cover

EL TIEMPO DEBE DETENERSE

ALDOUS HUXLEY

EL TIEMPO

DEBE DETENERSE

Traducción de Miguel de Hernani

Índice

CITA

CAPITULO I

CAPITULO II

CAPÍTULO III

CAPITULO IV

CAPITULO IV

CAPITULO VI

CAPITULO VII

CAPITULO VIII

CAPITULO IX

CAPITULO X

CAPITULO XI

CAPITULO XII

CAPITULO XIII

CAPITULO XIV

CAPITULO XV

CAPITULO XVI

CAPITULO XVII

CAPITULO XVIII

CAPITULO XIX

CAPÍTULO XX

CAPITULO XXI

CAPITULO XXII

CAPITULO XXIII

CAPITULO XXIV

CAPITULO XXV

CAPITULO XXVI

CAPITULO XXVII

CAPITULO XXVIII

CAPITULO XXIX

CAPITULO XXX. EPÍLOGO

NOTAS

CRÉDITOS

Pero el pensamiento es esclavo de la vida

la vida se deja engañar por el tiempo,

Y el tiempo, que cuida del mundo todo,

Debe detenerse.

SHAKESPEARE

CAPITULO I

Sebastian Barnack abandonó la sala de lectura de la biblioteca pública y se detuvo en el vestíbulo para ponerse su raído abrigo. Al observarle, la señora Ockham sintió su corazón atravesado por una daga. Este ser menudo y exquisito, con su rostro de serafín y su rizada cabellera rubia, era la viva imagen del suyo, de su hijo único, del hijo muerto e idolatrado.

Observó que los labios del muchacho se movían, mientras el cuerpo pugnaba por enfundarse en el abrigo. Se estaba hablando a sí mismo… Exactamente como hacía Frankie. Sebastian se volvió y pasó junto al banco donde ella estaba sentada, camino de la puerta.

–Es una noche muy desabrida –dijo la señora Ockham en voz alta, dejándose llevar del repentino impulso de detener a aquel fantasma vivo, de dar vida al punzante recuerdo en el corazón herido.

Sacado de los pensamientos que le absorbían, Sebastian se detuvo, se volvió y, durante uno o dos segundos, miró sin comprender a quien le hablaba. Después, se dio cuenta del significado de aquella anhelosa sonrisa maternal. Su mirada se hizo dura. Ya le había pasado aquello con anterioridad. La buena señora le estaba tratando como a uno de esos bebés a los que se dan palmaditas en sus cochecitos. ¡Ya le enseñaría a la vieja bruja! Pero, como de costumbre, careció del valor y de la presencia de espíritu necesarios. Finalmente, contestó, con una débil sonrisa, que sí, que era una noche muy desabrida.

Entretanto, la señora Ockham había abierto su bolso y sacado una caja de cartón blanco.

–¿Un chocolate, no?

Ofreció la caja. Era chocolate francés, el favorito de Frankie. Y de ella misma, al fin, y al cabo. La señora Ockham tenía debilidad por las golosinas.

Sebastian observó a su interlocutora con vacilación. El acento estaba muy bien y, a su modo sin forma, la ropa de paño era de clase, de buena calidad. Pero era una mujer gruesa y fea; por lo menos, tenía cuarenta años. El muchacho dudó, luchando entre el deseo de poner en su sitio a aquella impertinente y el no menos ardiente de probar aquellas deliciosas langues de chat. «Parece una torta», se dijo Sebastian, mientras contemplaba aquel rostro embotado y blando. «Una torta encendida y pelada, con el cutis echado a perder.» Tras este dictamen, estimó que podía aceptar los chocolates sin quebranto para su integridad.

–Gracias –dijo, y dirigió a la torta una de esas encantadoras sonrisas que las señoras de edad madura consideran siempre irresistibles.

Tener diecisiete años, comprender que el espíritu estaba ya tan formado como el de un adulto hecho y derecho y parecer un querubín de trece de Della Robbia resultaba un sino absurdo y humillante. Pero había leído a Nietzsche durante las últimas Navidades y, desde entonces, sabía que era preciso el Amor al propio Destino. Amor Fati… Aunque moderado por un saludable cinismo. Si la gente estaba dispuesta a dar algo porque uno pareciera más joven de lo que era, ¿qué razón había para no darle gusto?

