KARL Y ROSA

 

 

 

ALFRED DÖBLIN

 

Traducción de Carlos Fortea

Notas

1 En alemán, ciervo (N. del T.).

2 En alemán, ardilla (N. del T.).

3 Federico el Grande (N. del T.).

4 El sótano del Ayuntamiento de Breslau (actual Wroclaw) alberga el que se conoce como el restaurante más antiguo de Polonia (N. del T.).

5 Desde la estatua de Roldán, en el extremo Sur de la Siegesallee, hasta la estatua de la Victoria, en el extremo norte. La estatua de Roldán resultó dañada en la Segunda Guerra Mundial y fue demolida en 1950 (N. del T.).

6 Príncipe de Brandenburgo en torno a 1150 (N. del T.).

7 Federico el Grande de Prusia (N. del T.).

8 Lago al oeste de Berlín. En aquella época era un lugar apartado (N. del T.).

9 Cita de La muerte de Wallenstein, de Schiller (N. del T.).

10 Protagonista de la obra homónima de Heinrich von Kleist, que se lanza a una lucha contra el emperador Carlos V en defensa de sus derechos, violentados por los soldados imperiales (N. del T.).

11 Importantes editores alemanes de prensa y libros (N. del T.).

12 Señor cerrojo, en alemán (N. del T.).

13 El texto que Karl Liebknecht cita a continuación es el himno Firme castillo es nuestro Dios, compuesto por Lutero en 1529. Heine lo llamó «la Marsellesa de la Reforma» (N. del T.).

14 Wilhelm Pieck, compañero de Liebknecht y Luxemburg en la Liga Espartaquista, años después, sería el primer presidente de la República Democrática Alemana (N. del T.).

15 Hermann Ehrhard, jefe del tristemente célebre cuerpo franco denominado Brigada Ehrhardt, que participó en 1920 en un golpe de Estado contra la República de Weimar y en otras actividades «contrarrevolucionarias» (N. del T.).

16 En 1920, el político Wolfgang Kapp trató de dar un golpe de Estado apoyado por los cuerpos francos (N. del T.).

17 Mítica montaña de la cordillera del Harz, en la que en el Fausto de Goethe las brujas celebran la noche de Walpurgis (N. del T.).

Título original: November 1918 III. Karl und Rosa

Diseño de la cubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

Fotografía de la cubierta: Prussian Soldiers WWI, de la web www.photobucket.com por cortesía de KofSn1per

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La traducción de esta obra ha recibido la ayuda del Goethe-Institut fundado por el Ministerio Alemán de Asuntos Exteriores.

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Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual

Primera edición impresa: abril de 2014

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

Originally published as: “November 1918 – eine deutsche Revolution -

Karl und Rosa (vol. 3)”. First published 1950 by Karl Alber Verlag, München

© S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main, 2008

© De la traducción: Carlos Fortea, 2014

© De la presente edición: Edhasa, 2014

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ISBN: 978-84-3501-048-1

Producido en España

En medio de la vida nos hallamos

rodeados de muerte;

¿a quién buscar que ayude,

que otorgue clemencia?

(Salmo antiguo)

LIBRO NOVENO

 

El final de una revolución alemana

El Gobierno, sin obstáculo terrorista alguno

Como se recordará, el Gobierno había luchado por la libertad de prensa. En las negociaciones, durante los combates, había declarado con el mayor énfasis que, como Gobierno democrático, no podía regatear en eso. Ahora había llegado la hora de la victoria, y por eso el 16 de enero, jueves, los periódicos pudieron informar, sin obstáculo terrorista alguno:

«Los dirigentes espartaquistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg fueron, ayer por la noche, víctimas de la ira popular. Fueron literalmente despedazados delante del Hotel Edén, al que habían sido trasladados después de su detención en Wilmersdorf. El espantoso acontecimiento, terrible en sus detalles, ocurrió de la siguiente forma:

»Cuando, en la tarde de ayer, se difundió por los alrededores del Hotel Edén el rumor de que los dos cabecillas espartaquistas habían sido atrapados y trasladados al Estado Mayor de la división de tiradores de caballería de la Guardia para ser llevados a Moabit, delante del hotel se reunió con la rapidez del rayo una gran multitud, que lanzaba maldiciones e insultos contra los detenidos. Pasadas las once, ambos fueron sacados del hotel bajo fuerte cobertura militar. Pero la multitud se precipitó sobre ellos y los arrancó de las manos de sus acompañantes. Personas desconocidas les golpearon. Fueron literalmente hechos pedazos. Cuando el cuerpo de Luxemburg fue metido en un coche, un hombre saltó al vehículo ya en marcha.

»No se tiene rastro del paradero de Rosa Luxemburg. Karl Liebknecht fue inscrito a lo largo de la noche, muerto, como “varón desconocido” en la casa de socorro del Zoologischer Garten».

La burguesía, incluyendo las filas de la socialdemocracia, respiró aliviada. El hecho era sin duda terrible en sus detalles, pero era un acto de autoayuda. Los periódicos burgueses no consideraron necesario ocultar su satisfacción. Uno de ellos escribió: «Justicia de Lynch, pero casi un juicio de Dios».

Otros no compartían esa opinión. El propio subsecretario de Estado de Ebert y el comisionado del pueblo Landsberg vagaban trastornados por la Cancillería cuando la noticia se difundió. Landsberg llegó a declarar: «El gabinete no sobrevivirá a esto». Gustav Noske, al que lo hecho no bastaba y que aún tenía en mente grandes hazañas, lo encontró muy exagerado, y se le notaba que, en cualquier caso, él sí sobreviviría. No podía, dijo, derramar lágrimas por esos dos. Habían sido culpables de una guerra civil. Triste destino más, triste destino menos, había que neutralizarlos como cabecillas.

