EL ÁGUILA DEL IMPERIO

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Traducción de Roser Vilagrassa

Título original: Under the eagle (I)

Diseño de la cubierta: Edhasa

© Fotografía de la sobrecubierta: Stephen Mulcahey

© Diseño de la imagen de la sobrecubierta:Tim Byrne

Primera edición impresa: septiembre de 2001

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

Copyright in the introduction and in this edition

© Simon Scarrow, 2000

© de la traducción: Roser Vilagrassa Sentís, 2001

© de la presente edición: Edhasa, 2001

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ISBN: 978-84-3501-782-4

Producido en España

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Para Audrey y Tony,

buenos padres y mejores amigos.

CAPÍTULO XL

La segunda legión no siguió su avance aquel día, y los oficiales que sobrevivieron reestructuraron sus unidades e hicieron el recuento de bajas. Recibieron con dolor las órdenes de Plautio de acudir a él cuanto antes. Casi una tercera parte de la segunda legión había muerto o estaba herida, y la mitad del convoy de pertrechos había quedado destruido o inmovilizado al perder los animales de tiro. Se estaba levantando un recinto improvisado, aunque nadie creía que los britanos pudieran agrupar a bastantes hombres para lanzarse a un nuevo ataque. De todas formas, habían dado muerte a Togodumno y su cuerpo estaba expuesto frente al cercado que encerraba a los prisioneros britanos, que miraban con tristeza y en silencio el cuerpo de su comandante y lo lloraban sin vergüenza alguna.

Había largas hileras de romanos heridos que yacían en el suelo, a la espera de recibir ayuda médica de los ordenanzas del hospital de la legión, que iban estableciendo un orden de prioridad en función de la gravedad de las heridas. Por todas partes se oían gemidos y gritos de dolor. A un lado del camino se estaba preparando una pira donde quemar los cuerpos amontonados de los soldados muertos; encenderían la hoguera al caer la noche. Frente a la tienda del cuartel general, toscamente alzada, el montón de placas de identidad de los muertos era la prueba tácita del precio que había pagado la legión. Los britanos muertos eran arrojados sin contemplaciones a una serie de fosas cavadas a lo largo del borde del camino. Pese a la victoria obtenida, no tenían ganas de participar del júbilo de sus compañeros de la decimocuarta; desde allí se oían los gritos de celebración procedentes de su campamento situado en los confines del bosque.

En la tienda de Vespasiano dominaba un ánimo completamente distinto. Estaba sentado a su mesa mirando a los tres hombres que tenía ante él, entre ellos Vitelio, que estaba sentado con una ligera sonrisa irritante en los labios, y escuchaba el informe del centurión y su optio. El tribuno advirtió las miradas de odio que le dirigían estos dos, pero sólo parecían divertirle, mientras aguardaba el momento oportuno.

Macro, sucio y exhausto, intentaba dar un informe lo más claro posible de los hechos, pero el agotamiento de los últimos días le nublaba la mente, y constantemente se volvía hacia el optio para corroborar lo que decía o para recordar algún detalle. Cato estaba cuadrado ante el legado, con el brazo en cabestrillo, aún insensible por el golpe recibido.

Ambos parecían bastante cansados, pensó Vespasiano, pero estaba encantado con ellos. Habían recuperado el arcón del cieno; un escuadrón de caballería de la legión había sido destacado para recuperarlo del lugar donde lo habían escondido. Y no sólo eso, pues Macro había traído, además el cuerpo de Togodumno al campamento, y el cadáver había sido identificado por uno de los exiliados britanos que acompañaban a la decimocuarta legión, un hombre con cara de roedor llamado Adminio. Con Togodumno muerto, sólo quedaba su hermano Carataco para coordinar la resistencia britana contra los invasores. Con todo, decidió el legado, se había evitado un desastre mayor que había desembocado en victoria. En aquel aspecto, su carrera no corría peligro.

Pero quedaba el engorroso problema de las acusaciones del optio y su centurión contra Vitelio. Hablaban con toda sinceridad del ataque de Vitelio en las marismas, y todas las sospechas que Vespasiano había tenido respecto al tribuno parecían confirmarse.

Macro terminó su informe y, tras un momento de silencio, Vespasiano valoró su testimonio mientras observaba a cada uno de ellos por separado.

–¿Está completamente seguro de lo que dice, centurión? ¿Desea realmente presentar una acusación contra el tribuno aquí presente?

–¡Sí, señor!

–A un tribunal le parecerá increíble lo que ha explicado. Eso lo sabe, ¿verdad?

–Sí, señor.

–Muy bien. Muy bien, consideraré a fondo sus afirmaciones y le comunicaré mi decisión lo antes posible. Pueden retirarse.

–¿Señor?

–¿Qué ocurre, optio?

El joven optio calló un instante para escoger bien sus palabras.

–Todavía no entiendo por qué motivo nos incluyeron en la lista de desertores, señor.

–Se han retirado los cargos –dijo Vespasiano en tono cortante–. No se preocupe.

–Sí, señor, ¿pero por qué se nos acusó? ¿Quién...?

–Fue un error, optio. No insista. Puede retirarse.

Cuando Macro y Cato se disponían a salir, Vespasiano los llamó.

–Una última cosa. Tienen mi agradecimiento por haber avisado a la retaguardia. Dudo que hubiéramos aguantado hasta que la decimocuarta hubiera venido al rescate, si Plinio no hubiera podido aguantar aquel extremo de la columna. Vayan y descansen. Esperen fuera y le diré a mi ordenanza que les prepare algo de comida caliente.

–Gracias, señor –contestó Macro.

Cuando se quedó solo en la tienda con Vitelio, el legado se tomó con calma la siguiente entrevista. La versión oficial de los hechos situaba ya a Vitelio como el héroe que había descubierto la columna de Togodumno sin la ayuda de nadie. Al no poder volver a dar la voz de alarma a la segunda legión, tuvo que llegar hasta la decimocuarta legión para que diera media vuelta e interviniera, justo a tiempo para salvar a la segunda legión de la masacre. En consecuencia, el tribuno había sido objeto de una cantidad exagerada de alabanzas por su gallardía. Sin embargo, los dos hombres que acababan de marcharse hablaban de traición.