–¡Qué bueno es!

Sebastian sonrió de nuevo con las comisuras de sus labios ennegrecidas por el chocolate. La daga, con dolor de agonía, penetró todavía más en el corazón de la señora Ockham.

–Quédese con la caja! –exclamó la pobre señora.

La voz temblaba, los ojos brillaban con las lágrimas. –No, no, no puedo…

–Tómela –insistió la señora Ockham–, tómela… –Y puso la caja en la mano del muchacho, en la mano de Frankie.

–Oh, gracias… –Era lo que Sebastian había esperado, lo que incluso había supuesto. Tenía ya experiencia de estas viejas sentimentales.

–Tuve un muchacho como usted –continuó la se ñora Ockham, quebrada la voz–. Muy, muy parecido. El mismo cabello, los mismos ojos… –Las lágrimas rodaron por las mejillas. La pobre señora se quitó los lentes y los limpió; después, se sonó, se levantó y se alejó con paso rápido hacia la sala de lectura.

Sebastian quedó inmóvil contemplándola hasta que la perdió de vista. Inmediatamente después, se sintió horriblemente culpable y mezquino. Dirigió la vista a la caja que tenía en la mano. Había hecho falta que muriera un muchacho para poseer aquellas langues de chat; si su propia madre hubiese vivido, sería casi tan vieja como aquella pobre señora de los lentes. Y si él, Sebastian, hubiese muerto, su madre no se habría mostrado menos desgraciada y sentimental. Impulsivamente, hizo un movimiento para arrojar los chocolates; enseguida, se dominó. No, aquello no sería más que tontería y superstición. Metió la caja en el bolsillo y se sumergió en el crepúsculo de niebla.

–Millones y millones… –se murmuró a sí mismo. La enormidad del mal parecía crecer con cada repetición de la palabra. Por todo el mundo, millones de hombres y mujeres estaban sufriendo; en aquel mismo momento, eran millones los que agonizaban; otros millones se inclinaban sobre ellos, con los rostros desencajados como aquella pobre bruja de las lágrimas rodando por las mejillas. Y había millones que tenían hambre y millones que estaban aterrados, enfermos o padeciendo insoportables angustias. Y millones maltratados por otros brutales millones. Y, por todas partes, había el hedor de los desperdicios, de las bebidas y de los cuerpos sucios; por todas partes aparecía la estupidez y la fealdad. El horror estaba siempre presente, incluso cuando uno se sentía bien y feliz… Siempre presente, a la vuelta de cada esquina y detrás de cada puerta.

Mientras bajaba por Haverstock Hill, Sebastian se sintió dominado por una inmensa y vaga tristeza. Nada parecía existir o importar en aquel instante, salvo la muerte y la agonía.

Y enseguida surgió en el recuerdo la frase de Keats… «La gigante agonía del mundo». La gigante agonía… Buscó en su memoria los otros versos. «A esta altura llega…». ¿Cómo era?

A esta altura llega, vuelta esta sombra,

tan sólo aquel para quien las miserias

miserias son que no le dan reposo…

¡Qué gran verdad era! Y era posible que Keats hubiera pensado en ello un desabrido anochecer de primavera, mientras bajaba por la colina desde Hampstead, como uno mismo lo hacía ahora, iría cuesta abajo, deteniéndose a veces para toser y dejar en el camino un trozo de sus pulmones o para meditar sobre su propia muerte, del mismo modo que sobre la de los demás. Sebastian comenzó de nuevo, murmurándose articuladamente los versos.