Y Philipp, Philipp el Único, Scheidemann, el alegre Scheidemann, en cuyo corazón, como el sol en el imperio de Felipe II, no se ponía el buen humor, ¿qué opinaba él? La eternidad, en la que ya había entrado como un cordel, había abierto su boca gigantesca y lo había devuelto entre los vivos como la ballena al profeta Jonás, como un préstamo, para que disfrutaran un rato más de él. La confusión con su vestimenta, en la noche del baile victorioso de la revolución, había quedado finalmente resuelta. Porque sus ropas podían sin duda competir con él, podían bailar, bambolearse, embriagar con elegancia y seguir, flexibles, adaptables, todos los caprichos de las perfumadas bayaderas, cortesanas y partisanos... pero no disponían de esa calva, esa calva y esa noble barba, ni de su hechicera verborrea, su apretón de manos y, ah, su beso. Y por eso la eternidad abrió una vez más sus fauces gigantescas y lo devolvió.

Para conocer la vida interior de un estadista alemán, hay que haber asistido al primer mudo encuentro de Philipp con sus ropas, tal como volvió a encontrarlas, planchadas, colgadas de un nuevo hilo. ¿Y qué dijo Philipp, de regreso a la tierra, al recibir la noticia del asesinato de Karl y Rosa?

Movió la calva espejeante. Ya lo había dicho él. Era previsible. Quien siembra vientos, recoge tempestades, y quien nunca el pan comió con lágrimas puede considerarse afortunado.

En ese momento, lágrimas de emoción ahogaron su voz. Ya querían liberarlo de la necesidad de dar testimonio, cuando apuntó que aún había algo que le pesaba, y lo dijo:

–Lamento sinceramente la muerte de ambos Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg. Lamento la muerte de cada uno de los dos, no porque eran mis amigos sino, al contrario, aunque no lo eran, como un ser humano que sobrevive a dos seres humanos que han tenido que pagar su tributo a la implacable muerte. Sea como fuere: llamaron un día tras otro a derribar al Gobierno. Ahora, ellos mismos han sido víctimas de su sangrienta táctica.

Conmovido silencio, carraspeos, pañuelos, telón.

* * *

Registraron la casa de Liebknecht. Como era de esperar, encontraron material de propaganda ruso y una correspondencia que movió a la Cancillería a pasar a la ofensiva. El Gobierno envió una nota de protesta a Moscú en la que afirmaba que habían salido a la luz pruebas irrefutables de que el movimiento insurgente en Alemania estaba siendo alimentado con recursos oficiales rusos y apoyado por órganos rusos, y que en él habían participado personalidades oficiales rusas. El Gobierno elevaba la más severa protesta contra semejante injerencia en los asuntos internos alemanes.

Luego... se filtraron algunas cosas.

Dado que el Hotel Edén se encontraba en el centro de Berlín, había gente que sabía que aquella noche, entre las diez y las doce, en absoluto multitud alguna lo había rodeado. El coche de Rosa tampoco había sido atacado, sino que había seguido su camino sin ser molestado por las desiertas calles nocturnas de la zona. Ninguno de los dos había sido arrebatado en la calle a los soldados, y después abatido y arrastrado: no cabía hablar de secuestro por parte de la multitud. En cambio, algunos habían oído decir a los soldados en el Hotel Edén que había que librarse sin más de aquellos Karl y Rosa.

Entonces, el proletariado berlinés y el comité central se hicieron cargo del asunto. Se emplearon a fondo en averiguar la verdad. El Gobierno, por más que se resistía y se hacía el sordo, se vio sometido a presión. (Estaba en una situación imposible, porque ¿a quién debía la, hasta el momento, feliz limpieza de Berlín, y con quién debía acometer la limpieza del país?) Pero tuvo que conformarse con ordenar una rigurosa investigación del caso. Se le oyó decir:

«Sin duda ambos han faltado gravemente al pueblo alemán. Pero un acto de linchamiento como el que parece haberse cometido con Rosa Luxemburg perjudica al pueblo alemán. Si en el caso de Rosa Luxemburg la ley parece haber sido violada, el caso Liebknecht todavía requiere esclarecer si se actuó conforme a las normas legales.»

Porque, según se había «investigado», Karl Liebknecht había sido abatido al tratar de fugarse durante su traslado a la prisión. Había habido una avería por el camino y se había tenido que invitar al prisionero a descender del vehículo. Éste había aprovechado ese momento para llevar a cabo un intento de fuga, que obligó a los militares que lo acompañaban a hacer uso de sus armas.

Y cuando, en la rigurosa investigación prometida, se quiso entrar a investigar este crimen rodeado por la doble oscuridad de la noche y el silencio de todos los implicados, el Gobierno declaró que por desgracia estaba sujeto al principio jurídico de que nadie podía ser sustraído a su juez natural.

Y resultó que los jueces naturales de los oficiales acusados, los jueces a los que el Gobierno estaba vinculado por aquel principio jurídico, eran los propios camaradas de los oficiales.

Se llama a eso jurisdicción militar, basada en este caso en un principio: perro no come perro.

Sin embargo, la opinión pública, que tanto tragaba, no toleró tal cosa, ni siquiera bajo el signo de la recién conquistada libertad de prensa. Hubo gente, incluso grupos enteros, que osaron hablar a pesar de la conquistada libertad de prensa. Y bajo esa presión el Gobierno retrocedió otro paso, que no obstante había de ser el último, y organizó o logró que se incluyera en la investigación a dos miembros del Comité Central y dos miembros del Comité Ejecutivo de Berlín. El tribunal estuvo presidido por la división de tiradores de caballería de la Guardia.

Los representantes del proletariado berlinés, que querían la verdad (¿Por qué, en realidad? ¿Qué pensaban hacer con la verdad? Sabían ya tantas cosas de las que no hacían ni el menor de los usos), presentaron propuestas, y las propuestas fueron rechazadas, como era de prever, por el director de la investigación, un tal juez militar J. Entonces dimitieron con estrépito, lo que también era de prever. Su dimisión recordó sus anteriores desfiles con hermosas banderas rojas. Su estrépito tuvo el siguiente texto:

«Exigimos un tribunal civil ordinario:

1º Porque nuestras exigencias no han sido aceptadas por el Gobierno;

2º porque, a pesar de las repetidas solicitudes presentadas los instigadores, autores y cómplices del delito, identificados por testimonios de testigos, no han sido detenidos;

3º porque esto ha hecho posible la fuga a los implicados, y

4º porque existe el peligro de que se eche tierra al caso.»