–Supongo que no dará crédito a una acusación tan descabellada, señor.

–Es toda una historia, ¿no cree?

–Sí, pero no deja de ser una historia. Y como todas las buenas historias, no tiene ni un atisbo de cierta.

–Pero si el resto de la patrulla dice lo mismo, entonces estará en un pequeño aprieto.

–En absoluto –protestó con calma–. Es mi palabra contra la suya. La palabra del hijo de un cónsul contra un hatajo de soldados rasos. ¿A quién creería antes un tribunal? Sobre todo después de haber arriesgado mi vida para salvar a la legión de la derrota segura. En el mejor de los casos, parecerá que no tiene fundamento. Y en el peor, parecerá una acusación con fines políticos, y eso es difícil que prospere a los ojos de la plebe de Roma... , que suele decantarse por los héroes, según tengo entendido. Yo en su lugar lo olvidaría.

Vespasiano sonrió.

–Los héroes también deben llamar a sus superiores «señor» –dijo con calma.

–Le pido disculpas..., señor.

–De momento, vamos a considerar que el centurión ha dicho la verdad. ¿Cómo te enteraste de la existencia del cofre?

Vitelio no contestó enseguida y sopesó las intenciones del legado.

–¿Sabe? Podría negar que supiera de la existencia del arcón. Al fin y al cabo, actuaba bajo sus órdenes para localizar la posición de Togodumno. Podría decir que, casualmente, me encontré con el grupo de hombres. Y que la niebla era muy espesa, que fue un caso de identificación equivocada..., perfectamente comprensible.

–Comprensible, pero falso.

–Por supuesto que es falso, señor. Pero en realidad no importa.

–¿Por qué?

–Porque nunca se sabrá nada. Nada de lo que ocurra entre nosotros aquí dentro se sabrá fuera de esta tienda.

–¿Y cómo es que estás tan seguro, tribuno? –Vespasiano sonrió.

–Enseguida lo sabrá. Ya que parece tan interesado en conocer la verdad, le daré el placer: ¿Sabías que Narciso me habló del arcón?

–¿Narciso?

–Me lo dijo incluso antes de abandonar el campamento del Rin. Yo soy el espía imperial del que le hablaron. Narciso no confiaba plenamente en usted y quería que vigilara la operación. Por supuesto, yo estaba dispuesto a hacerle tal favor.

Vespasiano sonrió ante lo irónico de la situación. Incluso el astuto Narciso tenía su punto flaco. Le había entregado en bandeja a Vitelio un móvil y una coartada.

–Pero cuando me habló del carro, no me dijo dónde estaba. Por eso tenía que ver el mapa que había en aquel pergamino. Pero, desgraciadamente, alguien se me adelantó. No sólo eso, sino que esa misma persona me tendió una trampa para incriminarme en el robo. Pero a Pulcher le fue fácil seguir a sus hombres hasta las marismas y enviar a buscar ayuda en cuanto empezaron a cavar. Le aseguro que quería evitar un derramamiento de sangre; es decir, entre mis hombres. Si hubiera logrado convencer a Macro para que me diera el arcón, sólo tendríamos que haberlos matado. Pero el centurión demostró tener una afición inoportuna por aplicar la estrategia propia de un soldado en circunstancias adversas. Así que el arcón se recuperó para Claudio.

–Pero ¿para que querías el arcón? –preguntó Vespasiano–. Te habría sido casi imposible manejar tanto valor sin llamar la atención.

–Por supuesto. Espero que no crea que soy tan estúpido, señor. Nunca tuve la intención de gastar ese dinero en mí mismo.

–¿Y por qué llegar a ese extremo para conseguirlo?

–Por la misma razón que el emperador. El oro es poder; y con toda esa riqueza podría haber comprado la lealtad de cualquier hombre.

–Claro –asintió Vespasiano–. Y ello te habría convertido en el traidor del que Narciso me había advertido. Nunca habría pensado que el espía imperial y el traidor fueran la misma persona. Creo que Narciso quedará igual de sorprendido cuando se lo diga.

–¿Yo, un traidor? ¿Es eso lo que cree? –Vitelio soltó una risotada–. ¡Imposible! Da la casualidad de que sigo siendo el espía imperial... como siempre lo he sido. Al menos, eso es lo que cree Narciso.

–¿Y por qué intentaste matarlo?

–¿Intentar matarlo? –Vitelio le miró extrañado–. Oh, aquel ataque de camino a Gesoriaco. Me temo que no soy el culpable. Y, de todos modos, ¿qué ganaría yo con su muerte? Le necesitaba para ayudarle a sofocar el motín. Al fin y al cabo, ¿cómo habría podido obtener el arcón si la invasión no se llevaba a cabo? No, aquella emboscada fue cosa de otro. Imagino que la dirigió alguien que pretendía detener la invasión. Usted sabe mejor que nadie la importancia que tiene para Claudio conseguir respaldo para encumbrarse como emperador. Con Narciso muerto, el motín en pleno apogeo, la renuncia a la invasión y, por tanto, al arcón, ¿cuánto cree que habría durado Claudio en el poder? Créame, hasta que no contemplé la posibilidad de hacerme con el arcón, sólo me importaba ayudar al emperador en sus propósitos.

–¿Y entonces, qué? –preguntó Vespasiano–. No podrías haber conseguido una fortuna tan grande de una vez.

–Por supuesto que no. No la necesito ahora mismo. Sólo pienso en mi futuro. Claudio no estará en el poder eternamente y alguien tendrá que ser emperador..., ¿y por qué no yo mismo algún día?

–¿Tú? –Ahora era Vespasiano el que reía.

–¿Y por qué no? O, de hecho, usted mismo.

–No puede ser que hables en serio.

–Hablo en serio. Muy en serio.

–Pero Claudio tiene herederos, una familia para asegurarse de que alguien le suceda.