A esta altura llega, vuelta esta sombra,

tan sólo aquel…

Pero, cielos. ¡Qué mal sonaba la cosa cuando se la recitaba en voz alta! A esta altura llega, vuelta esta sombra, tan sólo aquel… ¿Cómo se le pudo escapar una cosa así? Aunque, desde luego, Keats era muy descuidado en ocasiones. Y, a pesar de ser un genio, no dejaba de incurrir a veces en las peores manifestaciones del mal gusto. Había cosas en el Endymion que daban a uno náuseas. Y cuando uno pensaba que se suponía que era griego… Sebastian se sonrió con ironía compasiva. Un día cualquiera enseñaría a todos lo que se podía hacer con la mitología griega. Entretanto, su espíritu volvió a las frases que se le habían ocurrido hacía un instante en la biblioteca, mientras leía el libro de Tarn sobre la civilización helenística. «¡Dejad los higos secos!», era como empezaba. «¡Dejad los higos se cos!…». Bien, en fin de cuentas, los higos secos podían ser buenos higos. Para los esclavos, de todos modos, quedaría únicamente el desecho. «¡Dejad los higos rancios!», pues. Además, en este caso particular, la palabra «rancio» sonaba bien.

Dejad los higos rancios, los gorgojos,

los azotes sin cuento,

los viejos que se asustan de la muerte…

Pero esto era muy pobre. Pulcro como lo peor de Wordsworth. ¿Qué tal estaría «temerosos de la muerte»?

Los viejos temerosos de la muerte,

zas mujeres

Sebastian quedó vacilante, preguntándose cómo podría sintetizar la triste vida del gineceo. Enseguida, de la misteriosa fuente de luz y energía del fondo de su cráneo, surgió la frase perfecta: «… las mujeres enjauladas».

El muchacho sonrió ante la imagen: todo un zoológico de jóvenes iracundas e ingobernables, una ensordecedora pajarera de mujeres maduras y viejas. Pero esto constituiría otro poema, un poema en el que se vengaría de todo el sexo femenino. Por el momento, se trataba de la Hélade, con la escualidez histórica que representaban Grecia y la gloria imaginaria. Imaginaria, desde luego, en cuanto se refería a todo un pueblo, pero realizable sin duda por un individuo y, ante todo, por un poeta. Algún día, no sabía cómo ni dónde, esta gloria estaría al alcance de su mano; Sebastian estaba convencido de ello. Pero, entretanto, convenía no hacer tonterías. La pasión de su nostalgia tenía que moderarse en la expresión con cierta ironía; el esplendor del ideal con que soñaba debía tener el contrapeso de un poco de absurdo. Olvidándose por completo del muchacho muerto y de la gigante agonía del mundo, retiró una langue de chat del depósito de su bolsillo y, con la boca llena, reanudó el embriagador trabajo de composición.

Dejad los higos rancios, los gorgojos,

los azotes sin cuento,

los viejos temerosos de la muerte,

las mujeres en jaulas con su celo!

Esto, en cuanto a historia. Ahora, en cuanto a imaginación.

En un junio perpetuo…

Meneó la cabeza. «Perpetuo» recordaba al director del colegio hablando del clima del Ecuador, en aquellas estúpidas clases de geografía. La alternativa se presentó con la palabra «crónico». La asociación con las venas varicosas y con el cockney de las fregonas le encantó, pero finalmente optó por la palabra «eterno».

De Platón en torno, se afanan ágiles

los Alcibíades de este junio eterno…

¡Fea la cosa! No era lugar para nombres propios. ¿«Qué musculaturas…», tal vez? De pronto, como maná llovido del cielo, surgieron las palabras «recios muchachos». Sí, sí, «recios muchachos de talante altivo». Se echó a reír. Y, sustituyendo «Platón» por «sabio», se obtenía:

Recios muchachos de talante altivo

siguen al sabio en este junio eterno…

Sebastian repitió las palabras dos o tres veces con verdadero deleite. Ahora, había que pasar al otro sexo.

¡Escuchad ahí cerca dulces músicas

de flautas e instrumentos!

Caminó, frunciendo el entrecejo. Aquellas bacantes que trenzaban sus pasos, aquellos senos y nalgas de Praxiteles, aquellas bailarinas de los vasos… ¡Qué difícil era dar sentido a todo el tinglado! Compresión y expresión. Exprimir las voluptuosas imágenes y extraer de ellas una copa de jugo verbal, a la vez astringente y fuerte, ácido y afrodisíaco. Era más fácil decirlo que hacerlo. Finalmente, los labios comenzaron a moverse. «Escuchad», murmuró de nuevo.

¡Escuchad ahí cerca dulces músicas

de flautas e instrumentos!

