraba incrédula como los pétalos se plegaban para moldear un par de alas blancas que giraban entre sí, uniéndose unas a otras alrededor de diminutos cuerpos rugosos con forma de oruga. Poco a poco fueron alzándose hacia el firmamento en un estallido de vida repentino y brillante, al mismo tiempo, la pequeña levantaba sus brazos al aire. Las mágicas mariposas disfrutaron de un breve vuelo antes de precipitarse de nuevo hacia la hierba en su forma original. Eva se echó a reír y miró a Emilia, quién observaba la escena sobresaltada. El temor podía leerse en sus ojos y la inquietud palpitaba en su pecho. No podía creer lo que acababa de presenciar, la idea de que su más preciado tesoro pudiera hacer algo como aquello la arrastró a un estado de desconsuelo por el futuro de su hija.

—Tenemos que irnos —balbuceó antes de tomar a la niña en sus brazos mientras ésta le rogaba por jugar un rato más.

Al llegar a su hogar, Emilia le indicó a la pequeña que no le contara nada a su padre. Una vez que Eva se quedó dormida en su dormitorio, la mujer se apresuró a hablar con Ereimic.

—Emilia, ¿estás completamente segura de lo que has visto? —el hombre rodeó el rostro de su esposa con sus manos mirándola con seriedad.

Había escuchado lo ocurrido sin interrumpirla, y tanto los nervios cómo la incertidumbre habían aumentado a medida que avanzaba la narración de los hechos. En aquel momento, Emilia recordó la historia que su marido le contó hacía años, cuando le habló sobre su familia y su pasado. Sabía que uno de los antecesores de Ereimic había sido brujo y que la magia podía transmitirse entre miembros de una misma familia de generación en generación revelándose en quien la naturaleza escogiera. El día en que su preciosa hija nació no encontró signo alguno de que poseyera aquella extraordinaria, y a la vez atormentadora, capacidad, sin embargo, lo acontecido indicaba todo lo contrario.

—Tenías que haberlo visto, los pétalos se convirtieron en mariposas sin apenas esfuerzo y… ¡Volaron! —se le quebró la voz y se le humedecieron los ojos. Miles de imágenes amenazaban su mente destrozándole el alma, no quería pensar en lo que podría pasarle a Eva si la descubrían.

Hacía casi un año que habían condenado a la curandera del pueblo por revelar su identidad mágica. A nadie le importó cuántas vidas había salvado, lo único que veían en aquella pobre mujer era una horrible maldición por ser bruja. Emilia recordaba cada detalle de sus últimos minutos de vida: la mirada perdida y cansada antes de que la soga que se aferraba a su cuello se tensara manteniendo a la pobre mujer colgada mientras la muerte arrastraba de ella.

—Tranquila, Emilia —Ereimic la abrazó besándole la frente—. No temas, sea lo que sea lo que tenga nuestra pequeña la protegeremos. Te lo prometo.

A la mañana siguiente, los tres se dirigieron a la pradera y Emilia le pidió a Eva que repitiera el extraño juego de la tarde anterior. La niña ante los ojos de su padre, volvió a crear mariposas usando los pétalos amarillos de una margarita. Igualmente, volaron durante un instante y acabaron cayendo sobre Ereimic en forma de pétalos al momento. El hombre se quedó petrificado mirando como la brisa se llevaba los restos de aquel hechizo hasta mezclarse con la misma hierba. Después miró a su hija, la envolvió entre sus brazos sin mostrar el miedo y la preocupación que realmente sentía y se marcharon del lugar con la seguridad de que nadie había presenciado nada.

—Mi pequeña, es maravilloso lo que puedes hacer —comentó el hombre.

—¿Te ha gustado papi?

—Sí, mi tesoro, pero escucha bien lo que voy a decirte. Nunca más liberes esa magia que hay en ti. Nunca, Eva. Nunca. ¿Has entendido lo que te he dicho?

—¿Por qué? Me dijiste que te había gustado.

—Sí, pero debes obedecer. No vuelvas a hacer nada semejante. Hay personas que tienen miedo de la gente que puede hacer cosas así de bonitas.

—Pero yo no hago cosas malas… —lloriqueó.