–Eso es cierto –reconoció Vitelio–. Pero se habrá percatado con qué facilidad los miembros de la familia imperial sucumben a todo tipo de muertes extrañas. Son gente con una vida trágica. Y si algo ha de ocurrirles, tengo intención de estar allí para cuando se anuncie la vacante del trono. Pero ahora mismo no tengo prisa. Esperaré el momento oportuno, y sólo entraré en acción cuando esté seguro de tener los recursos para comprar el apoyo necesario. Pero por culpa de esos dos de ahí afuera, tendré que esperar un poco más.

Vespasiano estaba asombrado ante la ambición del tribuno. ¿Haría lo que fuera para saciar su ansia de poder? Pero había una pregunta más importante que requería una respuesta inmediata.

–Si tú no eres el espía de los traidores, ¿quién es, entonces?

–Esperaba que hiciera esa pregunta. –Vitelio se apoyó contra el respaldo de la silla.– Lo cierto es que me costó averiguarlo. Debía haberlo sabido mucho antes, mucho antes de que Pulcher consiguiera que el cabecilla del motín se lo dijera.

Entonces, Vespasiano recordó la forma en que Plinio había mirado el pergamino que había recuperado de Tito aquella noche en la tienda de mando, así como su interés en distraer a los guardias justo en el momento en que el ladrón rebuscaba entre sus documentos.

–¿Plinio?

–¡Plinio! –Vitelio se rió–. ¿Él? Por favor, señor, seamos serios.

–Si no es Plinio, ¿quién, entonces?

–Yo recelaría de alguien mucho más cercano a usted.

–¿Qué quieres decir? –Vespasiano sintió que se le secaba la garganta.

–Si lo que dice Narciso es cierto, entonces parece ser que alguien trató de echarme la culpa de lo sucedido en la tienda aquella noche.

–¿Niegas haber robado el pergamino?

–No –reconoció Vitelio–. Pero el pergamino que ordené a Pulcher que robara estaba en blanco. Alguien se había encargado de cambiarlo antes de que yo llegara.

–Es imposible que estuviera en blanco, porque es imposible que alguien lo hubiera cambiado. Ya estaba fuera del arcón de seguridad. Flavia lo encontró; dijo que Tito lo había... –Vespasiano sintió que se le helaba la sangre.

–Flavia lo encontró. Qué oportuna –Vitelio sonrió al legado.

–No puede ser.

–Eso mismo pensé yo al principio. Hay que reconocerlo, Flavia es de las que saben conseguir lo que quieren.

–Pero..., pero ¿por qué?

–¿Por qué? No puedo conocer todas sus intenciones. No creo que sea ni la mitad de republicana que aparenta ser. Diría que es más probable que le estuviera facilitando las cosas para fomentar tu carrera.

–¿A mí? –Vespasiano estaba pasmado.

–Querido legado, puede que usted piense que su integridad moral le hace un hombre respetable y que servir al emperador incondicionalmente es su primera obligación como militar, pero no sospechar de su esposa lo convierte en un títere político de lo más útil. Qué mejor candidato para cubrir el vacío de poder que quedará tras la caída de Claudio que un hombre que tuviera la certeza de haber servido al viejo emperador con la máxima dedicación y lealtad. Los plebeyos le adorarían. Apuesto que, a su lado, el panegírico de Marco Antonio a César habría sido una minucia.

–¿Cómo te atreves? –dijo Vespasiano con serenidad, haciendo un esfuerzo por controlar su ira–. ¿Cómo te atreves a formular una acusación semejante contra Flavia?

–¿Nunca sospechó de ella? Supongo que ése es su mérito como esposo. Estoy seguro de que sería un gran estadista, pero un pésimo político. Los hombres que atacaron a Narciso procedían de una caballería al mando de Gayo Marcelo Dexter, uno de los oficiales de Escriboniano que, casualmente, es un primo lejano de su esposa. Supongo que no creerá que se trata de una coincidencia. Acéptelo, Flavia ha sido casi desenmascarada. Yo de usted hablaría con ella pronto. Convénzala para que deje de inmiscuirse en juegos de poder y tal vez Narciso no tenga en cuenta su intervención en todo esto. Si quiere que su esposa mantenga la salud, le sugiero que procure que yo nunca tenga la necesidad de hablar a nadie de sus actividades extraoficiales. Aún no le he contado a Narciso lo que sé. Usted me da su palabra de que no hablará con nadie de lo que aquí hemos dicho, y yo le entrego la vida de Flavia. Un trato justo, ¿no le parece?

Vespasiano le miró. Su mente intentaba encontrar un modo de negar la evidencia recordando los acontecimientos de los últimos meses. Aquella vez que había buscado a tientas el pergamino que Tito había cogido en la tienda... El legado se daba cuenta ahora de que lo había cambiado con destreza.

–Señor, no espero que acepte mi propuesta ahora mismo. Pero piense en ello. No puedo negar que no he prestado atención a muchos aspectos. Y podría convencer a Narciso de que cualquier acusación que usted pueda hacer contra mí es infundada o, incluso, falta de escrúpulos. Pero la mínima insinuación de que he sido algo más que un sirviente bueno y fiel, como él cree que soy, afectará seguro a mi posición. Es más, me veré obligado a revelar lo que sé sobre Flavia. Estoy seguro de que estará usted de acuerdo en que nos interesa a los dos ser discretos en cuanto a lo sucedido en los últimos meses.

Vitelio esperó una respuesta, pero Vespasiano había bajado la cabeza, sumido en una desesperación creciente, ajeno a los últimos comentarios del tribuno. Se llevó una mano a la cabeza, abatido por aquellas revelaciones.

–Oh, Flavia... –murmuró–. ¿Cómo has podido?

–Y ahora, señor, si me permite retirarme, tengo tareas que atender. –Vitelio se puso en pie para salir de la tienda–. Y confío en que no volveré a oír nada más sobre las acusaciones del centurión Macro contra mí.