Por delante y detrás, giro tras giro,

en un ritmo de sabios movimientos,

¡Qué elásticas y blancas morbideces,

dejados ya sus velos,

nos muestran sus esferas tentadoras

y encienden llamaradas de deseo!

Suspiró y movió la cabeza. No estaba muy bien todavía, pero habría que dejarlo así por el momento. Y, entretanto, ya se hallaba en la esquina. ¿Iría derechamente a casa o daría una vuelta por Bantry Place, se vería con Susan y le recitaría su nuevo poema? Sebastian dudó un momento, hasta decidirse por lo segundo y doblar hacia la derecha. Se sentía con ganas de auditorio y de aplausos.

… blancas morbideces,

dejados ya sus velos,

nos muestran sus esferas tentadoras

y encienden llamaradas de deseo!

Pero tal vez fuera todo demasiado corto. Convendría deslizar tres o cuatro versos más entre esas morbideces y el final, explosión violácea de luces de Bengala. Algo acerca del Partenón, por ejemplo. O tal vez sería más divertido algo acerca de Esquilo.

Trágico en zancos, sublimes bostezos

de un orificio bucal torturado…

Pero, ¡oh maravilla!, aquí estaban las luces de Bengala, que subían, irresistibles y sin que nadie las invitara, a la garganta.

Y siempre, cegadores, dominando

las islas mil del jacintino Egeo,

qué ardores…

No, no, no. Demasiado vago, demasiado abstracto y sin carne…

¡Qué juventud ardiente como el toro,

qué frenesí de muslos y de senos,

como una forja al rojo que pasara

de un fuego al otro fuego,

siempre más brillante…

Pero «brillante» no tenía resonancia, no tenía significado alguno fuera del suyo. Lo que hacía falta era una palabra que, al mismo tiempo que describiera la creciente intensidad del fuego, llevara consigo la esencia de la fe apasionadamente idolatrada, el equivalente de todos los éxtasis, el poético, el sexual y hasta el religioso –si es que uno quería meterse en estas cosas–, y la superioridad sobre todos los habituales y mezquinos estados del ser.

Volvió de nuevo al principio, con la esperanza de tomar el impulso suficiente pára salvar el obstáculo.

Y siempre, cegadores, dominando,

las islas mil del jacintino Egeo,

¡Qué juventud ardiente como el toro,

qué frenesí de muslos y de senos,

como una forja al rojo que pasara

de un fuego al otro fuego…,

siempre más… más…

Vaciló un momento; enseguida, las palabras vinieron.

Siempre más puro, hasta la misma luz,

cópula incandescente

de Dioses que se abrazan en los cielos!

Aquí estaba, sin embargo, la esquina de Bantry Place y hasta se podía oír, a través de las ventanas cerradas y con los visillos corridos, a Susan en el piano, tocando aquella pieza de Scarlatti en la que había estado trabajando todo el invierno. Era la especie de música que se produciría si las burbujas de una botella de champaña subieran rítmicamente y, llegadas a la superficie, reventaran con un ruido tan seco y picante como el vino de cuyas profundidades procedían. El símil le agradó tanto que no se acordó de que no había tomado nunca champaña. Su última reflexión, en los momentos en que tocaba el timbre, fue que la música sería todavía más picante si se tocara el clavicordio y no el meloso Blüthner del viejo Pfeiffer.

Sentada al piano, Susan vio a Sebastian en el mismo instante en que éste entró en la sala de música. ¡Aquellos hermosos labios entreabiertos, aquel suave cabello por el que Susan quisiera hacer correr sus dedos –algo que Sebastian nunca le permitiría–, y que el viento había convertido en una maraña deliciosa de pálidos rizos! ¡Qué bueno había sido al venir a verla! Susan dirigió a Sebastian una sonrisa rápida y alegre y observó enseguida que había en el cabello del visitante gotitas de agua, parecidas al rocío que adorna las hojas del repollo. Pero aquí las gotas eran más pequeñas y se albergaban en un lecho de hebras de seda; sin duda estarían frías como el hielo. Pensar en esto fue bastante para que los dedos de la mano izquierda se armaran un lío.