La declaración de los miembros del Comité Ejecutivo Central que participaron en la investigación preliminar y ahora salientes terminaba:

»Rechazamos ante el proletariado del mundo tomar parte en un procedimiento judicial que permita borrar las huellas del acto y sustraer al brazo de la Justicia a los asesinos.»

Qué viriles palabras. Pero, por preguntar una vez más: ¿qué buscaban los miembros del Comité Ejecutivo Central al buscar la verdad, cuando no sabían hacer nada con muchas otras verdades y, al fin y al cabo, detrás del «tribunal de camaradas» estaba su Gobierno, el Gobierno al que habían alzado sobre el pavés y habían apoyado... y todavía apoyaban?

* * *

El final de la historia se cuenta con rapidez. Una vez constatado que Rosa Luxemburg fue abatida de dos culatazos y se desplomó inconsciente, después de lo cual un oficial le metió una bala en la cabeza, mientras sobre Karl Liebknecht, que iba escoltado por seis hombres armados, se abrió fuego a corta distancia, el presidente del tribunal pidió la pena de muerte por asesinato contra los cuatro oficiales que habían disparado.

El tribunal los absolvió, aunque admitía que había indicios de que entre los oficiales se había producido una conspiración para matar a Liebknecht.

No obstante, se dispuso arresto domiciliario para el teniente L.; al teniente V., que acompañaba a Rosa, se le impusieron dos años de prisión por «negligencia in vigilando» y «eliminación de un cadáver» (pero él prefirió irse a Holanda con un pasaporte falso, y fue posteriormente amnistiado); el cazador Runge, que seguía sin poder hacer bien a nadie, tuvo realmente que ingresar en prisión (se comprende, por intento de asesinato) durante dos años. Mientras estaba en su celda, pensaba que quien anda con poderosos sale mal parado.

Gustav Noske, al que se le había confiado el cargo de perro de presa, confirmó la sentencia, esta vez como «Gobernador de la Marca de Brandenburgo», después de que sendos dictámenes de las jurisdicciones civil y militar expusieran alegremente que no cabía esperar penas más duras en caso de reapertura del proceso.

* * *

El cadáver de Rosa fue sacado del río en mayo. El entierro de ambos en Friedrichsfelde tuvo lugar con una gigantesca participación del proletariado berlinés, y se convirtió en una manifestación que casi alcanzó la del 6 de enero. Estuvo formada por la misma masa que salió a la calle aquel día, sólo que ahora lo tenía más fácil que en enero. Porque ahora no había que discutir ni que deliberar sobre qué objetivo había que lanzarse. Ahora el objetivo estaba claro.

Iban a un cementerio.

Se despeja el campo

Leo Jogiches, el viejo conspirador pelirrojo, que había vuelto a salir de prisión, estaba roto e irreconocible. Aprovechó el tiempo que siguió a la muerte de los dos para seguir el rastro de los asesinos. Reunió testimonios de testigos, y llegó incluso a tener en su poder la foto que mostraba a los asesinos durante la celebración de su victoria en el Hotel Edén. No le sentó bien. En marzo volvió a ser atrapado, y esta vez fue asesinado en el cuartel de la policía por el funcionario T., de la brigada criminal.

Aquel severo teniente Dorrenbach, antiguo jefe de la antigua División popular de la marina, que antes de Navidad había encerrado en la Cancillería al Comisionado del Pueblo Ebert, fue a caer en los brazos del mismo funcionario de la criminal.

Tampoco Dorrenbach sobrevivió al encuentro con el mortífero funcionario.

Friedrich Ebert ya no ostentaba el modesto cargo de Comisionado del Pueblo, que aún llevaba pegado el color rojo de la revolución. Había conseguido quitarse hasta el último resto de ese maquillaje, y había alcanzado la meta de sus deseos. La Asamblea Nacional le puso la cómoda toga burguesa de Presidente de la República.

Vertió una gota de vermut en su vino el hecho de que, ya el 18 de enero, aniversario de la fundación del Imperio por Bismarck, hombres que tenían que estarle próximos confesaran lo siguiente:

«Creíamos asegurada la existencia del Imperio durante siglos. ¿Y hoy? Al cabo de apenas medio siglo ha vuelto la vieja miseria, y estamos más hundidos que antes.

»También ahora, Alemania sólo pudo ser vencida por estar desunida.

»Pero, en última instancia, fue el veneno socialdemócrata del internacionalismo y la negación del Estado el que dejó indefenso al Imperio.

»Qué dolorosamente equivocados estaban aquellos que, con sonriente optimismo, rechazaron el peligro socialdemócrata. En el futuro, también será nuestro peligro. No sanaremos si no superamos el espíritu socialdemócrata.»

Ebert hizo todo lo posible para apaciguar a sus críticos. Pero no pudo contentarlos.

Lo abrumaban, por delante, con declaraciones de simpatía, y lo atacaban por detrás. Después de Karl y Rosa, liquidaron a Erzberger y Rathenau y a centenares más.

La revolución agonizaba.

Erwin y Lucie

Echemos aún una mirada a estos dos. Aquí nada había salido mal.

Estos dos habían intentado jugar el uno con el otro, lo que (afortunadamente) no habían podido hacer. Lucie tuvo que confesar que bebía, y Erwin no pudo esconder indefinidamente en el sótano a su dulce Bella.

Lucie, una vez ahuyentado en toda regla el fantasma ideal que había pretendido, demostró ser, en lo sucesivo, una criatura enérgica, alegre y realista. Ya no quería ir, ni con Erwin ni con ningún otro caballero, de viaje por el mundo o el universo para ver si quizás encontraba su verdadera esencia. Se sentía bien, enteramente en casa y felizmente llegada a su destino.