Por un momento, Vespasiano hizo un esfuerzo para seguir hablando, para expresar su vergüenza y su miedo..., y su rabia por la soberbia superioridad del tribuno. Quería encontrar palabras para poner a Vitelio en su sitio. Pero no pudo pronunciar una sola y, sencillamente, indicó con

la cabeza la salida de la tienda.

* * *

Mientras, Cato y Macro estaban sentados sobre un montón de paja para los caballos de los oficiales. Macro se durmió enseguida. Tenía la cabeza sobre el pecho y daba fuertes ronquidos: se había entregado a la absoluta necesidad de descansar. Los ronquidos atraían las miradas de desaprobación de los ordenanzas que entraban y salían del cuartel general. Las ropas sucias de turba, la piel mugrienta y las manos y la cara embadurnadas con la sangre seca de Togodumno habían dejado al centurión en un estado lamentable. Aun así, Cato lo contemplaba con afecto al recordar la honesta alegría que había mostrado Macro al ver que estaba sano y salvo al volver a la segunda legión. Cato pensaba que la sensación de pertenecer a la legión que había experimentado durante la batalla era la que se experimentaba al ser legionario, la unión con sus compañeros y el implacable estilo de vida al que se había visto abocado. Ahora el ejército era su vida. Pertenecía en cuerpo y alma a la segunda legión.

Y así se sentía al mirar a uno de los cientos de britanos que había sentados en silencio en el espacio reservado a los prisioneros, el botín de guerra que enviarían a Roma y venderían como esclavos. Pero, de no ser por la última voluntad de su padre, Cato tal vez aún sería un esclavo, como aquel pobre salvaje. A todos ellos les esperaba una terrible vida de esclavos. Todo lo que un prisionero incivilizado podía esperar eran arduos trabajos agrícolas en alguna finca descomunal, o una muerte rápida en una cadena de presos en una mina de plomo.

Sin embargo, había algo en los ojos de aquel prisionero que revelaban un espíritu indómito, un ansia por seguir luchando a cualquier precio, un fuego que ardería en su interior mientras un solo hombre alzara sus armas contra el invasor.

Cato tenía la certeza de que la campaña para someter a aquel pueblo iba a ser larga; larga y cruenta.

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ORGANIZACIÓN

DE UNA LEGIÓN ROMANA

La segunda legión, al igual que todas las legiones romanas, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo en el mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto de las barracas, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión la acompañaba una unidad de caballería de ciento veinte hombres, distribuida en cuatro escuadrones que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales:

El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta años y dirigía la legión hasta un máximo de cinco años. Su propósito era hacerse buena fama a fin de mejorar su consiguiente carrera política.

El prefecto de campamento era un veterano de edad avanzada que había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra y estaba al mando de la legión cuando el legado se ausentaba o quedaba fuera de combate.

Seis tribunos eran oficiales no profesionales. Eran hombres jóvenes de unos veinte años que servían por primera vez al ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. El tribuno superior, en cambio, estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión.

Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. No es de extrañar, así, que el índice de bajas entre éstos superara con mucho el índice de bajas en otros rangos. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte, y solía ser una persona respetada y laureada.

Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de caballería.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.

Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado para un período de quince años. En principio, sólo se reclutaban ciudadanos romanos, pero, cada vez más, se aceptaba a hombres de otras poblaciones, y se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones.

Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras técnicas especializadas. Se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio.

FRONTERA DEL RIN

Noventa y seis años más tarde,

durante el segundo año

del gobierno del emperador Claudio

Finales del 42 d.C.

CAPÍTULO I

Una ráfaga de viento helado entró en la letrina al abrir la puerta el centinela.

–¡Se aproxima un carro, señor!

–¡Cierra la maldita puerta! ¿Algo más?

–Y una columna de pocos hombres.

–¿Soldados?

–Creo que no. –El centinela hizo una mueca–. A menos que haya habido cambios en la instrucción de la marcha.

El centurión de guardia levantó la vista con severidad:

–Creo que no te he pedido tu opinión acerca de las normas, soldado.

–¡No, señor!

El centinela se cuadró ante la mirada de su superior. Tan sólo unos meses antes, Lucio Cornelio Macro era un optio, y todavía no había asimilado el ascenso a centurión. Sus antiguos compañeros de rango aún le trataban como a un igual. Era difícil mostrar respeto por un hombre a quien hacía poco habían visto como una cuba, vomitando vino barato. Pero Macro sabía que, a lo largo de los meses previos al ascenso, los oficiales superiores habían contemplado la posibilidad de que ocupara la primera vacante en la categoría de centurión, y, por tanto, había procurado que sus indiscreciones fueran mínimas. Porque si valoraban sus cualidades en conjunto, Macro era un buen soldado –cuando servía como tal–, aplicado en su deber, digno de confianza y obediente; además, se podía contar con él para resistir en la lucha y motivar a los demás a hacer lo mismo.

De repente, Macro se dio cuenta de que hacía rato que miraba fijamente al centinela, y éste, como es natural, se sentía incómodo, al ser escrutado en silencio por un superior. Y un oficial podía ser un canalla imprevisible, pensó el centinela, inquieto. En cuanto se les otorgaba poder, no sabían qué hacer con él o se limitaban a dar órdenes retorcidas y estúpidas.

–¿Cuál es la orden, señor?

–¿Orden? –Macro frunció el ceño–. De acuerdo. Ahora voy. Vuelve al portón.

–Sí, señor.

El centinela dio media vuelta y salió rápidamente del cuarto de letrinas de los oficiales subalternos, ante la mirada fulminante de media docena de centuriones. Una norma sobreentendida era no permitir bajo ningún concepto la entrada a los soldados durante una reunión en las letrinas. Macro se aplicó el palo con la esponja, se subió los pantalones y se disculpó ante los otros centuriones para salir a toda prisa.