—Lo sé, tienes un espíritu hermoso y bondadoso, pero a las personas temen lo que no pueden explicar. Aunque lo uses para hacer el bien o divertirte, debe ser nuestro gran secreto. Debes prometerme que jamás volverás a hacerlo, porque si lo haces nos romperás el corazón a tu madre y a mí. Cuando seas mayor lo entenderás, mi pequeña. Ahora debes acatar lo que te digo. Confía en mí, tesoro.

 

En la única habitación superior del caserío, la doncella se había encontrado con una vieja estantería cubierta de polvo, una pequeña mesa y un camastro junto a una ventana exageradamente grande. Después de adecentar lo que sería su nuevo dormitorio y de ordenar su ropa, colocó unas sábanas en el jergón y se asomó por la ventana. Desde allí se apreciaban los numerosos caminos y puestos de la ciudad y, a lo lejos, la grandiosa muralla. Apenas se podía vislumbrar el castillo, sin embargo, sus torres asomaban por encima de cualquier estructura del reino para que fuese visible desde todos los rincones.

Ya entrada la noche, el sueño empezó a apoderarse de la chica. Oyó los pasos de su madre y el gemido de los viejos escalones.

—Veo que has ordenado tu nuevo cuarto —Emilia se acercó con una vela en ambas manos, dejó una de ellas en la pequeña mesa junto a la cama y se sentó en el lecho—. Ya verás como papá se recupera pronto, ahora descansa, ha sido un día agotador.

—Padre es un hombre fuerte, solo es cuestión de tiempo que mejore. No te preocupes, madre —contestó Eva con una sonrisa.Cerró los ojos disfrutando de las caricias de Emilia esperando el beso en la frente que ésta le dio antes de marcharse.

La joven se quedó dormida después de guardar su nuevo collar bajo el almohadón. No le costó perderse en el maravilloso mundo de los sueños.

Emilia dejó que la luz del sol despertara a Eva. Cuando el otoño entró por el enorme ventanal, la joven dio un salto de la cama y se vistió acorde para ayudar en las tareas del hogar. Desde la habitación podía ver como un increíble cielo azul y unas finas nubes, que rozaban el horizonte, le daban los buenos días. Se aseó antes de entrar en la cocina y acompañar a su madre durante el desayuno. El rostro de la mujer reflejaba el cansancio evidente por la falta de sueño.

—Buen día, madre —la doncella la besó con cariño y se sirvió el desayuno; observó a Emilia y se percató de que algo no iba bien—. ¿Cómo se encuentra padre?

—Cariño… —empezó a decir la mujer—, papá está muy enfermo, no puede viajar en su estado, tendremos que quedarnos en Llescrip una larga temporada.

—No sientas aflicción madre, nos quedaremos aquí el tiempo que sea necesario, lo importante es cuidar de padre para que se recupere lo más pronto posible. Me gustaría ayudarle con su trabajo —sonrió y acarició las manos de Emilia.

—Lo sé, hija mía, sin embargo, es otro asunto el que me preocupa —suspiró y la miró seriamente, le era difícil encontrar las palabras adecuadas—. Tendrás que trabajar en el castillo cuando cumplas quince años y sé que no será ningún inconveniente para ti. Lo que me llena de temor es la reina Germina —Eva frunció el ceño, era la primera vez que escuchaba a su madre tan asustada—, es una poderosa bruja.

La joven se quedó paralizada durante unos segundos, nunca se había encontrado con otro brujo, desconocía qué sentiría o cómo debía actuar en tal caso. Inmediatamente, la muchacha recobró la compostura y clavó su mirada en los ojos húmedos de Emilia. No quería preocupar a sus padres y, una vez más, obedecería lo que siempre ha estado obligada a obedecer. Actuaría como si la magia no existiera. Ignoraría su extraordinaria habilidad.

—Mamá, no temas por mí, me olvidaré de la magia por completo —sentenció Eva cogiendo sus manos, sentía cómo su madre sufría por ella y por su padre. No había oído hablar sobre Germina ni de su poder, pero no iba a permitir que aquella temida reina arruinara la felicidad de su familia.

 

El mes pasó veloz ante la joven. El invierno reinaba sobre la región y coloreaba de blanco las montañas que circundaban el valle y el pequeño pueblo. Llegó el cumpleaños de la reina Germina, quien partiría junto a la princesa a otro reino con el fin de zanjar asuntos reales. Ese mismo día, Eva cumplió sus quince años y lo celebró arropada por sus seres queridos. Emilia le regaló unos adornos para el pelo y Ereimic un cálido beso. El hombre había empeorado y ellas intentaban disimular la tristeza que inundaba sus corazones con el paso de los días.