Erwin, por su parte, una vez alcanzada la sabiduría sin necesidad de prolijas excursiones, gozaba de su nueva y razonable existencia. Casi con violencia, ya no intentaba hacer de sí más de lo que había en él, como un sapo buey que se somete a tal presión interior que amenaza con hacerlo explotar. Había soñado, después de la llamada a despertar y bajo la influencia de Lucie, que se alzaría como un Ave Fénix de las cenizas del viejo Erwin. Podía pasarse sin eso, sí, incluso era mejor. (¿Pero quizás era ese el camino del Fénix? Ni Erwin ni Lucie lo tenían en cuenta, pero no vamos a descartarlo.) También él, una vez superada la prueba y la catástrofe, resultó ser un hombre alegre y nada profundo, que a veces incluso podía ser de una ingenuidad desarmante. Se vestía con elegancia –tanto él como Lucie disponían del dinero preciso–, seguía amando las cosas bellas.

Pero entre las cosas más bellas, que cultivaba minuciosamente, estaban el amor de Lucie y su amor por Lucie (en cuyo amor él veía una parábola de amores superiores, pero sin dar más pasos en esa dirección). Ya no escribía obras de teatro, porque se preguntaba: ¿para qué? La gente puede pasarse sin mis obras. Han hecho la guerra sin mis obras, han hecho la paz sin mis obras. Si fuera un panadero, aún podría decir: hay gente que necesita mi pan. Pero, ¿para qué hacen falta mis obras, entre las ocho y las diez de la noche? Que otros les diviertan en esas horas. Yo prefiero abrir los ojos.

Él (y Lucie) empezaron a entregarse con más intensidad que nunca a la existencia, incluso a leer, cosa que él apenas había hecho antes, a reflexionar y a discutir. Quería aclarar su mente. No lo hacía con la impetuosidad de un Friedrich Becker (un personaje del que Lucie y él se habrían alejado), sino con cautela y delicadeza, conforme al temperado clima de su formación y su pasado. Erwin era uno de esos que acarician las puertas de bronce de la verdad e incluso a veces llaman a ellas, pero retroceden asustados cuando parece que van a abrirse. Entonces se marchan de allí y hacen como si no fueran ellos los que han llamado. Erwin prefería fijarse en los que salían.

Aun así, hicieron el viaje a América, en el verano de 1919, a través de Italia. Tuvieron que llevar consigo a Laura, la volcánica hija del primer matrimonio de Erwin. Ella no se dejó disuadir, y Erwin logró apartar durante unos meses a la encantadora criatura de su ex esposa, Klara, bajo solemne juramento de cuidar de ella y devolverla sana y salva.

Sin embargo, América fue más fuerte que su juramento. La libertad de la vida que llevaban allí atrajo enormemente a Laura. Mientras Lucie estaba ocupada tramitando su divorcio (tenía un marido en Filadelfia), Laura visitó el nuevo continente y fue a parar sin darse cuenta al lejano Oeste. Allí se reveló como un talento cinematográfico. Y cuando Lucie y Erwin, ahora matrimonio, fueron a recogerla, tenía ya su primer contrato y representaba un pequeño papel. Trataron de ablandarla recordándole el juramento que también ella había prestado. Pero ella declaró que no tenía otro remedio más que ser perjura, y que ya lo arreglaría con su madre. Así que se quedó y, según le pareció a su propio padre, con razón. Porque, ¿qué tenía Europa que ofrecerle?

Al cabo de dos años, Laura volvió a presentarse en casa de su madre, en Hamburgo, con su primer bebé y su segundo marido. Porque, como ella decía, al otro lado del charco todo ocurría más rápido que aquí. Klara estaba perpleja, porque pensaba en el lento sufrimiento de su primer matrimonio, en torno a 1900, con todas sus difíciles consecuencias, entre las que también se encontraban las cartas, y en cómo Erwin no había podido reunirse con su Lucie hasta pasados veinte años, no sin culpa suya.

* * *

Por aquel entonces, empezaron a circular curiosos rumores sobre Stauffer, que pasaba mucho tiempo en el extranjero y en una ocasión había estado más de un año ausente de Alemania. No vamos a omitirlos por entero, porque a veces los rumores contienen un núcleo de verdad y a veces incluso revelan más de la verdad que la realidad, que la cubre con una quebradiza cáscara.

Según uno de esos oscuros rumores, Erwin, enterado por el hallazgo de unas viejas cartas de ciertos acontecimientos de su pasado, se había puesto en camino para buscar su destino, en concreto cierta persona mencionada en las cartas, naturalmente una mujer. No había podido encontrarla en Europa. La había seguido a través del océano, hasta América, como a una ensoñación que se le escapa a uno. Y allí se le arrimó, a él, que buscaba desesperadamente y no encontraba nada, no la persona mencionada en las cartas, sino una joven que conocía sus obras y había leído acerca de él en los periódicos. Ella le ayudó en sus investigaciones y, al no dar éstas resultado alguno, él se acordó del clásico dicho: para qué buscar lejos lo que está cerca. Y lo que estaba cerca estaba muy cerca, y era la joven, y se casaron y vivieron felices.

Pero ¿por qué después Erwin iba tan raras veces a Europa y Berlín, y solo, y no hablaba de su esposa americana y del feliz y singular final de su caza de sueños? Oh, había motivos, decía el rumor, y además terribles. Su matrimonio con la joven dama había quedado roto después de un corto período. Tuvo que ser anulado, porque resultó que el desdichado se había casado con su propia hija. Su propia hija, imagínense, y se había convertido de ese modo en una variante de Edipo. Porque aquel había desposado a su madre, Erwin a su hija... Edipo quería escapar a su destino, pero Erwin, cansado del vacío de la vida europea, buscaba, exigía un «destino», y creía que una mujer podía dárselo. Después de la desgracia, Stauffer no se sacó los ojos a la manera de los griegos clásicos, pero, decía la fama, quedó sumido en una depresión y evitaba su ciudad natal.

Y, ¿cómo salió todo esto a la luz del día si Erwin y su joven esposa nada sabían el uno del otro? ¿Qué vidente Tiresias llevó luz a la oscuridad, y qué testigos aparecieron? Vidente y testigo, todo en uno, se presentaron en una persona, en forma de... la figura de ensueño que él no había encontrado. Porque vivía, vivía realmente en América, y era una persona sobria y entrada en años, que realmente no tenía nada de ensueño, o al menos ya no. Y se enteró por noticias de prensa de la extraña aventura del conocido autor europeo, su antiguo amante, y luego tropezó con el apellido de su joven esposa. Porque conocía ese apellido como el que la señora Stauffer había adoptado en su segundo matrimonio, y sabía también de la hija de Stauffer, llamada Laura. Sorprendida, aquella persona amargada y desocupada se puso en camino, fue a parar al feliz hogar de Erwin, para llegar al fondo de aquel secreto. Sobresaltó a Erwin con su mera presencia, él retrocedió, aquello era lo que había estado buscando, y entonces ella lo descubrió todo, y la dicha de ambos se fue a pique.