El viejo Dr. Pfeiffer, que estaba paseando por la habitación como una fiera enjaulada –era una especie de oso, bajo y grueso, con pantalones desplanchados y los bigotes de una morsa–, se quitó de la boca el muy mordido pucho de su cigarro y gritó en alemán:

–Musik, musik!

Con un esfuerzo, Susan expulsó de su espíritu el pensamiento de las gotas de rocío sobre las hebras de seda, entró de nuevo en la vacilante sonata y siguió tocando. Con fastidio, se dio cuenta de que se había ruborizado.

Las mejillas se pusieron como amapolas y el cabello castaño adquirió un tono rojizo. «Remolachas y zanahorias», se dijo Sebastian sin indulgencia alguna. ¿Y la forma que tenía de enseñar las encías cuando se sonreía? Era una chica manifiestamente anatómica.

Susan tocó la última tecla y dejó caer las manos en el regazo, a la espera del veredicto del maestro. El veredicto llegó con un bramido y con una bocanada de humo.

Gut, gut, gut! –Y el Dr. Pfeiffer dio unas palmadas en el hombro de Susan, del mismo modo que si hubiese estado animando a un percherón. Después, se volvió a Sebastian.

–Y aquí está der pequeño Ariel… Oder, tal pez, der pequeño Puck. ¿No? –Hizo un guiño con sus ojos entreabiertos, en lo que juzgaba un prodigio de maliciosa sutileza, la ironía más exquisita y elevada.

El pequeño Ariel, el pequeño Puck… Dos veces en una tarde y esta segunda sin ninguna excusa, sólo porque el viejo bufón lo encontraba gracioso.

–Como no soy alemán –replicó Sebastian con acritud–, no he leído a Shakespeare. Por tanto, no sé qué decirle.

–Der Puck, der Puck! –gritó el Dr. Pfeiffer. Y rió con tanta gana que excitó su bronquitis crónica y comenzó a toser.

El rostro de Susan tomó una expresión de ansiedad. ¡Dios sólo sabía cómo podía terminar aquello! Abandonó el taburete del piano y, cuando las explosiones y los resuellos horriblemente líquidos de la tos del Dr. Pfeiffer cedieron un tanto, advirtió que tenían que marcharse enseguida, pues su madre había mostrado especial interés en que volviera a casa temprano.

El Dr. Pfeiffer se secó las lágrimas que habían asomado a sus ojos, mordió una vez más el pucho de su cigarro, dio a Susan dos o tres más de sus palmadas de carretero y le dijo que, por el amor de Dios, se acordara de lo que le había dicho acerca de las escalas con la mano derecha. Después, tomando de la mesa una caja de plata y cedro, regalo que le hizo en su último cumpleaños un discípulo agradecido, se volvió hacia Sebastian, puso una manaza sobre el hombro del muchacho y, con la otra, colocó los cigarros bajo las mismas narices del «pequeño Puck».

–Tome uno –dijo con zalamería–. Tome uno de estos gruesos y magníficos habanos. Completamente gratis. Und garantiert de que no hacen fomitar ni a un mamoncillo.

–¡Oh, cállese! –gritó Sebastian hecho una furia y a punto de echarse a llorar; bruscamente, se agachó, se desprendió del brazo de su perseguidor y se escapó de la habitación. Susan quedó inmóvil unos segundos, vacilante, hasta que, sin decir una palabra, corrió tras de su amigo. El Dr. Pfeiffer se quitó el cigarro de la boca y gritó:

–¡Pronto, pronto! ¡Nuestro pequeño genio está llorando!

La puertá se cerró de golpe. Desafiando su bronquitis, el Dr. Pfeiffer comenzó a reírse de nuevo, a su modo sonoro y enorme. Dos meses antes, el «pequeño genio» había aceptado uno de sus cigarros y, mientras Susan luchaba como mejor podía con el «Claro de Luna», estuvo fumando durante cinco minutos. De pronto hubo un movimiento de pánico hacia el cuarto de baño, pero fue imposible llegar a tiempo. El sentido del humor del Dr. Pfeiffer tenía una robustez medieval; para nuestro hombre, aquel vómito en el descansillo del segundo piso era la cosa más divertida que había sucedido desde las bromas del Fausto.