—Eva, escucha con atención lo que tengo que decirte antes de que te dirijas hacia el castillo —empezó a decir su padre con voz áspera—. Durante años tu madre y yo hemos protegido tu verdadera naturaleza de aquellos que odian y temen a los brujos. Recuerda lo que siempre te hemos dicho sobre la magia y estarás a salvo. Desconozco el motivo por el cual el destino te ha traído hasta aquí pero, sea cual sea, la reina nunca debe descubrir que eres como ella —le advirtió tosiendo bruscamente.

—Tranquilo padre, prometo no poner en riesgo mi vida.

Al llegar al castillo, uno de los guardias las atendió y dio aviso a una señora que no tardó en aparecer con una cartilla de tapas duras. Tras comprobar la inscripción de Eva en el reino, la doncella se despidió de su madre y siguió a la mujer, a quien llamaban Madame.

En el interior del palacio unas majestuosas escaleras dominaban el vestíbulo. En el descanso de su primer recorrido se abría paso la gran sala real, donde se encontraban los tronos de los monarcas. En el resto de las plantas superiores había numerosas estancias y habitaciones. Continuaron hasta un pequeño cuarto tras las escaleras en el que una muchacha terminaba de ajustarse su atuendo.

—¡Diana, aún estás aquí!

—Discúlpadme, Madame —contestó la chica con una voz delicada

—¡Qué no vuelva a ocurrir! ¡La reina no tolera ningún descuido! Antes de comenzar tus quehaceres enséñale a ésta joven las normas del castillo y sus labores.

—Sí, Madame.

Al quedarse a solas con Eva, la doncella de ojos oscuros se recogió la corta melena negra que envolvía su rostro antes de comenzar con la ruta de orientación.

—Bien, empecemos. En primer lugar, tienes que cambiarte de vestimenta, luego te enseñaré todo lo que sé sobre el palacio —le explicó con una hermosa sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Diana.

—Yo soy Eva.

La joven bruja comenzaba su jornada temprano y no siempre desayunaba en su casa. Al anochecer volvía a su hogar o se quedaba a dormir en el castillo. Los dormitorios eran compartidos por varias sirvientas y la intimidad era escasa, sobre todo sabiendo que en cualquier momento Madame podía irrumpir en la habitación como un vendaval de gritos y órdenes. Allí dentro, Eva convivía con Diana y las mellizas Trépode y Virginia. No tardaron en unir sus fuerzas contra la intendente y hacerse muy buenas amigas.

El duro trabajo alejaba de Eva los pensamientos acerca de su preocupación sobre la magia. La muchacha cumplía con su deber con obediencia y responsabilidad sin cuestionarse su presencia en el castillo. Nunca se había hallado frente a la reina, aunque había conseguido verla en algunas ocasiones. Eso sí, en la distancia. Lejos de la inocencia de la chica, la reina percibía una insignificante alteración en su poderoso ser. A pesar de ello, no le causaba preocupación alguna, ni siquiera se había molestado en pensar cuál podría ser el motivo de aquella perturbación, por lo que Eva no levantaba sospechas en la temida bruja.

Tras el paso de los meses, el frío invierno llegó a su fin y dio comienzo la esperada primavera, con una invasión de frondosos árboles, miles de flores y una temperatura que incitaba a caminar bajo el sol. En el reino de Llescrip acontecía un acto importante, la Princesa Jesamal cumplía diecisiete años. En aquella región era costumbre invitar al pueblo llano a los acontecimientos reales. Germina había preparado espectáculos por todo lo alto. En la gran sala, el rojo carmesí dominaba el centro de la estancia, desde el acceso a ésta hasta los sillones reales. El mismo color acompañaba a las docenas de columnas que sujetaban la cúpula más bonita del castillo, una representación entre el día resplandeciente y la noche estrellada. Los brocados se enredaban en los pilares uniéndolos entre sí con el brillo de las telas más caras de aquel territorio. Las mesas y veladores se distribuían entre los invitados como parte indispensable de la fiesta. Los mostradores rebosantes de comida y golosinas encerraban todo el conjunto formando un rectángulo perfecto desde los extremos. Todo estaba listo para despejar el centro del salón y comenzar con el baile.