Reconocemos los elementos a partir de los cuales se construyó esta fábula: el impetuoso afecto de Laura hacia su padre, del que tanto tiempo había estado privada, el común viaje a América, y el hecho de que, en efecto, al menos la primera vez, él había vuelto a Europa sin Lucie, que aún estaba ocupada en el otro continente. Aquella época se entregaba mucho a las fantasías edípicas. Se sentía culpable, agobiada, y no sabía por qué.

* * *

Había otro rumor que se acercaba más a la realidad. Según él, Erwin había vuelto a encontrar al fin a su Lucie, que le había sido tan trágicamente sustraída. Después de una serie de acontecimientos que, tal como se decía con sarcasmo, ni él mismo habría sido capaz de inventar, se la había traído a Berlín y vivía con ella en un hotel y en una casa de las afueras. Estaba completamente americanizada. Resultó que no se soportaban. Ambos habían envejecido y cambiado. El inicial resto de ímpetu juvenil, que los engañó a ambos, no tardó en esfumarse. Ambos habían buscado algo sensacional en el otro, y naturalmente no lo habían encontrado. Lo único que resultó fue que ella bebía, y él era un tiquismiquis. Contaban con pasable exactitud el incidente del hotel, que ya conocemos, en el que la pareja se encontraba en el pasillo... él habitaba su apartamento de lujo, y ella, después de su debacle amorosa, se alojaba en el desván en el cuarto de una empleada del hotel, con sus gatos y muchas botellas de aguardiente. Y cuando Stauffer se encontró en el pasillo con esa leyenda que era su embriagada desaparecida, rodeada de divertidos huéspedes, para él se acabó todo. Y, posteriormente, también para ella.

Según este relato, el irritado Stauffer había enloquecido. Había perdido completamente su equilibrio, cuando se le tenía por una persona decente. De cara al exterior seguía viviendo con la americana, no se sabía por qué, pero mantenía delante de sus narices una relación con una joven actriz de Dresde a la que alojaba con todo descaro en su vivienda de las afueras. Pero la joven Bella no era la única con la que mataba el tiempo, en protesta porque su «gran amor» hubiera quedado en nada.

Y, cuando regresó de un viaje con una de esas hermosas que le aflojaban el dinero y buscó su vieja llama, se encontró con que el pájaro americano había volado, llevándose los gatos y el alcohol. Y, si antes aquella Lucie no se cansaba nunca de escribir cartas, esta vez no había dejado ni una línea.

Se había separado de él, que por ella había apostado toda su vida, al menos la interior. Lo había arrancado de cuajo de su corazón, como a un trasto viejo.

Lucie se fue a Suiza a casa de su amiga, una condesa, en cuya casa Stauffer la había descubierto, para desgracia suya. Cínicamente, confesó a su espantada amiga, que todavía recordaba las maravillosas circunstancias del reencuentro y de su joven dicha:

–Él no era nada, y yo tampoco.

La condesa:

–¿Y los veinte años de espera?

–Tonterías, romanticismo, en su caso y en el mío.

Era horrible oír tal cosa. Ella citó a Goethe:

–«El eterno femenino nos eleva..», y eso quiere decir yo a él, oh, cielos.

Se echó a reír. Aún estuvo unas cuantas semanas en Suiza, hasta que unos telegramas la llamaron a América, telegramas de su gordo marido de Filadelfia, que al parecer sentaron bien a Lucie. Cogió sus cuatro trastos y tomó en Génova el primer barco que salía de Europa, ese continente que convierte las verdaderas ideas en ilusiones y lo miserable en realidad. El barco era un pequeño vehículo, que debía llevarla a Lisboa para embarcar en un vapor transoceánico.

Sin embargo, al pasar por delante de Gibraltar el vehículo embistió una mina flotante de la guerra. Y Lucie no estuvo entre los rescatados. Por eso, se decía, desde entonces Stauffer había llevado una vida errática. Estaba desde ese momento marcado por el silencio y condenado a la esterilidad.

Quien los conozca a ambos y a su vida verá que su existencia fácilmente hubiera podido tomar ese rumbo. Pero la Lucie real no había sacado a su Erwin de su germánico adocenamiento, lindante con lo delictivo, para que siguiera como hasta entonces. Desde ese momento ya no hubo cómodo seguidismo. Habían descubierto que los vicios no dejan de ser vicios porque se practiquen de forma colectiva. Erwin ya había caído en la trampa, ella lo había atrapado.

Vivía decididamente, con un grito de alerta en el corazón, en la «torre de marfil» que todo el mundo escarnecía. Pero, ¿era la suya la soledad del esteta?

En una ocasión, Lucie dejó encima de su mesa, con una grave sonrisa, un tomito del místico Suso, y señaló la frase: «Vive como si fueras la única criatura sobre la tierra».

–¿Qué te parece esto, Erwin?

Él hojeó el librito y encontró: «La fuerza que se obtiene cuando uno se aparta de las cosas es mayor que la fuerza que concede la posesión de las cosas». «Si quieres servir de ayuda a todas las criaturas, apártate de todas las criaturas».

Aquello sonaba distinto de los eslóganes cotidianos, que gritaban «colectividad» y «colectividad». Y aunque aquellas frases también iban mucho más allá de lo que podía pasar por la mente de un Stauffer, la dirección en que iban le gustaba, y era la suya.

Se resistió a todos los llamamientos. Nunca se dejaba ver en público. Se condenó él mismo a muerte, como algunos decían (aunque no eran muchos los que hablaban de él).

Cuando alguien le preguntó, él mismo declaró que no estaba maduro ni para un compromiso político ni para una profesión de fe intelectual o religiosa. Estaba indeciso respecto a muchas cosas, y eso era también lo que quería parecer.