Era una noche desagradable y soplaba un frío viento del norte que traía la lluvia de los bosques germanos. Ésta caía con fuerza sobre todo el Rin y sobre la fortaleza, y entraba en ráfagas de aire helado entre los barracones. Macro sospechaba que no gustaba a sus nuevos compañeros y estaba decidido a demostrar que se equivocaban. Aunque su propósito no estaba surtiendo precisamente el efecto deseado. La tarea de administrar el mando de ochenta hombres se había convertido en una pesadilla: los pormenores de la distribución de las raciones, los turnos para la limpieza de las letrinas, los turnos de guardia, las inspecciones de armas, las inspecciones de barracones, los libros de castigos, los recibos de la adquisición de pertrechos, la distribución del forraje para los caballos de la sección, el control de pagos, ahorros y funerales.

La única ayuda de la que disponía para desempeñar todas estas obligaciones provenía del administrativo de las centurias, un tipo viejo y arrugado llamado Piso, de quien Macro presentía una actitud deshonesta o pura incompetencia. Macro no tenía forma posible de averiguarlo, ya que era casi analfabeto. Tenía conocimientos básicos sobre letras y números, era capaz de reconocer la mayoría de éstos de forma aislada, pero de aquí no pasaba. Y ahora era centurión, un rango que exigía ser letrado. El legado había dado por sentado que Macro sabía leer y escribir al aprobar su nombramiento. Si se descubría que era tan analfabeto como un granjero, sabía que sería degradado de inmediato. Hasta entonces había conseguido sortear el problema delegando en Piso los trámites burocráticos, alegando que sus otras tareas le ocupaban demasiado tiempo, pero estaba seguro de que el administrativo empezaba a sospechar la verdad. Meneó la cabeza y se ajustó la capa al acercarse al portón de la fortaleza.

Era una noche cerrada y las nubes bajas oscurecían más el cielo, un claro indicio de que nevaría. Desde la penumbra se oían los sonidos propios de la vida en la fortaleza y que Macro ya conocía desde hacía doce años. Se oía a las mulas rebuznar en los establos al final de cada sección de barracones y a los soldados hablar y gritar desde las ventanas, a la luz temblorosa de las velas. En la barraca junto a la que pasaba, estalló una carcajada seguida de una risa femenina más aguda. Macro detuvo el paso y escuchó. Alguien había conseguido introducir a una mujer en el campamento. Ésta volvió a reír y empezó a hablar en latín con un fuerte acento, y su compañero la hizo callar al instante. Aquello suponía una flagrante violación del reglamento, y Macro se dio la vuelta con brusquedad para disponerse a entrar. Entonces se detuvo. Su deber era irrumpir en el lugar dando gritos de autoridad, enviar al soldado al cuartel militar y echar a la mujer del campamento. Pero esto significaba hacer una anotación en el libro de castigos, y, por tanto, tener que escribir.

Se contuvo, apartó la mano del cerrojo y volvió a la calle en silencio, al tiempo que la mujer soltaba otra risita que le remordió la conciencia. Echó un vistazo a su alrededor a fin de asegurarse de que nadie había presenciado su intento fallido de actuar y se apresuró hacia el portón sur. El maldito soldado se merecía una buena patada, y de haber pertenecido a su centuria se la habría propinado; nada de papeleo, una buena patada en las gónadas para asegurarse de que el castigo se correspondía con el delito. Además, por la voz, sólo podía tratarse de una de esas fulanas germanas del poblado próximo al campamento. Macro se consoló con la idea de que aquel legionario tal vez contrajera la gonorrea.

Pese a la oscuridad que envolvía las calles, Macro se desplazaba por instinto en la dirección correcta, pues todas las bases respondían al mismo plano en campamentos y fortalezas. En cuestión de minutos, llegó a la calle más ancha de la Vía Pretoria y se dirigió hacia al portón, donde la calle atravesaba los muros y se prolongaba hacia la parte sur del campamento base. El centinela que le había interrumpido en las letrinas le esperaba al pie de la escalera. Entró en la sala de guardia y subió la escalera de madera hasta la almena, donde un brasero proyectaba un resplandor cálido e incandescente. Cuatro legionarios jugaban a los dados en cuclillas junto al fuego. Tan pronto apareció la cabeza del centurión por las escaleras, se cuadraron.

–Descansad, muchachos –dijo Macro–. Seguid con lo que hacíais.

Cuando Macro levantó el pestillo, la puerta de la almena se abrió hacia dentro con un golpe de viento y el brasero se inflamó. Macro salió y cerró de un portazo. En el pasillo de guardia, el viento batía con fuerza y le rizaba la capa; tanto, que le arrancó el pasador del hombro izquierdo. Macro se estremeció y lo agarró para sujetarlo con fuerza contra su cuerpo.

–¿Dónde están?

El centinela miró con detenimiento a la oscuridad desde las almenas y apuntó su jabalina en dirección sur, hacia una luz diminuta que parpadeaba en la parte trasera de un carro. Macro forzó la vista y alcanzó a ver el contorno del vehículo y, tras éste, un grupo de hombres caminando a duras penas. Al final de la columna, avanzaba con más orden la escolta, cuyo trabajo consistía en no permitir que los rezagados interrumpieran la marcha. En total había unos doscientos hombres.

–¿Llamo a la guardia, señor?

Macro se dio la vuelta hacia el centinela:

–¿Qué has dicho?

–¿Llamo a la guardia, señor?

Macro le miró cansinamente. Siro era uno de los hombres más jóvenes de la centuria y, aunque Macro se sabía todos los nombres de los soldados bajo su mando, aún no conocía bien su forma de ser ni sabía sobre sus vidas.

–¿Hace tiempo que estás en el ejército?

–No, señor. En diciembre hará un año.

Macro pensó que no hacía mucho que había terminado la instrucción. Era evidente que seguía al pie de la letra las normas y las aplicaba en todo momento. Con el tiempo aprendería; sabría encontrar el punto medio entre atenerse a ellas de forma estricta y hacer lo necesario para salvar una situación.

–¿Por qué tenemos que llamar a la guardia?

–El reglamento lo exige, señor. Si un grupo de hombres no identificado se acerca al campamento, debe alertarse a la centuria de guardia para cubrir el portón y los muros.

Macro frunció el ceño sorprendido. Citaba de memoria. No cabía duda de que Siro se había tomado la instrucción en serio.