Desde su trono, la reina lucía un ajustado y elegante vestido rojo ardiente y dorado, reluciente por sus diamantes enclaustrados alrededor del torso. A su lado, la princesa llevaba un vestido semejante al de su madre, de color púrpura con diamantes plateados. Las trenzas de ambas rodeaban las respectivas coronas como serpientes guardianas de la joya real.

Comenzaron a llegar los invitados y monarcas de los diferentes reinos de la región. De Machaster acudió el Príncipe Aran, prometido de la Princesa Jesamal, un joven risueño y de atractiva figura que llevaba con orgullo los colores de su tierra, el azul del mar. Llegó acompañado de su hermana, la Princesa Amapola, radiante con su melena rubia recogida de forma elegante y con su vestido del mismo color que el traje de su hermano, salvo por el estampado plateado de la parte inferior que representaba la espuma que las olas desprenden al chocar contra las rocas. El rey no había podido asistir por motivos de salud. Se incorporaron a la celebración los reyes de Anastal, Instirus en el oeste, Collmic y Plamax del norte, y finalmente Shamallis-Cabultis del este.

Por orden de Germina, todas las sirvientas del castillo debían llevar un atuendo ajustado color plata, sin más adornos que unas flores en el escote circular. Eva se presentó con la ordenada vestimenta, las flores de su diadema y su vestido eran de color celeste, al igual que los largos pendientes que rozaban sus hombros. Sus padres no habían podido asistir, a pesar de la mejoría, Ereimic aún seguía débil y Emilia se había quedado para cuidarle.

La reina paseaba entre sus invitados obligando a todos, tanto a la nobleza como al populacho, a realizar la reverencia correspondiente ante su presencia. La bella mujer se detuvo en un par de ocasiones al volver a sentir aquella sensación ínfima y extraña en su interior. Aunque Germina seguía sin preocuparse por ello, en aquella ocasión fue algo diferente a las anteriores. Su energía se agitaba como si alguien la provocara, como si la incitaran a manifestarse con grito seco y desgarrador. No pensaba en la presencia de brujos en la corte, era algo más extraño, inédito e intrigante. Un sentimiento diferente que la inducía a creer en algo que había estado esperando toda su vida. Sin percatarse de que el destino guiaba sus pasos por el salón, se acercó a la mesa donde Eva se encontraba saboreando los manjares.

—Sirvienta —dijo Germina esperado la inclinación de la doncella.

La muchacha se sobresaltó y se quedó paralizada un instante. Era la primera vez que se hallaba frente a la reina, se giró lentamente para ser analizada por aquella mirada fría y siniestra como una tormenta nocturna de invierno. Notó cómo su cuerpo comenzaba a temblar y advirtió la aceleración en el ritmo de su corazón. Aunque no solo sus latidos se alteraron, su poder le arañaba el alma, se retorcía cual animal salvaje enjaulado. Eva comenzó a sudar. Bajó la mirada y cerró los ojos sintiendo como las frías gotas caían por su frente.

—Aparta —le ordenó a la joven y ésta obedeció sin pensarlo.

La poderosa bruja la observaba con interés, había algo en aquella chica que le resultaba atrayente y familiar. Alzó la barbilla de Eva con los dedos y reparó en su hermoso rostro.

—Veo que trabajas en mi castillo, nunca te había visto. Admiro la elegancia y la belleza que la naturaleza otorga de manera fortuita a ciertos seres sin merecerlo. Belleza… y otros dones. Dime, ¿posees algo más que encanto que me pueda impresionar?

—Todo ser guarda sorpresas, agradables o desagradables, la falta de atención oculta los tesoros que se hallan bajo los ojos de uno mismo —inmediatamente se mordió el labio y volvió a agachar la cabeza. Eva tenía la costumbre de hablar de forma clara y directa, y eso podía perjudicarle en ocasiones como aquella. Intentó recordar la mirada tranquila de su padre, temía haber enfurecido a la reina, pero, para su asombro, Germina se echó a reír.

—Vaya, resulta que hay cierta educación debajo de la cara bonita. ¿Cuál es tu trabajo en mis dominios?

—Trabajo en la lavandería, majestad.

—Espero que tu inteligencia sea útil para llevar a cabo tus obligaciones de manera impecable.

—Como guste, majestad —la muchacha deseaba alejarse de allí lo antes posible, podía oír el lamento desesperado de su magia rogando poder desatarse por todo su cuerpo. Sabía que Germina también había sentido algo extraño. La doncella estaba a punto del colapso cuando alguien les interrumpió.

—Mis disculpas majestad, ¿podría llevarme a mi compañera? Tenemos que solventar un pequeño contratiempo con la mantelería —Diana se interpuso entre las dos brujas. Las dos pequeñas flores rosas de su corta melena, vibraban por los nervios al entrometerse.

—Sí, estáis dispensada —contestó Germina sin tan siquiera mirarles.

Ellas se alejaron lo más deprisa que pudieron sin levantar sospechas.

—Gracias, Diana —Eva la abrazó.

Había faltado poco para que perdiera el control sobre su poder, se sentía asustada y confusa tras la lucha interior por frenar sus instintos mágicos frente a la reina. El terror intentaba penetrar en su interior al pensar en un próximo encuentro con Germina en el que no pudiese soportar todo aquello.

—Tranquila, ya estás a salvo, nadie quiere tener contacto con esa bruja. Menos aún, una conversación —se rio.

La muchacha no sabía nada de la verdadera Eva, a pesar de ello, tenía la certeza de que la presencia de la reina intimidaba a todas las sirvientas. A todo el mundo.

Las horas avanzaban en la fiesta. Eva, Diana, Trépode y Virginia disfrutaron de varias actuaciones y asistieron a la representación teatral que un pequeño grupo de comediantes habían preparado para la celebración. Cuando finalizó, se dirigieron a comer algo. Eva se detuvo frente a los dulces sin darse cuenta de la figura masculina que irrumpió a su lado.

—Saludos, bella dama —se inclinó el desconocido en símbolo de respeto. Al principio, Eva pensó que se trataba de un aldeano, pero al observarle, el brillo de la corona la deslumbró.

—Alteza —la chica se agachó para saludarle y casi manchó su vestido de azúcar.

—Soy el Príncipe Aran, del reino de Machaster. No he podido evitar acercarme a la mesa para ver de cerca la más dulce de las confituras. Si no estoy confundido, sois una de las sirvientas de la reina. ¿Podéis decirme vuestro nombre?

—Soy Eva. Encantada, alteza.

—Por favor, llamadme Aran. Hace rato que me apetece bailar. Si no os parece un atrevimiento, ¿me concedéis éste baile? —preguntó el apuesto príncipe. Eva vaciló unos instantes insegura de aquella petición. Nunca había bailado con un hombre, salvo con su padre, y menos con alguien de la realeza. Recordaba los pasos que su madre le enseñó, sin embargo, no sabía si sería apropiado.

—Yo… No creo que esté a la altura de su alteza.

—No os preocupéis, solo disfrutad del baile.

—Como guste, alteza —asintió la doncella sonriendo y mirando a sus amigas, quienes la contemplaban perplejas.

En primer lugar, Eva y Aran bailaron una melodía tradicional y posteriormente algo más lento y romántico.

Entre tanta ceremonia, Germina observaba con atención desde su trono a los invitados. Le gustaba ser testigo de manera sigilosa de todo lo que acontecía a su alrededor, era astuta y cuidadosa. Meditaba sus movimientos antes de actuar y sacaba provecho de cualquier situación. Cuando su mirada se cruzaba con Eva no podía evitar detenerse y examinarla de nuevo, notaba una extraña atracción por la delicada chica. Fue entonces cuando comenzó a barajar algunas posibilidades en su cabeza, hasta que la suave voz de Jesamal interrumpió sus pensamientos.

—Madre, el Príncipe Aran se divierte con la plebe, me recuerda a padre y su excesiva generosidad. ¿Creéis que debería atraer su atención?

—Tranquila querida, se necesita más que una corona para gobernar un reino, es necesario que los pueblos amen a sus gobernantes. Aran tiene cualidades para ganarse el corazón de la gente. A tu pregunta responderé que tú eres la protagonista de este gran banquete, estás radiante y ningún hombre podría escapar de tus encantos, ninguna mujer puede hacerte sombra. Pero si te inquieta, acércate y haz honor a tu nombre.

Eva y Aran se detuvieron tras finalizar la melodía.

—Saludos, amado mío —Jesamal se interpuso entre ellos besando en los labios a su prometido—. Veo que os divertís con cualquiera de mis invitados —miró a Eva de reojo—, pero aún no me habéis propuesto bailar esta noche —puntualizó con una sonrisa seductora.

—Cierto, mi querida prometida, disculpad mi descuido. Voy a despedirme, ante todo hay que ser educado —el muchacho miró a Eva—. Adiós, encantado de conoceros joven dama —hizo una breve inclinación y Jesamal tiró de él con suavidad.

—Adiós… —susurró Eva antes de regresar a la mesa en busca de sus amigas.

—¿Cómo es posible que te hayas atrevido a bailar con un príncipe? —preguntó Trépode apartándose un mechón rizado de su rostro.

—¿Fue él quien te invitó a bailar? —intervino Virginia rebosando emoción en sus grandes ojos azules.

Ja, ja, ja, ha sido emocionante —contestó Eva riéndose nerviosa y contagiando a las demás.

Pasaron las horas hasta que la cálida noche reinó sobre el firmamento. Germina pronunció unas palabras en honor a su hija y la tarta real se sirvió. Al concluir el banquete, ya bien entrada la madrugada, los habitantes del pueblo regresaron a sus hogares y los monarcas invitados se retiraron a sus estancias en el castillo. Todas las sirvientas tenían que recoger y limpiar los restos de la celebración aquella misma noche por orden de la reina. Mientras, en los altos aposentos del palacio se encontraban la soberana de Llescrip y la princesa descansando después del día de festejo.

 

Con el avance de los días, y cada vez con más frecuencia, Germina continuaba sintiendo aquella agitación en su magia. En alguna ocasión llegó a pensar en la posible presencia de un brujo en el reino, aunque realmente no era la respuesta a sus recelos. No le dio importancia, ni siquiera hizo algo por descubrir de qué se trataba; era muy poderosa y, en tal caso, no sería ninguna amenaza.

Todo empezaba a ser diferente para Eva, su energía mágica aumentaba de forma extraña y cada día le resultaba más complicado aplacar su llamada. Se llenaba de temor cuando la reina se encontraba cerca, no podía sincerarse con ella desvelándole la verdad, aquello sería firmar su sentencia de muerte. Conociendo su avaricia y ansias de poder, no se imaginaba a una Germina feliz descubriendo a la bruja escondida entre sus murallas, por lo que, la sirvienta se esforzó al máximo por dominar su poder y, de nuevo, olvidarse de la magia.

Sin embargo, ni la reina con su total confianza, ni la criada que intentaba aplacar su lucha interna, llegaban a imaginar el alcance de aquella extraña situación. El mayor misterio de la magia había comenzado a desvelarse. La Diremy Diasty había convocado a sus espíritus y algún día tendrían que elegir.

La muerte o la unión.

 

2

Las pruebas

Tres años después

El viento soplaba desordenadamente orgulloso del dominio total del ambiente e inundaba con ansias los miles de rincones y escondrijos del bosque. El trote de un caballo negro con una singular mancha blanca en su faz, hacía del suelo una melodía de chasquidos al aplastar las hojas secas que invadían los senderos tiñéndolos de cobrizo y dorado. Los matorrales se habían vuelto de un tono pardo, eran testigos de una lucha perdida entre la naturaleza y la estación que desafiaba su fuerza. El final del otoño se acercaba.

Sobre el corcel, una joven doncella de larga melena rubia, disfrutaba del paseo ocultando su vestimenta de sirvienta bajo una capa negra, mientras los cálidos rayos del atardecer iluminaban su hermoso rostro. La muchacha anhelaba cada día encontrar el momento para cabalgar entre aquellos robustos árboles que apaciguaban su alma. La libertad que sentía a la sombra de aquellas ramas, desencadenaba la magia que corría por sus venas con fervor, además, la tranquilidad en la que se sumía hacía que se olvidara hasta de la más dura de las jornadas. No existían palabras que pudieran expresar la maravillosa sensación al conectar íntimamente con la naturaleza. El misterio que envolvía a aquellos troncos se deslizaba por el aire hasta toparse con su espíritu. Un hogar peculiar y diferente a cualquier otro. Cerró los ojos y respiró hondo inhalando el fresco olor de la vegetación. Al abrirlos, un brillo de nostalgia le invadió el alma mirando al oeste. Anastal. Sus padres habían regresado al reino el año anterior tras concederle a Eva su deseo: continuar en Llescrip. Amaba a su familia y su corazón palpitaba por volver junto a ellos, sin embargo, su decisión estaba respaldada por el lazo de amistad que había forjado con Diana. Durante aquellos tres años habían convivido y permanecido juntas, la quería, y confiaba tanto en ella que acabó revelándole su secreto. En más de una ocasión, en las que su poder hubiera enloquecido ante la reina, Diana había estado allí para distraer a la soberana.

—Penolt, quédate aquí, ahora vuelvo —su fiel amigo le contestó con un relincho deteniéndose al margen del camino.

La doncella desmontó y se internó en el bosque. Recordaba la primera vez que lo atravesó, jamás se hubiera imaginado lo que le aguardaba en Llescrip. Acarició el tacto áspero de los maderos recorriendo con los dedos las estrías de la superficie y admiró las retorcidas raíces que ascendían desde el corazón de la tierra. El silencio solo era interrumpido por el caminar de la chica sobre los restos del otoño. No acudía allí solamente para sosegarse; ni había decidido permanecer en aquel reino únicamente por Diana. Eva buscaba respuestas.

Desde que comenzó su labor en el palacio, había mantenido un dominio increíble sobre su energía mágica. La inhibía continuamente para así evitar ser descubierta. A pesar de ello, un nuevo sentimiento había despertado en lo más profundo de su ser, algo que no lograba comprender, ni tampoco explicar. Sentía su magia desesperadamente atraída por Germina. Notaba un vínculo inusual y vital entre ambas; incluso creía haber oído el poder de la reina llamándole entre susurros. En los ojos tenebrosos de la hermosa mujer podía advertir que no era la única que sentía aquella inexplicable sensación. En ocasiones, Eva la observaba deseando acercase a ella, inmersa en un debate interior sobre contarle la verdad. Se preguntaba si aquella percepción era algo corriente entre brujos y, si no era así, por qué su alma guiaba incansablemente sus pasos hacia la reina. Deseaba saber quién era realmente aquella mujer. Las dudas e incertidumbres con respecto al nuevo océano de emociones se intensificaban con el paso del tiempo.

El final de aquel paseo, y de sus reflexiones, se vieron interrumpidos por un paramento de rocas de todos los tamaños posibles. En lugar de bordearlo y continuar perdiéndose entre la sobrecogedora arboleda, Eva detuvo su mirada en una rosa marchita a sus pies. Se arrodilló ante ella y la rodeó con sus manos. El oscuro tallo mantenía su escuálida complexión amenazando con quebrarse con solo rozarla. Una leve brisa podría arrancarla de sus raíces y elevarla hasta perderse para siempre. Un deseo repentino invadió a la muchacha: la magia. Añoraba disfrutar de ella sin preocupaciones, permitir que fluyese a través de su cuerpo sin miedo a ser revelada su verdadera esencia. Escuchó el grito desesperado de su poder exigiéndole la libertad. No había olvidado las advertencias de sus padres, por lo que escudriñó su entorno asegurándose de que no hubiese testigos. Los débiles rayos encarnados del atardecer aún iluminaban aquel rincón del bosque. Abrazó la flor con sus dedos y cerró los ojos invocando a su don. «Vive», pensó. De inmediato, sintió cómo un destello emergía de sus manos al acariciar de nuevo la inerte rosa. Una débil luz plateada rodeó al ser sin vida y unas estelas brillantes danzaron envolviendo la pequeña figura marchita. Éstas colorearon los pétalos de carmín, aumentaron el tamaño de las hojas y fortalecieron el tallo mientras unas gotas de rocío mágico se perdían en la tierra buscando las raíces para alimentarlas. Por último, la joven la palpó y brotaron unas pequeñas espinas afiladas como garras. Eva se apoyó en el suelo para oler el resultado. El aroma de una primavera a finales de otoño la hizo sonreír. Sintió alivio y felicidad, necesitaba ceder ante su naturaleza interior, por mucho que se esforzara en ignorarla, siempre sería parte de su alma.

 

No muy lejos de allí, en una de las salas superiores del castillo, el estallido de una copa de cristal al impactar contra el suelo esparció cientos de esquirlas sobre el mármol abrillantado y llamó la atención de los presentes.

—¡Madre! —Jesamal se levantó de un salto observando el jugo propio de la vid extenderse con rapidez sobre las baldosas—. ¿Qué sucede, se encuentra bien? —estaba preocupada.

Germina tardó en contestar, su mirada sombría atravesaba el ventanal y se perdía en el horizonte. Parecía hipnotizada.

—He notado un poder muy cerca del reino y… extraño —respondió en voz baja inmersa en sus pensamientos—, está en el bosque —percibía la velocidad agitada de los latidos de su corazón. Se había acostumbrado a aquel sentimiento que alteraba sutilmente su energía, sin embargo, aquella vez fue diferente. No se parecía a lo que sentían los seres mágicos al estar en contacto unos con otros. Se había despertado una profunda y desconocida llama en su interior, lo suficiente fuerte como para no poder ignorarla.

—¿Estáis segura? Si hubiera algún brujo en el reino ya os habríais percatado. Sois muy poderosa, cálmese y continuemos con la cena —la reina ignoró las palabras de su hija, parecía ajena a la realidad y hechizada por el nuevo hallazgo. La princesa observó sin comprender, como Germina se levantó y corrió hacia la puerta—. ¡Eh! ¡Madre! ¿A dónde vais? —el silencio tras el trueno del portazo fue su respuesta.

 

Eva galopaba velozmente de regreso al reino, una brusca inquietud la perturbaba, jamás había tenido aquel histerismo. La preocupación y el miedo comenzaron a invadirla, sabía que algo no marchaba bien. El sol con su paleta de colores había desaparecido tras las montañas del oeste cuando atravesó la entrada de la muralla; entonces vislumbró la carroza real. Cubrió su rostro con la capucha de la capa y desmontó ocultándose entre las viviendas. El carruaje pasó lo suficiente cerca de su escondrijo como para sentir el rugido ardiente del poder de la reina. Un escalofrío recorrió su espalda a medida que le helaba la piel. Lo supo, Germina había sentido la magia del bosque. Miles de sensaciones, hasta aquel momento desconocidas, la azotaron como el mar golpea las rocas durante una tormenta, no quería imaginar lo que pensaría la temerosa bruja cuando encontrara la flor. Su más preciado secreto sería descubierto.

Como si huyera de la misma muerte, avanzó corriendo y sin detenerse por las frías calles con Penolt a su lado. Al llegar al castillo, entró por una puerta trasera y se dirigió a sus aposentos. Sin hacer ruido se cambió de atuendo y se tumbó en su lecho. Respiraba de forma agitada, su corazón latía veloz e incansable, el pánico atemorizaba su cuerpo y las lágrimas mojaron su almohada. Oyó una fina voz desde el otro lado de la habitación:

—¿Eva, estás llorando? —susurró Diana. La chica se levantó y se sentó junto a su amiga, ésta se incorporó y miró a Trépode y Virginia, asegurándose de que seguían durmiendo.

—He hecho magia en el bosque. He dado vida a una pequeña flor, pensé que no ocurriría nada, pero estoy segura de que la reina lo ha notado, lo he sentido al cruzarme con su carruaje —sollozó Eva en voz baja. No confiaba en nadie más en aquel lugar. Desesperada, maldecía el poder que residía en su alma. Diana la abrazó con fuerza intentando tranquilizarla.

—¿Cómo has podido hacerlo?… serénate Eva, concéntrate en actuar como de costumbre, lo importante es que luches contra tu naturaleza y seas capaz de ocultarla. Germina no tiene motivos para sospechar de ti, lo que has hecho en el bosque podría haber sido obra de cualquier otro brujo —encerró el rostro de Eva entre sus manos y clavó en ella sus ojos cobrizos—. Desde que te conozco he visto la fortaleza que hay en tu interior, puedes hacerlo —la acarició con dulzura.

La bruja, agradeciendo el cariño de su amiga, intentó confiar en aquellas alentadoras palabras.

—Tienes razón. Ni siquiera soy rival para ella, no debería temerme —gimió.

—Y en el peor de los casos recuerda el plan que siempre has tenido en mente, no dudes en huir si estás en peligro. Ahora céntrate en olvidarlo todo y descansa —volvieron a abrazarse.