Le preguntaban qué hacía entonces, si mantenía como otros un círculo de discípulos o seguidores. O qué si no.

Él sólo podía responder con modestia que no, no tenía discípulos. Pero, hasta donde él sabía, tampoco los demás hacían nada. Ni podían hacer nada. No, ningún ser vivo podía hacer nada. Así estaban las cosas.

Algo oscuro se alzaba en Europa.

La soledad se hacía opresiva.

Nada era duradero, nada crecía, nada prosperaba.

La existencia se hacía, año tras año, más sombría.

Apetecía esconderse, presa de escalofríos.

Friedrich Becker sale de prisión

Cuando Friedrich Becker salió de prisión, al cabo de tres años –un hombre alto, serio, levemente encorvado, de cerrada barba castaña, con la misma ropa que llevaba el día en que salió a escondidas de la clínica privada en la que lo habían escondido y se entregó voluntariamente–, no había nadie esperándole en el portal.

¿Quién iba a venir? Durante el proceso, había rechazado la ayuda política, su madre estaba ofendida y llevaba meses sin ir a visitarlo, Hilde y Maus, el joven matrimonio, se habían mudado a Karlsruhe hacía mucho, el doctor Krug había sido trasladado a Magdeburg... ¿y el joven Heinz Riedel, dónde estaba, qué había sido de él?

El tranvía circulaba, entraba en Berlín. Becker miraba atentamente a su alrededor y disfrutaba del fresco sol de marzo, de las calles y del vehículo, de la conversación de la gente en el andén. Se bajó antes de su parada y vagabundeó por la Alexanderplatz.

Se sentía tranquilo y equilibrado, reconciliado consigo mismo y con el mundo.

No habría podido tocarle en suerte dicha mayor que aquella pena de prisión.

Pasó por delante del cuartel de policía, de un rojo sombrío, y echó una mirada a la Kaiserstrasse. Miró la fachada del cuartel y revisó las ventanas. ¿En cuál de ellas había estado entonces con Heinz? La fachada no tenía ningún hueco, hacía mucho que los daños habían sido reparados. La poderosa puerta de hierro, entonces convertida en barricada, estaba abierta de par en par, se podía pasar sin que nadie lo impidiera. Pero no entró en el patio. Se quedó al pie de la escalera y dejó vagar la mirada por el ancho zaguán, pensando en los buenos de entonces.

Luego fue a casa de su madre. Ella estaba acostada. Se alegraron de verse. Estaba a punto de irse a vivir a Colonia con su hermano, le dijo a Friedrich que la acompañase. Pero aquello era demasiado apresurado para él. No se dejó convencer. Cuando ella se fue, él pasó un tiempo dando vueltas por Berlín, desocupado.

Había perdido su puesto en el colegio, en un procedimiento disciplinario. Indagó el paradero de Heinz, y supo por su madre que, después de cumplir una corta pena, se había trasladado a la zona insurgente del centro de Alemania, había combatido allí como aquí, y había caído. Los desdichados padres (el padre había sido indultado pasados dos años) habían hecho trasladar el cadáver a Berlín.

En aquellos hermosos días de primavera, en los que todo se renovaba, Becker iba a menudo a visitar su tumba y la del director. Se decía:

«¿Les debo, como Antígona, visitar sus tumbas, traerles flores y rezar por ellos? ¿Se me ha impuesto el destino de Antígona, limitarme a llorar a los muertos? Sobre ella pesaba un horrible fatum de la Antigüedad, como pesa un fatum sobre estos muertos. Pesa sobre todos nosotros, que no podemos vivir juntos en paz, hemos sido expulsados del paraíso, empujados al crimen y a la guerra. Pero el mundo ha mejorado desde los tiempos de Antígona. La maldición nos ha sido levantada. Podemos respirar. Dios no es malo y no nos lleva a cometer un crimen en un cruce de caminos.»

Acarició la hierba que cubría las tumbas. Amaba los muertos, porque eran seres como él. También él seguiría su camino. Amaba su muerte, porque Dios se la había enviado.

* * *

El contrato de alquiler duraba hasta octubre. Estaba solo en la vieja casa medio vacía. Muchos pensamientos le ocupaban. No tocó un libro. Ni siquiera estaba en condiciones de abrir la Biblia, era demasiado grande para él. Le bastaba con saber que el viejo libro estaba a su lado.

Cuando el doctor Krug fue a visitarle, el cachazudo y rechoncho científico casi no reconoció al hombre manso y barbudo que le abrió la puerta. Fue la misma sorpresa que entonces, cuando Becker regresó de la guerra como una calavera. Pero en esta ocasión el aspecto de Friedrich le estremeció aún más.

Becker le tranquilizó: su condena había sido demasiado corta, le habrían hecho falta unos cuantos años más. Pero los funcionarios de prisioneros eran unos burócratas endurecidos. Lo habían expulsado brutalmente a la libertad.

–Y usted, Krug, ¿qué hace con su libertad? ¿Cómo se las arregla? Deme una señal.

Krug le habló de su incómodo ambiente de Magdeburg. Maldijo a los idiotas y reaccionarios de allí.

Becker asintió, era la vieja canción.

–Se complica usted mucho la vida, Krug. Se plantea aspiraciones demasiado altas, aspiraciones erróneas. ¿Tengo yo, que soy filólogo clásico, que llamarle a usted, que es científico, al realismo?

Charlaron. Krug le habló con tristeza de las nuevas circunstancias del país, de la inquietud interior en Alemania, del tratado de la paz, de la Sociedad de Naciones, que había quedado en nada –y cómo la habían lanzado entonces a los cuatro vientos, incluso se había creído en ella–, de la eterna disputa entre Inglaterra y Francia y de las otras rivalidades, de la peligrosa dictadura rusa, que se consolidaba, en contra de lo esperado, y de que América volvía a dejar a Europa abandonada a sí misma.