–¿Y luego qué?

–¿Señor?

–¿Qué pasa después?

–El centurión de guardia, una vez sopesada la situación, decide si es necesario dar la alerta general –contestó Siro sin variar el tono, y a continuación añadió–: señor.

–Muy bien hecho.

Macro sonrió y el centinela le devolvió la sonrisa aliviado, antes de que aquél se volviera para mirar la columna que se acercaba.

–Dime, ¿hasta qué punto crees que son una amenaza? ¿Te asustan, soldado? ¿Crees que esos doscientos van a cargar contra nosotros, escalar los muros y matar salvajemente a todos los soldados de la segunda legión? ¿Qué crees?

El centinela miró a Macro, miró atentamente hacia las luces unos instantes y se volvió avergonzado al centurión:

–No lo creo.

–No lo creo, señor –dijo Macro con brusquedad, al tiempo que le daba un golpe en el hombro.

–Disculpe, señor.

–Dime, Siro, ¿has prestado atención a las instrucciones para la guardia?

–Por supuesto, señor.

–¿Has prestado atención a cada detalle?

–Creo que sí, señor.

–Entonces recordarás que he dicho que esperábamos la llegada de un convoy de reemplazo, ¿no? Y no tendrías que haberme sacado de la letrina y estropearme una buena cagada.

El centinela estaba abatido y le costaba soportar la expresión de resignación del centurión.

–Lo siento, señor. No volverá a ocurrir.

–Procura que así sea. De lo contrario, te doblaré las guardias de aquí a que acabe el año. Reúne a los demás en el portón. Yo llamaré a filas.

Abochornado, el centinela saludó y volvió a la sala de guardia. Macro oyó a los soldados levantarse y bajar las escaleras de madera para dirigirse hacia el portón principal. Se sonrió. El muchacho era aplicado y se sentía culpable de su error. Lo suficiente para que no se repitiera. Eso estaba bien. Hasta ese punto se podía lograr que un soldado fuera de fiar, pues no se nace soldado, reflexionó Macro.

Una inesperada ráfaga de aire sacudió al centurión, y éste se refugió en la sala de guardia. Se situó junto al brasero y suspiró aliviado cuando el calor invadió su cuerpo. Momentos después, abrió el postigo de la ventana y miró hacia la oscuridad de la noche. El convoy estaba cerca y ya se distinguían el carro y los hombres de la siguiente columna. «Un lamentable grupo de reclutas–pensó–, sin un ápice de espíritu.» A pesar de avistar el refugio, seguían marchando con una penosa apatía.

De repente empezó a llover con más fuerza. Las gotas azotaban su piel, y ni aun así el convoy aligeró el paso. Macro sacudió la cabeza en un ademán de desesperación y empezó con las formalidades. Abrió el postigo principal, sacó la cabeza por la ventana y respiró hondo.

–¡Alto ahí! –gritó–. ¡Identifíquense!

El carro frenó a unos cincuenta metros del muro, y una figura junto al arriero se levantó para contestar:

–Convoy de refuerzo procedente de Aventico y escolta, Lucio Batacio Bestia al mando.

–¿Contraseña? –exigió Macro pese a conocer perfectamente a Bestia, el centurión superior de la segunda legión y, por tanto, muy por encima de su rango.

–Erizo. ¿Permiso para aproximarnos?

–Aproxímate, amigo.

El carretero apremió con el látigo a los bueyes para subir la cuesta que conducía al portalón, y Macro fue hasta el postigo de la fortaleza. Abajo, los centinelas se apiñaban a un lado para refugiarse de la lluvia.

–Abrid las puertas –ordenó Macro.

Uno de los soldados se apresuró a descorrer el cerrojo y los otros apartaron la barra. Las puertas de madera crujieron al abrirse de par en par cuando el carro ya había alcanzado el final de la cuesta y tomaba impulso para entrar en el campamento. Desde la sala de guardia, Macro observó al carro hacerse a un lado. Bestia saltó de su asiento para hacer señas con su bastón de vid a la procesión de nuevos reclutas, que iban cruzando el umbral empapados.

–¡Vamos, cretinos! ¡Moveos! ¡Deprisa! ¡Cuanto antes crucéis la puerta, antes entraréis en calor y antes os podréis secar!

Los reclutas, que habían seguido al carro a lo largo de más de trescientos kilómetros, empezaron a agruparse a su alrededor una vez dentro. La mayoría vestía capas de viaje y llevaba sus pertenencias en un atillo. Los más pobres no llevaban nada; algunos, ni siquiera tenían capas y temblaban bajo la lluvia y el viento helado. Al final había una cadena de presos que habían preferido el ejército a la cárcel.

Bestia enseguida se abrió paso entre la creciente multitud, apartando a los hombres con el bastón para hacerse un lugar entre ellos.

–¡No os quedéis ahí como borregos! Haced sitio para los soldados de verdad. Poneos al final de la calle y alineaos aquí. ¡¡Ahora mismo!!

El último de la fila cruzó a trompicones la entrada y siguió a los demás para ocupar un lugar en la línea irregular que se estaba formando frente al carro. Por último, la escolta de veinte hombres entró marcando el paso y se detuvo sincrónicamente al grito de mando de Bestia. Hizo un pausa para evidenciar la comparación. Mientras, Macro daba a los centinelas la orden de cerrar las puertas y volver a su trabajo. Bestia se volvió hacia los reclutas con las piernas abiertas y las manos sobre las caderas.

–Estos hombres –Bestia los señaló con la cabeza– son miembros de la segunda legión, la legión augusta, la más fuerte de todo el ejército romano, no lo olvidéis. No hay una sola tribu bárbara, por muy remota, que no haya oído hablar de nosotros ni sienta pánico hacia nosotros. La segunda legión es la unidad que ha matado a más escoria germana y la que más territorio suyo ha conquistado. Y todo porque preparamos a nuestros hombres para ser los luchadores más malvados, más despiadados y más duros del mundo civilizado... Vosotros, en cambio, sois un montón de inútiles fofos e insignificantes. Ni siquiera sois hombres. Sois la forma de vida menos digna de llamarse romana. Os desprecio a todos y voy a eliminar toda la escoria para que sólo los mejores entren a formar parte de mi querida segunda legión y sirvan bajo el águila. Os he estado observando desde Aventico y, señoritas, no me han impresionado precisamente. Os alistasteis y ahora sois todos míos. Os instruiré, os curtiré, os haré hombres. Y entonces, si estáis preparados, y cuando yo lo decida, sólo entonces, os permitiré ser legionarios. Si alguno de vosotros no me da hasta la última brizna de energía y dedicación, lo destrozaré con esto –levantó en alto el sarmiento retorcido para que todos lo vieran–. ¿Ha quedado claro, miserables?

Los reclutas asintieron en un murmullo; algunos, de tan cansados, lo hicieron con la cabeza.

–¿Qué se supone que ha sido eso? –Bestia gritó enfadado–. ¡No he oído una mierda!

Se acercó a los reclutas y agarró a uno por el cuello de la capa. Macro se percató de que éste no iba vestido como los demás. El corte de la capa era sin lugar a dudas caro, a pesar del barro endurecido que lo cubría. Era el soldado más alto, aunque delgado y de aspecto delicado: la víctima perfecta para un castigo ejemplar.

–¿Qué mierda es esto? ¿Qué carajo hace un soldado con una capa más cara de lo que yo me puedo permitir? ¿La has robado, muchacho?

–No –contestó el recluta con tranquilidad–. Me la dio un amigo.

Bestia le dio un golpe en el estómago con el bastón, y el recluta se dobló y cayó al suelo sobre un charco. Bestia le miraba con el bastón levantado, a punto para otro golpe.

–¡Cuando te dirijas a mí, di señor! ¿Entendido?

Macro vio cómo el joven respiraba con dificultad al intentar responder. Bestia le atizó un golpe más sobre la espalda, y el muchacho gritó.

–Te he hecho una pregunta.

–¡Sí, señor! –exclamó el recluta.

–¡Más alto!

–¡¡Sí, señor!!

–Eso está mejor. Veamos qué más tienes por aquí.

El centurión le cogió de un tirón la manta que le hacía las veces de bolsa y la abrió. El contenido de ésta se desparramó por el suelo enfangado: algunas mudas, un frasquito, algo de pan, dos pergaminos y un juego de caligrafía encuadernado en piel.

–¿Pero qué...? –el centurión centró la mirada en esto último. Luego la levantó lentamente–. ¿Qué es esto?

–Mis utensilios de escritura, señor.

–¿Utensilios de escritura? ¿Para qué quiere un legionario utensilios de escritura?

–Prometí escribir a mis amigos de Roma, señor.

–¿Tus amigos? –Bestia se sonrió–. ¿No tienes a una madre a la que escribir? ¿Ni a un padre? ¿Eh?

–Murió, señor.

–¿Sabes cómo se llamaba?

–Por supuesto, señor. Era...

–¡Silencio! –Bestia le interrumpió–. Me importa un carajo quién era. Aquí todos sois unos cretinos. Así que dime, cretino, ¿cómo te llamas?

–Quinto Licino Cato..., señor.

–Bien, Cato, hay dos tipos de legionarios que saben escribir: los espías y los imbéciles que se creen tan buenos que van a llegar a oficiales. ¿A qué grupo perteneces tú?

El recluta le miró con recelo:

–A ninguno de los dos, señor.

–En ese caso, estos bártulos no te harán ninguna falta, ¿verdad? –Bestia dio una patada a los instrumentos y a los pergaminos, que cayeron en un canal de desagüe que había en medio de la calle.

–¡Cuidado, señor!

–¿Qué has dicho? –el centurión se dio la vuelta bruscamente con el bastón preparado–. ¿Qué me has dicho?

–He dicho cuidado, señor. Uno de esos pergaminos es un mensaje personal para el legado.

–¡Un mensaje personal para el legado! Muy bien, en ese caso...

Macro sonrió al ver al centurión vacilar por unos instantes. Había oído todo tipo de excusas y explicaciones, pero era la primera vez que oía una así. ¿Qué demonios hacía un recluta con un mensaje personal para el legado? Un gran misterio que además le había bajado los humos a Bestia. Aunque por poco tiempo: el centurión clavó el bastón en los pergaminos.

–Maldita sea, coge eso y tráelo aquí. Acabas de llegar y ya has puesto patas arriba el campamento. Miserables reclutas –se quejó–. Me dais ganas de vomitar. Ya me has oído. ¡Recógelo!

Mientras el recluta se agachaba a recoger sus pertenencias, Bestia gritó una serie de órdenes para asignar un grupo de reclutas a cada miembro de la escolta para que los condujeran a sus unidades correspondientes.

–¡Moveos! ¡¡Tú no!! –Bestia se refería al recluta solitario que había conseguido guardar sus pertenencias en la manta y ya se encaminaba, bajo la lluvia, hacia el grupo de soldados–. ¡Aquí! ¿Y vosotros qué miráis?

La escolta de legionarios empezó a destacar sus órdenes. Mientras se llamaba y agrupaba a los reclutas, Bestia agarró el pergamino que Cato le ofrecía. Resguardándolo como podía de la lluvia, leyó la dirección del lacre. Comprobó el sello, volvió a comprobar la dirección, e hizo una pausa para pensar en el siguiente paso. Al levantar la vista a la sala de guardia, descubrió a Macro sonriendo. Aquello le hizo tomar una determinación.

–¡Macro! ¡Mueve el culo y baja!

Instantes después Macro estaba cuadrado frente a Bestia, bajo la lluvia, que le hacía guiñar los ojos a cada gota que caía del ala de su casco.

–Parece auténtico. –Bestia sacudió el pergamino bajo la mirada del oficial subalterno–. Quiero que te lleves esto y que escoltes a nuestro amigo hasta el cuartel general.

–Estoy de guardia.

–Te sustituiré hasta que vuelvas. Moveos.

–¡Cretino! –renegó Macro para sí. Bestia no tenía ni idea de la importancia de la carta, ni siquiera de si era auténtica. Pero prefería no arriesgarse. En estos tiempos, las comunicaciones a los legados se transmitían por medios extraños, incluso cuando procedían de altos rangos. Mejor sería que otro cargara con la culpa, en caso de que la carta no tuviera ningún valor.

–Sí, señor –contestó Macro con desgana, al coger el pergamino.

–No tardes demasiado, Macro. Tengo una cama caliente esperándome.

Bestia se encaminó hacia la sala de guardia y subió las escaleras al abrigo del cuarto de centinelas. Macro lo fulminó con la mirada. Luego se dio la vuelta para echar un vistazo al nuevo recluta, el causante de la caminata bajo la lluvia hasta el edificio del cuartel general. Tuvo que alzar la cabeza para escrutar al muchacho, que le sacaba unos treinta centímetros. Bajo la capa de viaje había una mata de pelo negro que la lluvia había aplastado formando hebras desordenadas. Bajo una frente plana, dos ojos penetrantes destellaban a cada lado de una nariz larga y fina. El chico tenía la boca cerrada, pero el labio inferior temblaba ligeramente. Pese a tener la ropa empapada y salpicada de barro tras el largo viaje desde el depósito de Aventico, ésta era de una calidad sorprendente. En cuanto a los utensilios de escritura, los libros y la carta para el legado... Era evidente que aquel recluta tenía algo especial. Sabía qué era el dinero, pero, en tal caso, ¿por qué alistarse en el ejército?

–Cato, ¿verdad?

–Sí.

–A mí también se me llama señor –le dijo Macro con una sonrisa.

Cato se puso erguido en una posición parecida a la de firme y Macro se rió:

–Descansa, muchacho. Descansa. No desfilas hasta mañana por la mañana. Vamos a entregar esta carta.

Macro le dio un suave empujón y se dirigieron hacia el centro de la base, donde se divisaba el imponente edificio del cuartel general. De camino, miró detalladamente la carta por primera vez y soltó un silbido.

–¿Sabes qué significa este sello?

–Sí..., señor. Es el sello imperial.

–¿Y por qué el servicio imperial iba a utilizar a un recluta de mensajero?

–No tengo ni idea, señor –contestó Cato.

–¿De quién es?

–Del emperador.

Macro contuvo una exclamación. Decididamente, el chico había suscitado su interés. ¿Qué diablos hacía el emperador enviando un mensaje a través de un recluta miserable? A no ser que aquel muchacho fuera más importante de lo que parecía. Macro decidió que haría falta un acercamiento diplomático inusual si quería saber algo más.

–Disculpa la pregunta, pero ¿por qué estás aquí?

–¿Por qué estoy aquí, señor? Me he alistado al ejército, señor.

–¿Pero por qué? –insistió Macro.

–Por mi padre, señor. Antes de morir, estuvo en el servicio imperial.

–¿A qué se dedicaba?

Al ver que el chico no contestaba, le miró y vio que tenía la cabeza gacha y una expresión preocupada:

–Di.

–Era un esclavo, señor –la vergüenza al admitirlo era evidente, incluso para un tipo franco como Macro–. Antes de ser liberado por Tiberio. Yo nací poco antes.

–Qué duro –Macro le compadeció; la categoría de liberto no se heredaba–. Entiendo que tú fuiste emancipado poco después. ¿Te compró tu padre?

–No se le permitió, señor. No sé por qué razón, Tiberio no le dejó hacerlo. Mi padre murió hace unos meses. En su testamento pedía que se me liberara a condición de que siguiera sirviendo al Imperio. El emperador Claudio aceptó, siempre y cuando me alistara en el ejército, y aquí estoy.

–Hum. No es un trato excelente que digamos.

–No estoy de acuerdo, señor. Ahora soy libre. Es mejor que ser esclavo.

–¿De verdad lo crees? –Macro sonrió. No parecía un buen cambio de categoría: de las comodidades de palacio a la dura vida en el ejército, y la posibilidad ocasional de arriesgar la vida en la batalla. Macro había oído que algunos de los hombres más ricos y poderosos de Roma estaban entre los esclavos y libertos empleados en el servicio imperial.

–No importa, señor –terminó Cato en tono amargo–. Tampoco tuve ninguna posibilidad de escoger.

CAPÍTULO II

Los guardias a la puerta del edificio del cuartel general cruzaron las lanzas en cuanto vieron salir a dos personas de la oscuridad: una llevaba el yelmo con cresta propio de un centurión y la otra era un joven desaliñado. Entraron en el pórtico, a la luz de las antorchas sujetas con abrazaderas.

–La contraseña.

–Puerco espín.

–¿De qué se trata, señor?

–Este chico trae un despacho para el legado.

–Un momento, señor.

El guardia se dirigió hacia el patio interior y los dejó bajo la atenta mirada de los otros guardias, tres hombres corpulentos, seleccionados para formar parte de la escolta del legado. Macro se desabrochó la correa de la barbilla y se quitó el casco para sujetarlo bajo el brazo, listo para presentarse ante un superior. Cato dejó caer el suyo sobre la espalda y se apartó las greñas a un lado. Durante la espera, Macro se dio cuenta de que el joven se miraba minuciosamente, a pesar de los escalofríos. Macro se compadeció de él al recordarse a sí mismo a la espera de ser admitido en el ejército: la emoción se mezclaba con el miedo a un mundo completamente desconocido de normas estrictas, peligros y una vida dura, lejos de la comodidad del hogar.

Cato empezó a escurrirse el agua de la capa y pronto se formó un charco a sus pies.

–¡Deja de hacer eso! –saltó Macro–. Lo estás poniendo todo perdido. Ya te secarás después.

Cato le miró con la capa entre las manos. Iba a quejarse cuando se dio cuenta de que los otros soldados le miraban con desaprobación.

–Lo siento mucho –murmuró y soltó la capa.

–Mira, muchacho ––