–Y todo eso le excita a usted –contrapuso Becker–. ¿Pero, por qué limita su preocupación a unos pocos países? Hay más cosas que América, Europa y Rusia. También se puede hablar de China. También existe la India, y la Polinesia. Pero usted conoce la geografía tan bien como yo. En todas partes encontrará los mismos problemas, a veces aquí, a veces allá, un poco más graves que en otra parte. Desde luego, las zonas de peligro se desplazan a menudo. ¿Por qué de pronto la salvación ha de venir de América? Puede estar seguro de que la gente de allí es exactamente como la de aquí, y se nos parecen a usted y a mí y a su gente de Magdeburg. Pero así hacemos siempre, pensamos que el otro podría hacer más. Uno siempre le echa la responsabilidad al otro. No se agobie demasiado, querido Krug. No extienda su preocupación a cosas demasiado alejadas. Al fin y al cabo, uno sólo se mueve en un cierto entorno, y tiene que darse por satisfecho con controlarlo. La única pregunta es si lo hacemos. Y ahí está el mal.

Luego, como Krug no quería ceder, Becker dijo que nada podía conseguirse al cien por cien.

–Resígnese, vivimos en el mundo. Es el estado intermedio de la Humanidad entre el Cielo y el Infierno, y al ser humano no le gusta estar en medio.

Antes, Krug habría protestado ante tales observaciones o las habría dejado pasar encogiéndose de hombros. Ahora entendía mejor. Dijo que entonces no quedaba más remedio que rendir las armas y desesperarse.

Becker se le quedó mirando largo tiempo, como si estuviera examinándolo:

–Sería bueno que hubiera llegado usted a eso, Krug. Entonces no me vendría con América y Rusia. Entonces podría realmente encontrar ayuda, en fuentes que sólo la desesperación abre. Por lo demás, nuestro mundo no es el único, de eso puede estar absolutamente seguro. Le recuerdo lo que me contaba de esa radiación oscura que ha descubierto la Física moderna, rayos que no brillan, pero en ciertas circunstancias hacen brillar a otros. Por aquel entonces, esos relatos me interesaron mucho. Piense en esos rayos. Nosotros, con nuestro cuerpo, sentidos y cerebro, nos movemos tan sólo en el ámbito de ciertos rayos, que son nuestro espacio vital. Ése es todo el mundo visible, con sus continentes y formaciones, que conocemos. Y ese mundo visible no es más que un fragmento, la mitad, la cuarta o la octava parte de la realidad, quizás incluso tan sólo una realidad aparente. En cualquier caso, y con absoluta seguridad, este mundo en el que nos movemos y al que llamamos «el mundo» necesita completarse. Y consecuentemente lo que vivimos con nuestros sentidos y nuestra conciencia no es la vida entera, y nuestros pensamientos no son los completos, quiero decir los auténticos. ¿Por qué pues agarrarse tan convulsivamente a este fragmento? La furia porque esto no funcione es completamente injustificada e irreflexiva. ¿Cómo va a funcionar un fragmento? Aquí no hay ningún cosmos. El cosmos es un espejismo de hechos falsos. Pero, por otra parte, observamos la belleza y la Ley, y el orden y la armonía, y nuestra tendencia hacia ellos, y todo eso es, por decirlo en términos de la Física, resplandor o reflejo de rayos que vienen a parar a nuestra esfera desde algún otro sitio. Creo que tenemos que acoger esa belleza, y la armonía y la dicha que encontramos a veces, como un guiño y como una invitación, quizás incluso como un sendero. Tiene razón, Krug, no lo tenemos fácil aquí. Pero no hay razón, por emplear sus palabras, para rendir las armas.

Krug se esforzaba en seguir sus razonamientos. Tenía la mejor voluntad. Estaba incluso ansioso de averiguar algo. Dijo:

–Suponga que puedo seguirle, Becker, desde un punto de vista lógico, intelectual. Y que me tomo la molestia de adoptar sus ideas. ¿Qué puedo hacer con eso en mi miserable entorno, en Magdeburg, en la clase de Física de mi instituto?

Becker rio con él:

–La verdad es que no lo sé. Pero sea sincero, usted no se pone en mi punto de vista y no lo acepta. No me replique, sé que va tanteando, ya es algo, pero, si llega a hacerlo, responderá usted mismo a su pregunta. Me acuerdo de mi propio estado en la época de mi convalecencia, a finales de 1918, principios de 1919. Quizás usted también se acuerde. Estaba restablecido y había recobrado el control de mí mismo. Ya podía caminar bastante bien. Pero había una cosa que no funcionaba: no sabía qué hacer, qué hacer con mi vida. Leía periódicos sin cesar y me mantenía, como suele decirse, al corriente. ¿Dónde intervenir, dónde encontrar mi sitio? Conoce usted mi convicción. Soy cristiano. ¿Qué debo hacer, en tanto que cristiano? Me hacía esa pregunta, como usted se pregunta: ¿Qué puedo hacer en mi miserable entorno, allá en Magdeburg, en mi instituto? Por fin... simplemente me puse en movimiento. Preguntar no me llevaba a ningún sitio. Y entonces resultó que, aunque únicamente iba a un colegio, como usted, me vi ocupado, sometido a prueba, en gran medida, casi más de lo que podía asumir y dar. Usted lo sabe, entonces me puse en marcha, y ahora he salido de la prisión y sigo en la misma marcha.

Krug:

–Porque usted es cristiano, Becker. De ese modo sabe a partir de qué, de qué centro actuar. Pero, ¿qué hago yo?

Becker:

–¿Quién es usted, Krug? ¿Sabe quién es? ¿Se ha explorado? Pruebe seriamente a hacerlo. Vea dónde le lleva en realidad. Entonces vendrán las ayudas.

–Ya sé, las fuentes. Pero, ¿qué es eso?

–Sigo con su imagen de los rayos oscuros. Es útil para entendernos. Porque pasa lo mismo con las personas que con todo el resto de la visibilidad. No tiene que creer que es usted sólo lo que se imagina. No existe un ser humano, tal como la anatomía, la fisiología y la psicología enseñan e imaginan. Eso no es un ser humano. Es un fragmento de ser humano. El ser humano visible y descriptible, el accesible a nuestros pensamientos, me parece un precipitado en un vaso de reactivos. Una vez precipitado queda inactivo, al menos en cierta medida. Hace falta un gran esfuerzo, incluyendo la ayuda, para devolverlo a la vida.

Krug reflexionó con tristeza:

–¿Y ese esfuerzo sería la desesperación?

Becker le dio una palmadita en la rodilla y rio al ver la expresión de lástima con la que le miraba aquel hombre gordezuelo y comodón:

–No quiero animarle a una falsa actividad, Krug. No se lance al tumulto si no siente deseos de hacerlo. No sea duro con usted. Pero creo que eso no hay que temerlo en su caso.

El otro suspiró. Becker quiso cambiar de tema, pero Krug parecía hondamente afectado, y no cedió. Finalmente dijo, después de escuchar a Becker:

–Bueno, ¿y qué va a ser de usted, Becker? Tengo un poco de miedo cuando le oigo hablar así. ¿Qué pasará si ahora, como el cristiano que se siente, se lanza sobre la Humanidad del mismo modo en que lo hizo en 1919, con el resultado que usted conoce? Su vida podría resultar muy abigarrada.

Becker entornó los ojos, silbó bajito y se acarició la barba:

–¿Usted cree? No temamos. Al fin y al cabo, cada cosa tiene su peso específico. ¿Por qué teme por mí? Yo no lo hago. Si me tiro al agua, no me hundiré ni un centímetro más de lo que me corresponda.

Krug movió la cabeza:

–Fatalismo. Es posible sucumbir. No se puede saber de antemano. Usted está en esta casa medio vacía, y pronto tendrá que irse. ¿No quiere trasladarse cerca de mí? Encontraremos algo adecuado.

Becker le abrazó:

–Se lo agradezco mucho, Krug. Seguiremos en contacto. Pensaré en usted cuando las cosas vayan mal.

* * *

Aceptó un puesto en un colegio privado, y se convirtió tanto en una alegría para los estudiantes como en un espanto para los profesores, y más aún para la inspección.

No se atenía al programa. Parecía incapaz de hacerlo. Había conversaciones en clase entre él y los alumnos, se ocupaba también en privado de ellos, e incluso se inmiscuía en sus circunstancias familiares. Hubo dificultades, y finalmente tuvieron que despedirle.

Cambiaba con frecuencia de colegio, debido también a los malos resultados de los exámenes. Pero no cambió. Estaba perdido para la enseñanza oficial. Le dieron puestos auxiliares carentes de importancia, para mantenerlo ocupado, porque los estudiantes, y también algunos profesores, le tenían aprecio.

Entonces le tendieron lazos.

El primer lazo –en realidad improbable en el caso de Becker– fue: la mujer.

El primer lazo: la mujer

El doctor Krug tuvo que acudir en auxilio de Becker. Fue llamado a Berlín, pero no por el propio Becker, sino por el director del colegio en el que trabajaba, que sabía que Krug era su amigo.

Resultó que con Becker había ocurrido algo que jamás se habría esperado en un hombre como él, y que era totalmente incomprensible. Vivía, según el director del colegio privado comunicó, espantado y en tono de auténtico lamento, al doctor Krug, «a todo tren». Andaba con mujeres, tenía en su poder dinero que no procedía de su actividad docente y no se sabía que tuviera otra actividad. Krug no daba crédito a sus oídos.

Pero se confirmó. Esta vez, Krug no encontró a su amigo, con el que ahora se tuteaba, tan manso, seguro y equilibrado como en el primer encuentro. De hecho, Becker había caído en manos de hermosas damas, parientes de alumnos a los que daba clases privadas y que se reunían con él en su casa. Becker habló con franqueza y libertad del asunto, y lo admitió todo ante Krug. Ahora vivía en un apartamento amueblado, moderadamente grande, junto a la Oranienburger Tor. Dijo:

–Es cierto. ¿Te han informado? ¿Se escandalizan? ¿Y tú? ¿También tú crees que no hago bien?

Krug:

–Oh, no me conoces bien si piensas eso. Deberías conocerme mejor. Al contrario, me gusta. Antes de la guerra, tampoco despreciábamos ningún buen bocado. Pero a tus patronos, si puedo llamarlos así, no les gusta. Sin duda ha habido cotilleos.

Becker:

–¡Bah! ¿Qué piensas tú, Krug? Me interesa.

Esta vez, Becker dirigía miradas turbias e inseguras a su amigo. Krug se encogió de hombros:

–Si no te importa lo que piense esa gente, tus jefes y demás... Pero me gustaría decirte que se preocupan por ti. Por eso me han escrito. Te quieren bien, y no se aclaran contigo.

–Creo que puedo entenderlo.

Y dio a conocer su situación a Krug:

–No había estado con mujeres desde que fui herido. Lo sabes. Primero fue debido a mi debilidad, luego vino la cárcel, y después todas me daban igual. En los colegios, y allá donde iba, las hubo que quisieron acercarse a mí. En una ocasión entablé relación con una, porque me apremiaba, y estuvo bien, pero podía dejarlo, y lo dejé.

»Luego fue diferente. Hacían como si me prestaran atención. Dejaban que les contara toda clase de cosas, que habrían podido ser tan importantes para ellas como lo eran para mí. Pero sólo escuchaban al principio, o hacían como si escucharan. Luego buscan otra cosa: como ellas decian, a mí. Me habían tendido trampas. Y yo caía en ellas de manera ingenua, al principio. Como te digo, luego las cosas cambiaron. Tengo que haber abierto en mí fuentes que no eran buenas. Hay en nosotros toda clase de ellas. Y entonces ya no pude librarme, y aquello se convirtió en una verdadera tentación y en un cambio, y cedí, ya no sabía cómo resistirme. Y ahí sigo.

Y sonrió tristemente a su amigo:

–Y todo esto se llama Friedrich Becker.

Krug:

–¿Y qué... planes tienes? ¿Estás de acuerdo? ¿Exageras? ¿Te ha desbordado todo esto? Porque esto no puede ser una distracción.

Becker:

–¿Distracción? Es una adicción. Pero está dentro de mí, siempre lo he sabido... Hay argumentos que se apuntan en mí.

–¿Cuáles, Friedrich?

Becker, que iba elegantemente vestido y llevaba la barba recortada, jugueteó con la punta de su colorida corbata de seda: